Míster Micawber estaba muy alegre. Muy rara vez le había visto de tan buen humor. Bebía tanto ponche, que su rostro relucía como si le hubieran barnizado. Con tono alegremente sentimental propuso beber a la prosperidad de la ciudad de Canterbury, declarando que había sido muy dichoso en ella, igual que su señora, y que no olvidaría nunca las horas agradables que había pasado aquí. Después brindó a mi salud; y luego los tres estuvimos recordando nuestra antigua amistad y, entre otras cosas, la venta de todo cuanto poseían.
Más tarde yo propuse beber a la salud de mistress Micawber, y dije con timidez: «Si usted me lo permite, mistress Micawber, me gustaría beber a su salud ahora», con lo que su marido se lanzó en un elogio pomposo de ella, declarando que había sido para él un guía, un filósofo y un amigo, y aconsejándome que cuando estuviera en edad de casarme buscase una mujer como aquella, si es que era posible encontrarla.
A medida que el ponche disminuía, míster Micawber se iba poniendo más alegre. También mistress Micawber cedió a su influencia, y nos pusimos a cantar Auld Lang Syne. Cuando llegamos a «Aquí está mi mano, hermano verdadero», los tres nos agarramos las manos alrededor de la mesa, y cuando llegamos a lo de «tomar un recto guía», aunque no teníamos idea de a qué podía referirse, estábamos realmente conmovidos.
En una palabra, nunca he visto a nadie tan alegremente jovial como a míster Micawber hasta el último momento aquella noche cuando me despedí cariñosamente de él y de su amable esposa. Por lo tanto, no estaba preparado, a las siete de la mañana siguiente, para recibir la siguiente carta, fechada a las nueve de la noche, un cuarto de hora después de haberlos dejado yo:
Mi querido y joven amigo:
La suerte está echada; todo ha terminado. Ocultando las huellas de las preocupaciones bajo una máscara de alegría, no le he informado a usted esta noche de que ya no tenemos esperanzas de recibir el dinero. En estas circunstancias, humillantes de sufrir, humillantes de contemplar y humillantes de relatar, he saldado las deudas contraídas en este establecimiento firmando una letra pagadera a quince días fecha en mi residencia de Pentonville, en Londres, y cuando llegue el momento no se podrá pagar. Resultado, la ruina. La pólvora estalla y el árbol cae.
Deje al desgraciado que se dirige a usted, mi querido Copperfield, ser un ejemplo para toda su vida. Con esta intención le escribo y con esta esperanza. Si pienso que al menos puedo serie útil de este modo, será como una luz en la sombría existencia que me queda, aunque, a decir verdad, en estos momentos la longevidad es extraordinariamente problemática.
Estas son las últimas noticias, mi querido Copperfield, que recibirá del miserable proscrito.
WILKINS MICAWBER
Me impresionó tanto el contenido de aquella carta desgarradora, que corrí al momento hacia el hotel, con intención de entrar, antes de ir al colegio, y tratar de calmar y consolar a míster Micawber. Pero a la mitad del camino me encontré la diligencia de Londres. El matrimonio Micawber iba sentado en la imperial. El parecía completamente tranquilo y dichoso y sonreía escuchando a su mujer, mientras comía nueces que sacaba de una bolsita de papel. También se veía asomar una botella por uno de los bolsillos. No me veían, y juzgué que, pensándolo bien, era mucho mejor no llamar su atención. Con el espíritu libre de un gran peso, me metí por una callejuela que llevaba directamente al colegio, y en el fondo me sentí bastante satisfecho de su marcha, lo que no me impedía quererlos como siempre.
Mirada retrospectiva
¡Mis días de colegial! ¡El silencioso deslizarse de mi existencia! ¡El oculto e insensible progreso de mi vida; de la niñez a la juventud!
Dejadme que piense, mirando hacia atrás, en el agua que corre de aquel río que ahora es sólo un cauce seco y con hojas. Quizá a lo largo de su curso podré encontrar aún huellas que me recuerden su correr de antaño.
