Yo no sé el número de tazas de té que acepté porque era Dora quien lo había hecho; pero recuerdo perfectamente que consumí tantas que debían haberme destruido para siempre el sistema nervioso, si hubiera tenido nervios en aquella época. Un poco más tarde fuimos a la iglesia. Miss Murdstone se puso entre los dos; pero yo oía cantar a Dora, y no veía a nadie más. Hubo sermón (naturalmente sobre Dora… ) y me temo que eso fue todo lo que saqué en limpio del servicio divino.
El día pasó tranquilamente. No vino nadie; después paseamos, comimos en familia y pasamos la velada mirando libros y grabados. Pero miss Murdstone, con una homilía en la mano y los ojos fijos en nosotros, montaba la guardia de vigilancia. ¡Ah! Míster Spenlow no sospechaba, cuando estaba sentado frente a mí después de comer, el ardor con que yo le estrechaba, en mi imaginación, entre mis brazos, como el más tierno de los yernos. No sospechaba, cuando me despedí de él por la noche, que acababa de dar su consentimiento a mi noviazgo con Dora, y que yo reclamaba, en agradecimiento, todas las bendiciones del cielo para él.
Al día siguiente partimos temprano, pues había una causa de salvamento en la Cámara del Almirantazgo que exigía un conocimiento bastante exacto de toda la ciencia de la navegación. Ahora bien, como en esa materia no estábamos muy duchos en el Tribunal, el juez había rogado a dos viejos, Trinit y Martersn, que tuvieran la caridad de ir en su ayuda. Dora estaba ya en la mesa haciéndonos el té, y tuve el triste placer de saludarla desde lo alto del faetón, mientras ella estaba en el dintel de la puerta con Jip en sus brazos.
No intentaré inútiles esfuerzos para describir lo que la Cámara del Almirantazgo me pareció aquel día, ni la confusión de mi espíritu sobre el asunto que se trataba en ella; no diré cómo leía el nombre de Dora escrito sobre la rama de plata puesta encima de la mesa como emblema de nuestra alta jurisdicción, ni lo que sentí cuando míster Spenlow se volvió a su casa sin mí. (Había abrigado la esperanza insensata de que quizá me llevaría.) Me parecía que era un marinero abandonado por su buque en una isla desierta. Si aquel viejo Tribunal pudiera despertarse de su amodorramiento y presentar en una forma visible todos los hermosos sueños que hice allí sobre Dora, acudiría a ella para dar testimonio de la verdad de mis palabras.
No hablo de los sueños de aquel día únicamente, sino de todos los que me persiguieron día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Cuando iba al Tribunal, no iba más que para pensar en Dora. Si alguna vez pensaba en las causas que se veían ante mí, era para preguntarme, cuando se trataba de asuntos matrimoniales, cómo podría ser que las gentes casadas no fueran dichosas, pues pensaba en Dora. Si se trataba de herencias, pensaba en todo lo que habría hecho, si aquel dinero lo heredara yo, para conseguir a Dora. Durante la primera semana de mi pasión compré cuatro chalecos magníficos, no para mi propia satisfacción, no era vanidoso, sino por Dora. Me acostumbré a llevar botas muy ajustadas por la calle, y de entonces provienen todos los callos que después he tenido. Si las botas que llevaba entonces pudieran comparecer para compararlas con el tamaño natural de mis pies, probarían de la manera más conmovedora el estado de mi corazón.
Y, sin embargo, inválido voluntario en honor de Dora, hacía todos los días muchas leguas a pie con la esperanza de verla. No solamente pronto fui tan conocido como el cartero en la carretera de Norwood, sino que tampoco descuidaba las calles de Londres. Erraba por los alrededores de las tiendas de modas y de los bazares como un aparecido; me paseaba arriba y abajo por el parque; me rendía. A veces, después de mucho tiempo y en raras ocasiones, la percibía. A veces la veía agitar su guante a la portezuela de un coche, o me la encontraba a pie y daba algunos pasos con ella y con miss Murdstone, y le hablaba. En este último caso después me sentía siempre muy desgraciado por no haberle dicho nada de lo que más me preocupaba, de no haberle dado a entender toda la grandeza de mi afecto, en el temor de que ella ni siquiera pensara en mí. Pueden figurarse cómo suspiraba por una nueva invitación de míster Spenlow. Pero no; era constantemente defraudado: no recibí ninguna.
Era necesario que mistress Crupp fuera una mujer dotada de gran intuición, pues mi enamoramiento sólo databa de algunas semanas, y ni siquiera había tenido todavía valor, al escribir a Agnes, de explicarle más claramente pues sólo le había dicho que estuve en casa de míster Spenlow, cuya familia se reducía a una sola hija; era necesario, repito, que mistress Crupp fuera una mujer de gran intuición, pues desde el primer momento descubrió mi secreto. Una noche, que yo estaba sumergido en un profundo abatimiento, subió para preguntarme si no podría darle, para aliviarle de sus «espasmos» , una cucharada de tintura de cardamomo mezclada con ruibarbo y con cinco gotas de esencia de clavo, que era el mejor remedio para su enfermedad. Si no tenía aquel licor a mano podía reemplazarlo con un poco de aguardiente, que, aunque no le resultaba muy agradable, según decía, de no ser la tintura de cardamomo era lo mejor. Como yo no había oído nunca hablar de lo primero y tenía siempre una botella de lo segundo en mi armario, di un vaso a mistress Crupp, que empezó a beberlo en mi presencia, para probarme que no era mujer que hiciese mal uso de ello.
