—Hemos hablado mucho, señorito —me dijo míster Peggotty, después de que dimos los tres reunidos algunas vueltas por la arena, en silencio—, de lo que debíamos y no debíamos hacer. Pero ahora ya está decidido.
Lancé por casualidad una mirada a Ham. En aquel momento miraba el resplandor que iluminaba al mar en la lejanía, y aunque su rostro no estaba animado por la cólera y, a lo que recuerdo, sólo podía leer una expresión resuelta y sombría, se me ocurrió el terrible pensamiento de que si encontraba alguna vez a Steerforth lo mataría.
—Mi deber aquí está cumplido, señorito —dijo míster Peggotty—, y voy a buscar a mi…
Después se detuvo y añadió con voz más segura:
—Voy a buscarla; es mi única misión desde ahora.
Sacudió la cabeza cuando le pregunté dónde la buscaría, y me preguntó si me marchaba a Londres al día siguiente. Le dije que si no me había marchado ya era por temor de desperdiciar la ocasión si podía ayudarle en algo; pero que estaba dispuesto a partir cuando él quisiera.
—Mañana me iré con usted, señorito —dijo—, si le parece bien.
Dimos de nuevo algunos paseos en silencio.
—Ham continuará trabajando aquí —añadió después de un momento—. Se irá a vivir a casa de mi hermana. En cuanto al viejo barco…
—¿Es que abandonará usted el viejo barco, míster Peggotty? —pregunté con dulzura.
—Mi sitio no está ya allí, señorito Davy; y si alguna vez ha naufragado un barco desde que las tinieblas existen sobre la superficie del abismo, es éste. Pero no, señorito, no; yo no quiero abandonarlo, ni mucho menos.
Anduvimos otro rato en silencio, y después continuó:
—Lo que deseo, señorito, es que esté siempre, día y noche, invierno como verano, tal como ella lo ha conocido siempre desde la primera vez que lo vio. Si alguna vez sus pasos errantes se dirigen hacia aquí, no quiero que su antigua morada parezca rechazarla; al contrario, quiero que la invite a acercarse a la vieja ventana, como un aparecido, para mirar, a través del viento y la lluvia, su rinconcito al lado del fuego. Entonces, señorito Davy, quizá viendo a mistress Gudmige sola tenga valor y se deslice dentro temblando; quizá se deje acostar en su antigua camita y repose su cabeza fatigada allí donde antes se dormía tan alegremente.
No pude contestar, a pesar de todos mis esfuerzos.
—Todas las noches —continuó míster Peggotty—, a la caída de la tarde, la luz se pondrá como de costumbre en la ventana, con el fin de que si algún día llega a verla crea que se oye llamar con dulzura: «Vuelve, hija mí; vuelve». Y si alguna vez llaman a la puerta de tu tía por la noche, Ham, sobre todo si llaman suavemente, no vayas a abrir tú. ¡Que sea a mi hermana y no a ti a quien vea primero la pobre niña!
Dio algunos pasos y anduvo delante de nosotros unos momentos. Durante aquel intervalo lancé de nuevo una mirada a Ham, y viendo la misma expresión en su rostro, con la mirada siempre fija en el resplandor lejano, le toqué en el brazo. Le llamé dos veces por su nombre como si hubiera querido despertar a un hombre dormido, sin que me hiciera caso. Cuando por fin le pregunté en qué pensaba, me respondió:
—En lo que tengo delante de mí, señorito Davy, y en lo de más allá.
—¿En la vida que se abre ante ti, quieres decir?
Me había señalado vagamente el mar.
—Sí, señorito Davy; no sé bien lo que es, pero me parece… que es de allá abajo de donde vendrá el fin.
Y me miró como un hombre que se despierta; pero con la misma resolución.
—¿El fin de qué? —pregunté, sintiendo renacer mis temores.
