Recorrí aquella casa funesta; cerré todas las ventanas, terminando por las de la habitación donde «él» descansaba. Levanté su mano helada y la puse sobre mi corazón. El mundo entero me parecía muerte y silencio, sólo interrumpido por el gemido doloroso de la madre.
Los emigrantes
Todavía tenía una cosa más que hacer antes de ceder al choque de aquellas emociones, y era ocultar, a los que iban a partir, lo que había sucedido, y dejarles emprender el viaje en una feliz ignorancia. Para esto no había tiempo que perder.
Cogí a míster Micawber aparte aquella noche y le confié el cuidado de impedir que aquella terrible noticia llegara a míster Peggotty. Se encargó con gusto de ello y me prometió interceptar todos los periódicos, que sin aquella precaución pudieran revelárselo.
—Antes de llegar a él —dijo míster Micawber, golpeándose el pecho— sería necesario que esa triste historia pasara por encima de mi cadáver.
Míster Micawber, desde que trataba de adaptarse a su nuevo estado de sociedad, había tomado aires de cazador aventurero, si no precisamente en contra de las leyes, al menos a la defensiva. Hubiera podido tomársele por un hijo del desierto, acostumbrado desde hacía mucho tiempo a vivir fuera de los confines de la civilización y a punto de volver a sus desiertos nativos. Se había provisto, entre otras cosas, de un traje completo de hule, y de un sombrero de paja, de copa muy baja y untado por fuera de alquitrán. Con aquel traje grosero, y un telescopio común de marinero debajo del brazo, dirigiendo a cada instante al cielo una mirada de entendido, como si esperase mal tiempo, tenía un aspecto mucho más náutico que míster Peggotty. Si puedo expresarme así, había preparado para la acción a toda su familia. Encontré a mistress Micawber con el sombrero más hermético, más cerrado y más discreto, sólidamente atado bajo la barbilla, y cubierta con un chal que la empaquetaba como me habían empaquetado a mí en casa de mi tía el día en que había ido a verla por primera vez. Mistress Micawber, por lo que pude ver, también se había preparado para hacer frente al mal tiempo, aunque no había nada superfluo en su vestimenta. A Micawber hijo apenas si se le veía, perdido bajo el traje de marinero más peludo que he visto en mi vida. En cuanto a los niños, los habían embalado, como conservas, en estuches impermeables. Míster Micawber y su hijo mayor tenían las mangas subidas para demostrar que estaban dispuestos a echar una mano en cualquier parte o a subir al puente y cantar en coro al subir el ancla «Yeo… yeo… yeo», a la voz de mando.
Con este aparejo los encontramos reunidos por la noche, bajo la escalera de madera, que llamaban entonces «Hungerford Stairs». Vigilaban la salida de una barca que llevaba parte de su equipaje. Yo había contado a Traddles el cruel suceso, que le había conmovido dolorosamente; pero se daba cuenta como yo de que convenía guardar el secreto, y venía a ayudarme en este último servicio. Allí mismo fue donde me llevé a míster Micawber a solas y obtuve de él aquella promesa.
La familia Micawber se alojaba en un sucio tabernucho, completamente al pie de «Hungerford Stairs», cuyas habitaciones, de tabiques de madera, avanzaban sobre el río. La familia de emigrantes excitaba bastante la curiosidad en el barrio, y estuvimos encantados de poder refugiarnos en su habitación. Era precisamente una de esas habitaciones de madera, por debajo de las cuales sube la marea. Mi tía y Agnes estaban allí, muy ocupadas, confeccionando algunos vestidos suplementarios para los niños. Peggotty las ayudaba; tenía delante de sí su vieja caja de labor, con su metro y el pedacito de cera, que había atravesado sano y salvo tantas vicisitudes.
Me costó mucho trabajo eludir sus preguntas, y todavía más el insinuar en voz baja, y sin ser observado, a míster Peggotty, que acababa de entrar, que había entregado la carta y que todo iba bien. Pero por fin lo conseguí, y los pobres eran dichosos. Yo no debía de estar muy alegre; pero había sufrido bastante personalmente para que a nadie pudiera extrañarle.
—¿Y cuándo se pone el barco a la vela, míster Micawber? —preguntó mi tía.
Míster Micawber juzgó necesario preparar poco a poco a mi tía o a su mujer para lo que iba a decirles, y les dijo que sería antes de lo que se esperaba la víspera.
—¡El barco lo habrá avisado, supongo! —dijo mi tía.
—Sí, señora —respondió.
—Y bien —dijo mi tía—, ¿se echa a la mar?
—Señora —respondió él—, estoy informado de que tenemos que estar a bordo mañana, a las siete de la mañana.
—¿Eh? —dijo mi tía—. ¡Qué pronto! ¿Es eso cierto, míster Peggotty?
—Sí, señora; el barco bajará el río con la próxima marea. Si el señorito Davy y mi hermana vienen a Gravesen con nosotros, mañana a mediodía nos despediremos.
—Puede usted estar seguro —le dije.
