—Trotwood —me dijo míster Dick un día con cierto aire de misterio, y después de haberme hecho aquella confidencia—. ¿Quién es ese hombre que se oculta cerca de nuestra casa para asustarla?
—¿Para asustar a mi tía?
Míster Dick asintió.
—Yo creí que nada podía asustarla —me dijo—, porque ella… (Aquí murmuró suavemente… ), no se lo digas a nadie, pero es la más sabia y la más admirable de todas las mujeres.
Después de decir esto dio un paso atrás para ver el efecto que aquella declaración me producía.
—La primera vez que vino —continuó míster Dick— estaba… Veamos… mil seiscientos cuarenta y nueve es la fecha de la ejecución del rey Carlos I. Creo que me dijiste mil seiscientos cuarenta y nueve.
—Sí.
—No comprendo cómo puede ser —insistió míster Dick muy confuso y moviendo la cabeza—. No creo que pueda ser tan viejo.
—¿Fue en aquella fecha cuando apareció el hombre? —pregunté.
—Porque realmente —continuó míster Dick— no veo cómo pudo ser en aquel año, Trotwood. ¿Has encontrado esa fecha en la historia?
—Sí, señor.
—¿Y la historia no mentirá nunca? ¿Tú qué crees? —dijo míster Dick con un rayo de esperanza en los ojos.
—¡Oh, no, no! —repliqué de la manera más rotunda.
Era joven e ingenuo, y lo creía así.
—Entonces no puedo creerlo —repitió míster Dick—. En esto hay alguna confusión; sin embargo, fue muy poco después de la equivocación (meter algo de la confusión de la cabeza del rey Carlos en la mía) cuando llegó por primera vez aquel hombre. Estaba paseándome con tu tía después del té, precisamente cuando anochecía, y él estaba allí, al lado de la casa.
—¿Se paseaba? —pregunté.
—¿Que si se paseaba? —repitió míster Dick—. Déjame que recuerde un poquito. No, no; no paseaba.
Para terminar antes, le pregunté:
—Entonces ¿qué hacía?
—Nada, porque no estaba allí —contestó míster Dick—. Hasta que se acercó a ella por detrás y le murmuró algo al oído. Ella se volvió y se sintió indispuesta. Yo también me había vuelto para mirarle; pero él se marchó. Pero lo más extraño es que ha continuado oculto siempre, no sé si dentro de la tierra.
—¿Está oculto desde entonces? —pregunté.
—Es seguro que lo estaba —repuso míster Dick moviendo gravemente la cabeza—, pues no habíamos vuelto a verle nunca hasta ayer por la noche. Estábamos paseando cuando se acercó otra vez por detrás. Yo lo reconocí.
—¿Y mi tía volvió a asustarse?
—Se estremeció —continuó míster Dick imitando el movimiento y haciendo castañetear sus dientes y se apoyó en la tapia y lloró—. Pero mira, Trotwood —y se acercó para hablarme más bajo—. ¿Por qué le dio dinero a la luz de la luna?
—Quizá era un mendigo.
Míster Dick sacudió la cabeza, rechazando la idea, y después de repetir muchas veces y con gran convicción: «No; no era un mendigo», me dijo que desde su ventana había visto a mi tía, muy tarde ya, en la noche, dando dinero al hombre que estaba por fuera de la verja a la luz de la luna. Y entonces el hombre había vuelto a esconderse debajo de la tierra. Después de darle el dinero, mi tía volvió apresurada y furtiva hacia la casa, y a la mañana siguiente todavía la notaba muy distinta de como estaba siempre, lo que confundía mucho el espíritu de míster Dick.
Nunca creí, al menos al principio, que aquel desconocido fuera otra cosa que un fenómeno de la imaginación de míster Dick; una de aquellas cosas como la del rey Carlos, que tantas preocupaciones le causaba. Pero después, reflexionando algo, empecé a temer si no habrían tratado, por medio de amenazas, de arrancar al pobre míster Dick de la protección de mi tía, y si ella, fiel a la amabilidad que yo conocía en ella, se habría visto obligada a comprar con dinero la paz y el reposo de su protegido. Como ya me había encariñado mucho con míster Dick y me interesaba por su felicidad, durante mucho tiempo, cuando llegaba el miércoles, estaba preocupado pensando en si le vería aparecer en la imperial de la diligencia como de costumbre; pero siempre llegaba, con sus cabellos grises y su cara sonriente y feliz. Nunca tuvo nada más que decirme de aquel hombre que asustaba a mi tía.