—No lo sé —dijo con aire pensativo—; recordaba que era aquí donde había empezado todo, y… naturalmente, pensaba que aquí es donde debe terminar. Pero no hablemos más, señorito Davy —añadió, respondiendo, según pareció, a mi mirada—; no tenga miedo; estoy tan inquieto, me parece, que no sé…
Y, en efecto, no sabía dónde estaba, y su espíritu vagaba en la mayor confusión.
Míster Peggotty se detuvo para darnos tiempo a que le alcanzáramos y no continuamos; pero el recuerdo de mis primeros temores me volvió más de una vez hasta el día en que el inexorable fin llegó en el momento fijado.
Nos habíamos acercado sin darnos cuenta al barco. Entramos. Mistress Gudmige, en lugar de lamentarse en su rincón de costumbre, estaba muy ocupada preparando el desayuno. Acercó una silla a míster Peggotty, le cogió el sombrero y habló con tal dulzura y buen sentido, que no la reconocía.
—Vamos, Daniel, buen hombre —decía—, hay que comer y beber para conservar las fuerzas; si no no podrás hacer nada. Vamos, un esfuerzo, y valor, querido, y si lo molesto con mi charla, me lo dices y termino.
Cuando nos hubo servido a todos se retiró al lado de la ventana para repasar las camisas y demás trapos de míster Peggotty, que dobló después con cuidado para encerrarlos en un viejo saco de hule como los que llevan los marineros. Durante aquel tiempo continuaba hablando con la misma dulzura.
—Siempre, en todas las estaciones del año —decía mistress Gudmige—, continuaré aquí, y todo seguirá como deseas. No soy muy instruida, pero te escribiré de vez en cuando, cuando te hayas marchado, y enviaré mis cartas al señorito Davy. Quizá tú también me escribas alguna vez, Dan, para decirme cómo te encuentras mientras viajas solo en tus tristes pesquisas.
—Temo que te vayas a encontrar muy aislada —dijo míster Peggotty.
—No, no, Daniel; no hay cuidado; no te preocupes por mí. ¿Te parece poco entretenimiento tener todas las cosas en orden —mistress Gudmige se refería a la casa— para tu regreso y para el de todos los que puedan volver, Dan? Cuando haga buen tiempo me sentaré a la puerta, como hacía siempre. Y si alguien vuelve, podrá ver desde lejos a la vieja viuda, a la fiel guardiana del hogar.
¡Qué cambio había dado mistress Gudmige en tan poco tiempo! Era otra persona. Tan abnegada, tan comprensiva, consciente de lo que era bueno decir y de lo que convenía callar; pensando tan poco en sí misma y tan preocupada con la pena de los que la rodeaban, que yo la miraba con una especie de veneración. ¡Cuánto trabajo aquel día! Había en la playa muchísimas cosas que convenía guardar en el cobertizo: velas, redes, remos, cuerdas, palos, cazuelas para las langostas, sacos de arena para el lastre, etc. Y aunque la ayuda no faltó, pues no hubo en la playa un par de manos que no estuvieran dispuestas a trabajar con toda su alma para míster Peggotty, y demasiado dichosas de poder ayudarle en algo, sin embargo, mistress Gudmige continuó todo el día arrastrando fardos muy por encima de sus fuerzas, y corriendo de acá para allá ocupada en una multitud de cosas inútiles. Y nada de sus lamentaciones de costumbre sobre sus desgracias; parecía haberlas olvidado por completo. Estuvo todo el día serena y tranquila, a pesar de su viva y buena simpatía, lo que no era de lo menos sorprendente en el cambio que se había operado en ella. Ni un momento de mal humor. Ni una sola vez pude observar que su voz temblase o que cayera una lágrima de sus ojos; únicamente por la noche, a la caída de la tarde, cuando se quedó sola con míster Peggotty, que se durmió agotado, se deshizo en lágrimas y trató en vano de retener sus sollozos. Después, llevándome hacia la puerta, me dijo:
—¡Que Dios le bendiga, señorito Davy! ¡Sea usted siempre tan buen amigo para el pobre hombre!
