De qué hablo cuando hablo de correr (5 page)

Read De qué hablo cuando hablo de correr Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

BOOK: De qué hablo cuando hablo de correr
3.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así que hice caso omiso de las opiniones en contra, traspasé el negocio íntegramente y, aunque no sin ciertas dudas, decidí vivir colgándome el cartel de «novelista». Le dije a mi mujer: «Me gustaría que me dieras un par de años de libertad. Si sale mal, siempre podríamos abrir otro pequeño bar en alguna parte, ¿no? Total, aún somos jóvenes, así que podríamos empezar de nuevo...». «De acuerdo», dijo ella. En ese momento todavía teníamos bastantes deudas, pero bueno, ya nos las apañaríamos. Corría el año 1981. Y yo iba a intentar darlo todo.

Así, con tranquilidad, empecé a escribir una novela larga y, en otoño de aquel año, viajé por Hokkaidô durante más o menos una semana para recopilar información. Para abril del año siguiente, había terminado
La caza del carnero salvaje
. Definitivamente, ya no había vuelta atrás, así que volqué en ella todas mis fuerzas. Tengo incluso la impresión de que movilicé hasta las que no tenía. Era una obra mucho más extensa, de un perfil más amplio y más contundente desde el punto de vista narrativo que
Oíd cantar al viento
o
Pinball
1973
.

Cuando la escribí, sentí que había encontrado mi propio estilo como novelista. Además, experimenté plenamente, con todo mi ser, lo maravilloso (y lo duro) que era poder sentarme ante la mesa todas las horas que quería, sin preocuparme del tiempo, y escribir cada día con concentración. Tuve la sensación de que en mi interior yacía algo parecido a un filón sin explotar y nació en mí la esperanza de que, de esa forma, podría seguir adelante como novelista. Con ello, lo de «abrir otro pequeño bar en alguna parte» fue una posibilidad que finalmente no llegó a realizarse. Aunque, a veces, también ahora, brote en mí el deseo de volver a abrir un pequeño y agradable bar en algún sitio.

Recuerdo que, en la redacción de la revista
Gunzo
, que entonces buscaba la denominada «literatura
mainstream
», La caza del carnero salvaje
no gustó nada, por lo que lo acogieron con bastante frialdad. Parece ser que lo que yo entendía entonces (no sé ahora) por una novela, era algo bastante heterodoxo. Pero los lectores sí le dispensaron una acogida calurosa, y eso era lo que de veras me hacía feliz a mí. En mi opinión, esta obra supuso mi punto sustancial de partida como novelista. Creo que si hubiera seguido escribiendo obras de tipo más intuitivo, como
Oíd cantar al viento
o
Pinball
1973
, seguramente, antes o después, me habría atascado y no habría podido continuar.

El primer problema serio al que tuve que enfrentarme nada más convertirme en novelista fue el del mantenimiento de mi condición física. Soy de los que, en cuanto se dejan un poco, empiezan a engordar. Como hasta entonces había estado desempeñando a diario un trabajo físico bastante duro, había conseguido estabilizar mi peso y mantenerlo en valores bajos, pero, en cuanto cambié de hábitos y me pasaba el día sentado ante la mesa, empecé a perder la forma física y a ganar peso. Y, para concentrarme, sin querer acababa también fumando demasiado. En esa época me fumaba sesenta pitillos al día. Los dedos me amarilleaban y todo el cuerpo me apestaba a tabaco. Y eso, se mirara como se mirase, no podía ser bueno para la salud. Si en adelante quería llevar una larga vida como novelista, tenía que encontrar un medio adecuado de mantener mi peso y mi fuerza física.

Creo que fue poco después de terminar
La caza del carnero salvaje
cuando empecé a correr en serio todos los días. Puede que fuera más o menos la época en la que decidí seguir como escritor profesional.

