David Copperfield (74 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Es inútil decir la de veces que subí la calle para volverla a bajar; la de veces que di la vuelta al lugar, dándome cuenta de que yo era mucho más que la luna, la palabra del antiguo enigma, antes de decidirme a subir las escaleras de la casa y a llamar a la puerta. Cuando por fin llamé, mientras esperaba que me abrieran tuve por un momento la idea de preguntar si no vivía allí míster Balckboy (imitando al pobre Barkis) y disculparme y huir. Sin embargo, no lo hice.

Míster Mills no estaba en casa; ya me lo esperaba, ¿para qué le necesitábamos?, y miss Mills sí estaba en casa, y yo no necesitaba más.

Me hicieron entrar en una habitación del primer piso, donde encontré a miss Mills y a Dora; también estaba Jip. Miss Mills copiaba música (recuerdo que era una romanza nueva, titulada
De profundis amoris
) y Dora pintaba flores. ¡Juzgad de mis sentimientos cuando reconocí mis flores, el ramo del mercado de Covent Garden! No puedo decir que se pareciera mucho, ni que yo hubiera visto nunca flores como aquellas; pero reconocí la intención en el papel que las envolvía, que, ese sí, estaba copiado con mucha exactitud.

Miss Mills estaba encantada de verme; sentía infinitamente que su papá hubiera salido, aunque me pareció que soportamos su ausencia con bastante resignación. Miss Mills sostuvo la conversación durante un momento; después, pasando su pluma por el
De profundis amoris
, se levantó y se fue.

Yo empezaba a creer que dejaría la cosa para el día siguiente.

—Supongo que su pobre caballo no estaría muy cansado la otra noche cuando volvió usted —me dijo Dora levantando sus hermosos ojos—; fue una excursión muy larga para él.

Empecé a creer que sería aquella misma tarde.

—Sí; fue una excursión muy larga para él, pues el pobre animal no tenía nada que le sostuviera durante el viaje.

—¿No le habían dado de comer? ¡Pobre animal!

Empecé a creer que lo dejaría para el día siguiente.

—¡Perdone! Le habían dado de comer; pero quiero decir que no gozaba tanto como yo de la inefable felicidad de estar a su lado.

Dora bajó la cabeza sobre su cuaderno y dijo al cabo de un momento (durante aquel tiempo yo estaba en un estado febril y sintiendo mis piernas tiesas como palos):

—Durante parte del día no parecía sentir usted esa felicidad tan vivamente.

Vi que la suerte estaba echada y que había que terminar allí mismo.

—Parecía interesarle muy poco esa felicidad —continuó Dora con un ligero movimiento de cejas y moviendo la cabeza— mientras estaba usted sentado al lado de miss Kitt.

Debo hacer observar que miss Kitt era la muchacha vestida de rosa, de ojos pequeñitos.

—Además, no sé por qué tenía que haberle importado —dijo Dora—, ni por qué dice usted que era una felicidad. Pero probablemente no piensa usted todo lo que dice. Y es usted muy libre de hacer lo que le parezca. ¡Jip, malo; ven aquí!

No sé lo que hice; pero todo fue dicho en un momento. Corté el paso a Jip, cogí a Dora en mis brazos. Estaba lleno de elocuencia; no necesitaba buscar las palabras; le dije a Dora todo lo que la amaba; le dije que me moriría sin ella; le dije que la idolatraba. Jip ladraba con furia todo el tiempo.

Cuando Dora bajó la cabeza y se puso a llorar temblando, mi elocuencia no conoció límites. Le dije que no tenía más que decir una palabra y estaba dispuesto a morir por ella; que a ningún precio quería la vida sin el amor de Dora; que no quería ni podía soportarla. La amaba desde el primer día, y había pensado en ella en todos los minutos del día y de la noche. En el momento mismo en que estaba hablando la amaba con locura, la amaría siempre con locura. Antes que yo había habido amantes y los habría después; pero nunca ninguno podría ni querría amar como yo amaba a Dora.

Cuantas más locuras decía, más ladraba Jip. Él y yo parecía que estábamos a ver cuál de los dos se mostraba más insensato. Y poco a poco Dora y yo resultamos sentados en el diván tranquilamente, con Jip sobre las rodillas de su dueña, mirándome tranquilizado. Mi espíritu estaba libre de su peso: era completamente dichoso; Dora y yo estábamos prometidos.

Supongo que teníamos alguna idea de que aquello debía terminar en matrimonio. Lo pienso, porque Dora declaró que no nos casaríamos sin el consentimiento de su padre; pero en nuestra alegría infantil creo que no mirábamos adelante ni atrás; el presente, en su ignorancia inocente, nos bastaba. Debíamos guardar nuestro compromiso secreto, y ni siquiera se me ocurrió la idea de que pudiera haber en aquel procedimiento algo que no fuera correcto.

Miss Mills estaba más pensativa que de costumbre cuando Dora, que había ido a buscarla, la trajo, supongo que sería porque lo que acababa de suceder despertaba los ecos dormidos en las cavernas de la memoria. Sin embargo, nos dio su bendición y nos prometió una amistad eterna, y nos habló en general, como era natural, con una voz que salía del claustro profético.