Después salió a lavarse los ojos antes de volver a sentarse a su lado, para que al despertar la encontrara tranquilamente trabajando. En una palabra, cuando los dejé por la noche era ella el apoyo y el sostén de míster Peggotty en su tristeza, y yo no me cansaba de pensar en la lección que mistress Gudmige me había dado y en el nuevo aspecto del corazón humano que me acababa de descubrir.
Serían las nueve y media cuando, paseándome tristemente por el pueblo, me detuve a la puerta de míster Omer. Minnie me dijo que a su padre le había afligido tanto lo ocurrido, que había estado todo el día triste y se había acostado sin fumar su pipa.
—¡Es una muchacha perdida, un mal corazón! —dijo mistress Joram—; nunca ha valido nada, ¡nunca!
—No diga usted eso —repliqué—, porque no lo siente.
—Sí que lo siento —dijo mistress Joram con cólera.
—No, no —le dije yo.
Mistress Joram bajó la cabeza tratando de conservar su expresión dura y severa, pero no pudo triunfar sobre su emoción y se echó a llorar. Yo era joven, es verdad; pero aquella simpatía me dio muy buena opinión de ella, y me pareció que, en su calidad de mujer y madre irreprochable, aquello era todavía más de apreciar.
—¿Qué será de ella? —decía Minnie sollozando—. ¿Dónde irá? ¡Dios mío! ¿Qué será de ella? ¡Oh! ¿Cómo ha podido ser tan cruel consigo misma y con Ham?
Yo recordaba los tiempos en que Minnie era una linda muchachita, y me gustaba ver que también ella los recordaba con tanta emoción.
—Mi pequeña Minnie —dijo mistress Joram— se acaba de dormir ahora mismo. Hasta en sueños solloza por Emily. Todo el día ha estado llamándola y preguntándome a cada momento si Emily era mala. ¿Qué le voy a contestar? La última noche que Emily ha pasado aquí se quitó la cinta de su cuello y se la puso a la nena; después puso su cabeza en la almohada, al lado de la de Minnie, hasta que se durmió profundamente. Ahora la cinta continúa alrededor del cuello de mi pequeña Minnie. Quizá no debía consentirlo; pero ¿qué quiere usted que haga? Emily es muy mala; pero ¡se querían tanto! Además, la niña no tiene conocimiento.
Mistress Joram estaba tan triste, que su marido salió de su habitación para consolarla. Los dejé juntos y emprendí el camino hacia casa de Peggotty, quizá más melancólico que nunca.
Aquella excelente criatura (me refiero a Peggotty), sin pensar en su cansancio ni en sus preocupaciones recientes, ni en tantas noches que había pasado sin dormir, se había quedado en casa de su hermano para no abandonarle hasta el momento de su partida, y en la casa no había conmigo más que una mujer vieja, que se encargaba de la limpieza hacía unas semanas, cuando Peggotty no pudo ya ocuparse. Como yo no tenía ninguna necesidad de sus servicios, la mandé acostarse, con gran satisfacción suya, y me senté delante del fuego de la cocina, para reflexionar un poco sobre todo lo que había ocurrido.
Confundía los últimos sucesos con la muerte de Barkis, y veía al mar, que se retiraba a lo lejos; recordaba la mirada extraña que Ham había fijado en el horizonte, cuando fui sacado de mis sueños por un golpe dado en la puerta. La puerta tenía aldaba; pero el ruido no era de la aldaba: era una mano la que había llamado, y muy abajo, como si fuera un niño el que quería que le abrieran.
Me apresuré más que si hubiera sido un lacayo oyendo un aldabonazo en casa de un personaje de distinción; abrí, y en el primer momento, con gran sorpresa, no vi más que un inmenso paraguas, que parecía andar solo; pero pronto descubrí bajo su sombra a miss Mowcher.
