Authors: Charlaine Harris
Tenía recados que hacer en la ciudad a la mañana siguiente. Me quedaba poco dinero en efectivo, de manera que me acerqué en coche hasta el cajero automático y saludé por el camino a Tara Thornton du Rone. Tara me sonrió y me devolvió el saludo. El matrimonio le sentaba bien y esperaba que ella y J.B. fueran más felices que mi hermano y su esposa. Alejándome en coche del banco, y para mi asombro, vi a Alcide Herveaux saliendo de las oficinas de Sid Matt Lancaster, un anciano y afamado abogado. Me detuve en el aparcamiento de Sid Matt y Alcide se acercó para hablar conmigo.
La conversación fue delicada. Para ser justa, tengo que decir que Alcide había tenido que ocuparse de muchas cosas últimamente. Su novia había muerto brutalmente asesinada. Varios miembros de su manada habían muerto también. Tenía una tapadera enorme que preparar. Pero ahora era el líder de su manada y había celebrado su victoria al estilo tradicional. Visto en retrospectiva, sospecho que debió de sentirse bastante incómodo teniendo que mantener relaciones sexuales en público con una joven, especialmente con la muerte de su novia tan reciente. Leía en su cabeza un embrollo de emociones y cuando se acercó a la ventanilla de mi coche estaba ruborizado.
—Sookie, no había tenido oportunidad de agradecerte toda tu ayuda aquella noche. Fue una suerte para nosotros que tu jefe decidiera acompañarte.
«Sí, y pensando que tú no me habrías salvado la vida como él hizo, también me alegro yo».
—Ningún problema, Alcide —dije, en un tono de voz maravillosamente templado y tranquilo. Pensaba tener un buen día, maldita sea—. ¿Todo solucionado por Shreveport?
—La policía sigue sin encontrar pistas —dijo, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie fuera a oírlo—. Todavía no han encontrado el escenario de los hechos y ha llovido mucho, además. Confiamos en que más temprano que tarde cierren la investigación.
—¿Seguís aún planeando el gran anuncio?
—Tendrá que ser pronto. Los jefes de otras manadas de la zona se han puesto en contacto conmigo. Nosotros, a diferencia de los vampiros, no celebramos una reunión de todos los líderes. Ellos tienen un rey para cada estado y nosotros tenemos un montón de jefes de manada. Me parece que elegiremos un representante entre los diversos jefes de manada, uno para cada estado, y que esos representantes celebrarán una reunión a nivel nacional.
—Parece un paso en la dirección adecuada.
—Además, tendríamos que preguntar a los demás cambiantes si quieren acompañarnos. Sam, por ejemplo, podría pertenecer a mi manada de un modo auxiliar, aun no siendo hombre lobo. Y estaría bien que los lobos solitarios, como Dawson, asistiesen a las fiestas de la manada..., que viniesen a aullar con nosotros.
—Me da la sensación de que a Dawson ya le gusta su vida tal y como es —dije—. Y tendrás que hablar con Sam, no conmigo, sobre si desea asociarse formalmente con vosotros.
—Claro. Me parece que tienes bastante influencia sobre él. Por eso te lo he mencionado.
Yo no lo veía exactamente así. Sam tenía mucha influencia sobre mí, pero dudaba de que yo la tuviera sobre él. Alcide empezó a cambiar de postura, una actitud que me transmitió con la misma claridad que su cerebro que iba a despedirse para continuar con los asuntos que le habían llevado hasta Bon Temps.
—Alcide —dije de manera impulsiva—. Tengo una pregunta.
—Por supuesto.
—¿Quién se ocupa de los hijos de los Furnan?
Me miró y enseguida apartó la vista.
—La hermana de Libby. Tiene ya tres, pero dijo que estaría encantada de ocuparse de ellos. Tenemos dinero para sacarlos adelante. Cuando llegue el momento de ir a la universidad, ya veremos lo que se puede hacer por el chico.
—¿Por el chico?
—Él es de la manada.
De haber tenido un ladrillo en la mano, no me habría importado utilizarlo contra Alcide. Dios mío bendito. Respiré hondo. Lo que importaba no era el sexo de la criatura. Sino su sangre pura.
—Es posible que el dinero del seguro dé también para que pueda ir la chica —dijo Alcide, que no era tonto—. La tía no nos lo ha dejado claro del todo, pero sabe que la ayudaremos.
—¿Y sabe ella quién le ayudará?
Alcide negó con la cabeza.
—Le dijimos que se trata de una sociedad secreta a la que pertenecía Furnan, algo similar a los masones.
Pensé que ya no había más que decir.
—Buena suerte —dije. Si bien creo que ya había dispuesto de bastante fortuna, aun teniendo en cuenta la muerte de dos mujeres que habían salido con él. Al fin y al cabo, Alcide había sobrevivido y alcanzado la meta de su padre.
—Gracias, y gracias de nuevo por tu contribución a esa buena suerte. Continúa considerándote amiga de la manada —dijo muy serio. Sus preciosos ojos verdes se quedaron mirándome fijamente—. Y recuerda que eres una de mis mujeres favoritas —añadió inesperadamente.
