De qué hablo cuando hablo de correr (16 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
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Yo sólo dispongo de mi experiencia y mi instinto. La experiencia me enseña: «Ya has hecho todo lo que tenías que hacer. A estas alturas poco importa lo que pienses. No queda sino esperar a que llegue el día». Y el instinto me dice una sola cosa: «Imagina». Cierro los ojos y me pongo a imaginar. Me imagino a mí mismo, junto con decenas de miles de corredores, atravesando Brooklyn, Harlem, las calles de Nueva York. Imagino que cruzo esos gigantescos puentes colgantes de acero. Imagino lo que siento al correr bordeando el bullicioso Central Park South, en dirección a la meta, cuando ésta ya se aproxima. Imagino esa
steak-house
a la antigua, cercana al hotel, donde comeré al acabar la carrera. Esas escenas insuflan en mi cuerpo una suerte de vitalidad serena. Desisto de seguir forzando la vista en medio de esa oscuridad. Y también de aguzar el oído para intentar captar algo entre los ecos de ese silencio.

Me llega un correo electrónico de Liz, quien se ocupa de mis libros en la editorial Random House. Me dice que también ella participará en el Maratón de Nueva York. Será su primer maratón completo. Le contesto, también por correo electrónico, con un
«Have a good time!»
(¡Que lo disfrutes!). Eso es. Los maratones están para disfrutarlos. Si no, ¿qué sentido tendría que decenas de miles de personas se lancen a una carrera de cuarenta y dos kilómetros?

Confirmo la reserva de mi hotel en Central Park South y compro los billetes de avión Boston-Nueva York. Meto en la bolsa de deporte la ropa de correr que me gusta y las zapatillas, domadas a fuerza de usarlas. Sólo me queda descansar y esperar tranquilo a que llegue el día. Y rogar para que haga uno de esos espléndidos días otoñales.

Cada vez que visito Nueva York para participar en el maratón (y creo que con ésta van ya cuatro veces), me acuerdo de «Autumn in New York», aquella elegante y hermosa balada que compuso Vernon Duke:

Dreamers with empty hands

May sigh for exotic lands

It's autumn in New York

It's good to live it again
.

Soñadores con las manos vacías

suspirarán por tierras exóticas.

Es otoño en Nueva York,

qué maravilloso vivirlo de nuevo.

Nueva York en noviembre es una ciudad fascinante. Su aire se torna resueltamente fresco y transparente, y los árboles de Central Park empiezan a teñirse de amarillo. El cielo está altísimo y los cristales de los rascacielos reflejan fastuosamente la luz del sol. Tengo la impresión de que, caminando de manzana en manzana, podría llegar hasta el infinito. Sofisticados abrigos de cachemira adornan los escaparates de Bergdorf Goodman y por las esquinas flota el fragante aroma tostado de los
pretzels
.

El día de la carrera, ¿podré saborear a placer el otoño en Nueva York mientras mis piernas me impulsan por esa «tierra exótica»? ¿O tal vez no dispondré ni de un instante para ello? Si no corro, por supuesto, nunca lo sabré. Así son los maratones.

Ocho
26 de agosto de 2006 - En una ciudad
de la costa de Kanagawa

Dieciocho hasta la muerte

Ahora me afano en entrenar para una carrera de triatlón. Llevo una temporada centrado en la preparación de la prueba de ciclismo. Pedaleo denodadamente todos los días durante una o dos horas por un circuito litoral en el que soplan fuertes vientos laterales, situado en la zona de Oiso y cuyo nombre es Circuito Ciclista de la Costa del Pacífico (pese a su pretenciosa denominación, es una vía bastante entrecortada y engorrosa). Por eso tengo ahora los músculos petrificados desde los muslos hasta la cintura.

En las bicicletas de competición, al tiempo que empujas un pedal hacia abajo tienes que tirar del otro hacia arriba. Así, a base de empujar y tirar, se gana velocidad. Hay que intentar mantener un pedaleo lo más fluido posible. Esto del tirón hacia arriba es clave a la hora de superar largas cuestas empinadas. Sin embargo, como los músculos que se encargan de este movimiento apenas se usan en el día a día, cuando te pones a hacer bicicleta en serio, es inevitable que esa zona muscular se recargue y se te quede extenuada. Por las mañanas entreno con la bicicleta y al atardecer salgo a correr. Así, aunque tenga los músculos de las piernas cargados, puedo más o menos seguir con el entrenamiento de carrera de fondo. Por supuesto, esta forma de entrenar no es para morirse de divertida. Pero tampoco me puedo quejar. A fin de cuentas, así será luego, cuando llegue la carrera de verdad.

Sólo entreno bicicleta en serio unos meses antes del triatlón. Correr y nadar no me disgusta, así que, aunque no tenga una carrera en perspectiva, los he integrado sin problemas en mi vida cotidiana, pero lo de la bicicleta es ya otro cantar. Una de las razones por las que la bicicleta me agobia tanto es que se trata de un «instrumento». Necesita, por añadidura, un montón de accesorios: que si casco, que si calzado especial, etcétera, etcétera. Y los ajustes en el equipo y en las piezas son indispensables, y yo, en esto del mantenimiento de aparatos, soy un desastre desde que nací. Y hay que encontrar un circuito relativamente seguro por el que poder pedalear sin trabas y desplazarse hasta él para entrenar. Todo esto me desalienta.

