Authors: Charlaine Harris
Tenía que ponerme a trabajar, y enseguida. Me puse a la altura de Dana.
—¿Cuándo podremos cambiarnos? —le pregunté.
—Oh, aún tenemos que hacer las fotografías —respondió alegremente Dana. Su marido se había reunido también con ella y estaba abrazándola. Él llevaba en el regazo a su bebé, una cosita menuda vestida de imparcial color amarillo.
—Me imagino que no me necesitaréis para eso —dije—. Hicisteis muchas fotografías antes, ¿verdad? Antes de que... como se llame se pusiera enferma.
—Tiffany. Sí, pero habrá más.
Tenía serias dudas de que la familia me quisiera presente en ellas, aunque mi ausencia desequilibraría la simetría en las fotografías de grupo. Encontré a Al Cumberland.
—Sí —dijo, fotografiando a las damas de honor y a los padrinos, que no dejaban de sonreír—. Necesito hacer algunas fotos más. Tienes que seguir con el vestido.
—Mierda —dije, porque me dolían los pies.
—Mira, Sookie, lo único que puedo hacer es fotografiar a tu grupo en primer lugar. ¡Andy, Halleigh! Perdón... ¡señora Bellefleur! Si queréis venir por aquí, empezaremos con vuestras fotografías.
Portia Bellefleur Vick se quedó un poco perpleja al ver que su grupo no era el primero, pero tenía gente de sobra a la que saludar para exasperarse en serio. Mientras María Estrella fotografiaba la conmovedora escena, un pariente lejano acompañaba a la señora Caroline, en su silla de ruedas, hasta donde estaba Portia. Ella se inclinó para besar a su abuela. Portia y Andy llevaban años conviviendo con la señora Caroline, desde que fallecieran sus padres. La debilitada salud de la anciana había retrasado la boda al menos dos veces. Originalmente, la ceremonia estaba planificada para la pasada primavera y se había organizado con urgencia porque ella estaba mal. Había sufrido un infarto del que se había recuperado. Después se rompió la cadera. Hay que decir que, para haber sufrido dos graves percances de salud, la señora Caroline tenía un aspecto. .. Bueno, a decir verdad, tenía simplemente el aspecto de una anciana dama que había sufrido un infarto y una fractura de cadera. Iba engalanada con un traje de seda beis. Incluso se había maquillado un poco y llevaba su pelo, blanco como la nieve, peinado al estilo Lauren Bacall. Una belleza en su día, había sido una autócrata toda la vida y una cocinera famosa hasta hacía muy poco.
Caroline Bellefleur estaba aquella noche en el séptimo cielo. Había casado a sus dos nietos, estaba recibiendo el homenaje de todo el mundo y Belle Rive se mostraba espectacular, gracias al vampiro que la observaba con un rostro completamente impenetrable.
Bill Compton había descubierto que era antepasado de los Bellefleur y había donado de forma anónima una cantidad grandísima de dinero a la señora Caroline. La anciana había disfrutado gastándolo, sin tener ni idea de que provenía de un vampiro. Imaginaba que era el legado de un pariente lejano. Resultaba paradójico que los Bellefleur lo mismo pudieran odiar a Bill que sentirse agradecidos con él. Pero como en el fondo formaba parte de la familia, me alegré de que hubiera encontrado la manera de asistir a la boda.
Respiré hondo, alejé la oscura mirada de Bill de mi consciencia y sonreí a la cámara. Ocupé el lugar que tenía designado en las fotografías para equilibrar el cortejo nupcial, esquivé al primo de los ojos saltones y por fin subí corriendo las escaleras para cambiarme y ponerme mi atuendo de camarera.
Arriba no había nadie, y fue un alivio poder cambiarme sola en la habitación.
Me quité el vestido, lo colgué y me senté en un taburete para desabrocharme aquellos dolorosos zapatos.
