—Uno o dos. A veces, cuando subo la colina, veo alguno, iluminado por los faros.
—Vaya. Es muy salvaje. Nunca he visto un lince rojo.
Se quedaron en silencio unos instantes. Gurney estaba a punto de preguntarle en qué estaba pensando cuando Kyle continuó: —¿De verdad crees que hay más cosas en el caso del Buen Pastor de lo que la gente cree?
—Podría ser.
—Parecías bastante seguro al teléfono. Creo que eso es lo que ha molestado tanto a Kim.
—Sí, bueno…
—¿Qué crees que se le ha pasado por alto a todo el mundo?
—¿Cuánto sabes del caso?
—Como te he dicho antes de cenar, todo. Al menos todo lo que salió en la tele.
Gurney negó con la cabeza en la oscuridad.
—Tiene gracia, no recuerdo que estuvieras tan interesado.
—Bueno, lo estaba. Pero no hay razón para que lo recordaras. O sea, nunca estabas allí.
—Estaba cuando venías los fines de semana. Al menos los domingos.
—Estabas físicamente, pero siempre parecías…, no sé, como si tu cabeza te mantuviera atado a algo importante.
—Y… supongo que… después de que te liaras con Stacey Marx… no venías cada fin de semana.
—No, supongo que no.
—Después de que rompieras, ¿mantuviste el contacto con ella?
—¿Nunca te lo conté?
—Creo que no.
—Stacey se enganchó a las drogas. Entraba y salía de rehabilitación. Bastante hecha polvo, la verdad. La vi en la boda de Eddie Burke. ¿Te acuerdas de Eddie Burke?
—Más o menos. ¿El chico pelirrojo?
—No, ese era su hermano Jimmy. No importa. Stacey está fatal.
Otro silencio. Gurney sentía que su mente funcionaba lenta, desconcentrada, inquieta.
—Hace mucho frío aquí —dijo Kyle—. ¿Quieres volver a la casa?
—Sí, subiré dentro de un minuto.
Ninguno de los dos se movió.
—Bueno…, no has terminado de decir qué es lo que te inquieta del caso del Buen Pastor. Parece que eres la única persona que tiene un problema con él.
—Quizás ese es el problema.
—Eso es demasiado zen para mí.
Gurney soltó una risa aguda y corta.
—El problema es la pasmosa falta de pensamiento crítico. Todo el asunto está demasiado bien empaquetado, es demasiado simple y demasiado útil para demasiada gente. No ha sido cuestionado, discutido, puesto a prueba, desgarrado y pateado. Creo que hay demasiados expertos poderosos e influyentes a los que les gusta cómo está, como un libro de texto de asesinatos en serie cometidos por un psicópata de manual.
—Pareces cabreado —dijo Kyle después de un breve silencio.
—¿Alguna vez has visto cómo queda alguien al que le han disparado con una bala expansiva de calibre cincuenta en un lado de la cabeza?
—Muy mal, supongo.
—Es la cosa más deshumanizante que se pueda imaginar. El Buen Pastor se lo hizo a seis personas. No solo las mató. Las destrozó y las convirtió en algo patético y horrible. —Gurney apartó la mirada a la oscuridad antes de continuar—. Esas personas merecen más de lo que han recibido. Merecen un debate más serio. Merecen que se formulen algunas preguntas.
—Entonces, ¿cuál es el plan? ¿Encontrar cabos sueltos y tirar de ellos?
—Si puedo…
—Bueno, es en eso en lo que eres bueno.
—Lo era. Ya veremos.
—Tendrás éxito. Nunca has fallado en nada.
—Por supuesto que sí.
Otro breve silencio.
—¿Qué clase de preguntas?
—Hum. —Gurney estaba pensando en sus propios defectos.
—Solo quería saber qué clase de preguntas tienes
in mente
.
—Oh, no lo sé. Algunas cuestiones bastante amorfas sobre qué tipo de personalidad se corresponde con el lenguaje empleado en el manifiesto, sobre la logística de los crímenes, acerca de la elección del arma. Y muchas preguntas menores, como por qué todos los coches eran negros…
—O por qué todos estaban construidos en Sindelfingen.
—¿Por qué todos…? ¿Qué?
—Los seis coches estaban construidos en la planta de Mercedes de Sindelfingen, en las afueras de Stuttgart. Probablemente no significa nada. Solo es un pequeño detalle un tanto extraño.
—¿Cómo demonios sabes una cosa así?
—Te dije que presté mucha atención.
—¿Ese detalle de Sindelfingen salió en las noticias?
—No. Los años y los modelos de los coches sí salieron en las noticias. Ya sabes, traté de averiguar algunas cosas. Me pregunté qué podían tener en común los coches, además de la marca y el color. Mercedes tiene un montón de plantas de montaje por todo el mundo, pero esos seis coches procedían de Sindelfingen. Solo es una coincidencia.
Aunque estaba muy oscuro para verle la cara, Gurney se volvió hacia Kyle.
—Todavía no entiendo por qué…
—¿Por qué me molesté en mirar eso? No lo sé. Supongo que…, supongo que me interesaban un montón de esas cosas… como crímenes…, asesinatos…, cosas así.