Y, además de todo ello, está el miedo. Para llegar hasta un circuito en el que poder correr decentemente hay que subirse a la bicicleta, atravesar las calles del casco urbano y salir a las afueras. Quien no lo haya vivido seguramente no podrá comprender el temor que se siente al circular entre los coches con las zapatillas fijadas a los pedales por los anclajes y encima de una sensible bicicleta deportiva de finísimas ruedas (capaz de acusar hasta el menor bache). Conforme adquieres experiencia, te vas acostumbrando y acabas pillándole el truco. Pero, hasta entonces, yo me llevé varios buenos sustos y en ciertos momentos las pasé canutas.

También en los entrenamientos, cuando acometes una curva cerrada intentando mantener al máximo la velocidad con la que entras, notas que el corazón se te dispara. Si no pasas la curva con una trazada limpia y bien ladeado, puedes acabar en el suelo o empotrado contra una pared. Tienes que encontrar por ti mismo el punto límite, a fuerza de experiencia. Y cuando desciendes a toda velocidad por un piso mojado por la lluvia, el miedo que se pasa no es despreciable. En una carrera abarrotada de ciclistas, el más mínimo error puede terminar en un accidente colectivo.

Como nunca he sido muy habilidoso ni me gustan las competiciones de velocidad, estos aspectos de la prueba ciclista se me dan bastante mal. Por eso, de entre la natación, el ciclismo y el fondo, que son las tres pruebas del triatlón, siempre dejo para el final el entrenamiento del ciclismo, que es, como puede deducirse, mi asignatura pendiente. Por más que intente recuperar en la prueba de fondo posterior lo que he perdido en la de ciclismo, en tan sólo diez kilómetros no me da tiempo. Así que, esta vez, estoy decidido a que esto cambie y me estoy esforzando sobremanera en el entrenamiento con la bicicleta. Hoy es 1 de agosto. Y la carrera es el 1 de octubre, así que faltan exactamente dos meses. Si, comenzando a practicar ahora, conseguiré o no tener desarrollada la musculatura necesaria para el día de la carrera, es una incógnita; en cualquier caso, es necesario acostumbrar el cuerpo a la bicicleta.

Mi bicicleta, una Panasonic deportiva de titanio, es ligera como una pluma. Con éste, creo que llevo ya unos siete años usándola. Su cambio de marchas es para mí como una función corporal más. Es una máquina portentosa. Al menos, es mucho mejor que el que la lleva. Pese a que la maltrato bastante, nunca he tenido con ella un problema que pueda calificarse de tal. Ya he participado con ella en cuatro triatlones. En el cuadro lleva puesto su nombre: «18 'Til I Die» «18 hasta la muerte». Lo tomé prestado del título de la exitosa canción de Bryan Adams. Es una broma, por supuesto. La única manera de tener dieciocho años hasta la muerte es morir con dieciocho años.

En Japón, este verano ha hecho un tiempo muy extraño. El
tsuyu
, que normalmente debería de haberse acabado a principios de julio, se prolongó hasta finales de ese mes. Y llovió hasta el hartazgo. Las intensas lluvias torrenciales castigaron a casi todas las regiones y se cobraron muchas víctimas. Se culpa de todo ello al calentamiento global; puede que se deba a ello, o puede que no. Algunos científicos afirman que es así, y otros aseguran que no. Ciertas hipótesis se pueden demostrar y otras, no. Pero la gran mayoría de los problemas a los que se enfrenta el mundo en la actualidad se imputan, en mayor o menor medida, al calentamiento global. Si caen las ventas en la industria de la moda, si las olas arrastran una cantidad ingente de troncos hasta la costa, si se producen inundaciones, si se recrudece la sequía o si suben los precios al consumo, la responsabilidad se la lleva en su mayor parte el calentamiento global. Lo que necesita el mundo es un malvado concreto, con nombre y apellidos, al que poder señalar con el dedo y espetarle: «¡La culpa es tuya!».

El caso es que, por culpa de algún villano ingobernable, llovió sin cesar durante días y días y apenas pude entrenarme con la bicicleta en el mes de julio. No es culpa mía, sino del villano ése. Pero por fin luce el sol y he podido sacar la bicicleta a la calle. Me pongo el casco aerodinámico y las gafas de sol deportivas, relleno el botellín de agua, ajusto el velocímetro y me lanzo a pedalear.

Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de montar en una bicicleta de competición es que, para evitar la resistencia del viento, hay que llevar el cuerpo lo más inclinado hacia delante que se pueda y, además, la cabeza bien levantada. Hay que adoptar esa posición cueste lo que cueste. Cuando uno prueba a hacerlo, enseguida se da cuenta de ello: mantener más de una hora esa postura de mantis religiosa con la cabeza erguida, para alguien que no está acostumbrado, resulta realmente inhumano. Todos los músculos de la espalda y del cuello empiezan a quejarse. Y, cuando ya estás exhausto, hagas lo que hagas la cabeza se te va para abajo y, con ella, también tu rostro. Entonces es cuando, como si hubiera estado esperando al acecho, surge el peligro.