Aquellos miércoles eran los días más felices en la vida de míster Dick, y tampoco eran los menos felices de la mía. Pronto se hizo amigo de todos los chicos de la escuela, y aunque nunca tomaba parte activa en los juegos, no tratándose de la cometa, demostraba tanto interés como nosotros en todos. ¡Cuántas veces le he visto absorto en una partida de bolos o de peón, mirándonos con interés profundo y perdiendo la respiración en los momentos críticos! ¡Cuántas veces le he visto subido en un picacho para abarcar todo el campo de acción y moviendo el sombrero por encima de sus cabellos grises, olvidado hasta de la cabeza del rey Carlos! ¡Cuántas horas de verano le he visto pasar pendiente del criquet! ¡Cuántos días de invierno le he visto, con la nariz azul por el frío y el viento, mirándonos patinar y aplaudiendo en su entusiasmo con sus guantes de lana!
Era el favorito de todos, y su ingenio para las cosas pequeñas era trascendental. Sabía pelar naranjas de formas tan distintas, que nosotros no teníamos ni idea. No desechaba nada, convertía en peones de ajedrez los huesos de chuleta, hacía carros romanos con cartas viejas, ruedas con un carrete y jaulas de pájaro con trocitos de alambre; pero lo más admirable eran las casas que hacía con pajas o con hilos. Estábamos seguros de que con sus manos sabría hacer todo lo que quisiéramos.
La fama de míster Dick no quedó confinada a los pequeños. Al cabo de pocos miércoles el doctor Strong en persona me hizo algunas preguntas sobre él, y yo le contesté todo lo que sabía por mi tía. Al doctor le interesó muchísimo y me pidió que en la próxima visita se lo presentara. Después de cumplida esta ceremonia el doctor rogó a míster Dick que siempre que no me encontrase en las oficinas de la diligencia fuera allí directamente a esperar la hora de salida, y pronto míster Dick hizo costumbre de ello, y si nos retrasábamos un poco, como sucedía a menudo, se paseaba por el patio esperándome. Allí hizo amistad con la linda mujercita del doctor (pálida y triste desde hacía tiempo, se le veía menos que antes y había perdido mucha de su alegría, pero no por eso estaba menos bonita), y fue por grados tomando cada vez más confianza, hasta que terminó entrando a esperarme en clase.
Se sentaba siempre en un rincón determinado y en un taburete determinado, que bautizamos con el nombre de «Dick». Allí permanecía tiempo y tiempo, con la cabeza inclinada, escuchándonos con profunda veneración por aquella cultura que él nunca había podido adquirir.
Aquella veneración la extendía míster Dick al doctor, de quien pensaba que era el más sutil filósofo de cualquier época. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a hablarle de otro modo que con la cabeza descubierta, y aun después, cuando el doctor se había hecho muy amigo suyo y paseaban juntos por el patio, por el lado que los chicos llamábamos el «paseo del doctor», míster Dick no podía por menos que quitarse el sombrero de vez en cuando, para demostrar su respeto por tanta sabiduría. ¿Cómo empezó el doctor a leerle fragmentos de su famoso diccionario mientras se paseaban? No lo sé; quizá al principio pensaba que era lo mismo que leerlo solo. Sin embargo, también se hizo costumbre, y míster Dick lo escuchaba con el rostro resplandeciente de orgullo y de felicidad, y en el fondo de su corazón estaba convencido de que el diccionario era el libro más delicioso del mundo.