Y durante un momento volveré a ocupar mi sitio en la catedral, donde íbamos todos los domingos por la mañana, después de reunirnos con tal fin en clase. El olor a tierra húmeda, el aire frío, el sentimiento de que la puerta de la iglesia está cerrada al mundo, el sonido del órgano bajo los arcos blancos de la nave central, son las alas que me sostienen planeando sobre aquellos días lejanos, como si soñara medio despierto.
Ya no soy el último de la clase. En pocos meses he saltado sobre varias cabezas. Pero Adams, el primero, me parece todavía una criatura extraordinaria y lejana, colocada en alturas inaccesibles. Agnes dice que no, y yo digo que sí, insistiendo, porque ella no sabe el talento, la sabiduría que posee Adams, que es quien ocupa ese lugar, al que Agnes aspira verme llegar algún día. Adams no es mi amigo, ni mi protector, como Steerforth, pero siento por él veneración y respeto; sobre todo me interesa pensar lo que hará cuando salga del colegio, y pienso si habrá en el mundo alguien bastante presuntuoso que se atreva a competir con él.
Pero… ¿a quién recuerdo ahora? A miss Shepherd, a quien amo.
Miss Shepherd es alumna de miss Nitingal, y yo adoro a miss Shepherd. Es una niña de carita redonda y bucles rubios.
Las alumnas de miss Nitingal van también a la catedral los domingos, y yo no puedo mirar a mi libro, pues a pesar mío tengo que estar mirando a miss Shepherd. Cuando el coro canta, me parece oír a miss Shepherd. Introduzco en secreto el nombre de miss Shepherd en los oficios, lo pongo en medio de la familia real. Y en casa, solo en mi habitación, estoy a punto de gritar: «¡Oh miss Shepherd, miss Shepherd!», en un arrebato de entusiasmo.
Durante cierto tiempo estoy en la mayor incertidumbre, sin saber los sentimientos de ella; pero por fin la suerte me es propicia y nos encontramos en casa del profesor de baile. Miss Shepherd baila conmigo. Toco su guante, y siento un estremecimiento que me sube desde el puño a la punta de los pelos. No digo nada tierno a miss Shepherd, pero nos comprendemos. Miss Shepherd y yo vivimos en la esperanza de estar un día unidos.
¿Por qué doy a hurtadillas a miss Shepherd doce nueces de Brasil? No expresan cariño; son difíciles de envolver, formando un paquete poco regular; son muy duras y cuesta trabajo cascarlas aun en la rendija de una puerta; además la almendra es aceitosa. Sin embargo, me parece un regalo conveniente para ofrecer a miss Shepherd. También le llevo bizcochos calientes y naranjas, muchísimas naranjas. Un día doy un beso a miss Shepherd en el guardarropa. ¡Qué éxtasis! Y cuál es mi indignación al día siguiente cuando oigo rumores de que miss Nitingal ha castigado a miss Shepherd por torcer los pies hacia adentro.
Miss Shepherd es la preocupación y el sueño de mi vida. ¿Cómo es posible que haya roto con ella? No lo sé. Sin embargo, es un hecho. Oigo contar bajito que miss Shepherd se ha atrevido a decir que le fastidia que la mire tanto, y que ha confesado que le gusta más Jones. ¡Jones! ¡Un muchacho que no vale la pena! El abismo se abre entre nosotros. Por último, otro día que me encuentro, mientras paseo, con las alumnas de miss Nitingal, miss Shepherd hace un gesto al pasar y se ríe con su compañera. Todo ha terminado. La pasión de mi vida (como a mí me parece que ha durado una vida es como si así fuera) ha pasado; mis Shepherd desaparece de los oficios, la familia real no vuelve a saber de ella.
Obtengo un puesto más adelantado en clase y nadie turba mi reposo. Ya no soy amable con las alumnas de miss Nitingal, ni me gusta ninguna, aunque fueran dos veces más numerosas y veinte veces más guapas. Considero las lecciones de baile como una molestia y me pregunto por qué esas niñas no bailarán solas dejándonos en paz. Me hago fuerte en versos latinos y olvido abrocharme las botas. El doctor Strong habla de mí públicamente como de un muchacho de mucho porvenir. Míster Dick está loco de alegría, y mi tía me envía una guinea en el primer correo.
