—No —dijo Traddles—; Sarah es la segunda; Sarah tiene algo en la espina dorsal; ¡pobrecilla! Los médicos dicen que se curará; pero entre tanto tiene que estar siempre acostada boca arriba. Sofía la cuida. Sofía es la cuarta.
—Y la madre ¿vive? —pregunté.
—¡Oh, sí! —dijo Traddles—. Y es verdaderamente una mujer superior; pero la humedad del clima no la conviene; y… el caso es que no puede moverse.
—¡Qué desgracia!
—Sí, es muy triste —repuso Traddles—. Pero desde el punto de vista de los quehaceres de la casa es menos incómodo de lo que podría suponerse, porque Sofía la reemplaza. Sirve de madre a su madre tanto como a los otros nueve.
Yo sentía la mayor admiración por las virtudes de aquella muchacha, y con objeto de hacer lo posible para que no abusaran de la buena voluntad de Traddles en detrimento de su porvenir común, le pregunté noticias de míster Micawber.
—Está muy bien, gracias, Copperfield —dijo Traddles—; pero de momento no vivo en su casa.
—¿No?
—No. A decir verdad —repuso Traddles hablando muy bajo—, ahora ha tomado el nombre de Mortimer, a causa de sus dificultades temporales; y sólo sale con gafas. Ha habido un embargo. Mistress Micawber estaba en un estado tan horrible, que yo, verdaderamente, no he podido por menos de firmar el segundo pagaré de que hablamos. Y puedes figurarte, Copperfield, mi alegría al ver que aquello devolvía la alegría a mistress Micawber.
—¡Hum! —hice.
—Aunque su felicidad no ha durado mucho —añadió Traddles—, pues, desgraciadamente, al cabo de ocho días ha habido un nuevo embargo. Entonces nos hemos dispersado. Yo desde entonces vivo en una habitación amueblada y los Mortimer viven absolutamente retirados. Espero que no me tacharás de egoísta, Copperfield, si no puedo por menos de sentir que el comprador de los muebles se haya apoderado de mi mesita redonda con tablero de mármol, y del florero y el estante de Sofía.
—¡Qué crueldad! —exclamé con indignación.
—Eso me ha parecido… un poco duro —dijo Traddles con su gesto peculiar cuando empleaba aquella frase—. Además, no digo esto acusando a nadie; pero el caso es, Copperfield, que no he podido rescatar esos objetos en el momento del embargo; primero, porque el comerciante, dándose cuenta de lo que me interesaba, pedía un precio altísimo, y además, porque… no tenía dinero. Pero desde entonces no he perdido de vista la tienda —dijo Traddles, pareciendo gozar con delicia de aquel misterio—. Está en lo alto de Tottenham-Court-Road y, por fin, hoy los he visto en el escaparate. Únicamente he mirado al pasar desde la otra acera, porque si el comerciante me ve pedirá un precio… ; pero he pensado que, puesto que tenía dinero, no te importaría que tu buena niñera viniera conmigo a la tienda. Yo le enseñaré los objetos desde una esquina, y ella podrá comprármelos lo más barato posible, como si fueran para ella.
La alegría con que Traddles me desarrolló su plan y el placer que sentía al verse tan astuto están grabados en mi memoria, y es uno de los recuerdos más claros.
Le dije que Peggotty se encantaría de poder hacerle aquel pequeño favor y que podríamos entre los tres resolver el asunto; pero con una condición. Esta condición era que tomaría una determinación solemne de no volver a prestar nada a míster Micawber, ni el nombre ni nada.
—Mi querido Copperfield —me dijo Traddles—, es cosa hecha; no únicamente porque me doy cuenta de que he obrado con precipitación, sino porque es una verdadera injusticia hacia Sofía, y me la reprocho. He dado mi palabra, y no hay nada que temer; pero también te la doy de todo corazón. He firmado ese desgraciado pagaré. No dudo de que míster Micawber, si hubiera podido lo hubiese pagado él; pero no podía. Debo decirte una cosa que me gusta mucho en míster Micawber, Copperfield, y es con respecto al segundo pagaré, que todavía no ha vencido. Ya no me dice que lo ha pagado, sino que lo pagará.
