Bajé de peso sin problemas y mi cara también rejuveneció un poco. Es bueno sentir que tu cuerpo va cambiando de este modo. Sin embargo, con la edad, los cambios son más lentos que cuando eres joven. Lo que antes me costaba mes y medio, ahora me cuesta tres meses. La relación de eficacia entre la cantidad de ejercicio y los logros obtenidos empeora a ojos vistas. Pero qué le vamos a hacer, habrá que resignarse y tirar adelante con lo que tenemos. Es ley de vida. Además, lo de la alta o baja eficacia no es un parámetro que determine el valor de nuestra forma de vida. Por cierto, en el gimnasio de Tokio al que voy, hay un cartel que reza: «EL MÚSCULO SE ADQUIERE CON DIFICULTAD Y SE PIERDE CON FACILIDAD. LA GRASA SE ADQUIERE CON FACILIDAD Y SE PIERDE CON DIFICULTAD». Es una verdad desagradable, pero es la verdad.
Agosto se despidió diciendo adiós con la mano (esa impresión daba) y, al empezar septiembre, mi estilo de entrenamiento dio un giro. En los tres meses anteriores, la idea era «de momento, correr más kilómetros», así que corría cada día todo lo posible y aumentaba el ritmo poco a poco, sin complicarme la vida. Tenía que sentar las bases para prepararme físicamente y cobrar cada vez más fuerza. Gané resistencia, mejoré muscularmente cada zona anatómica, mejoré mi forma, tanto física como psíquica, y fui mentalizándome y cogiendo moral. La tarea más importante fue comunicarle a mi cuerpo que correr de ese modo era lo normal. Lo de «comunicar» lo digo, por supuesto, en sentido figurado, porque el cuerpo, por más que se lo expliques con palabras, no suele hacerte caso con facilidad. Y es que el del cuerpo es un sistema que aprende y funciona a base de práctica: sólo reconoce un mensaje, y lo comprende, tras haberle hecho sufrir de modo específico e intermitente. Con ello, llega a aceptar de buen grado (o quizá no tanto) el ejercicio que se le haya encomendado. Después tendremos que ir aumentando lentamente el límite de esa cantidad de ejercicio. Poco a poco, poco a poco. Que no sufra un pinchazo.
Pero, llegado septiembre, con la carrera a dos meses vista, el entrenamiento tiene que entrar en la fase de ajustes. Tengo que pasar del «entrenamiento de cantidad» al «entrenamiento de calidad» introduciendo variaciones largo-corto y suave-duro. Y he de programarlo de modo que el cansancio supere su punto máximo más o menos un mes antes de la carrera. Es un periodo muy importante. Hay que conseguir que las cosas avancen mientras se conversa cuidadosamente con el cuerpo.
A diferencia del mes de agosto, en el que me dediqué a entrenar sin moverme de Kauai, en septiembre tuve que viajar de Hawai a Japón y de Japón a Boston, y durante la estancia en Japón estuve bastante ocupado. Por eso no pude correr tantos kilómetros como venía haciendo hasta ese momento y, mediante otros entrenamientos, tuve que ir supliendo eficazmente la distancia que dejaba de correr.
No me apetece nada contar esto (de ser posible, me gustaría dejarlo oculto en el fondo del armario), pero el resultado del último maratón que corrí fue lamentable. He corrido muchas carreras, pero ninguna tan deplorable como ésa. Tuvo lugar en una localidad de la prefectura de Chiba.