—Hasta entonces, y hasta el momento en que estemos en el mar —dijo míster Micawber lanzándome una mirada de inteligencia—, míster Peggotty y yo vigilaremos juntos nuestros equipajes. Emma, amor mío —continuó míster Micawber, tosiendo con la majestad de costumbre para aclararse la voz—, mi amigo míster Thomas Traddles tiene la bondad de proponerme en voz baja que le permita encargar todos los ingredientes necesarios para la composición de cierta bebida, que se asocia naturalmente en nuestros corazones, al rosbif de la vieja Inglaterra; quiero decir… ponche. En otras circunstancias yo no me atrevería a pedir a miss Trotwood y a miss Wickfield… pero…
—Todo lo que puedo decir —contestó mi tía— es que, en cuanto a mí, beberé a su salud y a su éxito con el mayor gusto, míster Micawber.
—Y yo también —dijo Agnes sonriendo.
Míster Micawber bajó inmediatamente al mostrador y volvió cargado con una olla humeante. No pude por menos de observar que pelaba los limones con un cuchillo que tenía, como conviene a un plantador consumado, de lo menos un pie de largo, y que lo limpiaba con ostentación sanguinaria en la manga de su traje. Mistress Micawber y los dos hijos mayores estaban también provistos de aquellos formidables instrumentos; en cuanto a los más pequeños, les habían atado a cada uno, a lo largo del cuerpo, una cuchara de madera, pendiente de un fuerte cordón. También, para gustar de antemano la vida de a bordo o de su existencia futura en medio de los bosques, míster Micawber se complació en ofrecer el ponche a mistress Micawber y a su hija en horribles tacitas de estaño, en lugar de emplear los vasos que llenaban una mesa. En cuanto a él, nunca había estado más encantado que aquella noche, bebiendo en su pinta de estaño y volviendo a guardarla cuidadosamente en el bolsillo al fin de la velada.
—Abandonamos —dijo míster Micawber— el lujo de nuestra antigua patria —y parecía renunciar a él con la más viva satisfacción—. Los ciudadanos de los bosques no pueden esperar encontrar allí los refinamientos de esta tierra de libertad.
En esto, un chico vino a decir que esperaban abajo a míster Micawber.
—Tengo el presentimiento —dijo mistress Micawber, dejando encima de la mesa su tacita de estaño— de que debe de ser algún miembro de mi familia.
—Si es así, querida —observó míster Micawber, con su viveza habitual, cuando se trataba aquel asunto—, como el miembro de tu familia, sea el que sea, hombre o mujer, nos ha hecho esperar durante mucho tiempo, quizá no le moleste ahora esperar a que yo esté dispuesto a recibirle.
—Micawber —dijo su mujer en voz baja—, en un momento como éste…
—¡No habría generosidad —dijo míster Micawber levantándose— en vengarse de las ofensas! Emma, reconozco mis culpas.
—Y además no eres tú quien ha sufrido por ello, sino mi familia. Si mi familia se da cuenta por fin del bien de que se ha privado voluntariamente; si quiere tendernos ahora la mano de amigos, ¡no la rechacemos!
—Querida mía, que así sea.
—Si no lo haces por ellos, Micawber, hazlo por mí.
—Emma —respondió él—, yo no sabría resistir a semejante llamamiento. No puedo prometerte que saltaré al cuello de los de tu familia; pero el miembro de ella que me espera abajo no verá enfriarse su ardor por una acogida glacial.
Míster Micawber desapareció y tardaba en volver. Mistress Micawber tenía aprensión de que hubiera surgido alguna discusión entre él y el miembro de su familia. Por fin, el mismo chico reapareció, y me presentó una carta escrita con lápiz, con el encabezamiento oficial: «Heep contra Micawber».
Por aquel documento supe que míster Micawber, al verse detenido de nuevo, había caído en la más violenta desesperación; me rogaba que le enviase con el muchacho su cuchillo y su trozo de estaño, que podrían serle útiles en la prisión durante los cortos momentos que le quedaban de vida. Me pedía también, como última prueba de amistad, que llevara a su familia al Hospicio de Caridad de la Parroquia y que olvidara que había existido nunca una criatura con su nombre.
Como es natural, le contesté apresurándome a bajar con el chico para pagar su deuda. Le encontré sentado en un rincón, mirando con expresión siniestra al agente de policía que le había detenido. Una vez en libertad, me abrazó con la mayor ternura y se apresuró a inscribir aquello en su libreta, con algunas notas, donde tuvo buen cuidado, lo recuerdo, de añadir medio penique, que yo había omitido, por olvido, en el total.
Aquel memorable cuaderno le recordó precisamente otra transacción, como él lo llamaba. Cuando subimos dijo que su ausencia había sido causada por circunstancias independientes de su voluntad; después sacó de su bolsillo una gran hoja de papel, cuidadosamente doblada y cubierta con una larga suma. A la primera ojeada me di cuenta de que nunca había visto nada tan monstruoso en ningún cuaderno de aritmética. Era, según parece, un cálculo de intereses compuestos sobre lo que él llamaba «el total principal de cuarenta y una libras, diez chelines, once peniques y medio», para épocas diferentes. Después de haber estudiado cuidadosamente sus recursos y comparado las cifras, había llegado a determinar la suma que representaba el todo, interés y principal, por dos años, quince meses y catorce días, desde esa fecha. Había preparado con su mejor escritura una nota que entregó a Traddles, dando miles de gracias por encargarse de su deuda íntegra, como debe hacerse de hombre a hombre.