Correr tenía algunas grandes ventajas. Para empezar, no hacen falta compañeros ni contrincantes. Tampoco se necesita equipamiento o enseres especiales. Ni hay que ir a ningún sitio especial. Con un calzado adecuado y un camino que cumpla unas mínimas condiciones, uno puede correr cuando y cuanto le apetezca. Eso con el tenis no es posible. Hay que desplazarse cada vez hasta una pista y se precisa un compañero. La natación se puede practicar solo, pero hay que encontrar una piscina adecuada. Tras cerrar el local me trasladé, en parte también porque pretendía cambiar de vida, a la localidad de Narashino, en la prefectura de Chiba. Por entonces aquello era el campo profundo y en mi vecindario no había nada parecido a unas instalaciones deportivas. Pero sí disponía de una carretera como Dios manda. Como había cerca una base de las Fuerzas de Autodefensa, la carretera estaba bien preparada para el tránsito de vehículos. Además, por fortuna, las pistas de la Universidad Nihon Daigaku también caían cerca de mi casa, así que, si era a primera hora de la mañana, podía usar libremente (o, mejor dicho, sin autorización) la pista de cuatrocientos metros. De ahí que yo eligiera como especialidad deportiva, sin apenas titubear —aunque tal vez debería decir «sin el menor titubeo»— el
footing
.

Al poco dejé el tabaco. Si te pones a correr a diario, dejar el tabaco es una consecuencia natural. Por supuesto, me costó mucho abandonar ese hábito, pero correr a diario y fumar eran incompatibles. Creo que el deseo, tan natural, de querer correr cada vez más me motivó a la hora de aguantar sin fumar y me fue de gran ayuda a la hora de superar el síndrome de abstinencia. Dejar de fumar fue una especie de símbolo de la ruptura con mi vida anterior.

A mí, en principio, lo de correr distancias largas no me disgustaba. De pequeño, no me gustaba la clase de gimnasia, y de las competiciones deportivas y demás quedé también bastante harto. Pero ello se debía a que ese tipo de ejercicio físico era del que te venía impuesto desde arriba con un «¡venga, hazlo!». Nunca he podido soportar que me obliguen a hacer lo que no quiero y cuando no quiero. En cambio, si me permiten hacer lo que quiero, cuando quiero y del modo que quiero, lo hago con un empeño superior a la media. Como ni mi motricidad ni mis reflejos son especialmente buenos, los deportes de desarrollo explosivo no se me daban bien, pero correr o nadar largas distancias sí casaban con mi naturaleza. Hasta cierto punto, yo también era consciente de ello. Y precisamente por eso creo que pude incorporar a mi vida, con relativa facilidad y sin demasiadas molestias, el hecho de correr.

No tiene que ver con correr, pero si se me permite que me desvíe un poco del tema, diré que, en mi caso, lo mismo podría decirse respecto al estudio. En general, desde primaria hasta la universidad y salvo muy contadas excepciones, nunca llegué a sentir interés por esos estudios que te obligaban a efectuar allí. Convenciéndome a mí mismo de que aquello eran cosas que había que hacer, fui tirando más o menos y conseguí llegar hasta la universidad, pero no hubo prácticamente ni una sola vez en que el estudio me resultara atractivo. Así pues, no sacaba unas notas tan nefastas que diera miedo verlas, pero tampoco recuerdo nada digno de loa, como haber quedado el primero en algo o que me elogiaran por mis buenas notas. Empecé a experimentar interés por el estudio cuando, tras superar como pude el sistema educativo establecido, me convertí en lo que llaman un «miembro hecho y derecho de la sociedad». Comprendí que, si investigaba en los ámbitos que me interesaban a mi ritmo y a mi gusto, asimilaba técnicas y conocimientos de un modo extremadamente eficaz. Es lo que me ocurrió, por ejemplo, con las técnicas de traducción, que fui aprendiendo una por una, a mi estilo y por mi cuenta y riesgo. Así, acumulando ensayos y errores, tardaba mucho tiempo hasta que tomaban forma, pero lo que aprendía lo hacía mío para siempre.

