Deja en paz al diablo (13 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

BOOK: Deja en paz al diablo
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Kim y Sterne siguieron dándole vueltas unas cuantas veces más, cada uno de ellos ciñéndose a las ideas que ya habían expresado, aunque, eso sí, la cordialidad en su diálogo disimulaba un tanto su desacuerdo. Finalmente, Sterne miró el reloj y se disculpó por no poder seguir conversando.

—¿Va desde aquí a su clínica en la ciudad? —preguntó Gurney.

—Solo uno o dos días por semana. Ya no tengo mucho trabajo directo. La clínica dental es en realidad una empresa médico-dental importante. Se podría decir que yo soy más bien el jefe del consejo de administración que un dentista en activo. Tengo la suerte de contar con buenos socios y directores eficientes. Así que la mayor parte del tiempo no lo dedico a la odontología, sino a organizaciones benéficas y similares. En ese sentido, soy un hombre muy afortunado.

—Larry, cariño…

En el umbral de la sala de espera había una mujer alta, curvilínea, de ojos almendrados, señalando el reloj de oro de su muñeca.

—Sí, Lila, lo sé. Mis invitados están a punto de marcharse.

La mujer sonrió y se retiró.

Cuando Sterne acompañó a Kim y Gurney hasta la puerta, les instó a mantener una mentalidad abierta e invitó a Kim a que siguieran en contacto. Al estrecharle la mano a Gurney, sonrió con educación y dijo: —Espero que en algún momento tengamos la oportunidad de hablar de su carrera policial. En el artículo de la madre de Kim parecía usted fascinante.

Fue entonces cuando Gurney se dio cuenta de a quién le recordaba.

Al señor Rogers.

El señor Rogers de la serie infantil con una mujer del harén de un sultán.

Una combinación extraña.

10. Un punto de vista radicalmente diferente

Al final del sendero que conducía a la casa de Sterne, Kim detuvo el coche, antes de girar por la carretera, aunque apenas había tráfico.

—Antes de que lo preguntes —anunció con tono de confesión—, la respuesta es sí. Cuando concerté nuestra cita y le dije que vendrías, le di el enlace al artículo de Connie en la web.

Gurney no dijo nada.

—¿Estás enfadado conmigo por haber hecho eso?

—Me siento en medio de una excavación arqueológica.

—¿Qué quieres decir?

—Siguen aflorando pequeñas cosas. Me pregunto qué será lo siguiente.

—No hay nada más. Nada que se me ocurra. ¿Así era tu trabajo?

—¿Cómo?

—Como una excavación arqueológica.

—En cierto modo sí.

De hecho, aquella imagen le había asaltado con frecuencia: descubriendo piezas de enigmas, por capas, estudiando formas y texturas, encajándolas de manera provisional, buscando patrones. De vez en cuando, podía tomarse su tiempo. Pero lo más habitual era tener que moverse más deprisa: en el caso de un asesinato en serie, por ejemplo, cuando los retrasos en encontrar e interpretar las piezas podían significar más asesinatos, más horror.

Kim sacó el teléfono móvil y miró a Gurney.

—Oye, estoy pensando que como no son ni las tres en punto…, ¿puedes quedarte a una reunión más antes de que te lleve a casa? —Antes de que él pudiera responder, ella agregó muy deprisa—: Nos viene de camino, así que no te quitaría mucho tiempo.

—Necesito estar en casa a las seis. —No era del todo cierto, pero quería ponerle un límite a todo aquello.

—No creo que sea un problema. —Marcó un número, se llevó el teléfono al oído y esperó—. ¿Roberta? Soy Kim Corazon.

Al cabo de un minuto, después de la más breve de las conversaciones, Kim expresó su agradecimiento y se pusieron en camino.

—Ha sonado fácil —dijo Gurney.

—A Roberta le ha gustado la idea del documental desde que me puse en contacto con ella. No es tímida respecto a expresar sus sentimientos o sus opiniones. Aparte tal vez de Jimi Brewster, es la participante más activa.

Roberta Rotker vivía justo a la salida del pueblo de Peacock, en una casa de ladrillos que parecía una fortaleza, justo en medio de un campo que había sido segado para que pareciera césped. No había árboles ni arbustos ni plantaciones de ninguna clase. La propiedad se hallaba rodeada por una valla de un metro ochenta, con alambre de espino. Al otro lado de la valla había cámaras de seguridad instaladas en postes a intervalos regulares. La puerta de entrada de uso industrial era de las correderas sobre ruedas y se accionaba desde la casa mediante un mecanismo electrónico.

Al llegar delante de ella, la puerta se abrió. Un sendero recto de macadán conducía a una zona de aparcamiento del mismo pavimento situada delante de un garaje de ladrillo de tres plazas. El lugar tenía un aura institucional, como si fuera alguna clase de piso franco propiedad de una agencia gubernamental. Gurney contó cuatro cámaras de seguridad más: dos en las esquinas delanteras del garaje y dos debajo de los aleros de la casa.