La sombra de un chico de una carnicería aparece ante mí como la cabeza armada en Macheth. ¿Quién es ese muchacho? Es el terror de la juventud de Canterbury. Corren rumores de que la médula de buey con que unge sus cabellos le da una fuerza sobrenatural, y que podría luchar contra un hombre. Es un chico de cara ancha, con cuello de toro, las mejillas rojas, mal espíritu y peor lengua. Y el principal empleo que hace de ella es hablar mal de los alumnos del doctor Strong. Dijo públicamente que con una sola mano y la otra atada a la espalda era capaz de dar una paliza a cualquiera y nombró a varios (a mí entre otros). Esperaba en la calle a los más pequeños de nuestros compañeros y los machacaba a puñetazos. Un día me desafió en voz alta al pasar por su lado, a consecuencia de lo cual decidí que nos pegásemos.
En una noche de verano, en una verde hondonada, en el rincón de una tapia, nos encontramos. Me acompañan unos cuantos compañeros elegidos; mi adversario ha llegado con otros dos carniceros, un mozo de café y un deshollinador. Terminados los preliminares, el carnicero y yo nos encontramos frente a frente. En un instante me hace ver las estrellas asestándome un golpe en una ceja. Un minuto después ya no sé dónde está la tapia ni dónde estoy yo, ni veo a nadie. Pierdo la noción de quién es el carnicero y quién soy yo. Me parece que nos confundimos uno con otro, luchando cuerpo a cuerpo sobre la hierba aplastada bajo nuestros pies. A veces veo a mi enemigo ensangrentado, pero tranquilo; a veces no veo nada y me apoyo sin aliento contra la rodilla de uno de mis compañeros. Otras veces me lanzo con furia contra el carnicero y me araño los puños con su rostro, lo que no parece turbarle lo más mínimo. Por fin, me despierto con la cabeza mal, como si saliera de un profundo sueño, y veo al carnicero que se aleja arreglándose la blusa y recibiendo las felicitaciones de sus dos compañeros y del deshollinador y del mozo de café, de lo que deduzco, muy justamente, que la victoria es suya.
Me llevan a casa en un estado deplorable, me aplican carne cruda encima de los ojos, me frotan con vinagre y brandy. Mi labio superior se hincha poco a poco de una manera desenfrenada. Durante tres o cuatro días no salgo de casa; no estoy nada guapo con la pantalla verde encima de los ojos, y me aburriría mucho si Agnes no fuera para mí una hermana. Simpatiza con mis infortunios, lee para mí en voz alta, y gracias a ella el tiempo pasa rápida y dulcemente. Agnes es mi confidente y le cuento con todo detalle mi aventura con el carnicero y todas las ofensas que me había hecho; ella opina que no podía por menos que pegarme, aunque tiembla y se estremece al pensar en aquel terrible combate.
El tiempo pasa sin que yo me dé cuenta, pues Adams no está ya a la cabeza de la clase. Hace ya mucho tiempo que salió del colegio, tanto que cuando vuelve a hacer una visita al doctor Strong soy yo el único que queda de su época. Va a entrar en la Audiencia, y piensa hacerse abogado y llevar peluca. Me sorprende que sea tan modesto; además, su aspecto es mucho menos imponente de lo que yo creía y todavía no ha revolucionado el mundo, como yo me esperaba, pues me parece que las cosas siguen lo mismo que antes de que Adams entrara en una vida activa.
Aquí hay una laguna en la que los grandes guerreros de la historia y de la poesía desfilan ante mí en ejércitos innumerables. Parece que no se acaban nunca. ¿Qué viene después? Estoy a la cabeza de la clase y miro desde mi altura la larga fila de mis camaradas, observando con un interés lleno de condescendencia a los que me recuerdan lo que yo era a su edad. Además, me parece que ya no tengo nada que ver con aquel niño; lo recuerdo como algo que se ha dejado en el camino de la vida, algo al lado de lo que se ha pasado, y a veces pienso en él como si fuera un extraño.
¿Y la niña de mi llegada a casa de míster Wickfield, dónde está? También ha desaparecido, y en su lugar una criatura que es exactamente el retrato de abajo y que no es ya una niña dirige la casa; Agnes, mi querida hermana, como yo la llamo, mi guía, mi amiga, el ángel bueno de todos los que viven bajo su influencia de paz y de virtud y de modestia; Agnes es ahora una mujer.