Gurney no sabía qué decir, se sentía anonadado. Diez años antes su hijo había estado jugando a detective. ¿Y desde cuánto tiempo antes? ¿O después? ¿Y por qué demonios no se había enterado? ¿Cómo podía ser que no se hubiera fijado en eso?
«Joder, ¿tan inabordable era? ¿Tan perdido estaba en mi profesión, en mis pensamientos, en mis prioridades?»
Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y no supo qué hacer.
Tosió y se aclaró la garganta.
—¿Qué hacen en Sindelfingen?
—La gama más alta. Eso explicaría algo, tal vez. Supongo que si el Buen Pastor buscaba los modelos más caros de Mercedes, bueno, esa es la planta donde los hacían.
—Aun así es interesante. Y te tomaste tiempo para descubrirlo.
—Bueno, ¿quieres subir a la casa? —dijo Kyle después de una pausa—. Parece que quiere llover.
—Dame un minuto. Ve yendo tú.
—¿Quieres que te deje la linterna? —Kyle la encendió, alumbrando pendiente arriba, hacia las matas de espárragos.
—No, no te preocupes. Conozco bien los obstáculos que hay en el camino.
—Vale. —Kyle se levantó despacio, tanteando la regularidad del terreno de delante del banco. Hubo una pequeña salpicadura al borde del estanque—. ¿Qué demonios era eso?
—Una rana.
—¿Estás seguro? ¿No hay serpientes?
—Pocas. Pequeñas e inofensivas.
Kyle pareció pensarlo durante un rato.
—Vale —dijo—. Te veo en la casa.
Gurney lo observó, o más bien observó el haz de la linterna que se movía gradualmente por la senda del prado. Por fin se recostó en el banco, cerró los ojos e inspiró el aire húmedo. Se sentía vacío por dentro.
Abrió los ojos al oír una ramita que se partía entre los árboles, detrás del granero. Unos diez segundos después, oyó de nuevo el mismo sonido. Se levantó del banco y escuchó. Aguzó la vista para tratar de ver algo entre las manchas y espacios negros que lo rodeaban.
No percibió nada. Caminó pisando con precaución desde el banco hasta el granero, que estaba a unos cien metros. Una vez llegó a la esquina de la gran estructura de madera, anduvo muy despacio, rodeándolo por el borde de hierba. Se paró varias veces a escuchar. Pensó en sacar la Beretta calibre 32 de la cartuchera del tobillo. Sin embargo, descartó la idea, tampoco había que exagerar.
El silencio de la noche parecía absoluto. La condensación en la hierba estaba empezando a penetrar por sus zapatos y a filtrarse en los calcetines. Se preguntó qué esperaba descubrir, por qué se molestaba en rodear el granero. Miró pendiente arriba, hacia la casa. La luz ámbar de la ventana le pareció seductora.
Decidió tomar un atajo, pero trastabilló en un tocón y cayó; otra vez aquel dolor eléctrico entre el codo y la muñeca. Cuando entró en la casa, se dio cuenta, por la expresión de Madeleine, de que tenía un aspecto desaliñado.
—He tropezado —explicó, mientras se alisaba la camisa—. ¿Dónde están todos?
Ella pareció sorprendida.
—¿No has visto a Kim fuera?
—¿Fuera? ¿Dónde?
—Ha salido hace un rato. Pensaba que quería hablar en privado contigo.
—¿Ha salido sola con esta oscuridad?
—Bueno, aquí no está.
—¿Dónde está Kyle?
—Ha subido a hacer algo.
Su tono sonó demasiado extraño.
—¿Arriba?
—Sí.
—¿Va a quedarse a pasar la noche?
—Parece que sí. Le he ofrecido la habitación amarilla.
—¿Y Kim ocupará la otra?
Era una pregunta absurda. Por supuesto que iba a ocupar la otra. Antes de que Madeleine pudiera responder, oyeron que la puerta lateral se abría y se cerraba, y a continuación el suave sonido de una chaqueta que alguien colgaba en el perchero. Kim entró en la cocina.
—¿Te has perdido? —preguntó Gurney.
—No, estaba echando un vistazo.
—¿En la oscuridad?
—Quería comprobar si podía ver algunas estrellas. Respirar el aire del campo. —Parecía un poco inquieta.
—No es una buena noche para ver estrellas.
—No, no muy buena. De hecho, da un poco de miedo. —Vaciló—. Bueno…, yo… quería disculparme por cómo te he hablado antes.
—No pasa nada. De hecho, soy yo quien debería disculparse. Entiendo lo importante que es esto para ti. No debería haberte inquietado con estas cosas.
—Aun así, no tendría que haber dicho lo que he dicho. —Negó lentamente con la cabeza—. No tengo el don de la oportunidad.
Gurney no comprendió a qué se refería con eso del don de la oportunidad. No obstante, prefirió no prolongar aquel intercambio de disculpas, que le resultaba de lo más extraño.
—Voy a tomar un poco de café. ¿Quieres?
