Mientras estábamos sentados así mirando el fuego y viendo las extrañas figuras que formaban las llamas, casi me parecía que nunca había estado lejos, y que míster Murdstone y su hermana eran figuras como aquellas, que se desvanecerían al apagar el fuego, y que de todos mis recuerdos los únicos reales éramos mi madre, Peggotty y yo.
Peggotty, mientras hubo luz, remendaba una media, y después continuó con ella metida en una mano, como si fuera un guante, y la aguja en la otra dispuesta a dar una puntada cuando el fuego lanzase un resplandor. No puedo comprender de quién eran las medias que Peggotty estaba remendando siempre, ni de dónde provenía aquella cantidad inagotable de medias que coser. Desde mi más tierna infancia siempre la había visto con aquella costura, y ni una vez con otra.
—Pienso —dijo Peggotty, a quien a veces preocupaban las cosas más inesperadas— qué habrá sido de la tía de Davy.
—¡Dios mío, Peggotty! —contestó mi madre saliendo de su ensueño—. ¡Qué tonterías dices!
—Sí; pero realmente me preocupa.
—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en semejante persona? —preguntó mi madre—. ¿No hay en el mundo otras de quienes ocuparse?
—No sé por qué será —dijo Peggotty—; puede que sólo sea a causa de mi estupidez; pero mi cabeza nunca puede escoger mis pensamientos. Van y vienen por ella como quieren, y ahora he pensado qué habrá sido de ella.
—¡Qué absurda eres, Peggotty! Se diría que deseas otra visita suya.
—¡Dios nos libre! —gritó Peggotty.
—Entonces no hables de cosas tristes —dijo mamá—. Miss Betsey continuará encerrada en su casita a la orilla del mar y no será probable que venga a molestarnos.
—No —murmuró Peggotty—, no es probable. Pero lo que pensaba era si en caso de morirse dejaría algo a Davy.
—¡Dios me perdone, Peggotty; pero eres una mujer sin sentido! ¡Sabiendo lo que le ofendió que naciera el pobre chico!
—Pensaba que quizá estaría dispuesta a perdonarle ahora —murmuró Peggotty.
—¿Por qué iba a estar dispuesta a perdonarle ahora? —dijo mi madre casi con dureza.
—¡Como tiene un hermano!… —dijo Peggotty.
Mi madre inmediatamente empezó a llorar diciendo que parecía mentira que Peggotty se atreviera a decirle aquellas cosas.
—Como si el pobrecito inocente, en su cuna, te hubiera hecho algún daño a ti ni a nadie. Eres una envidiosa—, mucho mejor harías casándote con míster Barkis y marchándote lejos. ¿Por qué no?
—Porque miss Murdstone se pondría demasiado contenta —dijo Peggotty.
—¡Qué mal carácter tienes, Peggotty! —contestó mi madre—. Tienes celos de miss Murdstone, unos celos absurdos. Querrías ser tú quien guardara las llaves y manejara todo, estoy segura. No me sorprendería. Cuando debes estar convencida de que si lo hace es sólo por bondad y con las mejores intenciones del mundo. ¡Lo sabes, Peggotty, lo sabes muy bien!
Peggotty murmuró algo como: «Estoy harta de buenas intenciones», y también algo como: «Que ya resultaban demasiadas buenas intenciones».
—Ya sé a qué te refieres —dijo mi madre—; lo comprendo perfectamente, Peggotty, y sabes que lo sé; no necesitas ponerte más roja que el fuego. Pero punto por punto. Y ahora el punto es miss Murdstone, y no tienes escape. No le has oído decir una vez y otra vez que le parece que soy demasiado niña y demasiado…
—Bonita —sugirió Peggotty.
—Bien —contestó mi madre medio riendo—; si es tan loca para pensar así, ¿acaso tengo yo la culpa?
—Nadie la ha acusado a usted —dijo Peggotty.