¡Qué niñadas! ¡Qué tiempo de locuras, de ilusiones y de felicidad!

Cuando tomé la medida del dedo de Dora para hacerle un anillo compuesto de «no me olvides», el joyero a quien lo encargué adivinó de lo que se trataba y se echó a reír mientras tomaba nota de mi encargo, y me preguntó todo lo que le convino para aquella joyita adornada de piedras azules, que se une de tal modo todavía en mi memoria al recuerdo de la mano de Dora, que ayer, al ver un anillo semejante en el dedo de mi hija, he sentido mi corazón estremecerse de dolor por un momento.

Cuando me paseaba exaltado por mi secreto y mi importancia, pareciéndome que el honor de amar a Dora y de ser amado por ella me elevaba tan por encima de los que no estaban admitidos a aquella felicidad y que se arrastraban por la tierra como si yo hubiera volado.

Cuando nos citábamos en el jardín de la plaza y charlábamos en el pabellón polvoriento, donde éramos tan dichosos que todavía ahora amo los gorriones de Londres por la sola razón de que veo los colores del arco iris en sus plumas de humo.

Cuando tuvimos nuestra primera gran discusión, ocho días después de empezar nuestro noviazgo, y Dora me devolvió el anillo encerrado en una carta triangular con esta terrible frase: «Nuestro amor empezó con la locura y termina con la desesperación», y al leer aquello yo me arrancaba los cabellos y pensaba que todo había terminado.

Cuando al oscurecer volé a casa de miss Mills y la vi, a hurtadillas, en una antecocina, donde había una lixiviadora, y le supliqué que intercediera con Dora y que nos salvara de nuestra locura.

Cuando miss Mills consintió en encargarse y volvió con Dora exhortándonos desde lo alto de su juventud rota para que hiciéramos concesiones mutuas, con objeto de evitar el desierto de Sahara.

Cuando nos echamos a llorar y nos reconciliamos para gozar de nuevo de una felicidad tan viva en aquella antecocina con la lixiviadora, que por lo menos nos parecía el templo del Amor, y cuando arreglamos un sistema de correspondencia que debía pasar por manos de miss Mills, y que suponía por lo menos una carta diaria por ambas partes.

¡Cuántas niñerías! ¡Qué tiempos de felicidad, de ilusiones y de locuras! De todas las épocas de mi vida que el tiempo tiene en su mano no hay ninguna cuyo recuerdo traiga a mil labios tantas sonrisas y a mi corazón tanta ternura.

Capítulo 14

Mi tía me sorprende

En cuanto fuimos novios Dora y yo, escribí a Agnes. Le escribí una carta muy larga, en la que trataba de hacerle comprender lo dichoso que era y lo que valía Dora. Le suplicaba que no considerase aquello como una pasión frívola, que podría ceder su lugar a otra, ni que lo comparase lo más mínimo a las fantasías de niño sobre las que acostumbraba a bromear. Le aseguraba que mi amor era un abismo de una profundidad insondable, y expresaba mi convicción de que nunca se había visto nada semejante.

No sé cómo fue; pero mientras escribía a Agnes, en una hermosa tarde, al lado de mi ventana abierta, con el recuerdo, presente en mis pensamientos, de sus ojos serenos y limpios y de su dulce rostro, sentí una extraña dulzura que calmaba el estado febril en que vivía desde hacía algún tiempo y que se mezclaba en mi felicidad misma haciéndome llorar. Recuerdo que apoyé mi cabeza en la mano cuando estaba la carta a medio escribir y que me puse a soñar pensando que Agnes era naturalmente uno de los elementos necesarios en mi hogar. Me parecía que en el retiro de aquella casa, que su presencia hacía para mí sagrada, seríamos Dora y yo más dichosos que en cualquier otro lado. Me parecía que en el amor, en la alegría y en la pena, la esperanza o la decepción en todas sus emociones, mi corazón se volvía naturalmente hacia ella como hacia su refugio y su mejor amiga.

No le hablé de Steerforth; nada más le dije que había tenido muchas penas en Yarmouth a consecuencia de la pérdida de Emily, y que había sufrido doblemente a causa de las circunstancias que la habían acompañado. Ella con su intuición adivinaría la verdad, y sabía que no me hablaría nunca de ello la primera.

Recibí a vuelta de correo contestación a mi carta. Al leerla me parecía oírla hablar; creía que su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir?

Durante mis frecuentes ausencias Traddles había venido a verme dos o tres veces. Había encontrado a Peggotty: ella no había dejado de decirle, como a todo el que quería oírla, que era mi antigua niñera, y él había tenido la bondad de quedarse un momento para hablar de mí con ella. Al menos eso me había dicho Peggotty. Pero yo temo que la conversación no fuera toda de su parte y de una duración desmesurada, pues era muy difícil atajar a la buena mujer (que Dios bendiga) cuando había empezado a hablar de mí.

