David Copperfield (124 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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No había visto nada parecido desde que me fui, y mis esperanzas por mi amigo se desvanecieron.

El camarero mayor se había cansado de mí, y se puso a las órdenes de un viejo caballero de altas polainas, para el cual pareció surgir de la bodega una botella especial de Oporto, pues él no había dado ninguna orden. El camarero segundo me confirmó, en un susurro, que aquel señor estaba retirado de los negocios, que vivía en el Square y que tenía una gran fortuna, que esperaban dejaría a una hija de su lavandera; se murmuraba también que tenía en su oficina un servicio de plata muy estropeado por el desuso, aunque jamás ojos humanos vieron en su casa más que una cuchara y un tenedor desparejados.

Entonces pensé que Traddles estaba perdido y que no había esperanza para él. Sin embargo, como tenía muchas ganas de ver a mi viejo y querido amigo, despaché mi comida de manera nada apropiada, para confirmar la opinión del camarero mayor, y me apresuré a salir por la puerta trasera. Pronto llegué al número dos de Court. Una inscripción en la puerta de entrada me informó de que míster Traddles ocupaba varias habitaciones en el último piso. Subí la escalera. Una escalera destartalada, débilmente iluminada en cada descansillo por un quinqué ahumado, que se moría en una jaula de cristal sucio.

En mi ascensión precipitada me pareció oír el sonido agradable de una risa, y no la risa de un procurador o abogado, ni de un estudiante de procurador ni de abogado, sino la risa de dos o tres alegres muchachas. Al pararme a escuchar puse el pie en un agujero donde la Honorable Sociedad de Gray's Inn había olvidado poner madera, y me caí, con bastante estrépito; al levantarme había cesado el ruido.

El resto de mi ascensión la hice con más cuidado; y mi corazón palpitaba con fuerza, cuando encontré abierta una puerta exterior en que se leía: «Míster Traddles». Llamé. Se oyó un gran alboroto en el interior, pero nada más. Llamé otra vez.

Un chico de mirada viva, medio recadero y medio empleado, que estaba muy sofocado, pero que me miró como para desafiarme legalmente con arrogancia, se presentó:

—¿Está míster Traddles en casa? —dije yo.

—Sí, señor; pero está ocupado.

—Deseo verle.

Después de un momento de inspección, el chiquillo de mirada viva decidió dejarme entrar, y abriendo más la puerta, me introdujo primero en un pequeño vestíbulo y después en un gabinete, donde me encontré en presencia de mi viejo amigo (igualmente sofocado), sentado delante de una mesa e inclinado sobre unos papeles.

—¡Cielos! —exclamó Traddles levantando los ojos, ¡Si es Copperfiedl!

Y se precipitó en mis brazos, donde le estreché fuertemente.

—¿Va todo bien, mi querido Traddles?

—Todo va bien, mi queridísimo Copperfield, y sólo tengo buenas noticias que darle.

Los dos llorábamos de placer.

—Mi querido amigo —dijo Traddles mesándose los cabellos en su excitación, cosa completamente innecesaria—; mi queridísimo Copperfield, ¡cuánto tiempo que no lo había visto! Y bien, amigo mío, ¡cuánto me alegra verte! ¡Qué moreno estás! ¡Qué feliz soy! Te juro por mi honor y por mi vida que nunca me he regocijado tanto, mi querido Copperfield, ¡nunca!, ¡nunca!

Por mi parte, tampoco podía expresar mi emoción. Al principio era incapaz de hablar.

—¡Mi querido Copperfield, que ha adquirido una fama tan grande! —continuó Traddles—. ¡Mi glorioso Copperfield! ¡Cielo santo! Pero ¿cuándo has venido? ¿De dónde sales? ¿Qué has estado haciendo?

Sin esperar contestación a nada de lo que decía, Traddles, que me había instalado en un butacón, avivaba el fuego con una mano y me tiraba de la corbata con la otra, creyendo, sin duda, que era el abrigo. Sin soltar la tenaza, me abrazaba, y yo le abrazaba también; y ambos, riéndonos y secándonos los ojos, nos sentamos y nos estrechamos las manos por encima de la chimenea.

