Hice un saludo de agradecimiento, y dije que mi tía me había hablado de aquella vacante y que, como me parecía que había de gustarme mucho, había aceptado inmediatamente la proposición. Sin embargo, no podía comprometerme formalmente sin conocer mejor el asunto, y, aunque no fuese más que por asegurarme, me gustaría tener la ocasión de probar para ver si me gustaba como creía antes de comprometerme irrevocablemente.
—¡Oh, sin duda, sin duda! —dijo míster Spenlow—. Nosotros, en esta casa, siempre proponemos un mes de prueba. Y yo, por mi parte, tendría mucho gusto en proponerle dos o tres, o un plazo indefinido; pero como tengo un socio, míster Jorkins…
—Y la prima, caballero —repuse—, ¿es de mil libras?
—La prima, incluido su registro, es de mil libras —dijo míster Spenlow—. Como ya le he dicho a miss Trotwood, no obro por consideraciones mercenarias; creo que habrá pocos hombres más desinteresados que yo; pero míster Jorkins tiene sus opiniones sobre estos asuntos, y yo estoy obligado a respetarlas. En una palabra, míster Jorkins opina que mil libras no es mucho.
—Supongo, caballero —dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía—, que cuando un empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude por menos de enrojecer, parecía que aquello era elogiarme a mí mismo), supongo que entonces quizá sea costumbre conceder algún…
Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que yo iba a decir.
—No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo; pero míster Jorkins es inconmovible.
Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jorkins. Más adelante descubrí que era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en permanecer en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo, míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si algún cliente tardaba en arreglar su cuenta, míster Jorkins estaba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow Jorkins.
Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de ensayo tan pronto como quisiera, y que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se ofreció a enseñarme el edificio para que conociera los lugares. Como lo estaba deseando, acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ganas —según dijo— de aventurarse por allí, pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un patio adoquinado y rodeado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda, en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros revestidos de rojo y con pelucas grises: eran los doctores en cuestión. En el centro de la herradura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían muchos personajes del mismo rango que míster Spenlow, vestidos como él, con trajes negros guarnecidos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde. Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba representado por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la estufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era interrumpida más que por el chisporroteo del fuego y por la voz de uno de los doctores, que vagaba con pasos lentos a través de toda una biblioteca de testimonios, y se detenía de vez en cuando en las pequeñas hosterías de discusiones incidentales que se encontraba al paso. En resumen, nunca me había encontrado en una reunión de familia tan pacífica, tan soñolienta, tan anticuada y tan amodorrante, y sentí que el efecto que debía producir en todos los que tomaban parte en ella debía de ser el de un fuerte narcótico, excepto, quizá, en el demandante.
Satisfecho de la tranquilidad profunda de aquel retiro, declaré a míster Spenlow que ya había visto bastante por aquella vez y nos reunimos con mi tía, con la cual pronto dejé las regiones del Tribunal de Doctores. ¡Ah! ¡Qué joven me sentí al salir de allí, cuando vi las señas que se hacían los empleados señalándome unos a otros con sus plumas!
Llegamos a Lincoln's Inn Fields sin nuevas aventuras, excepto el encuentro con un asno enganchado al carrito de un vendedor, que trajo a la memoria de mi tía dolorosos recuerdos. Una vez seguros en casa tuvimos todavía una larga conversación sobre mis proyectos de porvenir, y como sabía que ella tenía ganas de volver a su casa y que, entre el fuego, los comestibles y los ladrones, no pasaba agradablemente ni media hora en Londres, le pedí que no se preocupara por mí y que me dejara desenvolverme solo.
—No creas que estoy en Londres desde hace ocho días sin haberme ocupado de tu alojamiento; hay un cuarto amueblado para alquilar en Adelphi que creo puede convenirte por completo.
Después de este corto prefacio, sacó del bolsillo un anuncio cuidadosamente recortado de un periódico, en el que decía que se alquilaba en Buckingham Street Adelphi un bonito piso de soltero, amueblado y con vistas al río, muy bien decorado y propio para residencia de un joven. Se podía tomar posesión de él enseguida. Precio, moderado; se alquilaba por meses.