Esto me recuerda no solamente que estaba esperando a Traddles un día que él me había fijado, sino que mistress Crupp había renunciado a todas las particularidades de su oficio (excepto el salario), mientras Peggotty no dejara de presentarse en mi casa. Mistress Crupp, después de haberse permitido muchas conversaciones sobre la cuenta de Peggotty, en alta voz, en la escalera, con algún espíritu familiar que sin duda se le aparecía (pues, a la vista, estaba completamente sola en aquellos monólogos), decidió dirigirme una carta en la que me desarrollaba sus ideas. Empezaba con una aclaración de aplicación universal, y que se repetía en todos los sucesos de su vida, a saber: que «ella también era madre»; después me decía que había visto días mejores, pero que en todas las épocas de su existencia había tenido una antipatía invencible por los espías, los indiscretos y los chismosos. No citaba nombres; decía que yo podría adivinar a quién se referían aquellos títulos; pero ella había sentido siempre el más profundo desprecio por los espías, los indiscretos y los chismosos, particularmente cuando esos defectos se encontraban en una persona que llevaba el luto de viuda (esto subrayado). Si a un caballero le convenía ser víctima de los espías, de los indiscretos y de los chismosos (siempre sin citar nombres), era muy dueño. Tenía derecho a hacer lo que me conviniera; pero ella, mistress Crupp, lo único que pedía era que no la pusieran en contacto con semejantes personas. Por esta causa deseaba ser dispensada de todo servicio en las habitaciones del segundo hasta que las cosas hubieran recobrado su antiguo curso, lo que era muy de desear. Añadía que su cuaderno se encontraría todos lo sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que pedía el pago inmediato con el objeto caritativo de evitar confusiones y dificultades a «todas las partes interesadas».

Después de esto mistress Crupp se limitó a poner trampas en la escalera, especialmente con pucheros, para ver si Peggotty se rompía la cabeza. Aquel estado de sitio me resultaba un poco cansado; pero tenía demasiado miedo a mistress Crupp para decidirme a salir de él.

—¡Mi querido Copperfield! —exclamó Traddles apareciendo puntualmente a pesar de todos aquellos obstáculos—, ¿cómo estás?

—¡Mi querido Traddles! —le dije—. Estoy encantado de verte por fin, y siento no haber estado en casa las otras veces; pero he tenido tanto que hacer…

—Sí, sí —dijo Traddles—; es natural. ¿La «tuya» vive en Londres supongo?

—¿De quién hablas?

—De ella, dispénsame; de miss D… , ya sabes —dijo Traddles enrojeciendo por un exceso de delicadeza—. Vive en Londres, ¿no es así?

—¡Oh, sí; cerca de Londres!

—La mía… quizá recuerdas —dijo Traddles en tono grave— que vive en Devonshire… Son diez hijos… Así es que yo no estoy tan ocupado como tú en ese asunto.

—Me pregunto —le dije— cómo puedes soportar el verla tan de tarde en tarde.

—¡Ah! —dijo Traddles pensativo—. Yo también me lo pregunto. Supongo, Copperfield, que es porque no tengo más remedio.

—Ya comprendo que esa debe de ser la razón —repliqué sonriendo y ruborizándome un poco—; pero también es que tienes mucho valor y paciencia, Traddles.

—¿Tú lo crees? —dijo Traddles reflexionando—. ¿Esa sensación te transmito, Copperfield? No lo creía. Pero es tan buena chica, que es muy posible que me haya transmitido alguna de las cualidades que posee. Ahora que me lo haces observar, Copperfield, no me extrañaría nada. Te aseguro que se pasa la vida olvidándose de sí misma para pensar en los otros nueve.

—¿Es la mayor? —pregunté.

—¡Oh, no! —dijo Traddles—. La mayor es una belleza.

Supongo que se dio cuenta de que no pude por menos de sonreír de la tontería de su respuesta, y puso su expresión ingenua y sonriente.

—Claro está que eso no quiere decir que mi Sofía… Es bonito nombre, ¿verdad, Copperfield?

—Muy bonito —dije.

—Pues no quiere decir que mi Sofía no sea también encantadora a mis ojos, y que no le haga a todo el mundo el mejor efecto; pero cuando digo que la mayor es una belleza quiero decir, verdaderamente… (hizo el gesto de reunir pubes alrededor de sí con las dos manos) magnífica; te lo aseguro —dijo Traddles con energía.

—¿De verdad? —dije.

—¡Oh!, te lo aseguro —dijo Traddles—; una cosa verdaderamente extraordinaria. Y, como es natural, está hecha para brillar en el mundo y que la admiren, aunque no tiene ocasión a causa de su poca fortuna. Por eso a veces es un poco irritable, un poco exigente. Felizmente, Sofía la pone de buen humor.

—¿Sofía es la más pequeña? —pregunté.

—¡Oh, no! —dijo Traddles acariciándose la barbilla—. Las dos más pequeñas tienen nueve y diez años. Sofía las educa.

—¿Es la segunda por casualidad? —me atreví a preguntar.

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