Hasta el kilómetro treinta iba a un ritmo aceptable. Incluso pensaba que, si seguía así, llegaría a meta con un tiempo aceptable. Iba bien de resistencia. No parecía que fuera a tener problemas para recorrer la distancia que quedaba. Pero entonces, justo después del kilómetro treinta, de repente las piernas empezaron a no responderme. Me entraron calambres, que se fueron haciendo progresivamente más intensos, y, finalmente, ya no pude correr nada. Por más estiramientos que hacía, la parte trasera de mis muslos me temblaba, completamente agarrotada; los tenía extrañamente deformados y no me respondían. No podía ni siquiera permanecer de pie. Sin querer, acabé en cuclillas en mitad de la carretera. No era la primera vez que me ocurría. Pero, con unos estiramientos hechos a conciencia, en cinco minutos mis músculos se recuperaban y yo reanudaba la marcha. Sin embargo, esta vez no fue así de fácil. Por más tiempo que transcurría, los calambres no remitían. En cuanto creía que el dolor se había hecho tolerable, intentaba correr de nuevo, pero volvía a recaer. Por eso, durante los últimos cinco kilómetros no me quedó más remedio que caminar, y a duras penas. Fue la primera vez en mi vida que tuve que caminar durante un maratón. Hasta entonces, por muy mal que lo hubiera pasado, me había enorgullecido de no haber tenido que caminar. El maratón es un deporte que consiste en correr, no en caminar. Así, básicamente, lo veo yo. Pero, en aquella ocasión, apenas podía caminar siquiera. La idea de abandonar y dejar que me recogiera el bus-escoba rondó muchas veces mi cabeza. Al fin y al cabo, el tiempo que haría iba a ser horrible, así que, ¿qué más daba si lo dejaba ahí mismo? Pero, claro, lo que no quería era precisamente abandonar. Quería llegar a la meta aunque fuera a gatas.
Apreté los dientes y me arrastré hacia la meta mientras los demás corredores me adelantaban uno tras otro. Implacables, los números del cronómetro digital seguían señalando el tiempo. El viento del mar me helaba el sudor de la camiseta y sentía un frío horrible. A fin de cuentas, estábamos en invierno. Caminando con una camiseta sin mangas y en pantalón corto por una carretera azotada por el viento era imposible no tener frío. Pero nunca había imaginado que al dejar de correr se sentiría tantísimo frío. Si sigues corriendo, el cuerpo entra en calor. Sin embargo, lo que de veras me dolía, mucho más que el frío, eran mi orgullo herido y mi lamentable imagen caminando penosamente por el trazado del maratón. A falta de unos dos kilómetros para la meta, por fin desaparecieron los calambres y pude volver a correr. Troté hasta recuperar el ritmo, e incluso conseguí esprintar al final. Pero hice un tiempo lamentable.
Las causas de aquel fallo estaban claras: falta de entrenamiento, falta de entrenamiento, falta de entrenamiento. Eso era todo. La cantidad global de ejercicio para la preparación no había sido suficiente y tampoco había bajado de peso todo lo necesario. Tal vez había germinado en mí, sin darme yo cuenta, la pretenciosa idea de que, tratándose de cuarenta y dos kilometrillos, podría correrlos de cualquier manera, sin necesidad de prepararme a conciencia. Y es que el tabique que separa la sana autoconfianza de la insana arrogancia es realmente muy fino. Ciertamente, de haber sido joven, tal vez hubiera acabado un maratón completo aunque no me hubiera preparado a fondo. Aun sin haberme entrenado a tope, sólo con las fuerzas ahorradas hasta el momento, probablemente habría podido acabar en un tiempo razonable. Pero, por desgracia, ya no soy joven. He llegado ya a una edad en la que uno sólo puede obtener la exacta contraprestación que corresponde al precio que ha pagado, nada más.
En aquel momento fui profundamente consciente de que no quería volver a verme jamás en una situación parecida. Me bastaba con la sensación de frío y de patetismo que había sentido aquella vez. Por lo pronto, la siguiente vez que corriera un maratón comenzaría desde el principio, lo reharía todo desde cero. Me entrenaría de manera exhaustiva y trataría de dar de mí todo lo que pudiera. Volvería a apretar firmemente, uno por uno, todos los tornillos. Ya veríamos qué ocurría. Eso pensaba entonces, mientras caminaba arrastrando mis piernas acalambradas a través del frío viento y me adelantaba la mayoría de los corredores.
Ya he explicado con anterioridad que no tengo mal perder. Creo que perder es, en cierta medida, algo difícil de evitar. Una persona, sea quien sea, no puede ganar siempre. En la autopista de la vida no es posible circular siempre por el carril de adelantamiento. A pesar de todo, no quiero caer varias veces en el mismo error. Quiero aprender algo de ese error y aprovechar la lección aprendida para la siguiente ocasión. Al menos mientras pueda seguir llevando esta vida.