Cuando pienso en aquellos paseos por delante de las ventanas de la clase; el doctor leyendo con su sonrisa complaciente y acompañando en ocasiones su lectura de un grave movimiento de cabeza, y míster Dick escuchando embelesado, mientras su pobre cerebro vagaba, Dios sabe dónde, en alas de las palabras complicadas, pienso que era una de las cosas más tranquilas y dulces que he visto en mi vida, y creo que si hubieran podido pasear así siempre más hubiera valido. Hay muchas cosas que han hecho mucho ruido en el mundo sin valer ni la mitad que aquello, a mis ojos.
Agnes fue una de las personas que antes se hizo amiga de míster Dick, y también cuando íbamos a casa hizo amistad con Uriah Heep.
La amistad entre míster Dick y yo crecía por momentos, pero de un modo extraño, pues míster Dick, que era nominalmente mi tutor y venía a verme como mi guardián, era quien me consultaba siempre en sus pequeñas dudas y dificultades e invariablemente se guiaba por mis consejos, no solamente sintiendo un gran respeto por mi natural inteligencia, sino convencido de que había sacado mucho de mi tía.
Un jueves por la mañana, cuando volvía de acompañar a míster Dick desde el hotel a la diligencia, antes de entrar en clase me encontré a Uriah Heep en la calle; hablamos y me recordó mi promesa de tomar una tarde el té con ellos, y añadió con modestia:
—Aunque no espero que vaya usted, míster Copperfield; ¡somos una gente tan humilde!
Yo, en realidad, todavía no había visto claro si me gustaba Uriah o si me repugnaba; todavía estaba en esas dudas cuando me lo encontré cara a cara en la calle. Pero sentí como una afrenta el que me supusiera orgulloso, y le dije que únicamente había esperado a que ellos me invitaran.
—¡Oh!, si es así, míster Copperfield —dijo Uriah—; si verdaderamente no es nuestra humildad lo que le detiene, ¿quiere usted venir esta tarde? Pero si fuera nuestra modestia, no le importe decírmelo, míster Copperfield, pues estamos tan convencidos de nuestra situación…
Le respondí que hablaría de ello a míster Wickfield, y que si lo aprobaba, como estaba seguro, iría con gusto. Así, a las seis de la tarde le anuncié que cuando él quisiera.
—Mi madre se sentirá muy orgullosa —dijo—; mejor dicho, así se sentiría si no fuera pecado, míster Copperfield.
—Sin embargo, usted esta mañana ha supuesto que yo pecaba de eso mismo.
—No, no, querido míster Copperfield, créame, no. Tal pensamiento nunca se me ha pasado por la imaginación. Nunca me hubiera parecido usted orgulloso por encontrarnos demasiado humildes. ¡Somos tan poca cosa!
—¿Ha estudiado usted mucho Derecho últimamente? —pregunté por cambiar la conversación.
—¡Oh míster Copperfield! Mis lecturas mal pueden llamarse estudios. Por la noche he pasado a veces una hora o dos con el libro de Tidd.
—Presumo que será muy difícil.
—A veces sí me resulta algo duro —contestó Uriah—, pero no sé lo que podrá ser para una persona en otras condiciones.
Después de tamborilear en su barbilla con dos dedos de su mano esquelética, añadió:
—Hay expresiones, ¿sabe usted, míster Copperfield?, palabras y términos latinos en el libro de Tidd que confunden mucho a un lector de cultura tan modesta como la mía.
—¿Le gustaría a usted aprender latín? —le dije vivamente—. Yo podría enseñárselo a medida que yo mismo lo estudio.
—¡Oh!, gracias míster Copperfield —respondió sacudiendo la cabeza—. Es usted muy bueno al ofrecerse, pero yo soy demasiado humilde para aceptar.
—¡Qué tontería, Uriah!
—Perdóneme, míster Copperfield; se lo agradezco infinitamente y sería para mí un placer muy grande, se lo aseguro; pero soy demasiado humilde para ello. Hay ya bastante gente deseando agobiarme con el reproche de mi inferior situación; no quiero herir sus ideas estudiando. La instrucción no ha sido hecha para mí. En mi situación vale más no aspirar a tanto. Si quiero avanzar en la vida tengo que hacerlo humildemente, míster Copperfield.