—Vamos, valor, señorito —me dijo mistress Crupp—; no puedo soportar el verle así; yo también soy madre.
No comprendía bien cómo podría yo aplicarme aquel «yo también», lo que no me impidió sonreír a mistress Crupp con toda la benevolencia de que soy capaz.
—Vamos, señorito —insistió mistress Crupp—, le pido que me perdone; pero sé de lo que se trata, señorito. Se trata de una señorita.
—Mistress Crupp —respondí yo, enrojecido.
—¡Que Dios le bendiga! No se deje abatir, señorito —dijo mistress Crupp con un gesto animador, ¡Tenga valor, señorito! Si ésta no le sonríe, no faltarán otras. Es usted un joven con el que se está deseando sonreír, señorito Copperfull; debe usted aprender lo que vale.
Mistress Crupp siempre me llamaba Copperfull; en primer lugar, sin duda, porque no era mi nombre, y en segundo, en recuerdo de algún día de bautizo.
—¿Qué es lo que le hace suponer que se trata de una señorita, mistress Crupp?
—Míster Copperfull —dijo mistress Crupp en tono conmovido—, ¡yo también soy madre!
Durante un momento mistress Crupp no pudo hacer otra cosa que tener apoyada la mano sobre su seno de nanquín y tomar fuerzas preventivas contra la vuelta de su enfermedad, sorbiendo su medicina. Por fin me dijo:
—Cuando su querida tía alquiló para usted estas habitaciones, míster Copperfull, yo me dije: «Por fin he encontrado a alguien a quien querer; ¡bendito sea Dios!; por fin he encontrado alguien a quien querer». Esas fueron mis palabras… Usted no come apenas, ni bebe…
—¿Y es en eso en lo que funda sus suposiciones, mistress Crupp? —pregunté.
—Señorito —dijo mistress Crupp en un tono casi severo—, he cuidado la casa de muchos jóvenes. Un joven podrá arreglarse mucho, o no arreglarse bastante. Puede peinarse con cuidado, o no hacerse siquiera la raya. Puede llevar botas demasiado grandes o demasiado pequeñas; eso depende del carácter; pero sea cual sea en el extremo que se lance, en uno a otro caso siempre hay una señorita por medio.
Mistress Crupp sacudió la cabeza con aire tan decidido, que yo no sabía qué cara poner.
—El caballero que ha muerto aquí antes que usted viniese —dijo mistress Crupp—, pues bien, se había enamorado… de una criada, y al momento hizo estrechar todos sus chalecos, para que no se notara lo hinchado que estaba por la bebida.
—Mistress Crupp —le dije—, le ruego que no compare a la jovencita de que se trata con una criada ni con ninguna otra criatura de esa especie; hágame el favor.
—Míster Copperfull —contestó mistress Crupp—, yo también soy madre, y no lo haré. Le pido perdón por mi indiscreción. No me gusta mezclarme en lo que no me incumbe. Pero usted es joven, míster Copperfull, y mi opinión es que tenga usted valor, que no se deje abatir y que se estime en lo que vale. Si usted pudiera dedicarse a algo —dijo mistress Crupp—, por ejemplo, a jugar a los bolos, es una diversión, le distraería y le sentaría bien.
A estas palabras mistress Crupp me hizo una reverencia majestuosa, a manera de gracias por mi medicina, y se retiró fingiendo cuidar mucho de no verter el aguardiente, que ya había desaparecido por completo. Viéndola alejarse en la oscuridad, se me ocurrió que mistress Crupp se había tomado una singular libertad dándome consejos; pero, por otro lado, no me disgustaba. Era una lección para saber guardar mejor mis secretos en el futuro.
Tommy Traddles
Quizá fue a consecuencia del consejo de mistress Crupp, o quizá también sin mayor razón que la de recordar algunas partidas que había jugado con Traddles, por lo que al día siguiente se me ocurrió ir en busca de mi antiguo camarada. El tiempo que debía pasar fuera de Londres había transcurrido, y habitaba en una callejuela cercana a la Escuela de Veterinaria, en Camden Town, barrio principalmente habitado, según me dijo uno de nuestros empleados, que vivía cerca, por jóvenes estudiantes de la Escuela, que compraban burros vivos para hacer con ellos experimentos en sus habitaciones particulares. Me hice dar por aquel mismo empleado algunos datos sobre la situación de ese retiro académico, y a mediodía me encaminé en busca de mi antiguo camarada.