¿Qué nuevo cambio se ha operado en mí? He crecido, mis rasgos se han acentuado y he adquirido alguna instrucción durante los años transcurridos. Llevo un reloj de oro con cadena, una sortija en el dedo meñique y una chaqueta larga. Abuso del cosmético, lo que, unido con la sortija, es mala señal. ¿Estaré enamorado de nuevo? Sí; adoro a la mayor de las hermanas Larkins.
La mayor de las hermanas Larkins no es ninguna niña. Es alta, morena, con los ojos negros, y una hermosa figura de mujer. Miss Larkins, la mayor, no es ninguna chiquilla, pues su hermana pequeña no lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más. Quizá miss Larkins tenga unos treinta años. Y mi pasión por ella es desenfrenada.
Miss Larkins, la mayor, conoce a muchos oficiales, y es una cosa que me molesta mucho el verla hablar con ellos en la calle, y verlos a ellos cruzar de acera para salirle al encuentro cuando ven desde lejos su sobrero (le gustan los sombreros de colores muy vivos) al lado del sombrero de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse mucho. Yo paso todos mis ratos de ocio paseando con la esperanza de encontrarla, y si consigo verla (tengo derecho a saludarla, pues conozco a su padre), ¡qué felicidad! Verdaderamente merezco al menos un saludo de vez en cuando. Las torturas que soporto por la noche, en el baile, pensando que miss Larkins bailará con los oficiales, necesitan compensación, y cuento con ella si hay justicia en el mundo.
El amor me quita el apetito y me obliga a llevar constantemente una corbata nueva; no estoy tranquilo más que cuando me pongo mis mejores trajes y limpio mis zapatos una y otra vez. Así me parece que soy más digno de la mayor de las Larkins. Todo lo que le pertenece o se relaciona con ella se me hace precioso. Míster Larkins, un caballero viejo, brusco, con papada doble y uno de los ojos inmóviles en la cara, me parece el hombre más interesante. Cuando no puedo encontrar a su hija voy a los sitios donde tengo esperanzas de encontrarme con él. Le digo: «¿Cómo está usted, míster Larkins? ¿Y las señoras, siguen bien?». Y mis palabras me parecen tan reveladoras, que me sonrojo. Pienso continuamente en mi edad; tengo diecisiete años; pero aunque sean muy pocos para miss Larkins, la mayor, ¡qué me importa! No tardaré en tener veintiuno. Al atardecer me paseo por los alrededores de casa con míster Larkins, aunque me destroza el corazón ver a los oficiales que entran en ella y oírles en el salón donde miss Larkins está tocando el arpa. En varias ocasiones me he paseado por allí tristemente, cuando ya todos estaban acostados y tratando de adivinar cuál será la habitación de la mayor de las Larkins (y confundiéndola de fijo con la de su padre). A veces desearía que hubiera fuego en la casa para atravesarla entre la gente inmóvil de terror y apoyando una escala en su ventana salvarla en mis brazos. Después me gustaría volver a buscar algo que ella hubiera olvidado y morir entre las llamas. Por lo general era muy desinteresado en mi amor y me conformaba con expirar ante miss Larkins haciendo un gesto noble. Por lo general era así; pero no siempre. A veces tenía pensamientos más alegres, y mientras me visto (ocupación de dos horas) para un gran baile que van a dar los Larkins y por el que suspiro hace semanas, dejo a mi espíritu libre, en sueños agradables, y me figuro que tengo el valor de hacer una declaración a miss Larkins y me la represento reclinando su cabeza en mi hombro y diciendo: «¡Oh míster Copperfield! ¿Puedo dar crédito a mis oídos?»; y me figuro a míster Larkins esperándome a la mañana siguiente y diciéndome: «Querido Copperfield, mi hija me lo ha contado todo, y su excesiva juventud no es un inconveniente. ¡Aquí tenéis veinte mil libras y sed felices!». Me imagino a mi tía cediendo y bendiciéndonos y a míster Dick y al doctor Strong presenciando la ceremonia de nuestro matrimonio. Creo que no me falta sentido común ni modestia; lo creo pensando en mi pasado; sin embargo, hacía aquellos planes.