Authors: Charlaine Harris
—¿Podrás dormir? —le pregunté.
—No lo sé. Voy a intentarlo. —Agitó la cabeza de un lado a otro—. Esto lo cambia todo.
—¿Qué «esto»? —Sorprendentemente, me comprendió.
—El golpe de estado de los vampiros. Mi padre tenía muchos negocios con los vampiros de Nueva Orleans. Iba a trabajar para Sophie-Anne en la reparación de sus cuarteles generales. Y también en la del resto de sus propiedades. Lo mejor es que lo llame enseguida para decírselo. Tendrá que ponerse enseguida en contacto con el nuevo.
A su estilo, Amelia era tan práctica como Eric. Yo tenía la sensación de ir al revés del mundo. No se me ocurría nadie a quien poder llamar que se sintiese un poco afligido por la pérdida de Sophie-Anne, Arla Yvonne, Cleo... Y la lista continuaba. Por primera vez me pregunté si los vampiros estarían acostumbrados a este tipo de pérdidas. A ver cómo la vida pasaba de largo de ellos y los demás desaparecían. Generación tras generación acababa en la tumba, pero los no muertos seguían con vida. Eternamente.
La verdad es que me sentía como una humana agotada —que algún día acabaría también en la tumba— que necesitaba dormir por encima de todo. Si aquella noche se producía un nuevo movimiento hostil, tendrían que prescindir de mí. Volví a cerrar las puertas con llave, le di las buenas noches a Amelia y me metí en la cama. Permanecí despierta durante al menos media hora, pues mis músculos se estremecían cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño. Me despertaba por completo con la idea de que alguien entraría de un momento a otro en mi habitación para alertarme sobre cualquier nuevo desastre.
Pero finalmente, ni los estremecimientos pudieron mantenerme despierta por más tiempo. Caí profundamente dormida. Cuando me desperté, los rayos de sol inundaban mi habitación a través de la ventana y Quinn estaba sentado en la silla del rincón en la que yo me había dejado caer la noche anterior mientras intentaba hablar con Eric.
Empezaba a ser una costumbre desagradable. No me gustaba que los chicos entrasen y saliesen de mi habitación como si cualquier cosa. Quería uno que entrase y se quedase.
—¿Quién te ha dejado entrar? —le pregunté, incorporándome y apoyando sobre un codo el peso de mi cuerpo. Tenía buen aspecto pese a haber dormido poco. Era un hombre grande, con la cabeza rapada y suave y unos ojos enormes de color púrpura. Siempre me había gustado su aspecto.
—Amelia —respondió—. Sé que no debería haber entrado, que debería haber esperado a que te despertases. Tal vez no me quieras en tu casa.
Me dirigí al baño para concederme un minuto de tiempo, otro recurso que empezaba a resultarme excesivamente familiar. Cuando salí, algo más limpia y más despierta que cuando había entrado, vi que Quinn me tenía preparada una taza de café. Bebí un sorbo y al instante me sentí más capaz de enfrentarme a lo que pudiera suceder. Pero no en mi dormitorio.
—Vamos a la cocina —dije, y nos dirigimos a la estancia que siempre había sido el corazón de la casa. Acababa de estrenar mi cocina, pero seguía añorando la antigua. La mesa donde mi familia había comido durante años había sido sustituida por una mesa moderna y las nuevas sillas eran muchísimo más cómodas que las antiguas, pero de vez en cuando aún me lamentaba por todo lo que había perdido.
Tenía el siniestro presentimiento de que lo de «lamentarse» acabaría convirtiéndose en el tema del día. Al parecer, durante mi inquieto sueño había absorbido una buena dosis de esa practicidad que tan penosa me había resultado la noche anterior. Para aplazar la conversación que obligatoriamente íbamos a tener, me acerqué a la puerta trasera y miré hacia fuera para comprobar si estaba el coche de Amelia. Al menos, estábamos solos.
Me senté enfrente del hombre que hasta entonces había confiado en amar.
—Parece como si alguien acabara de decirte que había muerto, pequeña —dijo Quinn.
—Podría haber sido el caso —repliqué, pues tenía que sumergirme directamente en el tema y no mirar ni a derecha ni a izquierda. Vi que Quinn se estremecía.
—Dime qué otra cosa podía hacer, Sookie —dijo—. ¿Qué podía hacer? —Su voz tenía cierto matiz de rabia.
—¿Y qué puedo hacer yo? —pregunté a mi vez, pues no tenía respuesta para él.
—¡Te envié a Frannie! ¡Intenté avisarte!
—Poca cosa, y demasiado tarde —dije. Me critiqué de inmediato. ¿Estaría siendo excesivamente dura, injusta, desagradecida?—. Si me hubieras llamado hace unas semanas, aunque fuera una sola vez, tal vez me sentiría de otra manera. Pero me imagino que estabas demasiado ocupado tratando de encontrar a tu madre.
—De modo que rompes conmigo debido a mi madre —dijo con amargura, y no lo culpé por ello.