Por eso, mientras escribo este texto sentado frente a mi mesa, también me estoy preparando para el «próximo maratón», que será el de Nueva York. Estoy recordando una por una las cosas de cuando, hace veintitantos años, yo era corredor principiante, reconstruyendo aquellos recuerdos, releyendo el sencillo cuaderno de notas que yo escribía entonces (soy incapaz de escribir un diario, pero sí tomo mis notas de corredor con relativo esmero) y dándoles forma de texto. Lo hago tanto para comprobar los pasos que he seguido hasta hoy, como para desenterrar los sentimientos que tenía entonces. Lo hago tanto para reprenderme como para estimularme. Y también para zarandear esa suerte de motivación que, en algún momento, se me había quedado irremisiblemente dormida. Escribo esto para, por así decirlo, marcar la ruta de mis pensamientos. Pero, desde el punto de vista del resultado —insisto, sólo del resultado—, puede que esto se esté convirtiendo en algo más parecido a unas «memorias» que giran en torno al hecho de correr.
De todos modos, lo que en estos momentos ocupa principalmente mi cabeza no son mis «memorias» ni nada parecido, sino la cuestión práctica de cómo correr en un tiempo más o menos decente (es decir, digno) el Maratón de Nueva York, que tendrá lugar dentro de dos meses. Cómo ir preparando mi cuerpo para ello. Ésa es la tarea más importante a la que me enfrento.
El 25 de agosto tuve una sesión fotográfica para
Runner's World
, la revista norteamericana especializada en corredores. Vino un fotógrafo de California y me estuvo haciendo fotos todo el día. Era un joven fotógrafo muy diligente que se llamaba Greg. Se trajo en avión hasta Hawai equipo y material como para llenar una furgoneta. Habíamos dejado terminada la entrevista un poco antes y ahora íbamos a sacar las fotos que acompañarían al texto. Fotos tipo retrato, y también corriendo. Al parecer no abundan los novelistas que corran maratones con cierta constancia (hay algunos, pero su número es bastante escaso), así que debió de interesarles mi vida (o mi forma de ser) como «corredor-novelista». Numerosos corredores norteamericanos leen
Runner's World
, así que quizás en Nueva York muchos de ellos se acerquen a hablar conmigo tras ver el artículo. Al pensar en ello, me pongo aún más nervioso, pues siento que esta vez debo esmerarme.
Volvamos al año 1983. Era la época en que Duran Duran y Hall & Oates estaban en pleno auge, una época que ahora ya nos inspira nostalgia. En julio de ese año tuve que ir a Grecia y correr yo solo desde Atenas hasta Maratón. Es como correr la ruta del maratón original, que fue de Maratón a Atenas, pero en sentido inverso. ¿Y por qué en sentido inverso? Pues porque si salía aún de madrugada del centro de Atenas, dejaba atrás el área metropolitana de la capital antes de las aglomeraciones de la hora punta (y antes de que el aire se contaminara), y me dirigía directamente hacia Maratón, el tráfico sería infinitamente menor y correría con mucha mayor comodidad. No era una carrera oficial, sino que iba a correr yo solo, así que no se iban a llevar a cabo restricciones del tráfico ni nada parecido.
¿Y por qué tuve que ir hasta Grecia y correr a solas esos cuarenta y dos kilómetros? Pues porque, casualmente, recibí una propuesta de una revista para hombres que consistía precisamente en viajar a Grecia y escribir una crónica de ese viaje. Era un viaje planeado como gira promocional, patrocinada por la Agencia Nacional de Turismo del gobierno griego. El viaje, en el que participaban varias revistas, incluía en su itinerario las típicas visitas a las ruinas de la antigua Grecia y un crucero por el mar Egeo, pero, una vez terminado todo eso, nos habían dejado abierto el billete de regreso en avión, así que podíamos quedarnos todo cuanto deseáramos y hacer lo que quisiéramos. A mí no me interesaba el paquete turístico, pero me atraía hacer después algo a mi aire, libremente. Además, en Grecia está nada menos que el recorrido originario del maratón. Quería verlo con mis propios ojos. Y, seguramente, hasta podría recorrer una parte de él con mis propias piernas. Aquello prometía ser una experiencia muy emocionante para mí, que acababa de convertirme en corredor.