Verdaderamente me parece que su proceder es muy honrado y muy delicado.
Me repugnaba el destruir la confianza de mi amigo, y le hice un signo de asentimiento. Después de un momento de conversación tomamos el camino de la tienda de velas para recoger a Peggotty, pues Traddles se había negado a pasar la tarde conmigo, en primer lugar porque sentía la mayor inquietud por sus propiedades, no fuera a ser que cualquier otra persona las comprase antes de hacerlo él, y además porque era la tarde que dedicaba siempre a escribir a la mejor muchacha del mundo.
No olvidaré nunca la mirada que lanzó desde la esquina de la calle hacia Tottenham-Court-Road, mientras Peggotty regateaba aquellos objetos preciosos, ni su agitación cuando volvió lentamente hacia nosotros después de haber ofrecido inútilmente su precio, hasta que el comerciante la volvió a llamar y retrocedió. Por fin consiguió los objetos de Traddles en un precio bastante moderado; y Traddles estaba loco de alegría.
—Estoy agradecidísimo —dijo Traddles, al saber que le enviarían todo a su casa aquella misma tarde—. Pero si se atreviera le pediría todavía un favor. Espero que no te parecerá mi deseo demasiado absurdo, Copperfield.
—De verdad que no —respondí de antemano.
—Entonces —dijo Traddles dirigiéndose a Peggotty—, si tuviera usted la bondad de traerme el florero enseguida. Me gustaría llevarlo yo mismo, por ser de Sofía, Copperfield.
Peggotty fue a buscar el florero de muy buena voluntad. Él le dio las gracias calurosamente, y le vimos subir por Tottenham-Court-Road con el florero apretado tiernamente en sus brazos y una expresión de júbilo que nunca he visto a nadie.
Enseguida emprendimos el camino de mi casa. Como los escaparates poseían para Peggotty encantos que no les he visto desplegar jamás sobre nadie en el mismo grado, andaba lentamente, divirtiéndome viéndoselos mirar y esperándola siempre que le convenía detenerse. Tardamos bastante antes de llegar a Adelphy.
Mientras subíamos la escalera le hice observar que las trampas de mistress Crupp habían desaparecido de repente y que se veían huellas recientes de pasos. Los dos nos sorprendimos mucho al seguir subiendo y ver abierta la primera puerta, que yo había dejado cerrada al salir, y oyendo voces en mi casa.
Nos miramos con asombro, sin saber qué pensar, y entramos en el gabinete. ¡Cuál sería mi sorpresa al encontrarme con las personas que menos me hubiera imaginado: mi tía y míster Dick! Mi tía estaba sentada sobre un montón de maletas, la jaula de los pájaros ante ella y el gato sobre sus rodillas, como un Robinson Crusoe femenino, bebiendo una taza de té. Míster Dick se apoyaba pensativo en una gran cometa semejante a las que habíamos lanzado juntos tan a menudo, y estaba rodeado de otra carga de maletas.
—Mi querida tía —exclamé—, ¡qué placer tan inesperado!
Nos abrazamos tiernamente. Estreché con cordialidad la mano a míster Dick, y mistress Crupp, que estaba haciendo el té y prodigando sus atenciones a mi tía, dijo con viveza que ya sabía ella la alegría de míster Copperfield al ver a sus queridos parientes.
—Vamos, vamos —dijo mi tía a Peggotty, que temblaba en su terrible presencia—, ¿cómo está usted?
—¿Te acuerdas de mi tía, Peggotty? —le dije.
—¡En nombre del cielo, hijo mío —exclamó mi tía—, no llames a esa mujer con ese nombre salvaje! Puesto que al casarse se ha desembarazado de él, que era lo mejor que podía hacer, ¿por qué no concederle al menos las ventajas del cambio? ¿Cómo se llama usted ahora, P…? —dijo mi tía, usando esta abreviatura para evitar el nombre que tanto la molestaba.