Oí un ruido en la puerta y levanté la vista sorprendida. Bill acababa de entrar en la habitación, tenía las manos en los bolsillos y su piel resplandecía levemente. Traía los colmillos extendidos.
—Estaba intentando cambiarme —dije secamente. No tenía sentido mostrarme recatada. Bill había visto hasta el último centímetro de mi cuerpo.
—No les contaste nada —dijo.
—¿Qué? —Entonces mi cerebro lo captó. Bill se refería a que no les había contado a los Bellefleur que él era su antepasado—. No, por supuesto que no —dije—. Me pediste que no lo hiciera.
—Pensé que, con tu enfado, podrías haberles dado la información.
Le miré con incredulidad.
—No, los hay que aún tenemos honor —dije. Bill apartó un momento la vista—. Por cierto, veo que tienes la cara muy bien.
Durante el atentado que la Hermandad del Sol había efectuado en Rhodes, la cara de Bill había quedado expuesta al sol con resultados realmente repulsivos.
—Pasé seis días durmiendo —dijo—. Cuando por fin me desperté, estaba prácticamente curado. Y en cuanto a tu indirecta respecto a mi honor, no tengo defensa... excepto que cuando Sophie-Anne me pidió que te persiguiera... yo no quería hacerlo, Sookie. Al principio, ni siquiera quería fingir mantener una relación estable con una mujer humana. Pensé que me degradaría. Sólo entré en el bar para identificarte cuando ya no pude postergarlo por más tiempo. Y aquella noche nada salió como yo tenía pensado. Salí fuera con los drenantes, y sucedieron cosas. Cuando vi que solamente tú acudías en mi ayuda, decidí que era el destino. Hice lo que mi reina me dijo que hiciera. Y al hacerlo, caí en una trampa de la que no pude escapar. Y sigo sin poder escapar de ella.
«La trampa del AMOOOOR», pensé con sarcasmo. Pero Bill estaba demasiado serio, demasiado tranquilo como para burlarme de él. Yo estaba simplemente defendiendo mi corazón con el arma de la antipatía.
—Te has buscado una novia —dije—. Vuelve con Selah. —Bajé la vista para asegurarme de que me había desabrochado bien el segundo zapato. Me descalcé. Cuando levanté de nuevo la vista, los oscuros ojos de Bill estaban clavados en mí.
—Daría cualquier cosa por yacer otra vez contigo —dijo.
Me quedé helada, con las manos paralizadas a medio retirar la media de mi pierna izquierda.
Veamos, lo que acababa de decir me había sorprendido a muchos niveles. En primer lugar, por la expresión bíblica «yacer». En segundo lugar, por que me considerara una compañera de cama tan memorable.
O a lo mejor resultaba que sólo se acordaba de las vírgenes.
—Esta noche no me apetece tontear contigo, y Sam está esperándome abajo para que le ayude en el bar —dije secamente—. Vete. —Me levanté y me puse de espaldas a él mientras me ponía la camisa, el pantalón y remetía la camisa por dentro. Ahora tocaba ponerme las zapatillas deportivas negras. Después de echarle un rápido vistazo al espejo para asegurarme de que aún quedaba un poco de carmín en mis labios, me volví hacia la puerta.
Se había ido.
Bajé la escalinata, crucé las puertas del patio y salí al jardín, aliviada por poder ocupar por fin mi puesto detrás de la barra, al que estaba mucho más acostumbrada. Aún me dolían los pies. Y también ese lugar castigado de mi corazón que llevaba el nombre de Bill Compton.
Sam me recibió con una sonrisa cuando ocupé mi puesto. La señora Caroline había vetado nuestra petición de dejar a la vista un bote para las propinas, pero los clientes de la barra habían empezado ya a llenar con unos cuantos billetes una copa de cristal en forma de globo. Decidí seguir dejándola donde estaba.
