Authors: Charlaine Harris
—Gracias, encantado —dijo Bob. Estupendo, lo había dicho casi con total normalidad.
—¿Estarás mucho tiempo en Bon Temps, Bob? —preguntó Marcia.
—Oh, no, Dios mío, no —respondió Bob—. Disculpe, tengo que comprarme unos zapatos. —Y desapareció (con movimientos suaves y sinuosos) hacia los pasillos de calzado de caballero. Llevaba unas chancletas de color verde fluorescente que le había dado Amelia y que le quedaban pequeñas.
Marcia se quedó desconcertada y a mí no se me ocurrió ninguna explicación válida.
—Hasta la próxima —dije, y seguí la estela de Bob. Se compró unas zapatillas deportivas, unos cuantos calcetines, dos pares de pantalones, dos camisetas, una chaqueta y algo de ropa interior. Le pregunté a Bob qué le apetecería para comer y me pidió si podía prepararle croquetas de salmón.
—Por supuesto que puedo —dije, aliviada al ver que me pedía algo muy fácil. Compramos las latas de salmón que necesitaba. Quería también pudin de chocolate, otra receta fácil. Dejó a mi elección el resto del menú.
Aquella noche cenamos pronto, antes de que yo me marchara a trabajar, y Bob se quedó encantado con las croquetas y el pudin. Tenía mucho mejor aspecto, pues se había duchado y vestido con la ropa nueva. Incluso empezó a hablar con Amelia. A partir de su conversación entendí que Amelia le había mostrado las páginas web sobre el Katrina y sus supervivientes y que Bob se había puesto en contacto con la Cruz Roja. La familia con quien se había criado, la de su tía, vivía en la bahía de San Luis, al sur del estado de Misisipi, y sabíamos de sobra lo que había sucedido allí.
—¿Qué harás ahora? —le pregunté, imaginándome que había dispuesto ya de tiempo para pensar.
—Iré a ver —dijo—. Intentaré averiguar qué ha sido de mi apartamento en Nueva Orleans, pero lo que más me importa es mi familia. Y tengo que pensar en algo que contarles, tengo que explicarles dónde he estado y por qué no me había puesto en contacto con ellos hasta ahora.
Nos quedamos en silencio, pues aquello era un enigma.
—Podrías decirles que has estado bajo los efectos del hechizo de una bruja mala —dijo abatida Amelia.
Bob resopló.
—Es posible que me creyeran —dijo—. Saben que no soy una persona normal. Pero no creo que se traguen que el hechizo durara tanto tiempo. Podría decirles, tal vez, que perdí la memoria. O que fui a Las Vegas y me casé.
—¿Mantenías contacto regular con ellos antes del Katrina? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Cada par de semanas —dijo—. No puede decirse que estemos muy unidos. Pero lo que es evidente es que después del Katrina me habría puesto en contacto con ellos. Les quiero. —Apartó un buen rato la vista.
Estuvimos pensando en diversas ideas, pero no encontrábamos una razón creíble que explicara por qué había estado tanto tiempo desconectado. Amelia dijo que iría a comprarle a Bob un billete de autobús para Hattiesburg, para que desde allí encontrara un medio de transporte hasta la zona más afectada y pudiera localizar a su gente.
Amelia estaba limpiando su conciencia gastándose dinero en Bob. Yo no tenía ninguna objeción al respecto. Era lo que tenía que hacer; y esperaba que Bob encontrara a los suyos o que como mínimo averiguara qué había sido de ellos, dónde vivían ahora.
Antes de irme a trabajar, me quedé un par de minutos en el umbral de la puerta de la cocina mirándolos a los tres. Intenté ver en Bob lo que Amelia había visto, el elemento que con tanta fuerza le había atraído. Bob era delgado y no especialmente alto y su pelo negro se le quedaba pegado a la cabeza de forma natural. Amelia había encontrado sus gafas, que eran de montura negra y gruesas. Había visto hasta el último centímetro de Bob y me había percatado de que la Madre Naturaleza había sido generosa con él en el asunto de las partes masculinas, pero aquello no era suficiente para explicar las ardientes escapadas sexuales de Amelia con el chico.