—Barkis, señora —dijo Peggotty haciendo una reverencia.
—Vamos; eso es más humano —dijo mi tía—; ese nombre no tiene el aire pagano del otro, que hay que reparar con el bautismo de un misionero. ¿Cómo está usted, Barkis? ¿Supongo que está usted bien?
Animada por aquellas graciosas palabras y por la prisa de mi tía a tenderle la mano, Barkis se adelantó para tomarla con una reverencia de gracias.
—Hemos envejecido desde aquellos tiempos —dijo mi tía—. No nos hemos visto más que una vez. Buen trabajo hicimos aquel día. Trot, hijo mío, dame otra taza de té.
Serví a mi tía el brebaje que me pedía, siempre tan tiesa como de costumbre, y me aventuré a hacerle observar que no era un asiento muy cómodo una maleta.
—Déjeme que le acerque el diván o el sillón, tía; está usted muy mal ahí.
—Gracias, Trot —replicó—; prefiero estar sentada encima de mis trastos.
Y mirando a mistress Crupp a la cara le dijo:
—No se tome el trabajo de esperar, señora.
—¿Quiere usted que ponga un poco más de té en la tetera, señora? —dijo mistress Crupp.
—No, gracias —replicó mi tía.
—¿Quiere usted permitirme que traiga un poco más de manteca, señora, o un huevo fresco, o que le ase un trozo de tocino? ¿No puedo hacer nada más por su querida tía, míster Copperfield?
—Nada, señora; lo haré yo sola, muchas gracias.
Mistress Crupp, que sonreía sin cesar para demostrar una gran dulzura de carácter, y que ponía siempre la cabeza de medio lado para simular una gran debilidad de constitución, y que se frotaba a cada momento las manos para manifestar su deseo de ser útil a todos los que lo merecían, terminó por salir de la habitación con la cabeza de medio lado, frotándose las manos y sonriendo.
—Dick —dijo mi tía—, ya sabe lo que le he dicho de los cortesanos y los adoradores de la fortuna.
Míster Dick respondió afirmativamente, pero un poco asustado y como si hubiera olvidado lo que debía recordar tan bien.
—Pues bien; mistress Crupp es de ellos —dijo mi tía—. Barkis: ¿quiere usted hacer el favor de cuidarse del té y de darme otra taza? No quería tomarla de manos de esa intrigante.
Conocía lo bastante a mi tía para saber que tenía algo importante que decirme y que su llegada tenía más importancia de lo que un extraño hubiera podido suponer. Observé que sus miradas estaban constantemente fijas en mí cuando se creía que yo no la veía, y que estaba en un estado de indecisión y de inquietud interior mal disimulado por la calma y la rectitud que conservaba exteriormente. Empezaba a temer haber hecho algo que pudiera ofenderla, y mi conciencia me dijo bajito que todavía no le había hablado de Dora. ¿No sería aquello por casualidad?
Como sabía que no hablaría hasta que le diera la gana, me senté a su lado y me puse a hablar con los pájaros y a jugar con el gato, como si estuviera muy tranquilo; pero no lo estaba nada, y mi inquietud aumentó al ver que míster Dick, apoyado en su gran cometa detrás de mi tía, aprovechaba todas las ocasiones en que no nos observaban para hacerme señas misteriosas, señalándome a mi tía.
—Trot —me dijo por fin cuando terminó su té y después de haberse enjugado los labios y arreglado cuidadosamente los pliegues de la falda— … ¡No necesita usted marcharse, Barkis! Trot, ¿tienes ya más confianza en ti mismo?
—Creo que sí, tía.
—Pero, ¿estás bien seguro?
—Creo que sí, tía.
—Entonces, hijo mío —me dijo mirándome fijamente—,¿sabes por qué tengo tanto interés en estar sentada encima de mi equipaje?
Sacudí la cabeza, como hombre que echa su lengua a los perros.
—Porque es todo lo que me queda; porque estoy arruinada, hijo mío.