—Estabas realmente guapa con ese vestido —dijo Sam, preparando un ron con Coca-Cola. Serví una cerveza y sonreí al anciano que me la había pedido. Me dio una propina importante y bajé la vista al darme cuenta de que con mis prisas por bajar me había olvidado de abrocharme un botón. Estaba enseñando un poco más de lo conveniente. Por un momento me sentí incómoda, pero no era un botón que me hiciera parecer una fulana, sino un botón que decía: «Mirad, tengo tetas». De modo que lo dejé como estaba.
—Gracias —dije, confiando en que Sam no se hubiera percatado del rápido repaso que me había dado el anciano—. Espero haberlo hecho todo bien.
—Por supuesto que sí —dijo Sam, como si en ningún momento se le hubiese pasado por la cabeza la posibilidad de que hubiera fracasado en mi nuevo papel. Por eso es el mejor jefe que he tenido en mi vida.
—Buenas noches —dijo una voz ligeramente nasal, y cuando levanté la vista de la copa de vino que estaba sirviendo vi que Tanya Grissom ocupaba el espacio y respiraba el aire que bien podría utilizar cualquier otra persona. A su escolta, Calvin, no se le veía por ningún lado.
—Hola, Tanya —dijo Sam—. ¿Qué tal estás? Hacía ya tiempo que no se te veía.
—Tuve que atar algunos cabos sueltos en Misisipi —dijo Tanya—. Estoy aquí de visita y me preguntaba si necesitarías algo de ayuda a tiempo parcial, Sam.
Me obligué a mantener la boca cerrada y las manos ocupadas. Tanya se acercó todo lo que pudo a Sam mientras una señora anciana me pedía una tónica con un gajo de lima. Se la serví con tanta rapidez que la mujer se quedó pasmada y pasé enseguida a atender al siguiente cliente. El cerebro de Sam me decía que estaba encantado de ver a Tanya. Los hombres son idiotas, ¿verdad? Aunque, para ser justos, yo sabía ciertas cosas sobre ella que Sam desconocía.
Selah Pumphrey era la siguiente en la cola. Mi suerte me tenía sorprendida. Pero la novia de Bill se limitó a pedirme un ron con Coca-Cola.
—Enseguida —dije, tratando de no delatar que me sentía aliviada, y empecé a preparar el combinado.
—Le he oído —dijo Selah en voz muy baja.
—¿Has oído a quién? —pregunté, distraída por mi esfuerzo por escuchar, con mis oídos o con mi cerebro, lo que Sam y Tanya estaban hablando.
—He oído a Bill hablando antes contigo. —Viendo que yo no decía nada, continuó—. Lo seguí escaleras arriba.
—Entonces, él sabe que estabas allí—dije, distraídamente, y le entregué su copa. Me miró por un segundo con los ojos abiertos de par en par. ¿Alarmada, enojada? Se marchó. Si los deseos pudieran matar, yo habría muerto en el acto.
Tanya empezó a darle la espalda a Sam, como si su cuerpo pensara en marcharse aunque su cabeza siguiera hablando con mi jefe. Finalmente, su persona completa regresó con su pareja. La seguí con la mirada, llena de oscuros pensamientos.
—Una buena noticia —dijo Sam con una sonrisa—. Tanya estará disponible una temporada.
Reprimí mis ganas de decirle que Tanya había dejado más que claro que estaba disponible.
—Oh, sí, estupendo —dije. Había mucha gente que me caía bien. ¿Por qué habrían tenido que asistir a la boda dos de las mujeres que realmente me traían sin cuidado? Al menos, mis pies estaban prácticamente gimiendo de placer al sentirse libres de aquellos tacones de vértigo.
Sonreí, preparé copas, retiré botellas vacías y fui hasta la camioneta de Sam para descargar más material. Abrí cervezas, serví vino y sequé manchas hasta que empecé a sentirme como una máquina en eterno movimiento.