—Es precisamente lo que necesito, tía —dije enrojeciendo de placer ante la sola idea de tener una casa para mí solo.
—Entonces —dijo mi tía volviendo a ponerse el sombrero, que se acababa de quitar—, vamos a verlo.
Salimos. El anuncio decía que había que dirigirse a mistress Crupp, y llamamos a la campanilla de la puerta de servicio suponiendo comunicaría con las habitaciones de aquella señora. Sólo después de llamar varias veces conseguimos persuadir a mistress Crupp de que se pusiera en comunicación con nosotros. Era una señora gruesa, con una falda de franela de volantes debajo de un traje de nanquín.
—Deseamos ver las habitaciones que alquila usted, señora —dijo mi tía.
—¿Para este caballero? —dijo mistress Crupp buscando en su bolsillo las llaves.
—Sí; para mi sobrino —dijo mi tía.
—Me parece que va a ser precisamente lo que necesita —dijo mistress Crupp.
Subimos las escaleras; estaba situado en lo más alto de la casa (punto muy importante para mi tía, pues facilitaba la salida en caso de fuego) y consistía en una habitacioncita oscura como vestíbulo, donde difícilmente podía verse algo; en una antesala completamente oscura, donde no se veía nada en absoluto; en un gabinete y una alcoba. Los muebles estaban bastante viejos, pero para mí eran buenos, y el río pasaba por debajo de las ventanas.
Mientras yo lo miraba todo entusiasmado, mi tía y mistress Crupp se retiraron a la antesala para discutir las condiciones.
Yo me senté en el sofá del gabinete, no atreviéndome a creer que una residencia tan formal pudiera ser para mí. Después de un singular combate de bastante duración, aparecieron, y vi con alegría en la fisonomía de ambas que era cosa hecha.
—¿Son los muebles del último huésped? —preguntó mi tía.
—Sí señora —dijo mistress Crupp.
—¿Y qué ha sido de él? —preguntó mi tía.
Mistress Crupp fue presa de un golpe de tos violentísimo, en medio del cual contestó con dificultad:
—Cayó enfermo aquí, señora, y… ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! ha muerto.
—¡Ah! ¿Y de qué murió? —preguntó mi tía.
—Pues señora, ha muerto de tanto beber —dijo mistress Crupp en tono confidencial— y de humo.
—¿De humo? ¿No será a causa de las chimeneas? —dijo mi tía.
—No señora —repuso mistress Crupp—. Cigarros y pipas.
—Por lo menos no es contagioso, Trot —observó mi tía volviéndose hacia mí.
—No, por cierto —dije yo.
En resumen, mi tía, viendo lo encantado que yo estaba con el piso, lo alquiló por un mes, con derecho de conservarlo un año después del primer mes de prueba.
Mistress Crupp tenía que ocuparse de mi ropa y de la cocina; todas las demás necesidades de la vida estaban ya en el piso, y aquella señora se comprometió formalmente a sentir por mí la ternura de una madre.
Debía entrar en posesión de la casa dos días después, y mistress Crupp daba gracias al cielo por haber encontrado alguien a quien prodigar sus cuidados.
Al volver al hotel, mi tía me dijo que contaba con la vida que iba a llevar para darme firmeza y confianza en mí mismo, que era lo único que me faltaba. Al día siguiente me repitió el mismo consejo muchas veces mientras nos ocupábamos de que nos enviaran mi ropa y mis libros, que estaban todavía en casa de míster Wickfield. Escribí una larga carta a Agnes pidiéndoselos y al mismo tiempo le contaba mis últimas vacaciones. Mi tía, que debía partir al día siguiente, se encargó de mi carta. Para no prolongar estos detalles, añadiré únicamente que mi tía me proveyó de todas las necesidades que podía tener y satisfacer en aquel mes de ensayo; que Steerforth, con gran desilusión nuestra, no apareció antes de su marcha; y que no la dejé hasta verla instalada y segura en la diligencia de Dover con Janet a su lado y gozando de antemano de las victorias que iba a obtener sobre los asnos errantes. Y después de la partida de la diligencia tomé el camino de Adelphi, recordando los tiempos en que erraba por sus arcos subterráneos y pensando en los felices cambios que me habían traído a la superficie.