—Un cumplido muy agradable, Alcide —dije, y arranqué el coche. Me gustaba haber podido hablar con él. Alcide había madurado mucho en el transcurso de las últimas semanas. En conjunto, se estaba transformando en un hombre mucho más susceptible de mi admiración que el que era antes.
Jamás olvidaría la sangre y los gritos de aquella horripilante noche en el solitario parque de oficinas de Shreveport, aunque empezaba a tener la sensación de que algo bueno había salido de todo aquello.
Cuando llegué a casa, me encontré con que Octavia y Amelia estaban en el jardín pasando el rastrillo. Una idea estupenda. Pasar el rastrillo era una de las tareas que más odiaba en el mundo, pero si no se hacía un par de veces en otoño, la acumulación de agujas de pino era horrorosa.
Me había pasado el día dándole las gracias a todo el mundo. Aparqué detrás y rodeé la casa hasta llegar delante.
—¿Lo metes en bolsas de basura o lo quemas? —me gritó Amelia.
—Oh, lo quemo cuando se levanta la prohibición de encender fuego —dije—. Es muy amable por vuestra parte haber pensado en hacer esto. —No pretendía ser efusiva... pero que hagan por ti la tarea que menos te gusta es una delicia.
—Necesito hacer ejercicio —dijo Octavia—. Ayer estuvimos en el centro comercial de Monroe y ya caminé un poco.
Tenía la sensación de que Amelia trataba a Octavia más como una abuela que como una maestra.
—¿Ha llamado Tray? —pregunté.
—Por supuesto. —Amelia esbozó una amplia sonrisa.
—Le gustas.
Octavia se echó a reír.
—Estás hecha una
femme fatale
, Amelia.
Se la veía contenta y dijo:
—Me parece un tipo interesante.
—Un poco mayor que tú —dije, simplemente para que lo supiera.
Amelia se encogió de hombros.
—No me importa. Estoy dispuesta a salir un día con él. Pienso que Pam y yo somos más colegas que pareja. Y desde que encontré esa carnada de gatitos, estoy abierta a tratar con chicos.
—¿Crees de verdad que Bob eligió? ¿Que no fue más bien una cuestión de instinto? —pregunté.
Justo en aquel momento apareció en el jardín el gato en cuestión, curioso por averiguar qué hacíamos allí fuera teniendo en la casa un sofá estupendo y unas cuantas camas.
Octavia soltó un sonoro suspiro.
—Oh, demonios —murmuró. Se enderezó y extendió las manos—.
Potestas mea te in formam veram tuam commutabit natura ips reaffirmet Incantationes praeviae deletae sunt
—dijo.
El gato parpadeó mirando a Octavia. Emitió a continuación un sonido muy peculiar, una especie de grito que jamás había oído salir de la garganta de un gato. De pronto quedó rodeado por una atmósfera espesa y densa, nublada y llena de chispas. El gato volvió a gritar. Amelia miraba al animal boquiabierta. Me dio la impresión de que Octavia estaba resignada y un poco triste.
Pero el gato se retorció sobre la hierba descolorida y de pronto apareció una pierna humana.
—¡Por todos los santos! —dije, y me tapé la boca con la mano.
Ahora tenía ya dos piernas, dos piernas peludas, y a continuación apareció el pene, y después, sin dejar de gritar, empezó a convertirse en hombre. Transcurridos dos horribles minutos, el brujo Bob Jessup estaba tendido sobre el césped, tembloroso pero con su forma humana totalmente recuperada. Transcurrido un minuto más, dejó de gritar para sólo retorcerse. No era un gran avance, la verdad, pero nuestros tímpanos lo agradecieron.
Entonces se incorporó, se abalanzó sobre Amelia decidido a estrangularla hasta acabar con ella.
Lo agarré por los hombros para apartarlo de ella.
—¿No querrás que utilice de nuevo mi magia, verdad? —preguntó Octavia.
Fue una amenaza de lo más efectiva. Bob soltó a Amelia y se quedó jadeando.
—¡No puedo creer que me hicieras eso! —dijo—. ¡No puedo creer que haya pasado estos últimos meses convertido en gato!
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté—. ¿Te sientes débil? ¿Necesitas ayuda para entrar en la casa? ¿Quieres algo de ropa?
Se miró por encima. Llevaba un tiempo sin utilizar ropa y de repente se puso colorado, casi por completo.
—Sí—dijo secamente—. Sí, me gustaría ponerme algo de ropa.
—Ven conmigo —dije. Cuando entré con Bob en casa empezaba a anochecer. Bob era un tipo más bien pequeño y pensé que tenía un par de sudaderas que le irían bien. No, Amelia era algo más alta y era justo que fuera ella quien realizara la donación de ropa. Me fijé que Amelia había dejado en la escalera una cesta llena de ropa doblada para subir cuando fuera de nuevo a su habitación. Y mira por dónde, había una sudadera vieja de color azul y unos pantalones de chándal negros. Le entregué las prendas a Bob sin decir palabra y él las cogió con manos temblorosas. Seguí inspeccionando el montón y encontré un par de calcetines sencillos de color blanco. Bob se sentó en el sofá para ponérselos. Y hasta ahí pude llegar en cuanto a vestirle. Tenía los pies más grandes que yo y que Amelia, por lo que los zapatos quedaron descartados.