—Claro que no —contestó mi madre, ¿No le has oído decir una vez y otra que ella lo único que desea es evitarme trabajos, para los que le parece que no estoy hecha, y que realmente yo misma no sé si sirvo para ellos? ¿No ves que se está en pie de la mañana a la noche, yendo de un lado a otro, haciéndolo todo y mirando en todas partes, hasta en la carbonera, todos los sitios nada agradables? Y viendo todo esto, ¿quieres insinuar que no hay una especie de abnegación en ello?
—Yo no insinúo nada —dijo Peggotty.
—Sí lo haces, Peggotty —contestó mi madre—. Nunca haces otra cosa, excepto tu trabajo. Siempre estás insinuando. Gozas con ello. Y cuando hablas de las buenas intenciones de míster Murdstone…
—Nunca hablo de ellas —dijo Peggotty.
—No, Peggotty —contestó mama—; pero insinúas, que es lo que te decía precisamente ahora. Es tu lado malo. Insinúas. Hace un momento te he dicho que te comprendía, y ya lo ves. Cuando te refieres a las buenas intenciones de míster Murdstone, pretendiendo despreciarlas (pues dentro de tu corazón realmente no lo sientes), estás tan convencida como yo de lo buenas que son, en todo y para todo. Y si te parece que es algo severo con cierta persona (tú comprendes, y Davy también que no hablo de nadie presente), es únicamente porque está convencido de que es beneficioso para ella. Él, como es natural, quiere mucho a esa persona por cariño a mí y obra únicamente por su bien. Él es más capaz de juzgar que yo, pues demasiado sé que soy una criatura joven, débil y delicada, mientras que él es un hombre firme, serio y grave. Y, además, que se toma —dijo mi madre, con el rostro inundado de lágrimas afectuosas—, que se toma muchos trabajos por mí. Yo debo estarle muy agradecida y someterme a él aun en mis pensamientos; y cuando no lo hago, Peggotty, me lo reprocho, me condeno y hasta dudo de mi corazón, y no se ya que hacer.
Peggotty, con la barba apoyada en el pie de la media, miraba al fuego en silencio.
—Vamos, Peggotty —dijo mi madre cambiando de tono—, no nos enfademos, no lo podría soportar. Eres mi única amiga, ya lo sé; no tengo otra en el mundo. Y cuando te llamo criatura ridícula o insoportable, o cualquier otra cosa por el estilo, sólo quiero decirte que eres mi verdadera amiga, que siempre lo has sido, siempre, desde la noche en que míster Copperfield me trajo por primera vez a esta casa y tú saliste a la verja a recibirme.
Peggotty no tardó en responder y ratificar el tratado de amistad dándome su más fuerte abrazo. Pienso que ya entonces comprendía yo algo del verdadero sentido de aquella conversación; pero ahora estoy seguro de que esa excelente criatura la había provocado y sostenido únicamente para dar motivo a mi madre de consolarse contradiciéndola.
Si era ese su designio, fue eficaz, pues recuerdo que mi madre pareció más tranquila durante el resto de la velada, y Peggotty la miraba menos.
Después de tomar el té, cuando se reanimó el fuego y se encendió la luz, leí a Peggotty un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los antiguos tiempos. Peggotty sacó el libro del bolsillo; no sé si lo tendría allí desde que me marché. Después estuvimos hablando otra vez de Salem House, lo que me llevó a hablar también de Steerforth de nuevo, tema para mí inagotable. Éramos muy dichosos, y aquella noche, la última en su género y destinada a cerrar para siempre un capítulo de mi vida, nunca se borrará de mi memoria.
Eran casi las diez cuando oímos el ruido de las ruedas del coche. Todos nos levantamos precipitadamente, y mi madre nos dijo que, como era muy tarde y a míster y miss Murdstone les gustaba que los niños se acostasen temprano, lo mejor era que me fuese a la cama. La besé y subí con la luz a mi cuarto antes de que llegaran. Me parecía, en mi infantil imaginación, mientras subía al cuarto en que había estado prisionero, que traían consigo un soplo de aire helado, que se llevaba la felicidad y la intimidad de nuestro cariño lo mismo que una pluma.