Mi primer exceso
Era una cosa deliciosa el tener aquel distinguido castillo para mí solo y sentirme, cuando cerraba la puerta, como Robinson Crusoe cuando, después de encerrarse en sus fortificaciones, retiraba la escala tras de sí. Era una cosa deliciosa el pasear por la ciudad con la llave de mi casa en el bolsillo y saber que podía invitar a quien me pareciese, completamente seguro de que no molestaba a nadie, de no ser a mí mismo. Era una cosa deliciosa el salir y entrar cuando me parecía, sin tener que dar cuentas a nadie, y el tocar la campanilla para que mistress Crupp subiera, toda sofocada, de las profundidades de la tierra cuando la necesitaba (y cuando le daba la gana subir). Todo esto, digo, me parecía la cosa más encantadora; pero, debo decirlo también, había veces en que me parecía triste.
Por las mañanas era delicioso, y sobre todo en las mañanas hermosas. Con la luz del día me parecía aquella una vida joven, libre y agradable, y todavía más libre y mas joven si hacía sol; pero al declinar la tarde la vida parecía bajar también. Yo no sé en qué consistiría; pero perdía mucho de su belleza a la luz de las velas. Entonces deseaba alguien con quien hablar, echaba de menos a Agnes. Encontraba un enorme vacío en la falta de la tranquila sonrisa de mi confidente. Mistress Crupp parecía que estaba muy lejos. Pensaba en mi predecesor, que había muerto de beber y fumar, y deseaba que hubiese sido lo bastante consecuente como para seguir viviendo en lugar de fastidiarme con su muerte.
Después de dos días con sus noches me parecía como si hubiese vivido allí un año, y todavía no era ni una hora más viejo, y seguía tan atormentado como siempre por mi juventud.
Steerforth no aparecía, haciéndome temer que estaría enfermo, por lo que al tercer día abandoné el Tribunal de Doctores más temprano para tomar el camino de Hyghgate. Mistress Steerforth me recibió con mucha bondad y me dijo que su hijo había ido con un amigo de Oxford a visitar a otro amigo de los dos que vivía cerca de Saint Albans, pero que le esperaban al día siguiente. Le quería tanto, que me sentí celoso de sus amigos de Oxford.
Me instó para que me quedara a comer; acepté, y creo que no hablamos más que de él en todo el día. Yo le contaba sus éxitos de Yarmouth, felicitándome de lo buen compañero que había sido para mí. Miss Dartle no escatimó las insinuaciones ni las preguntas misteriosas; pero se tomaba el mayor interés por todos nuestros hechos y gestos, y repetía tan a menudo: «¿de verdad?»… «¿es posible?», que me hizo contar todo lo que ella quería saber. No había cambiado nada desde el día en que la conocí; sin embargo, la reunión con aquellas dos señoras me pareció tan agradable, encontré tanta amabilidad en ellas, que vi el momento en que me iba a enamorar un poco de miss Dartle. No pude por menos que pensar muchas veces durante la velada, y sobre todo al volver a casa por la noche, que sería una compañera encantadora para llevarme a Buckinghan Street.
Al día siguiente por la mañana estaba a punto de tomar mi café antes de ir al Tribunal de Doctores (y puedo observar aquí que estaba pensando lo extraordinaria que era la cantidad de café que mistress Crupp compraba y lo claro que me lo hacía), cuando Steerforth en persona entró, causándome la mayor alegría.
—Mi querido Steerforth —exclamé—, empezaba a creer que no iba a volver a verte nunca.
—Me arrebataron a la fuerza al día siguiente de mi llegada a casa… Pero dime, Florecilla, ¡estás instalado aquí como un viejo solterón!
Le enseñé toda la casa, sin olvidar la despensa, con cierto orgullo, y no fue parco en alabanzas.
—¿Sabes lo que te digo, muchacho? —añadió—. Que voy a hacer de la tuya mi casa de la ciudad, a menos que me pongas de patitas en la calle.