No hubiese estado muy dispuesto a recibir bien a aquella criatura si en el momento de retirar su paraguas, que no conseguía cerrar, hubiera encontrado en su rostro aquella expresión grotesca que tanta impresión me causó en nuestro primer encuentro. Pero cuando me miró fue con una expresión tan grave, que le quité el paraguas (cuyo volumen hubiera sido incómodo hasta para el gigante irlandés), mientras ella extendía sus manos con una expresión de dolor tan viva que sentí hasta simpatía por ella.
—Miss Mowcher —dije después de haber mirado a derecha a izquierda en la calle desierta sin saber lo que buscaba—, ¿cómo está usted aquí? ¿Qué le pasa a usted?
Me hizo señas con su corto brazo derecho de que cerrara el paraguas, y entrando con precipitación pasó a la cocina. Cerré la puerta y la seguí con el paraguas en la mano, encontrándola ya sentada en un rincón, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y apretándose las rodillas con las manos como una persona que sufre.
Un poco inquieto por aquella visita inoportuna y por ser único espectador de aquellas extrañas gesticulaciones, exclamé de nuevo:
—Miss Mowcher, ¿qué le ocurre a usted? ¿Está usted enferma?
—Hijo mío —replicó miss Mowcher apretando sus manos contra su corazón—, estoy enferma, muy enferma, cuando pienso en lo que ha ocurrido y en que hubiese podido saberlo, impedirlo quizá, si no hubiera estado tan loca y aturdida como estoy.
Y su gran sombrero, tan poco apropiado a su estatura de enana, se balanceaba siguiendo los movimientos de su cuerpecito y haciendo bailar al unísono tras de ella, en la pared, la sombra de un sombrero gigantesco.
—Estoy muy sorprendido —empecé a decir— de verla tan seriamente preocupada… —Pero me interrumpió:
—Sí, siempre me ocurre lo mismo. Todos los seres privilegiados que tienen la suerte de llegar a su pleno desarrollo se sorprenden de encontrar sentimientos en una pobre enana como yo. No soy para ellos más que un juguete, con el que se divierten, para tirarme a la basura cuando se cansan; se imaginan que no tengo más sensibilidad que un caballo de cartón o un soldado de plomo. Sí, sí; eso me ocurre siempre; no es cosa nueva.
—Yo no puedo hablar más que de mí; pero le aseguro que no soy de ese modo. Quizá no hubiera debido sorprenderme de verla a usted en ese estado, puesto que no la conozco apenas. Dispénseme; se lo he dicho sin intención.
—¿Qué quiere usted que haga? —replicó la mujercita, en pie, y levantando los brazos para que la viera mejor—. Vea usted: mi padre era como yo; mi madre, lo mismo; mi hermano, también, e igualmente mi hermana. Trabajo para mi hermano y mi hermana desde hace muchos años… sin descanso, míster Copperfield, todo el día. Hay que vivir. Yo no hago daño a nadie. Si hay personas lo bastante crueles para burlarse de mí, ¿qué quiere usted que haga yo? Tengo que hacer lo mismo que ellos; y por eso he llegado a reírme de mí misma, de los que se ríen de mí y de todo. Se lo pregunto: ¿quién tiene la culpa? Por lo menos yo no la tengo.
No, no; veía muy bien que no era la culpa de miss Mowcher.
—Si hubiera dejado sospechar a su pérfido amigo que no por ser enana dejaba de tener un corazón como el de cualquier otro —continuó, moviendo la cabeza con expresión de reproche—, ¿cree usted que me habría demostrado nunca el menor interés? Si la pequeña Mowcher (no tiene la culpa de ser como es, pues no se ha hecho a sí misma, caballero) se hubiera dirigido a él o a cualquiera de sus semejantes en nombre de sus desgracias, ¿cree usted que habrían escuchado siquiera su vocecita? Sin embargo, la pequeña Mowcher necesitaba vivir, aunque hubiera sido la más tonta y la más gruñona de los pigmeos; pero no hubiese conseguido nada, ¡oh, no! Se habría agotado pidiendo un pedazo de pan, y la hubiesen dejado morir de hambre; y, sin embargo, ¡no puede alimentarse del aire!