—Claro. —Kim parecía aliviada—. Buena idea.
—¿Por qué no os sentáis los dos a la mesa? —dijo Madeleine con firmeza—. Prepararé café para todos.
Se sentaron. Madeleine encendió la cafetera. Dos segundos después se apagaron las luces.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó Gurney.
Ni Madeleine ni Kim respondieron.
—A lo mejor la cafetera ha hecho saltar una fase —dijo él mismo.
Empezó a levantarse, pero Madeleine lo detuvo.
—No ha saltado ninguna fase.
—Entonces, ¿qué…? —Una lucecita parpadeaba en el pasillo que conducía a la escalera.
El parpadeo se hizo más intenso. Enseguida oyó la voz de Kyle cantando. Al cabo de un momento, entró por el umbral. Traía consigo una tarta con velas encendidas. Su voz fue haciéndose más alta con cada palabra.
—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, papi, cumpleaños feliz…
—Dios mío… —murmuró Gurney, pestañeando—. ¿Es hoy… de verdad?
—Feliz cumpleaños —dijo Madeleine con suavidad.
—¡Feliz cumpleaños! —gritó Kim con entusiasmo nervioso, y añadió—: Ahora ya sabes por qué me he sentido como una idiota por comportarme así precisamente esta noche.
—Vaya —dijo Gurney, negando con la cabeza—. Menuda sorpresa.
Kyle, que lucía una amplia sonrisa, dejó la tarta con las velas encendidas en medio de la mesa.
—Siempre me enfadaba cuando se olvidaba de mi cumpleaños. Pero luego me di cuenta de que tampoco se acordaba del suyo, así que no era para tanto.
Kim rio.
—Piensa en un deseo y sopla las velas —dijo Kyle.
—De acuerdo —le contestó su padre.
Luego en silencio pensó su deseo: «Que Dios me ayude a decir lo correcto». Hizo una pausa, respiró lo más profundamente que pudo y sopló hasta conseguir apagar dos terceras partes de las velas. Cogió aire otra vez y terminó el trabajo.
—¡Muy bien! —exclamó Kyle. Se acercó al interruptor del pasillo para volver a encender las luces de la cocina.
—Pensaba que tenía que apagarlas de un solo soplido —dijo Gurney.
—No cuando hay tantas. Nadie puede apagar cuarenta y nueve velas de un solo soplido. La norma dice que tienes un segundo intento cuando pasas de los veinticinco.
Gurney miró a Kyle y las velas humeantes con desconcierto. Una vez más, sintió la amenaza de una lágrima.
—Gracias.
La cafetera empezó a hacer sonidos de borboteo. Madeleine se acercó a atenderla.
—No aparentas cuarenta y nueve —dijo Kim—. Si me lo hubieran preguntado, diría que tienes unos treinta y nueve.
—Eso me dejaría con trece cuando nació Kyle —contestó Gurney—, y con once cuando me casé con su madre.
—Eh, casi me olvido —intervino Kyle abruptamente.
Buscó bajo su silla y sacó una caja de regalo que por el tamaño podría contener una camisa o una bufanda. El paquete estaba envuelto en papel azul brillante, con un lazo blanco. Había un sobre del tamaño de una tarjeta de cumpleaños bajo la cinta. Pasó el regalo por encima de la mesa.
—Vaya —dijo Gurney, aceptándolo con torpeza.
No habían intercambiado regalos de cumpleaños desde hacía… ¿cuántos años?
Kyle parecía ansioso y excitado.
—Solo es algo que encontré y pensé que deberías tenerlo.
Gurney deshizo el lazo.
—Mira primero la tarjeta —le dijo su hijo.
Gurney abrió el sobre y sacó la tarjeta.
En el anverso, con una divertida letra cursiva, se podía leer: «Mensaje de cumpleaños solo para ti». Notó un bulto en el centro: sin duda era una de esas tarjetas musicales. Supuso que cuando la abriera sería sometido a otra versión del
Cumpleaños feliz
.
Pero no tuvo ocasión de descubrirlo.
Kim estaba observando algo que había fuera de la casa. Se levantó de la mesa tan de repente que su silla se volcó hacia atrás. Sin hacer caso del estruendo, corrió hacia la puerta cristalera.
—¡¿Qué es eso?! —gritó con un pánico creciente, mirando con los ojos como platos por la pendiente del prado y llevándose las manos a la cara—. Dios. Oh, Dios mío, ¿qué es eso?
Había llovido de manera intermitente desde la medianoche hasta el amanecer. Ahora una niebla fina flotaba en el aire de media mañana.
—¿Estás pensando en salir así? —preguntó Madeleine al tiempo que le lanzaba una mirada severa a su marido.
Parecía congelada, sentada a la mesa del desayuno con un jersey ligero encima del camisón y envolviendo con las manos su taza de café.
—No, solo miraba.
—Cada vez que te pones ahí, entra el olor del humo.
Gurney cerró la puerta cristalera, que había abierto un momento antes —por enésima vez esa mañana— para tener una visión más clara del granero, o de lo que quedaba de él.