—Sí —repliqué después de verificar interiormente y por un momento mi decisión—. Creo que sí. No es tanto tu madre como toda su situación. Tu madre, debido a su estado, siempre ocupará el primer lugar mientras siga con vida. Siento lástima, créeme. Y lamento que tú y Frannie tengáis que lidiar con un hueso tan duro de roer. Conozco muy bien los huesos duros de roer.
Quinn tenía la mirada fija en su taza de café, su rostro reflejaba una mezcla de rabia y agotamiento. Era seguramente el peor momento para mantener aquella discusión, pero tenía que hacerlo. Dolía demasiado como para dejar que se prolongara por más tiempo.
—Y aun así, sabiendo todo esto, y sabiendo lo que siento por ti, no quieres verme más —dijo Quinn, escupiendo cada palabra—. No quieres intentarlo.
—Yo también albergo sentimientos hacia ti, y confiaba en haber llegado a más —dije—. Pero lo de anoche fue demasiado para mí. ¿Recuerdas que tuve que descubrir tu pasado a través de otra persona? Pienso que es posible que no me lo contaras desde un buen principio porque sabías que sería un problema. No me refiero a lo de las minas..., eso me da igual. Pero lo de tu madre y Frannie... Son tu familia. Dependen... de ti. Te necesitan. Siempre estarán en primer lugar. —Me interrumpí por un momento y me mordí el interior de la mejilla. Ahora venía la parte más dura—. Yo quiero ser lo primero. Sé que es egoísta, y quizá inalcanzable, y quizá frívolo. Pero sólo quiero ser lo primero para alguien. Si está mal por mi parte, que lo esté. Estará mal por mi parte. Pero es lo que siento.
—Entonces no queda nada más de qué hablar —dijo Quinn después de un instante de reflexión. Me miró con tristeza. Era imposible no estar de acuerdo con él. Apoyando sus manos sobre la mesa, se incorporó y se marchó.
Me sentía una mala persona. Me sentía miserable y devastada. Me sentía una bruja egoísta.
Pero lo dejé salir por la puerta.
Mientras me preparaba para ir a trabajar —sí, incluso después de una noche como la que había pasado—, llamaron a la puerta. Había oído algo grande aproximándose a mi casa por el camino de acceso, de modo que me até rápidamente las zapatillas deportivas.
La furgoneta de FedEx no solía visitar mi casa y la mujer delgada que salió de ella era una desconocida. Abrí con cierta dificultad la maltrecha puerta principal. Nunca iba a ser lo mismo después de la entrada que había hecho Quinn la noche anterior. Tomé mentalmente nota de llamar a los Lowe, de Clarice, para que la cambiaran. Tal vez Jason me ayudara a colocarla. Cuando por fin abrí, la mujer de FedEx se quedó mirando un buen rato la puerta astillada.
—¿Puede firmar la recepción de esto? —dijo entregándome un paquete, sin hacer ningún comentario sobre el mismo.
—Por supuesto. —Acepté la caja, un poco perpleja. Venía de Fangtasia. Vaya. Abrí el paquete tan pronto la furgoneta desanduvo Hummingbird Road. Era un teléfono móvil de color rojo. Estaba programado con mi número. Iba acompañado por una nota. «Siento lo ocurrido con el otro, amante», decía. E iba firmado con una gran «E». Llevaba incluido un cargador. Y también un cargador para el coche. Y un papelito que decía que la factura de los seis primeros meses ya estaba pagada.
Estupefacta, oí que se acercaba una segunda furgoneta. No me tomé ni la molestia de abandonar el porche. La furgoneta era del establecimiento de Home Depot de Shreveport. Se trataba de una puerta de entrada nueva, muy bonita, y dos hombres venían a instalarla. Estaba todo pagado.
Me pregunté si Eric se encargaría también de limpiar la rejilla de ventilación de mi secadora.
Llegué temprano al Merlotte's para poder tener una charla con Sam. Pero la puerta del despacho estaba cerrada y oí voces en el interior. Aunque no era excepcional, la puerta del despacho tampoco solía estar cerrada. Al instante sentí tanto preocupación como curiosidad. Leí enseguida la firma mental de Sam, y había otra que ya había captado en alguna ocasión. Oí sillas arrastrándose y corrí a meterme en el almacén antes de que la puerta se abriera.
Vi salir a Tanya Grissom.
Esperé un par de segundos y decidí que mi asunto era tan urgente que tenía que correr el riesgo de charlar con Sam aunque él no estuviera de humor para ello. Mi jefe seguía sentado en su chirriante silla de madera con ruedas, con los pies puestos encima de la mesa. Llevaba el pelo aún más alborotado de lo habitual. Se le veía además pensativo y preocupado, pero cuando le dije que tenía que comentarle unos temas, asintió y me pidió que cerrara la puerta.
—¿Te has enterado de lo que sucedió anoche? —le pregunté.
—Me han dicho que hubo una especie de golpe de estado —dijo Sam. Se recostó sobre los muelles de su silla de ruedas, que chirriaron de manera irritante. La verdad es que tenía los nervios de punta y tuve que morderme el labio para no soltarle cualquier cosa.
—Sí, podría llamarse así. —Un golpe de estado era una forma perfecta de describirlo. Le conté lo que había sucedido en mi casa.
