De muerto en peor (35 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: De muerto en peor
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Y así fue cómo mi mal humor se dio por terminado oficialmente. Mi sentido común empezó a funcionar. Fustigarme aún más por el incidente de Hotshot no tenía ningún sentido. Tendría que seguir adelante con lo que había hecho. Calvin lo comprendía todo mejor que yo. Mi hermano era un imbécil y Crystal una fulana. Eran hechos con los que tendría que vivir. Eran dos personas infelices que se comportaban así porque habían elegido la pareja equivocada pero, por otro lado, ambos eran también cronológicamente adultos, y yo no podía hacer para solucionar su matrimonio más de lo que había hecho para impedirlo.

Los hombres lobo habían gestionado sus problemas a su manera y yo había hecho lo posible por ayudarlos. Los vampiros, lo mismo..., más o menos.

De acuerdo. No todo había salido bien, pero sí bastante bien.

Cuando salí de trabajar, no me molestó mucho encontrarme a Eric esperándome junto a mi coche. Daba la impresión de estar a gusto con el frío de la noche. Yo temblaba por no haber cogido una chaqueta gruesa. Mi cortavientos no era suficiente.

—Ha estado bien estar un rato a solas —dijo Eric inesperadamente.

—Supongo que en Fangtasia siempre estás rodeado de gente —dije.

—Siempre rodeado de gente que quiere cosas —dijo.

—Pero te gusta, ¿verdad? Lo de ser el gran jefe.

Eric se quedó reflexionando.

—Sí, me gusta eso. Me gusta ser el jefe. No me gusta que me... supervisen. ¿Es ésa la palabra? Cuando Felipe de Castro y su acólito se larguen, me alegraré. Victor se quedará para hacerse con Nueva Orleans.

Eric compartía el poder, una solución sin precedentes. Era un toma y daca normal entre iguales.

—¿Cómo es el nuevo rey? —Con el frío que hacía, no podía resistirme a seguir con la conversación.

—Es guapo, cruel e inteligente —dijo Eric.

—Como tú. —Me habría arreado un buen bofetón.

Eric asintió pasado un momento.

—Pero más —dijo Eric muy serio—. Tendré que estar muy alerta si quiero permanecer por delante de él.

—Es gratificante oírte decir eso —dije forzando mi entonación.

Era un «Momento ¡Oh, mierda!», definitivamente. (Un MOM, como lo llamo yo). De entre los árboles emergió un hombre atractivo y pestañeé al verlo. Mientras Eric lo saludaba con una reverencia, examiné a Felipe de Castro desde sus relucientes zapatos hasta su rostro valiente. Mientras hacía yo también mi reverencia, aun con cierto retraso, me di cuenta de que Eric no exageraba cuando dijo que el nuevo rey era guapo. Felipe de Castro era un latino capaz de hacer sombra al actor Jimmy Smits, y eso que me considero una gran admiradora del señor Smits. Aunque quizá no mediría más de metro setenta, Castro se movía con aires de tanta importancia y tan erguido que nadie podría decir de él que era bajito, sino más bien que los demás hombres a su lado resultaban excesivamente altos. Tenía el pelo oscuro y abundante, engominado, llevaba bigote y perilla. Su piel era de color caramelo, tenía ojos oscuros, cejas tupidas y arqueadas y una nariz marcada. Llevaba capa (no va en broma, llevaba una capa negra hasta los pies). Era un personaje tan impresionante que ni siquiera se me ocurrió sonreírle. Además de la capa, parecía ir vestido para una noche de fiesta en la que se incluiría baile flamenco: camisa blanca, chaqueta negra, pantalones negros. Llevaba una piedra oscura en una oreja a modo de pendiente. La luz de seguridad no me permitía hacerme una idea mejor de lo que era. ¿Un rubí? ¿Una esmeralda?