La mujer que abrió la puerta delantera tenía una apariencia tan profesional como el edificio. Llevaba una camisa de trabajo lisa y pantalones oscuros de sarga. El estilo poco favorecedor de su cabello rubio corto enfatizaba un aparente desinterés en su aspecto. Miró a Gurney sin pestañear y con una expresión nada cordial. Le recordó a un policía, y aún más por la Sig Sauer de nueve milímetros que llevaba en una cartuchera de uso rápido fijada al cinturón.

Estrechó la mano a Kim de esa manera firme y determinada que suelen adoptar ciertas mujeres que tienen profesiones tradicionalmente masculinas. Cuando Kim hubo presentado a Gurney y le hubo explicado su presencia como «asesor» del proyecto, Roberta Rotker le ofreció un breve saludo con la cabeza, retrocedió y los hizo pasar a la casa.

Estructuralmente, era una casa colonial, pero estaba vacía: un pasillo conducía de la puerta delantera a la trasera. A la izquierda había dos puertas y una escalera; a la derecha había tres puertas, todas cerradas. Aquella casa no ofrecía muchas pistas sobre su dueña.

Después de dejar atrás la primera puerta de la derecha llegaron a una sala de estar mínimamente amueblada.

—¿Se dedica al orden público? —preguntó Gurney.

Rotker no respondió hasta que la puerta se cerró tras ellos.

—Muy decididamente —dijo.

Era una respuesta inusual.

—Lo que quería preguntar es si trabaja para alguna agencia del orden.

—¿Por qué me lo pregunta?

Gurney sonrió de manera insulsa.

—Solo por curiosidad. Me preguntaba si el arma que lleva en el costado es un requisito del trabajo o una preferencia personal.

—Una cosa no excluye la otra. Póngase cómodo.

Señaló un sofá de cojines duros que le recordó a la sala de espera de la clínica en la que Madeleine trabajaba tres días por semana. Cuando él y Kim se sentaron, Rotker continuó:

—Es una preferencia personal, porque me hace sentir mejor. Y es también un requisito, porque lo requiere el estado del mundo en el que vivimos. Creo que debemos actuar en función de la realidad. ¿He satisfecho su curiosidad?

—En parte.

La mujer lo miró.

—Estamos en guerra, detective. En guerra con criaturas que carecen de nuestro sentido del bien y del mal. Si no los vencemos a ellos, ellos nos vencerán a nosotros. Esa es la realidad.

Gurney reflexionó, por enésima vez en su vida, sobre cómo la emoción creaba su propia lógica, cómo la rabia era invariablemente la madre de la certeza. Con toda probabilidad, se trataba de una de las mayores ironías de la naturaleza humana: cuanto más nos desorientan nuestras pasiones, más seguros estamos de ver las cosas con claridad.

—Usted fue policía —continuó Rotker—, así que sabe de qué estoy hablando. Vivimos en un mundo donde el oropel es caro y la vida es barata.

Se hizo el silencio. Kim lo rompió en tono alegre, intentando cambiar de tema.

—Oh, por cierto, quería hablarle a Dave de su galería de tiro privada. ¿Quizá podría mostrársela? Seguro que le encantaría verla.

—¿Por qué no? —dijo Rotker sin vacilación ni entusiasmo—. Vamos.

Se encaminaron por el pasillo hacia la puerta de atrás. Al lado, una enorme jaula para perros recorría la mitad de la casa. Cuatro rottweilers muy musculados aparecieron con un estruendo furioso que cesó en el instante en que su dueña espetó una orden en alemán.

Más allá de la jaula, en un campo situado detrás de la casa, un edificio estrecho y sin ventanas se extendía hacia la valla trasera. Rotker abrió la puerta metálica y encendió las luces. Dentro había una galería de tiro básica, con una sola posición de disparo y un dispositivo motorizado que situaba los objetivos.

Ella caminó hasta la mesa alta situada en la parte delantera y pulsó un interruptor en la pared lateral. Un objetivo de cartón con la silueta de un hombre, ya suspendido del transportador, empezó a ocupar su lugar en la galería. Se detuvo en la marca de la distancia de siete metros y medio.

—¿Le interesa probar, detective?

—Preferiría ver cómo lo hace usted —dijo Gurney con una sonrisa—. Tengo la sensación de que es buena.

Ella le devolvió la sonrisa, de manera fría.

—Lo bastante buena para la mayoría de las situaciones.

Rotker pulsó otra vez el interruptor de la pared y el objetivo empezó a alejarse. Se detuvo en el punto de quince metros. La mujer cogió unos cascos de protección y unas gafas de seguridad que estaban colgados al lado del interruptor y se los puso, mirando a Gurney y a Kim.

—Lo siento, no tengo más. Normalmente no tengo público.

Desenfundó la Sig, revisó el cargador, quitó el seguro y, por un momento, se quedó completamente quieta, con la cabeza inclinada, como un saltador olímpico antes del momento crucial. Entonces hizo algo cuyo recuerdo Gurney supo que lo iba a acompañar el resto de su vida: gritó. Fue un sonido bestial de rabia que hizo que la palabra que lo inició pareciera más un relámpago que algo verbal. Lo que gritó fue «Cabrón». Levantó la pistola en un movimiento repentino y sin apuntar disparó las quince balas del cargador en apenas cuatro segundos.