En una ocasión, durante una salida de cerca de cien kilómetros de distancia para preparar mi primer triatlón, me di un tremendo golpe frontal contra un poste metálico. Era uno de esos postes que se colocan para impedir el acceso de coches y motos a las vías de uso exclusivo para peatones y ciclistas que hay en la ribera del río. Estaba extenuado, la mente se me nubló y, por un segundo, olvidé que debía mantener la cabeza erguida. La rueda delantera se dobló como un ocho, y yo salí despedido de cabeza en dirección al suelo. Cuando quise darme cuenta, mi cuerpo volaba literalmente por los aires. De no ser por el casco, seguro que habría sufrido una grave lesión. Me despellejé los brazos contra el asfalto, pero, por fortuna, todo quedó en eso (hay personas de mi entorno que en situaciones similares han salido muy malparadas).

Cuando uno se lleva un susto tan tremendo como ése, se le queda grabado y aprende algo de él. La mayoría de las veces, el dolor físico es necesario para asimilar bien los fundamentos de las cosas. Desde ese accidente, por muy cansado que esté, siempre llevo la cabeza erguida. Y procuro no perder de vista ni uno solo de los elementos que tengo por delante de mí en el camino. Aunque ello implique maltratar mis pobres músculos.

No sudo. O sí, seguramente lo hago; pero el viento que recibo es tan fuerte que me seca el sudor de inmediato, conforme lo transpiro. En cambio, siento sed. Si no bebo, enseguida noto síntomas de deshidratación. Entre ellos, que la cabeza se me nubla. Sin el botellín de agua sería incapaz de pedalear. Así pues, sin dejar de correr, tomo el botellín que va fijado a la bicicleta, bebo a toda prisa unos tragos y vuelvo a colocarlo en su soporte. Practico para poder llevar a cabo series de acciones como ésta de modo automático y fluido, sin dejar de mirar hacia delante.

Para ser sincero, lo de practicar yo solo con la bicicleta se me hace muy arduo. Como en los inicios no tenía ni idea, pedí ayuda a un experto en ciclismo de competición y él me hizo las veces de entrenador personal. Metíamos las bicicletas en un monovolumen y nos íbamos a entrenar al muelle de Oi los días festivos. Como esos días no van camiones de reparto a Oi, las amplias avenidas que rodean a los almacenes del muelle se convierten en un excelente circuito para la práctica del ciclismo. Muchos ciclistas se dan cita allí. Programábamos el tiempo que correríamos, fijábamos un ritmo de pedaleo y nos lanzábamos. También hacíamos juntos salidas de larga distancia en carretera (como aquélla en la que sufrí el accidente). Correr largas distancias durante extensas sesiones de entrenamiento para preparar un maratón es una actividad muy solitaria, pero pedalear tú solo, en silencio, agarrado a la barra del manillar, lo es mucho más. Se repite infinidad de veces lo mismo: cuestas empinadas, tramos llanos, descensos, viento a favor y viento en contra. En función de ello, cambio de marcha, cambio de postura, compruebo el ritmo de pedaleo, aumento la carga, disminuyo la carga, compruebo el ritmo de pedaleo, bebo agua, cambio de marcha, cambio de postura... A veces creo que se trata de una suerte de sofisticada tortura. El triatleta Dave Scott cuenta en una obra suya cómo fue su primer entrenamiento de ciclismo: «Pensé que, de entre todos los deportes que había inventado el hombre, éste era sin duda el más desagradable». Lo mismo me dije yo, de veras.

Pero, con una carrera de triatlón a tan sólo unos meses vista, no hay excusas que valgan: tengo que dominar esto como sea. Canturreando a la desesperada el estribillo de la canción «18 'Til I Die», «Dieciocho hasta la muerte», de Bryan Adams, y maldiciendo el mundo de vez en cuando, pedaleo empujando un pedal hacia abajo y tirando del otro hacia arriba. Obligo a mis piernas a memorizar el ritmo de pedaleo. El viento caliente del Pacífico, que sopla a su antojo, me roza las mejillas hasta que me escuecen.

Mi estancia en la Universidad de Harvard terminó a finales de junio y mi vida en Cambridge llegó a su fin (¡y con ella, la cerveza Samuel Adams y los Dunkin' Donuts!), así que hice el equipaje y, a comienzos de julio, regresé a Japón. Se preguntarán en que ocupaba casi todo mi tiempo libre mientras vivía en Cambridge. Lo confesaré: en comprar montones de elepés de vinilo. En las inmediaciones de Boston quedan bastantes tiendas que venden discos de segunda mano en muy buen estado. Y, cuando tenía oportunidad, me acercaba también a las de Nueva York o Maine. El setenta por ciento de lo que compré fue jazz, y el resto, música clásica y algo de rock. Soy un coleccionista de discos antiguos bastante (o, mejor dicho, muy) entusiasta. Después, enviar semejante montón de discos a Japón fue muy complicado.

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