Me enderecé y me quedé mirándolo de nuevo. Cuando vi de reojo a Eric, me di cuenta de que seguía aún con su reverencia. Caramba. Yo no era su súbdita y no pensaba volver a repetirla. Hacerla una sola vez había ido ya en contra de mi estatus de ciudadana norteamericana.

—Hola, soy Sookie Stackhouse —dije al ver que el silencio empezaba a hacerse incómodo. Le tendí automáticamente la mano. Recordé entonces que los vampiros no se estrechaban la mano y la retiré enseguida—. Perdón —dije.

El rey inclinó la cabeza.

—Señorita Stackhouse —dijo, rasgueando con su acento mi nombre de un modo delicioso: «Miiis Stekhuss».

—Sí, señor. Siento tener que irme tan poco tiempo después de conocerlo, pero hace mucho frío y tengo ganas de llegar pronto a casa. —Le dirigí una sonrisa radiante, una de esas sonrisas luminosas y lunáticas que me salen cuando estoy nerviosa de verdad—. Adiós, Eric —dije, y me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Llámame cuando tengas un momento. A menos que necesites que me quede por algún motivo.

—No, amante, tienes que ir a casa y entrar en calor —dijo Eric, encerrando mis dos manos entre la suya—. Te llamaré cuando el trabajo me lo permita.

Cuando me soltó, realicé una especie de torpe inclinación en dirección al rey (¡Americanos! ¡No estamos acostumbrados a las reverencias!) y me metí en el coche antes de que cualquiera de los dos vampiros cambiara de idea respecto a mi partida. Mientras me retiraba a mi espacio y salía del aparcamiento, me sentí como una auténtica cobarde (una cobarde muy aliviada, de todos modos). Cuando tomé Hummingbird Road, empezaba ya a debatir si mi partida había sido muy inteligente.

Me sentía preocupada por Eric. Un fenómeno bastante novedoso, que me hacía sentir incómoda y que había empezado a manifestarse la noche del golpe de estado. Preocuparse por Eric era como hacerlo por el bienestar de una piedra o de un tornado.

¿Acaso me había preocupado por él anteriormente? Era uno de los vampiros más poderosos que había conocido en mi vida. Pero Sophie-Anne era aún más poderosa que él, y estaba además protegida por el guerrero gigante Sigebert, y mira lo que le había ocurrido. De repente me sentí tremendamente triste. ¿Qué me pasaba?

Y tuve entonces una idea terrible. ¿Y si resultaba que estaba preocupada simplemente porque Eric estaba también preocupado? ¿Y si me sentía triste porque Eric se sentía triste? ¿Era posible que pudiera captar sus emociones con tanta fuerza y con una distancia tan grande entre nosotros? ¿Debía dar media vuelta y averiguar qué sucedía? No podría ser de gran ayuda en el caso de que el rey se estuviera comportando con crueldad con Eric. Tuve que pararme en el arcén. Era incapaz de seguir conduciendo.

Nunca había sufrido un ataque de pánico y me dio la sensación de que aquél debía de ser el primero. La indecisión me paralizaba, y no es que pueda decirse de mí que sea una persona indecisa. Luchando conmigo misma, intentando pensar con claridad, me di cuenta de que, lo quisiera o no, tenía que dar media vuelta. Era una obligación que no podía ignorar, no porque estuviera unida a Eric, sino porque Eric me gustaba.

Giré el volante y realicé un cambio de sentido en medio de Hummingbird Road. Teniendo en cuenta que desde que había salido del bar sólo me había cruzado con dos coches, no lo consideré una infracción grave de tráfico. Realicé el camino de vuelta a bastante más velocidad que el de ida y cuando llegué al Merlotte's, vi que el aparcamiento estaba completamente vacío. Aparqué delante del bar y saqué de debajo del asiento mi viejo bate de softball. Mi abuela me lo regaló cuando cumplí los dieciséis. Era un bate muy bueno, aunque había vivido tiempos mejores. Rodeé el edificio, escondiéndome entre los arbustos que crecían en el suelo. Adelfas. Odio las adelfas. Crecen desordenadamente, son feas y les tengo alergia. Pese a ir vestida con el cortavientos, pantalones y calcetines, en el instante en que empecé a avanzar entre las plantas, comencé a moquear.