Bajó el arma poco a poco y la dejó en la mesa, se quitó las gafas de seguridad y los cascos protectores y los colgó en la pared. Accionó de nuevo el interruptor y el objetivo se deslizó desde el fondo de la galería hasta la mesa. Rotker lo soltó con cuidado y se volvió sonriendo plácidamente, orgullosa de sí misma.

Levantó el objetivo para que Gurney lo inspeccionara. El área a la que normalmente se apunta —el centro de la masa corporal— estaba intacto. De hecho, no había agujeros de bala en ningún punto de la silueta humana salvo en uno.

El centro de la frente había quedado destrozado.

11. Extrañas secuelas

Kim y Gurney pasaron por el casi inexistente pueblo de Peacock, en dirección a la carretera del condado, que finalmente los llevaría, a través de una sucesión de colinas y valles, a Walnut Crossing. Eran poco más de las cinco, el cielo se estaba destapando y la niebla se había disipado.

—Estaba mucho más asombrado por ese asunto que tú —dijo Gurney.

Kim le dedicó una mirada apreciativa.

—¿Concluyes de eso que yo ya lo había visto antes? Tienes razón.

—¿Por eso sugeriste que nos enseñara la galería de tiro? ¿Para que pudiera ver esa pequeña demostración?

—Sí.

—Bueno, pues me ha impresionado.

—Quiero que lo veas todo. O al menos todo lo que tengas tiempo de ver.

Los dos se quedaron en silencio. A Gurney le parecía que ya había visto mucho. Costaba creer que hubiera recibido la llamada de Connie Clarke la mañana anterior. Cerró los ojos y trató de ordenar el flujo de información y conversaciones. Se sentía saturado de datos. Resultaba mareante. El proyecto era extraño. Su implicación en él era extraña.

Se despertó cuando Kim estaba girando por el camino de gravilla que ascendía por la montaña hasta su casa.

—¡Cielo santo! No pensaba quedarme dormido.

—Dormir es bueno —dijo ella, con aspecto cansado y serio.

Tres ciervos corrieron por el terraplén justo ante ellos.

—¿Alguna vez has chocado con alguno? —preguntó.

—Sí.

Algo en su forma de responder hizo que Kim lo mirara con curiosidad.

Había ocurrido seis meses antes. Una hembra había cruzado la carretera 10 desde el bosque situado en el lado izquierdo de la calzada, muy por delante de él, hacia un campo abierto a la derecha. Justo cuando estaba pasando por ese lugar, su cervatillo se cruzó delante del coche.

Gurney esbozó una mueca ante el recuerdo todavía vívido del impacto.

Apartarse. Parar. Caminar hacia atrás. El pequeño cuerpo retorcido. Los ojos abiertos y sin vida. La hembra de pie en el campo, mirando atrás. Esperando. A Gurney lo llenó de tristeza y horror.

El Miata pasó por delante de una granja descuidada con una docena de vacas igual de descuidadas y media docena de coches oxidados.

—¿Tienes relación con los vecinos? —preguntó Kim.

Gurney hizo un sonido a medio camino entre el gruñido y la risa.

—Con algunos sí, con otros no.

Medio kilómetro más adelante, atisbaron el granero rojo al final del camino, junto al estanque.

—Para y déjame bajar —dijo—. Quiero subir andando por el prado. Me despertará, me aclarará la cabeza.

Kim torció el gesto.

—La hierba parece húmeda.

—No importa. Me quitaré los zapatos cuando llegue a casa.

Ella aparcó delante de la puerta del granero y apagó el motor, dejando la mano en la llave de contacto con una expresión extrañamente preocupada.

En lugar de salir del coche, Gurney se quedó sentado y esperando, sintiendo que ella tenía algo que decir.

—Bueno… —empezó Kim. Se detuvo y empezó otra vez—. Bueno…, ¿y ahora qué?

Gurney se encogió de hombros.

—Me has contratado por un día. El día ha pasado.

—¿Alguna oportunidad de que continúes?

—¿Para hacer qué?

—¿Hablar con Max Clinter?

—¿Por qué?

—Porque no lo entiendo. Me parece que sabe algo del caso del Buen Pastor. Algo terrible. Pero puede que solo sean imaginaciones suyas, alguna clase de delirio. He pensado que, tal vez, dado que ambos habéis sido detectives, quizá sería más sincero contigo, sobre todo si yo no estuviera allí, si estuvierais los dos solos, hablando de policía a policía.

—¿Dónde vive?

—¿Lo harás? ¿Hablarás con él?

—No he dicho eso. Te he preguntado dónde vive.

—No muy lejos del lago Cayuga. Muy cerca de donde ocurrió su desastrosa persecución en coche. Eso es parte de lo que me hace temer que esté un poco loco.

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