Sam se mostró preocupado.
—Jamás me meto en los asuntos de vampiros —dijo—. Los seres de dos naturalezas y los vampiros no nos llevamos bien. Siento mucho que te vieras metida en eso, Sookie. Ese Eric es un imbécil. —Me dio la impresión de que quería añadir algo más, pero cerró la boca con fuerza.
—¿Sabes algo sobre el rey de Nevada? —le pregunté.
—Sé que es dueño de un imperio editorial —respondió Sam enseguida—. Y que posee como mínimo un casino y varios restaurantes. Es además propietario de una sociedad gestora que lleva artistas especializados en vampiros. Ya sabes, los de Elvis Undead Revue, con todos esos actores que rinden tributo a Elvis, gracioso si piensas en ello, y algunos grupos de bailarines. —Ambos sabíamos que el verdadero Elvis seguía aún entre nosotros, aunque su forma actual no era la más adecuada para cantar—. De tener que haber un golpe contra un estado turístico, Felipe de Castro es el vampiro más adecuado para hacerlo. Se encargará de que Nueva Orleans se reconstruya tal y como debe ser, pues querrá obtener beneficios de ello.
—Felipe de Castro..., suena exótico —dije.
—No lo conozco personalmente, pero tengo entendido que es muy... carismàtico —dijo Sam—. Me pregunto si vendrá a vivir a Luisiana o si Victor Madden actuará a modo de representante suyo. Sea como sea, nada de esto afectará al bar. Aunque, sin duda, te afectará a ti, Sookie. —Sam descruzó las piernas y se enderezó en su silla, que chirrió a modo de protesta—. Me gustaría encontrar la manera de alejarte del círculo de los vampiros.
—De haber sabido todo lo que ahora sé, habría actuado de otra forma la noche en que conocí a Bill —dije—. Tal vez hubiera dejado que los Rattray se hiciesen con él. —Había rescatado a Bill de una pareja de tipos asquerosos que no sólo resultaron ser asquerosos, sino que eran además asesinos. Eran drenadores de sangre de vampiro, gente que camelaba a los vampiros hasta arrastrarlos a lugares donde podían someterlos con cadenas de plata y extraerles toda la sangre, que luego vendían por cantidades de dinero impresionantes en el mercado negro. Los drenadores llevaban una vida muy peligrosa. Y los Rattray pagaron las consecuencias.
—No hablas en serio —dijo Sam. Volvió a moverse en su asiento (¡ñic!, ¡ñic!) y se levantó—. No lo habrías hecho nunca.
Resultaba agradable oír algo bueno sobre mí misma, especialmente después de la conversación que había mantenido aquella misma mañana con Quinn. Me sentí tentada de comentarle también eso a Sam, pero vi que se dirigía hacia la puerta. Hora de ponerse a trabajar, para los dos. Me levanté también de mi silla. Salimos del despacho e iniciamos la rutina habitual. Aunque no tenía la cabeza muy centrada en ello.
Para revivir mis decaídos ánimos, intenté pensar en algo bueno del futuro, en algo que tuviera ganas de que llegara. Pero no se me ocurrió nada. Durante un largo y desapacible momento, permanecí de pie junto a la barra, con la mano posada sobre mi libretita de pedidos, tratando de no caer en el abismo de la depresión. Entonces me di un bofetón en la mejilla. «¡Idiota! Tengo una casa, y amigos, y un trabajo. Soy más afortunada que millones de personas en este planeta. Todo irá bien».
La solución me sirvió un rato. Me dediqué a sonreír a todo el mundo, y aun tratándose de una sonrisa frágil, seguía siendo una sonrisa.
Pasadas un par de horas, Jason entró en el bar acompañado por su esposa, Crystal. A ella empezaba a notársele el embarazo y Jason parecía... La verdad es que tenía un aspecto duro, esa mirada mezquina que le salía a veces cuando se sentía frustrado.
—¿Qué tal va todo? —le pregunté.
—Oh, como siempre —respondió Jason efusivamente—. ¿Nos traes un par de cervezas?
—Por supuesto —dije, pensando que Jason nunca solía pedirle una cerveza a Crystal. Era una chica bonita varios años menor que mi hermano. Era una mujer pantera, aunque de mala calidad, básicamente debido a la endogamia de la comunidad de Hotshot. A Crystal le costaba transformarse cuando no era luna llena y había abortado dos veces, que yo supiera. Me daba lástima por ello, sobre todo porque sabía que la comunidad de panteras la consideraba un ser débil. Crystal estaba embarazada por tercera vez. Y ésa era quizá la única razón por la que Calvin le había permitido casarse con Jason, que no era hombre pantera de nacimiento, sino por mordisco. Es decir, se había convertido en pantera porque había sido mordido repetidamente por un hombre celoso que quería a Crystal sólo para él. Jason no podía transformarse en una pantera de verdad, sino en una versión medio animal medio humana. Pero le gustaba.
Les serví las cervezas en dos jarras heladas y esperé a ver si querían pedir alguna cosa más. Me pregunté si Crystal hacía bien bebiendo alcohol, pero decidí que no era asunto mío.