Si la casa hubiera caído al río con todos nosotros dentro creo que el golpe no hubiera sido más violento para mí.
—Dick lo sabe —dijo tranquilamente mi tía poniéndome una mano en el hombro—; estoy arruinada, mi querido Trot. Todo lo que me queda en el mundo está aquí, excepto la casita, que he dejado a Janet el cuidado de alquilar. Barkis, hay que buscar a este caballero un sitio donde pasar la noche. Con objeto de evitar el gasto, quizá podríamos arreglar aquí algo para mí, no importa cómo. Es para esta noche solamente; ya hablaremos de ello más despacio.
Me sacó de mi sorpresa y de la pena que sentía por ella… . por ella, estoy seguro, el verla caer en mis brazos, exclamando que sólo lo sentía por mí; pero un minuto le bastó para dominar su emoción, y me dijo, con más aire de triunfo que de abatimiento.
—Hay que soportar con valor las contrariedades, sin dejarnos asustar, hijo mío; hay que sostener el papel hasta el fin. Hay que desafiar a la desgracia hasta el fin, Trot.
Depresión
Cuando recobré mi presencia de ánimo, que en el primer momento me había abandonado por completo bajo el golpe de la noticia de mi tía, propuse a míster Dick que viniera a la tienda de velas a tomar posesión de la cama que míster Peggotty había dejado vacía hacía poco. La tienda de velas se encontraba en el mercado de Hungerford, que entonces no se parecía nada a lo que es ahora, y tenía delante de la puerta un pórtico bajo, compuesto de columnas de madera, que se parecía bastante al que se veía antes en la portada de la casa del hombrecito y la mujercita de los antiguos barómetros. Aquella obra de arte de la arquitectura le gustó infinitamente a míster Dick, y el honor de habitar encima de aquellas columnas yo creo que le hubiera consolado de muchas molestias; pero como en realidad no había más objeción que hacer al alojamiento que la variedad de perfumes de que he hablado, y quizá también la falta de espacio en la habitación, quedó encantado de su alojamiento. Mistress Crupp le había declarado con indignación que no había sitio ni para hacer bailar a un gato; pero, como me decía muy justamente míster Dick sentándose a los pies de la cama y acariciando una de sus piernas:
—Usted sabe muy bien, Trotwood, que yo no necesito hacer bailar a ningún gato, que nunca he hecho bailar a ningún gato; por lo tanto, ¿a mí qué me importa?
Traté de descubrir si míster Dick tenía algún conocimiento de las causas de aquel gran y repentino cambio en los intereses de mi tía; pero, como me esperaba, no sabía nada. Todo lo que podía decirme es que mi tía le había apostrofado así la antevíspera: «Veamos, Dick, ¿es usted verdaderamente todo lo filósofo que yo creo?». «Sí», había respondido él. Entonces mi tía le había dicho: «Dick, estoy arruinada», y él había exclamado: «¡Oh! ¿De verdad?». Después mi tía le había elogiado mucho, lo que le había causado mucha alegría, y habían venido a buscarme comiendo sándwiches y bebiendo cerveza en el camino.
Míster Dick estaba tan radiante a los pies de su cama acariciándose la pierna mientras me decía todo esto, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de sorpresa, que siento decir que me impacienté y que llegué a explicarle que quizá no sabía lo que la palabra ruina traía tras de sí de desesperación, de necesidad, de hambre; pero pronto fui cruelmente castigado por mi dureza al verle ponerse pálido y alargársele el rostro y correr lágrimas por sus mejillas, mientras me lanzaba una mirada tan desesperada, que hubiera ablandado un corazón infinitamente más duro que el mío. Me costó mucho más trabajo animarle de lo que me había costado abatirle, y comprendí enseguida que debía de haber adivinado desde el primer momento que si él había demostrado tanta confianza es porque tenía una fe inquebrantable en mi tía, en su sabiduría maravillosa y en los recursos infinitos de mis facultades intelectuales, pues creo que me creía capaz de luchar victoriosamente contra todos los infortunios que no fueran la muerte.