Bob se rodeó con sus propios brazos como si temiera volver a desaparecer. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Pestañeó, y me pregunté qué habría sido de sus gafas. Confiaba en que Amelia las hubiera guardado en algún lado.
—¿Te apetece beber algo, Bob"? —le pregunté.
—Sí, por favor —dijo. Le costaba que su boca articulara palabras. Se llevó la mano a la boca con un gesto curioso y me di cuenta de que era un movimiento igual al que realizaba mi gata.
Tina cuando levantaba la pata para lamérsela antes de utilizarla para peinarse. Bob se dio cuenta entonces de lo que estaba haciendo y bajó de golpe la mano.
Pensé en traerle leche en un cuenco, pero decidí que resultaría insultante. Le serví un poco de té con hielo. Lo bebió, pero puso mala cara.
—Lo siento —dije—. Debería haberte preguntado si te gusta el té.
—Me gusta el té —dijo, y se quedó mirando el vaso como si acabara de relacionar el té con el líquido que acababa de tener en la boca—. Lo que pasa es que ya no estoy acostumbrado.
Sí, ya sé que es horroroso, pero abrí la boca dispuesta a preguntarle si le apetecían unas croquetas para gato. Amelia guardaba una bolsa de 9Lives en una estantería del porche de atrás.
—¿Qué tal un bocadillo? —le pregunté. No sabía de qué tema podía hablar con Bob. ¿De ratones?
—Claro que sí —respondió. Vi que no sabía qué hacer a continuación.
Le preparé uno de mantequilla de cacahuete y mermelada, y otro de jamón y encurtidos con pan integral y mostaza. Se los comió los dos, masticando muy despacio y con cuidado.
—Perdóname —dijo entonces, levantándose en busca del baño. Cerró la puerta y permaneció allí un buen rato.
Amelia y Octavia ya estaban en casa cuando apareció de nuevo Bob.
—Lo siento mucho —dijo Amelia.
—Yo también —dijo Octavia. Parecía más vieja y más menuda.
—¿Durante todo este tiempo has sabido cómo transformarle? —Intenté que mi voz fuese equilibrada e imparcial—. ¿Tu intento fracasado no fue más que un fraude, entonces?
Octavia movió afirmativamente la cabeza.
—Temía no poder venir más por aquí si no me necesitabas. Habría tenido que quedarme en casa de mi sobrina. Y esto es mucho más agradable. Pero me remordía la conciencia y sabía que tenía que hacer algo pronto, sobre todo porque estoy viviendo aquí. —Movió su canosa cabeza de un lado a otro—. Soy una mala mujer por haber permitido que Bob siguiera unos días más en forma de gato.
Amelia estaba conmocionada. Era evidente que la caída en desgracia de su maestra era algo asombroso para Amelia, algo que eclipsaba su sentimiento de culpa por lo que en su día le había hecho a Bob. Amelia era, sin lugar a dudas, una persona que vivía el presente.
Bob salió del baño y se acercó a nosotras.
—Quiero regresar a mi casa de Nueva Orleans —dijo—. ¿Dónde demonios estamos? ¿Cómo llegué hasta aquí?
El rostro de Amelia perdió toda su expresividad. Octavia estaba seria. Salí sin hacer ruido de la estancia. Cuando las dos mujeres le contaran a Bob lo del Katrina, la situación sería desagradable. No me apetecía estar presente mientras Bob, además de todo lo que le había caído encima, intentaba procesar aquella terrible noticia.
Me pregunté dónde viviría Bob, si su casa o apartamento seguiría aún en pie, si sus propiedades continuarían intactas. Si su familia estaría viva. Escuché la voz de Octavia subiendo y bajando de volumen, y después un terrible silencio.
Al día siguiente fui con Bob a Wal-Mart para comprarle un poco de ropa. Amelia había obligado a Bob a aceptar algo de dinero y el chico no había tenido otro remedio que claudicar. Tenía ganas de alejarse de Amelia. Y no lo culpaba por ello.
De camino hacia la ciudad, Bob no paró de parpadear, observándolo todo asombrado. Cuando entramos en la tienda, fue corriendo al pasillo más cercano y se frotó la cabeza contra la esquina. Sonreí a Marcia Albanese, una anciana adinerada que era miembro del comité de dirección de la escuela. No la había visto desde la fiesta de despedida de soltera de Halleigh.
—¿Quién es tu amigo? —preguntó Marcia. Era una pregunta tanto de sociabilidad natural como de curiosidad. No preguntó por los frotamientos de cabeza, lo que me granjeó su simpatía para siempre.
—Te presento a Bob Jessup, Marcia, que está de visita en la ciudad —dije, deseando haber preparado de antemano alguna historia. Bob saludó a Marcia con un ademán de cabeza y, con los ojos abiertos como platos, le tendió la mano. Al menos no la empujó con la cabeza, ni le pidió que le rascase las orejas. Marcia le estrechó la mano y le dijo a Bob que estaba encantada de conocerle.