—Sigo teniendo el presentimiento —dijo míster Micawber moviendo la cabeza con expresión pensativa— de que encontraremos a nuestra familia a bordo antes de nuestra partida definitiva.
Míster Micawber, evidentemente, tenía otro presentimiento sobre el mismo asunto; pero lo metió en su taza de estaño, y se lo tragó todo.
—Si durante el viaje tiene usted alguna ocasión de escribir a Inglaterra, mistress Micawber —dijo mi tía—, no deje de darnos noticias suyas.
—Mi querida miss Trotwood —respondió ella—, seré demasiado dichosa pensando que hay alguien a quien le interesa saber de nosotros, y no dejaré de escribirle. Míster Copperfield, que es desde hace tanto tiempo nuestro amigo, espero que no tenga inconveniente en recibir de vez en cuando algún recuerdo de una persona que le ha conocido antes de que los mellizos fueran conscientes de su existencia.
Respondí que tendría mucho gusto en tener noticias suyas siempre que tuviera ocasión de escribirnos.
—Las facilidades no nos faltarán, gracias a Dios —dijo míster Micawber—. El océano ya es sólo una gran flota, y seguramente encontraremos más de un barco durante la travesía. Es una diversión este viaje —continuó, cogiendo su telescopio—, una verdadera diversión. La distancia es imaginaria.
Cuando lo recuerdo no puedo por menos que sonreír. Aquello era muy de míster Micawber… Antes, cuando iba de Londres a Canterbury, hablaba como de un viaje al fin del mundo, y ahora que dejaba Inglaterra para ir a Australia, le parecía que partía para atravesar la Mancha.
—Durante el viaje probaré a hacerles tener paciencia desgranando mi rosario, y confío que durante las largas veladas no les molestará oír las melodías de mi hijo Wilkins, alrededor del fuego. Cuando mistress Micawber tenga ya el pie seguro y no se maree (perdón por la expresión), ella también les cantará su cancioncita. A cada instante veremos pasar a nuestro lado tiburones y delfines; a babor como a estribor descubriremos todo el tiempo cosas llenas de interés. En una palabra —dijo míster Micawber con su antigua elegancia—, es probable que tengamos a nuestro alrededor tantos motivos de distracción, que cuando oigamos gritar «¡Tierra!» desde lo alto del gran mástil, nos quedemos muy sorprendidos.
Y blandió victoriosamente su tacita de estaño, como si ya hubiera efectuado el viaje y acabara de sufrir un examen de primera clase ante las autoridades marítimas más competentes.
—En cuanto a mí, yo espero sobre todo, mi querido míster Copperfield —dijo mistress Micawber—, que un día revivamos en nuestra antigua patria la persona de algún miembro de nuestra familia. No frunzas el ceño, Micawber; no me refiero ahora a mi familia, sino a los hijos de nuestros hijos. Por vigorosa que pueda ser la rama trasplantada, yo no podré olvidar el árbol de donde ha salido; y cuando nuestra raza haya llegado a la grandeza y a la fortuna, confieso que me gustaría que esa fortuna viniera a las arcas de la Gran Bretaña.
—Querida mía —dijo míster Micawber—, que la Gran Bretaña busque su suerte donde pueda; yo me veo obligado a decir que, como ella no ha hecho nunca gran cosa por mí, no me preocupa mucho su suerte.
—Micawber —continuó mistress Micawber—, haces mal. Cuando se parte para un país lejano, no es para debilitar, sino para fortalecer los lazos que le unen a uno con Albión.
—Los lazos en cuestión, querida mía —repuso míster Micawber—, no me han cargado, lo repito, de obligaciones personales, para que yo tema lo más mínimo formar otros.
—Micawber —insistió mistress Micawber—, insisto en que estás equivocado; tú mismo no sabes de lo que eres capaz, Micawber; y por eso yo cuento con fortalecer, aun alejándote de tu patria, los lazos que lo unen con Albión.
Míster Micawber se sentó en su butaca, con las cejas ligeramente fruncidas; parecía no admitir más que a medias las ideas de mistress Micawber a medida que las enunciaba, aunque estuviera profundamente marcado por la perspectiva que abrían ante él.
—Mi querido míster Copperfield —dijo mistress Micawber—, deseo que míster Micawber comprenda su situación. Me parece extraordinariamente importante que, desde el momento de nuestro embarque, míster Micawber comprenda su situación. Usted me conoce lo bastante, míster Copperfield, para saber que yo no tengo la viveza de carácter de míster Micawber. Yo soy, si se me permite decirlo, una mujer eminentemente práctica. Sé que vamos a emprender un largo viaje; sé que tendremos que sufrir muchas dificultades y privaciones; es una verdad demasiado clara. Pero también sé lo que es míster Micawber; sé mejor que él de todo lo que es capaz. Y por eso considero como de mucha importancia el que míster Micawber comprenda su situación.