Al llegar a la esquina, asomé la cabeza con mucha cautela.

Y me quedé conmocionada. No podía creer lo qué veían mis ojos.

Sigebert, el guardaespaldas de la reina, no había muerto en el golpe de estado. No, señor, seguía aún entre los no muertos. Y estaba en el aparcamiento del Merlotte's, pasándoselo la mar de bien con el nuevo rey, Felipe de Castro, Eric y Sam, que seguramente se había visto capturado en la red al salir del bar y dirigirse a su tráiler.

Respiré hondo (un suspiro profundo pero silencioso) y me obligué a analizar lo que tenía ante mí. Sigebert era una mole y había sido el guardaespaldas de la reina durante siglos. Su hermano, Wybert, había muerto a su servicio y yo estaba segura de que Sigebert tenía que ser uno de los objetivos de los vampiros de Nevada: lo habían dejado bien marcado. Los vampiros se curan a gran velocidad, pero Sigebert había resultado tan mal herido que incluso días después de la pelea seguía visiblemente afectado. Tenía un corte enorme en la frente y una cicatriz de aspecto horripilante justo por encima de donde me imaginaba tendría el corazón. Iba casi vestido en harapos, manchado y sucio. Tal vez los vampiros de Nevada creyeron que se había desintegrado cuando en realidad consiguió huir y esconderse. «No tiene importancia», me dije para mis adentros.

Lo importante del tema era que había conseguido encadenar con cadenas de plata tanto a Eric como a Felipe de Castro. ¿Cómo? «No tiene importancia», volví a repetirme para mis adentros. Tal vez esta tendencia a formularme mentalmente tantas preguntas me venía de Eric, que tenía un aspecto mucho más maltrecho que el rey. Naturalmente, Sigebert consideraba a Eric un traidor.

La cabeza de Eric sangraba y era evidente que tenía un brazo roto. Castro sangraba abundantemente por la boca, por lo que imaginé que era posible que Sigebert le hubiera dado un pisotón. Eric y Castro estaban tendidos en el suelo y bajo la cruda luz de seguridad parecían más blancos que la nieve. Sam estaba atado al parachoques de su furgón y no había sufrido daño alguno, al menos hasta el momento. Gracias a Dios.

Intenté pensar en cómo abatir a Sigebert con mi bate de softball de aluminio, pero no se me ocurrió nada. Si me abalanzaba corriendo hacia él, se echaría a reír. Incluso gravemente herido como estaba, seguía siendo un vampiro y yo no era rival para él a menos que se me ocurriera alguna idea fabulosa. De modo que me limité a observar, y a esperar, pero al final no pude soportar más ver cómo le hacía daño a Eric; créeme, cuando un vampiro te arrea un puntapié, hace daño de verdad. Además, Sigebert se lo estaba pasando en grande con un cuchillo enorme que tenía en la mano.

¿Cuál era la mayor arma que tenía a mi disposición? Podía ser mi coche. Sentí una punzada de lástima, pues era el mejor coche que había tenido en mi vida, y Tara me lo había vendido por un dólar cuando se compró otro nuevo. Pero era lo único que se me ocurría para arremeter contra Sigebert.

De modo que retrocedí, rezando para que Sigebert siguiera enfrascado en sus torturas y no oyera el ruido de la puerta del coche al cerrarse. Apoyé la cabeza en el volante y me esforcé en pensar. Reflexioné sobre el aparcamiento y su topografía y pensé en el lugar exacto donde estaban situados los vampiros heridos. Respiré hondo y moví la llave en el contacto. Rodeé el edificio, deseando que mi coche pudiera arrastrarse a escondidas entre las adelfas igual que había hecho antes yo, tracé una curva amplia para tener espacio para acelerar. Los focos delanteros captaron la silueta de Sigebert, pisé el acelerador y fui directa hacia él. El vampiro intentó apartarse de mi trayectoria, pero no era un tipo brillante, de modo que lo pillé con los pantalones bajados (literalmente: nunca me hubiera imaginado cuál era la siguiente tortura que tenía planeada) y le di con fuerza. Saltó por los aires y aterrizó sobre el techo del coche con un golpe duro y sordo.