La calle en cuestión dejaba bastante que desear, y me habría gustado mayor comodidad para mi amigo Traddles. Parecía que sus habitantes eran demasiado propensos a lanzar en medio de la calle todo lo que les estorbaba; de manera que no solamente estaba llena de fango y basura, sino que además reinaba el mayor desorden y estaba llena de hojas de coles. Y aquel día no era eso todo, pues además de las verduras había una zapatilla vieja, una cacerola sin fondo, un sombrero negro y un paraguas, todo en mayor o menor estado de descomposición, según pude apreciar mientras buscaba el número deseado.
El aspecto general del lugar me recordó vivamente los tiempos en que yo vivía con los Micawber. Cierto aspecto indefinible de elegancia venida a menos, que se observaba en la casa que yo buscaba, diferenciándola de las otras (aunque todas estaban construidas sobre el mismo patrón y parecían esos intentos primitivos de colegial torpe que aprende a dibujar casas), me recordaba todavía más a mis antiguos huéspedes. El diálogo a que asistí al llegar a la puerta, que acababan de abrir al lechero, no hizo más que avivar mis recuerdos.
—Veamos —decía el lechero a una criada muy jovencita—, ¿han pensado ya en mi cuenta?
—¡Oh! El señor dice que se ocupará de ella enseguida —respondió.
—Porque… —repuso el lechero continuando como si no hubiera recibido respuesta y hablando más bien, según me pareció (por el tono y las miradas furiosas que lanzaba hacia el interior), para que le escuchase alguien que estaba dentro de la casa, que para la criadita— porque hace ya tanto tiempo que esta cuenta va corriendo, que empiezo a creer que va a seguir corriendo siempre, y luego va a ser difícil atraparla. ¡Y puede usted comprender que eso no lo puedo consentir! —gritó cada vez más alto, atravesando con su tono penetrante toda la casa desde el corredor.
Sus modales eran una anomalía nada de acuerdo con su tranquilo oficio de lechero. Su cólera habría resultado excesiva en un carnicero y hasta en un vendedor de aguardiente. La voz de la criadita se debilitó; pero me pareció, por el movimiento de sus labios, que murmuraba de nuevo que iban a ocuparse enseguida de la cuenta.
—Escucha lo que voy a decirte —repuso el lechero fijando los ojos en ella por primera vez y cogiéndola de la barbilla—: ¿te gusta la leche?
—Sí, mucho —replicó.
—Pues bien —continuó el lechero—; mañana no la traeré, ¿me oyes? Mañana no traeré ni una gota.
La chica pareció tranquilizada al saber que, por lo menos, hoy sí la tendrían. El lechero, después de hacer un gesto siniestro, le soltó la barbilla, y abriendo su cacharra de la peor gana del mundo llenó la de la familia. Después se marchó gruñendo y se puso a vocear en la calle la leche en tono furioso.
—¿Vive aquí míster Traddles? —pregunté.
Una voz misteriosa respondió «sí» desde el fondo del corredor. Entonces la criadita repitió: «Sí.»
—¿Está en casa?
La voz misteriosa respondió de nuevo afirmativamente, y la criada hizo eco. Entonces entré y, por las indicaciones de la muchacha, subí, seguido, según me pareció, por un ojo misterioso, que pertenecía sin duda a la voz misteriosa, y procedente de una habitación de la parte de atrás de la casa.
Encontré a Traddles esperándome en el descansillo de la escalera. La casa no tenía más que un piso, y la habitación en que me introdujo, con gran cordialidad, estaba situada en la parte de delante. Estaba muy limpia, aunque pobremente amueblada. Vi que esa era toda su vivienda, pues tenía un lecho-diván, y los cepillos y betunes estaban escondidos entre los libros, detrás de un diccionario, sobre el estante más alto. Tenía la mesa cubierta de papeles; estaba vestido con un traje muy viejo, y trabajaba con toda su alma. Yo no miraba nada; pero lo vi todo a la primera ojeada, antes de sentarme: hasta una iglesia pintada en el tintero de porcelana. Era también una facultad de observación que había aprendido a ejercitar en los tiempos de los Micawber. Diferentes arreglos ingeniosos de su invención, para disimular la cómoda o para esconder las botas, el espejo de afeitarse, etc., me recordaban con una exactitud completamente peculiar las costumbres de Traddles en los tiempos en que gastaba el tiempo en tonterías, o cuando se consolaba de sus penas con las famosas obras de arte de las cuales he hablado más de una vez.
En un rincón de la habitación vi algo que estaba cuidadosamente cubierto con un gran paño blanco, sin poder adivinar lo que era.
—Traddles —le dije estrechándole por segunda vez la mano cuando estuve sentado—, estoy encantado de verte.
—Yo sí que estoy encantado, Copperfield —replicó—. ¡Oh, sí! ¡Muy contento! El día que nos encontramos en casa de míster Waterbrook estaba radiante, y estaba seguro de que te ocurría lo mismo. Por eso te di la dirección de mi casa, en lugar de darte la de mi bufete.
—¡Oh! ¿Tienes bufete? —dije.
—Es decir, la cuarta parte de un bufete y de un pasillo, y también la cuarta parte de un empleado —repuso Traddles—. Nos hemos reunido cuatro para alquilar un estudio, y que parezca que tenemos asuntos, y al empleado también le pagamos entre los cuatro. Me cuesta media corona por semana.