Entonces Bob se echó a reír, era la primera vez que reía desde que había vuelto a convertirse en humano, y lo entendí. Bob tenía los dientes blancos y uniformes, los labios gruesos, y cuando sonreía adquiría un matiz sexy, intelectual e irónico.
Misterio resuelto.
Cuando volviera a casa ya se habría marchado, de modo que me despedí de Bob con la idea de que nunca volvería a verlo, a menos que él decidiera regresar a Bon Temps para vengarse de Amelia.
Mientras iba en coche hacia la ciudad, me pregunté si podría tener un gato de verdad. Al fin y al cabo, teníamos ya la cajita de arena y la comida para gatos. Se lo preguntaría a Amelia y Octavia en un par de días. Esto les daría tiempo para dejar de estar inquietas por la ausencia de gato en casa.
Cuando entré en el bar, preparada ya para trabajar, vi a Alcide Herveaux sentado en la barra charlando con Sam. Era extraño que volviera a aparecer por allí. Me detuve un segundo pero enseguida ordené a mis pies que siguieran adelante. Le saludé con un movimiento de cabeza y le hice un gesto con la mano a Holly para indicarle que la relevaba. Ella levantó un dedo para darme a entender que se iría en cuanto se ocupase de la cuenta de un cliente que aún tenía pendiente. Me saludó una mujer, un hombre me preguntó qué tal estaba y al instante me sentí cómoda. Aquél era mi lugar, mi casa lejos de casa.
Jasper Voss quería otro ron con Coca-Cola, Catfish quería una jarra de cerveza para él, su esposa y otra pareja, y a una de nuestras alcohólicas, Jane Bodehouse, le apetecía comer algo. Me dijo que le daba igual lo que fuera, de modo que le serví una cestita de tiras de pollo rebozadas. Conseguir que Jane comiese era todo un problema, y me imaginé que dejaría como mínimo la mitad de la cestita sin tocar. Jane estaba sentada en la barra, en el extremo opuesto a donde estaba sentado Alcide, y Sam movió en aquel momento la cabeza para indicarme que me sumara a ellos.
Serví el pedido de Jane y me acerqué a ellos a regañadientes. Me apoyé en el final de la barra.
—Sookie —dijo Alcide—. He venido a darle las gracias a Sam.
—Muy bien —dije sin rodeos.
Alcide asintió sin mirarme a los ojos.
Pasado un momento, el nuevo líder de la manada dijo:
—Ahora nadie se atreverá a extralimitarse. Si Priscilla no hubiera atacado en el momento que eligió, cuando estábamos todos unidos y conscientes del peligro al que nos enfrentábamos como grupo, podría habernos mantenido divididos y sembrando cizaña hasta que acabáramos matándonos los unos a los otros.
—Ella se volvió loca y vosotros tuvisteis suerte —dije.
—Nos unimos gracias a tu talento —dijo Alcide—. Y siempre serás amiga de la manada. Igual que Sam. Pídenos lo que quieras, en cualquier momento, en cualquier lugar, y allí estaremos. —Saludó con un movimiento de cabeza a Sam, dejó el dinero en la barra y se marchó.
—Eso de tener un favor guardado en la reserva no está nada mal, ¿verdad? —dijo Sam.
Me vi obligada a sonreírle.
—Sí, es una buena sensación. —De hecho, de repente me sentía de lo más animada. Y cuando miré hacia la puerta, descubrí por qué. Eric acababa de entrar, venía acompañado por Pam. Se sentaron en una de mis mesas y hacia allí me dirigí consumida por la curiosidad. Y también por la exasperación. ¿No podían quedarse en su casa?