Lo que más feliz me hizo al convertirme en novelista fue poder levantarme y acostarme temprano. Cuando llevaba el negocio del bar, con frecuencia me iba a la cama poco antes del amanecer. Cerraba a las doce, lo recogía todo, sumaba las notas de los pedidos que habían hecho los clientes y, para aliviar la tensión, charlaba de cosas intrascendentes y bebía algo de alcohol. Haciendo este tipo de cosas, enseguida te dan las tres de la mañana. Y eso es como decir que ya no falta mucho para que se haga de día. Muchas veces, sentado yo solo frente a la mesa de la cocina mientras escribía, pude contemplar como el cielo clareaba poco a poco por levante. Y, naturalmente, cuando me despertaba, el sol estaba ya en lo alto.

Cuando dejé el negocio y comencé mi vida como novelista, lo primero que hicimos (me refiero a mi esposa y a mí) fue modificar nuestro modo de vida. Decidimos despertarnos con la salida del sol y acostarnos lo antes posible cuando oscureciera. Eso era lo que considerábamos una vida natural. Una vida de gente decente. Como ya habíamos dejado la hostelería, podíamos vernos sólo con las personas a las que quisiéramos ver y hacer todo lo posible por no vernos con las que no. Sentíamos que, al menos durante un tiempo, podíamos permitirnos ese pequeño lujo. Sonará repetitivo, pero a mí, por naturaleza, no se me dan bien las relaciones sociales. Tenía la necesidad de retornar a mi forma de ser originaria.

Dimos un fuerte golpe de timón para virar en redondo desde nuestros siete años de vida de «apertura» hacia una vida de «cierre». Creo que esa etapa de «apertura» constituyó una buena experiencia. Si lo pienso, comprendo que aprendí muchas cosas importantes. Esa época fue para mí algo así como la educación general básica de la vida, mi verdadera escuela. Pero no podía continuar eternamente con ese tipo de vida. Y es que la escuela es un lugar en el que se entra, se aprende algo y se sale.

De este modo iniciamos una vida sencilla y regular en la que nos levantábamos antes de las cinco de la mañana y nos acostábamos antes de las diez de la noche. La franja horaria del día en la que uno rinde más depende, por supuesto, de cada persona, pero, en mi caso, es la de las primeras horas de la mañana. En ellas concentro mi energía y consigo terminar las tareas más importantes. En las demás horas hago deporte, despacho las tareas cotidianas y ventilo los asuntos que no precisan de demasiada concentración. Al ponerse el sol, ya no trabajo. Leo libros, escucho música, me relajo y me acuesto lo antes posible. Hasta hoy, mis días han seguido más o menos ese patrón. Y creo que, afortunadamente, en estos veinte años he desarrollado mi trabajo con bastante eficiencia. Ahora bien, si se lleva esta clase de vida, cosas como las salidas nocturnas desaparecen casi por completo y las relaciones sociales sin duda también se van resintiendo. Alguno incluso se ofende. Porque si te invitan a ir a algún sitio o te proponen hacer algo, entonces hay que declinar la invitación.

Es sólo mi opinión, pero, en la vida, a excepción de esa época en la que se es realmente joven, deben establecerse prioridades. Hay que repartir ordenadamente el tiempo y las energías. Si, antes de llegar a cierta edad, no dejas bien instalado en tu interior un sistema como ése, la vida acaba volviéndose monótona y carente de eje. Yo quería dar prioridad al establecimiento de una vida tranquila, en la que pudiera dedicarme a escribir novelas, antes que a las relaciones sociales concretas con la gente de mi entorno. La relación más importante en mi vida debía entablarla, más que con alguien determinado, con una pluralidad indeterminada de lectores. Si estabilizaba mi vida, preparaba un entorno en el que pudiera concentrarme en la escritura e iba produciendo obras de cierta calidad, sin duda muchos lectores lo agradecerían. ¿Acaso no era ésa mi obligación como novelista y mi principal prioridad? Sigo pensando así hoy en día. Yo no veo directamente el rostro de los lectores, y entre ellos y yo se entabla, en cierto sentido, una relación humana conceptual. Pero yo siempre he considerado crucial establecer esa relación «ideal», conceptual, no perceptible a través de la vista.