No había visto nunca su boca tan abierta ni las arrugas de sus mejillas tan profundas como en el momento en que expuso aquel principio sacudiendo la cabeza y retorciéndose con modestia.
—Creo que está usted equivocado, Uriah; y estoy seguro de poder enseñarle algunas cosas si usted tuviera ganas de aprenderlas.
—No lo dudo, míster Copperfield —respondió—, estoy seguro; pero como usted no está en una situación humilde quizá no sabe juzgar a los que lo estamos. Yo no quiero insultar con mi instrucción a los que están por encima de mí; soy demasiado modesto para ello… Pero hemos llegado a mi humilde morada, míster Copperfield.
Entramos directamente desde la calle en una habitación baja, decorada a la antigua, donde encontramos a mistress Heep, el verdadero retrato de Uriah, salvo que más menudo. Me recibió con la mayor humildad y me pidió perdón por besar a su hijo.
—Pero, ve usted —dijo—, por pobres que seamos, tenemos uno por otro un afecto que es muy natural y no hace daño a nadie.
La habitación, medio gabinete, medio cocina, estaba muy decente. Los cacharros para el té estaban preparados encima de la mesa, y el agua hervía en la lumbre. No sé por qué se sentía que allí faltaba algo. Había una cómoda con un pupitre encima, donde Uriah leía o escribía por las noches. También estaba su carpeta azul, llena de papeles, y una serie de libros, a la cabeza de los cuales reconocí a Tidd. En un rincón había una alacena donde tenían todo lo más indispensable. No recuerdo que los objetos en particular dieran la sensación de miseria ni de economía; pero la habitación entera daba aquella impresión.
Quizá formaba parte de la humildad de mistress Heep su luto continuado; a pesar del tiempo transcurrido desde la muerte de su marido, seguía con su luto de viuda. Puede que hubiera alguna ligera modificación en la cofia, pero todo lo demás seguía tan severo como el primer día de su viudez.
—Hoy es un día memorable para nosotros, mi querido Uriah —dijo mistress Heep haciendo el té—, por la visita de míster Copperfield. Habría deseado que tu padre continuara en el mundo aunque sólo hubiera sido para recibirle esta tarde con nosotros.
—Estaba seguro de que dirías eso, madre.
Yo estaba algo confuso con aquellos cumplidos; pero en el fondo me halagaba mucho que me tratasen como a un huésped de importancia, y encontraba a mistress Heep muy amable.
—Mi Uriah esperaba ese favor desde hace mucho tiempo —continuó mistress Heep—, pero temía que la modestia de su situación fuera obstáculo para ello. Yo también lo temía, pues somos, hemos sido y seremos siempre tan modestos…
—No veo razón para ello —repuse—, a menos que les guste.
—Gracias —repuso mistress Heep—, pero reconocemos nuestra situación y se lo agradecemos más.
Mistress Heep fue acercándose a mí poco a poco, mientras Uriah se sentaba enfrente, y empezaron a ofrecerme con mucho respeto los mejores bocados, aunque, a decir verdad, no había nada muy delicado; pero tomé bien sus buenas intenciones y me sentía muy conmovido por sus amabilidades. La conversación recayó primero sobre los tíos, y yo les hablé, como es natural, de mi tía; después tocó el turno a los padres, y yo, naturalmente, hablé de los míos; después, mistress Heep se puso a contar cosas de padrastros, y yo también empecé a decir algo del mío; pero me acordé de que mi tía me aconsejaba siempre que guardara silencio sobre aquello y me detuve. Lo mismo que un taponcillo chico no habría podido resistir a un par de sacacorchos, o un dientecito de leche no habría podido luchar contra dos dentistas, o una pelota entre dos raquetas, así estaba yo, incapaz de escapar a los asaltos combinados de Uriah y de su madre. Hacían de mí lo que querían; me obligaban a decir cosas de las que no tenía la menor intención de hablar, y me ruborizo al confesar que lo consiguieron con tanta facilidad porque, en mi ingenuidad infantil, me sentía muy halagado con aquellas conversaciones confidenciales y me consideraba como el patrón de mis dos huéspedes respetuosos.