Entonces me dije: «Espera un momento. ¿Por qué tiene que ser solamente "una parte" del recorrido? ¿Qué pasaría si lo hiciera entero?».
Cuando transmití mi propuesta a los redactores de la revista, también les pareció muy interesante. Y de este modo corrí, yo solo y en silencio, el primer maratón completo (o algo parecido) de mi vida. Sin público, sin cinta de llegada a la meta, sin entusiastas gritos de ánimo, sin nada. Lo importante es que se trataba del auténtico recorrido originario del maratón. ¿Qué más podía pedir?
De todos modos, la carretera que lleva de Atenas a Maratón no alcanza en realidad los cuarenta y dos kilómetros con ciento noventa y cinco metros de distancia de un maratón oficial. Le faltan cerca de dos kilómetros para ello. Me enteré unos años después, cuando participé en el maratón oficial de Atenas (que sí se corre como el original, de Maratón a Atenas). Los que vieron el maratón de las Olimpiadas de Atenas, en 2004, tal vez lo recuerden: los corredores salen de Maratón y, en cierto momento del recorrido, toman un desvío hacia la izquierda por el que, tras rodear unas sobrias ruinas, retornan a la ruta principal. De este modo completan la distancia que falta. Pero yo entonces no lo sabía, así que corrí raudo y directo de Atenas a Maratón, convencido de que había recorrido cuarenta y dos kilómetros. En realidad, eran unos cuarenta. De todos modos, por la ciudad tuve que dar varios rodeos y el cuentakilómetros del coche que me acompañaba marcaba aproximadamente cuarenta y dos kilómetros, así que, en definitiva, es posible que sí recorriera una distancia muy próxima a la de un maratón completo. A estas alturas, eso carece ya de importancia, y sin embargo, en aquel momento...
Corrí en pleno verano ateniense. Los que hayan estado en Atenas supongo que ya lo sabrán, pero, en pleno verano, hace allí un calor inimaginable. Los atenienses no salen al exterior por la tarde salvo que sea necesario. Se echan la siesta a la sombra y ahorran energías sin hacer nada. Al caer el sol, salen por fin a la calle y comienzan su actividad. Puede decirse que, en Grecia, en verano, si se ve a alguien caminando por la calle a primera hora de la tarde, seguramente será un turista. Hasta los perros se quedan tumbados a la sombra sin mover ni un músculo. Aunque uno se quede mirándolos un buen rato, es imposible distinguir si están vivos o muertos. Ése es el calor que hace. Correr cuarenta y dos kilómetros en esa estación es una verdadera locura.
Cuando les dije que pretendía correr desde Atenas hasta Maratón yo solo, todos los griegos me dijeron al unísono: «Es mejor que no cometas esa estupidez. Nadie en sus cabales haría tal cosa». Yo, que ignoraba el calor que hacía en Atenas en verano, hasta que llegué allí estaba relativamente tranquilo. Pensaba que bastaría con correr los cuarenta y dos kilómetros y ya está. Sólo había pensado en la distancia, sin plantearme lo de la temperatura. Y cuando llegué a Atenas y comprobé el calor abrasador que hacía, me acobardé. Empecé a pensar si, en efecto, no sería una locura. Pero yo había venido desde muy lejos y había alardeado de que iba a recorrer el itinerario original del maratón con mis propias piernas, para luego escribir un artículo sobre ello. Ahora no podía echarme atrás. Tras mucho cavilar, llegué a la conclusión de que, para evitar el desgaste debido al calor, la única solución era salir de Atenas de madrugada, cuando aún estuviera oscuro, y alcanzar la meta cuando el sol todavía no hubiera alcanzado su cenit. Cuanto peores fueran mis tiempos, más altas serían las temperaturas. Así que aquello iba a ser realmente como
¡Corre, Melos!
,
[2]
una carrera contra el sol en el sentido más literal de la expresión.