A la mañana siguiente estaba muy preocupado con la idea de bajar a desayunar, pues desde el día de la ofensa mortal no había vuelto a ver a míster Murdstone. Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo, y después de bajar dos o tres veces y volverme a meter corriendo en mi alcoba, me decidí y entré en el comedor.
Míster Murdstone estaba de pie ante la chimenea y de espaldas a ella. Miss Murdstone estaba haciendo el té. Él me miró fijamente al entrar, como si no me conociera.
Después de un momento de confusión y dudas me acerqué a él diciendo:
—Le pido a usted perdón; estoy muy triste de lo que hice, y espero que me perdone.
—Me alegro de que te disculpes, Davy —me dijo.
La mano que me tendía era la del mordisco, y no pude por menos de lanzar una mirada a la marquita roja; pero no era tan roja como yo me puse al ver después la siniestra expresión de su mirada.
—¿Cómo está usted? —dije a miss Murdstone.
—¡Ah, Dios mío! —suspiró ella, alargándome las pinzas del azúcar en lugar de sus dedos—. ¿Cuánto duran las vacaciones?
—Un mes, señora.
—¿A contar desde cuándo?
—Desde hoy mismo, señora.
—¡Ah! —exclamó miss Murdstone—, entonces ya es un día menos.
Marcó en un calendario el tiempo que duraban, y cada mañana tachaba un día exactamente de la misma manera.
Lo hacía con tristeza hasta que llegaron a diez; desde entonces, el ver dos cifras le hizo recobrar la esperanza, y al final estaba casi alegre.
Desde el primer momento tuve la desgracia de ponerla (a ella, que no estaba, por lo general, sujeta a esas debilidades) en un estado de violenta consternación. La cosa fue que entré en la habitación en que estaba con mi madre y el niño. El niño solamente tenía unas semanas. Mi madre tenía el niño en sus rodillas, y yo le cogí con cariño en mis brazos. De pronto miss Murdstone lanzó tal grito de espanto, que estuve a punto de dejarlo caer al suelo.
—Jane, ¿qué tienes? —exclamó mi madre.
—¡Dios mío, Clara! ¿Pero no lo ves? —exclamó miss Murdstone.
—¿Qué es lo que ves, querida? —dijo mi madre—. ¿Dónde?
—¡Que lo ha cogido! ¡Que David tiene al niño!
Estaba lívida de horror; pero se reanimó para precipitarse sobre mí y arrancarme al niño de los brazos. Después se puso mala, tan mala que tuvo que tomar una copa de brandy de Jerez. Desde aquel momento me fue solemnemente prohibido por ella el tocar a mi hermano bajo ningún pretexto; y mi pobre madre, que yo me daba cuenta no era de su opinión, confirmó dulcemente la orden diciendo:
—Sin duda tienes razón, Jane.
En otra ocasión, estando los tres juntos, también el pobre nene, que me era tan querido a causa de mi mamá, fue la inocente causa de la cólera de miss Murdstone. Mi madre había estado mirando los ojos de su niño teniéndole en sus brazos, y después me llamó.
—Ven, Davy —y me miró a los ojos.
Vi que miss Murdstone dejaba la cuenta que engarzaba.
—Realmente —dijo mi madre con dulzura—, son exactamente iguales. Deben de ser los míos; creo que son del color de los míos, porque son exactamente iguales.
—¿De quién estás hablando, Clara? —preguntó miss Murdstone.
—Jane —balbució mi madre un poco avergonzada de la dureza del tono con que le preguntaba—. Encuentro que los ojos del nene y los de Davy son absolutamente iguales.
—¡Clara! —dijo miss Murdstone levantándose con cólera—. ¡Algunas veces parece que estás loca!