No puedo poner buena cara a todo el mundo. Dicho lisa y llanamente, eso es lo que pasa.

Cuando llevaba mi negocio, seguía más o menos la misma política. A mi local acudían muchos clientes. Si conseguía que uno de cada diez pensara: «Este sitio está bastante bien, me ha gustado, volveré», ya me daba por satisfecho. Con que uno de cada diez quisiera volver, el negocio no peligraba. O, dicho a la inversa, no me importaba especialmente que a nueve de cada diez personas no les gustara el bar. Si lo consideraba así, me tranquilizaba. Ahora bien, era imprescindible que a ese «uno de cada diez» le encantara el local. Y, para eso, el dueño tenía que enarbolar como estandartes una postura clara y una filosofía, perseverar en ellas y mantenerlas contra viento y marea. Eso aprendí llevando aquel local.

Tras
La caza del carnero salvaje
, seguí escribiendo novelas. Con cada obra aumentaba el número de lectores. Lo que más feliz me hacía era saber que había muchos entusiastas de mis obras. Es decir, que esos «uno de cada diez» que habían repetido, se habían convertido en lectores fieles. Unos lectores (en su mayoría jóvenes) que esperaban pacientemente mi siguiente obra y, cuando por fin aparecía, la compraban y la leían. Eso se fue consolidando poco a poco. Para mí era una situación ideal, o al menos muy confortable. No hacía falta ser un corredor de elite. Si, escribiendo lo que yo quería y como yo quería, podía llevar una vida normal, no necesitaba nada más. Sin embargo,
Tokio blues. Norwegian
Wood
se vendió más de lo previsto, y esa situación «confortable» se vio alterada por algunos cambios, pero de ello hablaré más adelante.

Al poco de empezar a correr, no podía enfrentarme a distancias muy largas. Aguantaba unos veinte o, a lo sumo, treinta minutos. Sólo con eso ya acababa jadeando. El corazón me palpitaba y me temblaban las piernas. Era normal, llevaba mucho tiempo sin hacer nada que pudiera llamarse ejercicio. Y también me daba algo de vergüenza que la gente del vecindario me viera correr. La misma vergüenza que sentía cuando, a continuación de mi nombre, me ponían entre paréntesis la ocupación: «novelista». Sin embargo, seguí corriendo de manera continuada y sentí que mi cuerpo se iba adaptando y, poco a poco, empecé a recorrer distancias cada vez más largas. Adquirí lo que puede calificarse ya como de «forma física», estabilicé mi ritmo de respiración y mis pulsaciones fueron bajando. Eso sí, procuraba correr todos los días, saltándome los menos posibles, sin importarme las distancias ni las velocidades.

De este modo, el acto de correr fue integrándose en mi ciclo vital hasta formar parte de él, igual que las tres comidas diarias, el sueño, las tareas domésticas o el trabajo. Correr pasó a ser un hábito y las vergüenzas de las que hablaba también se fueron desvaneciendo. Fui a una tienda de deportes especializada y me compré unas buenas deportivas y ropa cómoda adecuadas para correr. Me hice con un cronómetro y leí un libro para corredores principiantes. Así se va uno convirtiendo en corredor.

Other books

Brush With Death by E.J. Stevens
DivineWeekend by Francesca St. Claire
Annabeth Neverending by Dahm, Leyla Kader
Curiosity by Marie Rochelle
The Empire of Ice Cream by Jeffrey Ford