Ambos pidieron TrueBlood, y cuando hube servido su pollo ajane Bodehouse y Sam hubo calentado las botellas, regresé a su mesa. Su presencia no habría alterado el ambiente si Arlene y sus colegas no hubieran estado aquella noche en el bar.
Sus sonrisas socarronas fueron inequívocas cuando dejé las botellas delante de Eric y Pam, y tuve que esforzarme mucho para mantener mi calma de camarera mientras les preguntaba si querían o no una copa.
—Con la botella es suficiente —dijo Eric—. Puede que la necesite para partirle el cráneo a más de uno.
Y del mismo modo en que yo había sentido antes la alegría de Eric, él sentía ahora mi ansiedad.
—No, no, no —dije casi en un susurro. Sabía que podían oírme—. Tengamos la fiesta en paz. Ya estoy harta de guerras y muerte.
—Sí —reconoció Pam—. Podemos dejar lo de la muerte para más adelante.
—Me alegro de veros, pero tengo una noche muy liada —dije—. ¿Vais de bar en bar en busca de nuevas ideas para Fangtasia o puedo hacer algo por vosotros?
—Nosotros podemos hacer algo por ti —replicó Pam. Sonrió a los dos tipos que llevaban las camisetas de la Hermandad del Sol mostrándoles los colmillos. Confiaba en que ver aquello sirviera para apaciguarlos, pero siendo como eran un par de brutos sin la mínima pizca de sentido común, lo único que consiguió el gesto fue encender aún más los ánimos. Pam dejó en la mesa la botella de sangre y se relamió.
—Pam —dije entre dientes—. Por el amor de Dios, no empeores la cosa.
Pam me lanzó una sonrisa de complicidad, simplemente para provocar reacciones.
—Pam —dijo Eric, y la provocación desapareció al momento. Pam se quedó un poco frustrada. Se sentó más erguida, posó las manos en su regazo y cruzó las piernas al nivel de los tobillos. Era la imagen de la inocencia y la discreción.
—Gracias —dijo Eric—. Querida..., me refiero a ti, Sookie, dejaste tan impresionado a Felipe de Castro que nos ha dado permiso para ofrecerte nuestra protección formal. Es una decisión que sólo puede tomar el rey, ya me entiendes, y es un contrato vinculante. Le prestaste un servicio tan grande que considera que ésta es la única forma de compensarte.
—¿Y tan importante es eso?
—Sí, amante, lo es. Significa que cuando nos llames pidiendo ayuda, estaremos obligados a acudir a prestártela y a arriesgar nuestra vida por ti. No es una promesa que los vampiros realicen muy a menudo, pues cuanto más tiempo vivimos, más celosos somos de nuestra propia vida. Por mucho que creas que pudiera ser al contrario.
—De vez en cuando encuentras alguno que desea ver el sol después de una vida tan larga —dijo Pam, como si quisiera dejar las cosas bien claras.
—Sí —dijo Eric frunciendo el entrecejo—. De vez en cuando. Pero es todo un honor para ti, Sookie.
—Os estoy muy agradecida por comunicarme la noticia, Eric, Pam.
—Esperaba, naturalmente, que estuviera por aquí tu preciosa compañera de casa —dijo Pam. Me miró con lascivia. Así que era posible que eso de que Pam anduviera detrás de Amelia no fuera del todo idea de Eric.
Me eché a reír.
—Esta noche tiene mucho en qué pensar —dije.
Estaba tan concentrada pensando en la protección que me brindarían a partir de ahora los vampiros, que no me fijé en que se me había acercado el más bajito de los seguidores de la Hermandad del Sol. Se abrió paso de tal manera que chocó contra mi hombro, empujándome deliberadamente a un lado. Me tambaleé antes de recuperar el equilibrio. No todo el mundo se dio cuenta de lo sucedido, sólo algunos clientes. Sam ya había empezado a caminar hacia el otro lado de la barra y Eric se había puesto en pie cuando me volví y estampé la bandeja en la cabeza de aquel idiota con todas mis fuerzas.