—¡Pensar —dijo Traddles— que estaba tan cercana tu vuelta y que no has asistido a la ceremonia!

—¿A qué ceremonia, mi querido Traddles?

—Pero ¡cómo! —dijo Traddles abriendo los ojos, según su costumbre—, ¿no has recibido mi última carta?

—Desde luego que no, si se refería a una ceremonia.

—¡Cómo, mi querido Copperfield! —dijo Traddles agarrándose el pelo con las dos manos y apoyándolas luego en mis rodillas—. ¡Me he casado!

—¡Casado! —exclamé alegremente.

—Dios me bendiga, sí —dijo Traddles—. El reverendo Horace me casó con Sofía, en Devonshire. Pero, chico, ¡si la tienes ahí detrás de la cortina de la ventana! ¡Mira!

Con gran sorpresa mía, «la chica más encantadora del mundo» salió de su escondite, riéndose y enrojeciendo. La más deliciosa, amable, dichosa; la más resplandeciente novia que jamás vio el mundo, según creo que le dije a Traddles. La besé como un antiguo amigo, y le deseé felicidades con todo mi corazón.

—¡Dios mío! —dijo Traddles—. ¡Qué reunión más encantadora! Estás morenísimo, querido Copperfield. ¡Bendito sea Dios, qué contento estoy!

—Y yo también —dije.

—Lo mismo digo —exclamó Sofía enrojeciendo y riendo.

—Somos todo lo felices que se puede ser —dijo Traddles—. Hasta las chicas son dichosas; por cierto que me olvidaba de ellas.

—¿Olvidado? —dije.

—Sí; las chicas —dijo Traddles—, las hermanas de Sofía. Están con nosotros; han venido a dar una vuelta por Londres. El hecho es que cuando… ¿Eras tú el que dabas traspiés por las escaleras, Copperfield?

—Sí, yo era —dije riendo.

—Pues entonces, cuando ibas dando tumbos por las escaleras —dijo Traddles—, yo estaba jugando con las chicas; especifiquemos: jugábamos al escondite. Pero como esto no se debe hacer en Westminster Hall, pues no parecería correcto si lo viera un cliente, se marcharon, y ahora, sin duda, están escuchando —dijo Traddles, echando una mirada a la puerta de otro cuarto.

—Siento mucho —dije riéndome de nuevo— el haber ocasionado esa dispersión.

—Ni una palabra —añadió Traddles encantado—; si las hubieras visto escaparse y volver otra vez, después de que llamaste, a coger las peinetas, que se les habían caído del pelo, y marcharse como locas, no hubieses dicho eso. Querida mía, ¿quieres ir a buscarlas?

Sofía salió corriendo, y oímos que en el cuarto contiguo la recibían con risotadas.

—Verdaderamente musical, ¿no te parece, mi querido Copperfield? —dijo Traddles—. Es muy agradable de oír. Ilumina por completo estas habitaciones, ¿sabes? Para un desdichado bachiller, que ha vivido solo toda su vida, es verdaderamente delicioso; es encantador. ¡Pobres chicas! Han tenido una pérdida tan grande con Sofía, la cual, te lo aseguro Copperfield, es y será siempre la muchacha más encantadora; y me alegro mucho más de lo que puedo expresar al verlas de tan buen humor. La compañía de muchachas es una cosa deliciosa, Copperfield. No es propio de la profesión; pero es realmente delicioso.

Viendo que tartamudeaba, y comprendiendo que, en la bondad de su corazón, temía haberme ocasionado alguna pena con lo que había dicho, me apresuré a tranquilizarle con una sinceridad que evidentemente le alivió y le agradó mucho.