Grité y frené, pues mi plan no iba más allá de aquello. El vampiro se deslizó por la parte trasera del coche dejando un horrible rastro de sangre oscura y desapareció de mi vista. Temerosa de que su imagen apareciera de nuevo por el retrovisor, puse la marcha atrás y pisé de nuevo el acelerador. «Bump, bump». Paré el coche y salí del mismo, bate en mano, y descubrí que las piernas y la mayor parte del torso de Sigebert habían quedado atrapadas debajo del coche. Corrí hacia Eric y empecé a pelearme con la cadena de plata, mientras él me miraba con los ojos abiertos de par en par. Castro maldecía sin parar en español y Sam me decía: «¡Corre, Sookie, corre!», un detalle que poco bien le hacía a mi concentración.

Dejé correr las malditas cadenas, cogí el cuchillo y liberé a Sam para que pudiera ayudarme. El cuchillo se acercó lo bastante a su piel como para provocarle un respingo un par de veces. Yo lo hacía lo mejor que sabía y la verdad es que no le hice sangre. Hay que reconocer que Sam corrió hasta donde estaba Castro en un tiempo récord y que empezó a liberarle mientras yo volvía con Eric. Dejé el cuchillo en el suelo, a mi lado. Ahora que ya tenía un aliado capaz de utilizar manos y piernas, pude concentrarme mejor y desaté por fin las piernas de Eric (pensando que de este modo, al menos, podría echar a correr) y después, más lentamente, sus brazos y sus manos. La plata le había herido en varios puntos y Sigebert había procurado que le tocase las manos. Tenían un aspecto horroroso. Las cadenas habían castigado a Castro más si cabe, pues Sigebert le había despojado de su preciosa capa y de prácticamente toda la camisa.

Justo cuando estaba liberándolo del último eslabón, Eric me empujó hacia un lado, se hizo con el cuchillo y se puso en pie a tal velocidad que no vi más que una imagen confusa. Lo siguiente que vi fue a Eric encima de Sigebert, que había levantado el coche para liberar sus piernas. Había empezado a salir de debajo del vehículo y en poco tiempo habría empezado a andar.

¿He mencionado que había un cuchillo enorme? Y debía de estar bien afilado, además, pues oí a Eric decirle a Sigebert:

—Ve con tu creadora. —Y le cortó la cabeza al vampiro.

—Oh —dije temblorosa, y caí sentada de golpe sobre la fría gravilla del aparcamiento—. Oh, caray. —Todos nos quedamos donde estábamos, jadeantes, durante unos buenos cinco minutos. Entonces, Sam, que estaba junto a Felipe de Castro, se enderezó y le ofreció una mano. El vampiro la cogió y se presentó a Sam, que automáticamente se presentó a su vez.

—Señorita Stackhouse —dijo el rey—, estoy en deuda con usted.

Tenía toda la razón.

—No tiene importancia —repliqué, con un tono de voz que no sonó tan estable como a mí me habría gustado.

—Gracias —dijo—. Si el coche ha quedado inservible, hasta el punto de no poder repararse, le compraré muy complacido otro nuevo.

—Oh, gracias —dije con total sinceridad mientras me incorporaba—. Intentaré volver a casa con él. No sé cómo podré explicar los daños. ¿Cree que en el taller se lo creerán si les cuento que choqué contra un caimán? —Sucedía de vez en cuando. ¿No resultaba extraño que ahora me preocupara el seguro del coche?

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