Él se tambaleó también.
Los que se habían percatado de aquella falta de respeto se pusieron a aplaudir.
—Bien hecho, Sookie —gritó Catfish—. Oye, tú, gilipollas, deja tranquila a la camarera.
Arlene estaba ruborizada y rabiosa, y a punto estuvo de explotar allí mismo. Sam se aproximó a ella y le murmuró algo al oído. Se puso más colorada si cabe y le miró de reojo, pero mantuvo la boca cerrada. El tipo más alto de la Hermandad del Sol llegó en ayuda de su colega y ambos salieron del bar. Ninguno de los dos dijo nada (no estaba muy segura de que el pequeño pudiese hablar) pero era como si llevasen tatuado en la frente: «Esto no quedará así».
Comprendí entonces lo útil que podría llegar a ser la protección de los vampiros y mi categoría de «amiga de la manada».
Eric y Pam terminaron sus bebidas y permanecieron sentados el tiempo suficiente como para demostrar que no pensaban salir pitando por no sentirse bien recibidos ni para correr a perseguir a los fieles de la Hermandad. Eric me dejó una propina de veinte dólares y me lanzó un beso al salir de la puerta —lo mismo hizo Pam—, lo que me granjeó una mirada extra especial de mi antigua «mejor amiga para siempre», Arlene.
Trabajé demasiado duro el resto de la noche como para tener tiempo para pensar en cualquiera de las cosas interesantes que habían sucedido a lo largo de la jornada. Cuando se fueron todos los clientes, incluida Jane Bodehouse (su hijo vino a recogerla), nos dedicamos a instalar la decoración de Halloween. Sam había comprado calabazas pequeñas para cada mesa y les había pintado una cara. Me dejó sin palabras, pues las caras estaban muy bien hechas y había algunas que incluso recordaban a clientes del bar. De hecho, había una igualita a mi querido hermano.
—No sabía que pintabas tan bien —le dije, y me miró satisfecho.
—Ha sido divertido —dijo mientras colgaba una guirnalda de hojas de otoño (hechas de tela, naturalmente) rodeando el espejo de la barra y entre las botellas. Clavé con chinchetas un esqueleto de cartón de tamaño natural que tenía remaches en las articulaciones para poder cambiarlo de posición. Lo puse como si estuviera bailando. En el bar no podíamos permitirnos el lujo de tener esqueletos deprimentes. Teníamos que tener esqueletos felices.
Incluso Arlene se relajó un poco porque, aun teniendo que quedarnos más tiempo después de cerrar, era una actividad distinta y divertida.
Me despedí de Sam y de Arlene dispuesta a marcharme a casa y acostarme. Aunque Arlene no me respondió, tampoco me lanzó aquella mirada de asco con la que solía obsequiarme.
Pero, naturalmente, mi jornada no había tocado a su fin.
Cuando llegué a casa, encontré a mi bisabuelo sentado en el porche. Me resultó muy curioso verlo en el columpio del porche, bajo la extraña combinación de oscuridad y luz que la lámpara de seguridad y la noche conseguían crear. Por un momento deseé ser tan bella como era él y sonreí para mis adentros.
Aparqué el coche delante de casa y salí. Intenté subir en silencio los peldaños para no despertar a Amelia, cuya habitación daba a la fachada. La casa estaba oscura, por lo que seguro que se habían acostado ya, a menos que se hubiesen retrasado en la terminal de autobuses al despedirse de Bob.
—Bisabuelo —dije—. Me alegro de verte.
—Estás cansada, Sookie.
—Bueno, la verdad es que acabo de salir de trabajar. —Me pregunté si alguna vez se cansaría. No me imaginaba a un príncipe de las hadas cortando leña o intentando encontrar por dónde perdía agua una tubería.