—Pero, a decir verdad —dijo Traddles—, nuestros arreglos domésticos están por completo en desacuerdo, mi querido Copperfield. Hasta la estancia de Sofía aquí está en desacuerdo con el decoro de la profesión; pero no tenemos otro domicilio. Nos hemos embarcado en un bote y estamos dispuestos a no quejamos. Y Sofía es una extraordinaria administradora. Te asombraría ver cómo ha instalado a estas chicas. Apenas si yo mismo sé cómo lo ha hecho.

—¿Y cuántas tienes aquí? —pregunté.

—La mayor, la Belleza, está —dijo Traddles en tono confidencial—; Carolina y Sarah están, ¿sabes?, aquella que lo decía que tenía algo en la espina dorsal; está muchísimo mejor; y las dos más jóvenes, que Sofía educó, también están con nosotros. ¡Ah!, también Luisa está aquí.

—¿De verdad? —exclamé.

—Sí —dijo Traddles—. Ahora bien; toda la casa (quiero decir las habitaciones) no son más que tres; pero Sofía las ha arreglado, las ha instalado del modo más maravilloso, y duermen lo más cómodamente posible. Tres en ese cuarto —dijo Traddles señalando— y tres en este otro.

No pude por menos que lanzar una mirada a mi alrededor buscando dónde podrían acomodarse míster y mistress Traddles. Traddles me comprendió.

—Como acabo de decirte, estamos dispuestos a no quejarnos de nada —dijo Traddles—, y así, la semana pasada improvisamos una cama aquí, en el suelo. Pero hay un cuartito debajo del tejado, un cuarto muy mono una vez que se ha llegado a él, que la misma Sofía ha acondicionado para darme una sorpresa y que es ahora nuestro dormitorio. Es como un cuchitril de gitanos, pero tiene unas vistas muy hermosas.

—Por fin, mi querido Traddles, estás casado —dije'. ¡Cómo me regocija!

—Gracias, gracias, Copperfield —dijo Traddles, mientras nos estrechábamos una vez más la mano—; soy tan feliz como no se puede ser más. Aquí tienes a tu antiguo amigo, ya ves —me dijo Traddles mostrándome con aire triunfante el florero y el velador—, y ahí tienes la mesa de mármol; todos los demás muebles son sencillos y útiles, como puedes ver. Y en cuanto a plata, no tenemos ni siquiera una cucharilla.

—¡Ya irá ganándose todo! —dije alegremente.

—Eso es —contestó Traddles—: hay que ganarlo.

—Cucharillas para mover el té no nos faltan; pero son de metal inglés.

—Así la plata brillará más cuando la tengáis —dije.

—Eso mismo decimos nosotros —exclamó Traddles—. Ya ves, mi querido Copperfield —prosiguió hablándome otra vez en tono confidencial—; después de aquel proceso en el Tribunal de Doctores, que fue muy provechoso para mi carrera, fui a Devonshire y tuve algunas serias conversaciones en privado con el reverendo Horace. Me apoyaba en el hecho de que Sofía, que, como aseguro, Copperfield, es la muchacha más encantadora…

—Estoy convencido de ello —interrumpí.

—Lo es, ya lo creo —repitió Traddles—. Pero temo haberme alejado del asunto. Creo que te estaba hablando del reverendo Horace.

—Has dicho que lo apoyabas en el hecho…

—¡Ah, sí! En el hecho de que Sofía y yo habíamos estado en relaciones mucho tiempo y en que, en una palabra, Sofía, con el permiso de sus padres, estaba muy contenta de casarse conmigo —dijo Traddles con su franca sonrisa de siempre—. Esto es, dispuesta a casarse con el metal inglés corriente. Muy bien. Entonces propuse al reverendo Horace (que es un hombre excelente, Copperfield, y merecía ser obispo, o, por lo menos, debiera tener lo suficiente para vivir sin verse en apuros) que si podía reunir doscientas cincuenta libras en un año, con la esperanza para el año siguiente de hacer alguna cosa más, y además amueblar un sitio pequeño como éste, nos uniera a Sofía y a mí. Me tomé la libertad de demostrarle que habíamos sido pacientes durante muchos años y que la circunstancia de que Sofía era extraordinariamente útil en su casa no tenía que ser una razón para que sus queridos padres se opusieran a que su hija se estableciera en la vida. ¿Comprendes?