Los clientes vampiros se acercaron a la barra en grupo. Descorché una botella de Royalty Blended, una mezcla de calidad superior de sangre sintética y sangre auténtica de la realeza europea. Tenía que estar refrigerada, claro está, y era un regalo muy especial para los clientes de Glen, un regalo que él mismo había dispuesto personalmente. (La única bebida para vampiros que excedía en precio a Royalty Blended era Royalty casi pura, que apenas tenía conservantes). Sam dispuso las copas de vino en fila. Y luego me dijo que lo sirviera. Fui con un cuidado extremo para no derramar ni una gota. Sam entregó una a una las copas. Los vampiros, Bill incluido, dieron unas propinas excelentes y, con grandes sonrisas, levantaron las copas para brindar en honor de los recién casados.
Después de dar el primer sorbo al líquido oscuro que llenaba las copas, mostraron los colmillos como prueba de su beneplácito. Algunos de los invitados humanos estaban algo incómodos ante aquella muestra de agrado, pero enseguida apareció Glen, sonriendo y realizando gestos de asentimiento. Conocía a los vampiros lo bastante bien como para no ofrecerles un apretón de manos. Me di cuenta de que la nueva señora Vick no se codeaba con los invitados no muertos, aunque pasó un momento entre el grupo con una sonrisa tensa dibujada en la cara.
Cuando uno de los vampiros volvió a la barra para pedir una copa de TrueBlood normal, le serví la bebida caliente.
—Gracias —dijo, dejándome una nueva propina. Cuando abrió la cartera vi que su carné de conducir era de Nevada. Conozco bien los carnés porque estoy harta de pedirles la identificación a los niños que acuden al bar; venía de muy lejos para asistir a la boda. Era la primera vez que lo veía. Cuando se dio cuenta de que me había llamado la atención, juntó las manos e hizo una leve reverencia. Había leído una novela de misterio situada en Tailandia y sabía que aquello era un
wai
, un saludo educado que practicaban los budistas... ¿O serían, tal vez, los tailandeses en general? Da lo mismo, lo que es evidente es que quería mostrarse educado. Después de un instante de duda, dejé el trapo que llevaba en la mano e imité su movimiento. Mi gesto dejó satisfecho al vampiro.
—Me llamo Jonathan —dijo—. Los americanos no saben pronunciar mi verdadero nombre.
Quizá lo dijo con cierto toque de arrogancia y desdén, pero no lo culpé por ello.
—Yo soy Sookie Stackhouse —dije.
Jonathan era un hombre menudo, de aproximadamente un metro setenta de altura, con la tez de color cobre claro y el pelo oscuro característicos de su país. Era guapo. Tenía una nariz ancha y pequeña, y los labios carnosos. Sus ojos castaños estaban coronados por unas cejas negras absolutamente rectas. Tenía una piel tan fina que me resultaba imposible detectarle algún poro. Y ese pequeño resplandor que muestran todos los vampiros.
—¿Es tu marido? —preguntó, cogiendo la copa de sangre e inclinando la cabeza en dirección a Sam. Éste estaba ocupado preparando una piña colada para una de las damas de honor.
—No, señor, es mi jefe.
Justo entonces, apareció Terry Bellefleur, primo segundo de Portia y de Andy, para pedir otra cerveza. Le tenía mucho cariño a Terry, pero era mal bebedor y pensé que iba camino precisamente de eso. Pese a que el veterano de Vietnam quería quedarse a charlar sobre la política del presidente en la guerra actual, le acompañé hasta donde estaba otro familiar, un primo lejano de Baton Rouge, y le pedí que vigilara a Terry y no le dejara conducir su camioneta.
El vampiro Jonathan no me quitó los ojos de encima en todo aquel rato, no sabía por qué. Pero no observé nada agresivo o lujurioso en su postura o comportamiento, y tenía los colmillos retraídos. Me pareció correcto no hacerle más caso y seguir con mi trabajo. Si Jonathan quería hablar conmigo por algún motivo, ya lo averiguaría tarde o temprano. Y si era tarde, no pasaba nada.