—¡Mi querida Jane! —reprochó mi madre.
—Verdaderamente loca —dijo miss Murdstone—. Si no, ¿cómo se te iba a ocurrir el comparar al niño de mi hermano con tu hijo? No se parecen en nada. Son completamente distintos, diferentes en todo, y espero que así seguirá siendo siempre. Me voy de aquí. No quiero seguir oyéndote hacer semejantes comparaciones.
Y diciendo esto, salió majestuosamente, dando un portazo.
En una palabra, a miss Murdstone no le caía en gracia, mejor dicho, no le caía a nadie, ni aun a mí mismo, pues los que me querían no podían demostrármelo, y los que no me querían me lo demostraban tan claramente, que me hacían tener la dolorosa conciencia de que era siempre torpe, antipático y necio.
Me daba cuenta de que ellos sentían el mismo malestar que me hacían sentir. Si entraba en la habitación donde estaban hablando y mi madre parecía contenta, un velo de tristeza cubría su rostro en cuanto me veía. Si míster Murdstone estaba de buen humor, se le cambiaba. Si miss Murdstone estaba en el suyo, malo de costumbre, se le acrecentaba.
Yo me daba bastante cuenta de que mi madre era siempre la víctima y de que no se atrevía ni a hablarme con cariño, por miedo a que ellos se ofendieran y después le riñesen. Constantemente le preocupaba el miedo a ofenderlos o de que yo los ofendiera, y en cuanto me movía sus miradas interrogaban con temor. En vista de ello, resolví separarme de su camino en todo lo posible. ¡Y cuántas horas de invierno he oído sonar la campana de la iglesia, sentado en mi triste habitación, envuelto en mi batín de casa, inclinado sobre un libro!
Por la noche algunas veces iba a sentarme a la cocina con Peggotty. Allí estaba en mi casa, sin miedos y riendo; ¡allí podía ser yo mismo! Pero ninguno de estos dos recursos fue aprobado por los hermanos Murdstone. Al sombrío carácter que dominaba allí le molestaba todo, y al parecer todavía creían que era yo necesario para la educación de mi pobre madre y, por lo tanto, no quisieron consentir mi ausencia.
—David —me dijo un día míster Murdstone después de la comida, cuando yo me marchaba como de costumbre—, me apena el observar que seas tan huraño.
—Huraño como un oso —dijo miss Murdstone.
Yo me detuve y bajé la cabeza.
—Y has de saber, David, que esa es una de las peores condiciones que puede tener nadie.
—Y este chico la tiene de lo más acentuado que he visto nunca —observó su hermana—; es terco y voluntarioso. Supongo, querida Clara, que tú también lo habrás observado.
—Perdóname, Jane —dijo mi madre—; pero ¿estás segura (y me dispensarás lo que voy a decirte), estás segura de que entiendes a Davy?
—Me avergonzaría de mí misma, Clara —repuso mi Murdstone—, si no comprendiera a este niño, o a cualquier otro. No presumo de profundidad; pero creo que tengo sentido común.
—Sin duda, mi querida Jane; tu inteligencia es grande.
—¡Oh no, querida! Te ruego que no digas eso, Clara— dijo miss Murdstone con cólera.
—Pero si estoy segura de ello —repuso mi madre—; todo el mundo lo sabe, y yo misma me aprovecho de ella a todas horas; así que nadie puede estar más convencida, y cuando estás delante sólo hablo con terror, te lo aseguro, mi querida Jane.
—Bien; supongamos que yo no entiendo al chico, Clara —repuso miss Murdstone, arreglándose las cadenas que adornaban sus puños—. De acuerdo, si te parece, en que no lo comprendo. Es demasiado profundo para mí; pero quizá la inteligencia penetrante de mi hermano haya sido capaz de formarse alguna idea del carácter del niño, y creo que estaba hablando de ello cuando nosotras, muy descortésmente, le hemos interrumpido.