—Claro que no debían oponerse —dije.

—Me alegro de que pienses así, Copperfield —prosiguió Traddles—; porque sin hacer el menor reproche al reverendo Horace, yo creo que padres, hermanos y demás son a veces muy egoístas en estos casos. También hice notar que mi mayor deseo era ser útil a la familia, y que si tenía éxito en el mundo y, por desgracia, le ocurriera alguna cosa (me refiero al reverendo Horace)…

—Ya entiendo —dije.

—O a mistress Crewler… mis deseos eran ser un padre para sus hijas. Me contestó de un modo admirable, halagando mucho mis sentimientos, y me prometió obtener el consentimiento de mistress Crewler para este arreglo. Les costó mucho trabajo convencerla. Le subía desde las piernas hasta el pecho y de ahí a la cabeza…

—¿Qué es lo que le subía? —pregunté.

—La pena —contestó Traddles seriamente—. Sus sentimientos en general. Como ya te dije en cierta ocasión, es una mujer muy superior; pero ha perdido el uso de sus miembros. Cualquier cosa que le preocupe le ataca generalmente a las piernas; pero en esta ocasión le subió al pecho y luego a la cabeza; de manera que se le alteró todo el sistema de un modo muy alarmante. Sin embargo, consiguieron curarla, colmándola de atenciones cariñosas, y nos casamos hace seis semanas. No puedes figurarte, Copperfield, qué monstruo me sentí cuando vi llorar y desmayarse a toda la familia. Mistress Crewler me pudo ver antes de partir; no me perdonaba el haberle arrebatado a su hija; pero como es una buena persona, por fin se le ha pasado. He tenido de ella una carta encantadora esta mañana.

—Y, en resumidas cuentas, mi querido amigo —dije—, te sientes tan dichoso como merecías serlo.

—¡Oh! En eso eres muy parcial —dijo Traddles riéndose—; pero, en realidad, no me cambio por nadie. Trabajo mucho y leo Derecho sin saciarme. Me levanto a las cinco todas las mañanas, y no me cuesta trabajo. Durante el día tengo escondidas a las chicas, y por las noches nos divertimos juntos. Te aseguro que me da mucha pena que se marchen el jueves, que es la víspera del primer día de Michaelmas Term. Pero aquí están las muchachas —dijo Traddles, dejando el tono confidencial y hablando alto—. Míster Copperfield: miss Crewler, miss Sarah, miss Louisa, Margaret, Lucy. Parecían un ramo de rosas, tan frescas y tan sanas estaban.

Eran todas muy monas, y miss Caroline, muy guapa; pero en la mirada brillante de Sofía había una expresión tan tierna, tan alegre y tan serena, que valía más que todo y que me aseguraba que mi amigo había elegido bien. Nos sentamos alrededor de la chimenea, mientras el chico, de aire travieso, cuya sofocación adivinaba yo ahora que había sido ocasionada por el arreglo precipitado de los papeles, se apresuraba a quitarlos de encima de la mesa para reemplazarlos por el té. Después de esto, se retiró, cerrando la puerta de un portazo. Mistress Traddles, cuyos ojos brillaban de contenta, después de hacer el té se puso tranquilamente a tostar el pan, sentada en un rincón, al lado de la chimenea.

Mientras se dedicaba a aquella operación me dijo que había visto a Agnes. «Tom» la había llevado a Kent, a una boda, y allí había visto también a mi tía; las dos estaban muy bien y no hablaron más que de mí.

Me dijo que «Tom» me había tenido presente en sus pensamientos todo el tiempo que estuve fuera. «Tom» era una autoridad en todo. «Tom» era evidentemente el ídolo de su vida, y ninguna conmoción podría hacerle vacilar en su pedestal, siempre creyendo en él y reverenciándole con toda la fe de su corazón, sucediera lo que sucediera.

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