David Copperfield (59 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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No tenía duda; era la voz de míster Spenlow; pero yo no me daba cuenta, y además me tenía sin cuidado. Todo había terminado; mi destino estaba cumplido. Estaba cautivo y esclavo. Amaba a Dora Spenlow con locura.

Me pareció una criatura sobrehumana, un hada, una sílfide, no sé qué, algo que nunca había visto y que todos deseamos siempre. Desaparecí en un abismo de amor, sin detenerme en el borde, sin mirar adelante ni atrás; me lancé de cabeza antes de haber podido decirle una palabra.

—Ya conocía a míster Copperfield —me dijo otra voz muy conocida, cuando me inclinaba murmurando algo.

La que hablaba no era Dora, no; era su amiga de confianza, miss Murdstone.

No me sorprendí demasiado; había perdido la facultad de sorprenderme. ¡No había nada en la tierra ni en el mundo material que mereciese sorprenderme fuera de Dora Spenlow! Dije: «¿Cómo está usted, mis Murdstone? Espero que siga usted bien». Ella me contestó: «Muy bien». Y yo dije: «¿Cómo está míster Murdstone?». Y me contestó: «Mi hermano está en perfecta salud, muchas gracias».

Míster Spenlow, que se había sorprendido al ver que nos conocíamos mutuamente, dijo:

—Me alegro mucho, Copperfield, de ver que usted y miss Murdstone se conocen de antes.

—Míster Copperfield y yo —dijo miss Murdstone con severa compostura— nos conocemos desde los días de su infancia. Las circunstancias nos han separado después, y yo no lo habría reconocido.

Yo contesté que la habría reconocido en cualquier parte, y era verdad.

—Mis Murdstone ha tenido la bondad —me dijo míster Spenlow— de aceptar el oficio, si puedo llamarlo así, de amiga de confianza de mi hija Dora. Mi hija tiene la desgracia de haber perdido a su madre, y miss Murdstone se dedica a acompañarla y protegerla.

Pensé que miss Murdstone, como esas pistolas de bolsillo que llaman «protectoras», estaba más hecha para atacar que para defender; pero aquella idea no hizo más que atravesar rápidamente por mi espíritu, como todas las que no se relacionaban con Dora, a quien no dejaba de mirar; y me pareció ver en sus gestos monísimos, un poco tercos y caprichosos, que no estaba muy dispuesta a poner su confianza en aquella compañera y protectora. Pero sonó una campana, y míster Spenlow dijo que era la primera llamada para la comida, y me condujo a mi habitación por si quería arreglarme.

La idea de vestirme, de hacer algo, de moverme siquiera, en aquel estado de amor, habría sido ridícula. No pude más que sentarme ante el fuego, con la llave del maletín en la mano, y pensar en lo encantadora, en lo chiquilla, en los ojos brillantes que tenía la deliciosa Dora. ¡Qué figura, qué rostro, qué gracia la de sus movimientos!

La campana sonó tan pronto, que apenas tuve tiempo de ponerme de cualquier modo el traje. ¡Yo, que hubiera querido poner especial cuidado en semejantes circunstancias! En el comedor había algunas personas, y Dora hablaba con un caballero de cabellos blancos. A pesar de la blancura de sus cabellos y de sus biznietos, él mismo confesaba que era bisabuelo, estaba horriblemente celoso de él.

¡Qué estado de espíritu aquel en que estaba sumergido! ¡Sentía celos de todo el mundo! No podía soportar la idea de que nadie conociese a míster Spenlow mejor que yo. Era una tortura para mí el oír hablar de sucesos en los que yo no había tomado parte. A un señor completamente calvo, de cabeza reluciente y muy amable, se le ocurrió preguntarme, a través de la mesa, si era la primera vez que veía el jardín. En mi cólera feroz y salvaje, no sé lo que habría hecho.

A los demás invitados no los recuerdo; sólo recuerdo a Dora. No tengo idea de lo que comimos; sólo vi a Dora. Creo verdaderamente que me alimenté de Dora, pues rechacé media docena de platos sin tocarlos. Estaba sentado a su lado, y le hablaba; ella tenía la voz más dulce, la risa mas alegre, los movimientos más encantadores y más seductores que hayan esclavizado nunca a un pobre muchacho loco. En ella todo era diminuto, y eso me parecía que la hacía todavía más preciosa.

Cuando dejó el comedor con miss Murdstone (no había allí más señoras), caí en un dulce ensueño, turbado sólo por la viva inquietud de que miss Murdstone le hablase mal de mí. El señor amable y calvo me contó una larga historia de horticultura, según creo. Me pareció que le oía repetir muchas veces «mi jardinero», y hacía como que le prestaba la mayor atención; pero en realidad erraba durante aquel tiempo por el jardín del Edén con Dora. Mis temores de ser perjudicado ante ella se reanudaron, cuando volvimos al salón, al ver el rostro sombrío de miss Murdstone. Pero me tranquilicé de una manera inesperada.

—David Copperfield —dijo miss Murdstone haciéndome una seña para que me acercara con ella a una ventana—, ¡una palabra!

Me encontré frente a miss Murdstone.

—David Copperfield —me dijo miss Murdstone—, no tengo necesidad de extenderme sobre nuestras circunstancias familiares; el asunto no es tentador.

—Muy lejos de ello, señorita —repliqué.

—Muy lejos de ello —repitió miss Murdstone—. No tengo ningún deseo de recordar querellas pasadas ni injurias olvidadas. He sido insultada por una persona, una mujer, siento decirlo por el honor del sexo, y como no podría hablar de ella sin desprecio y sin asco, prefiero no mencionarla.

Estuve a punto de acalorarme defendiendo a mi tía. Pero me contuve y le dije que, en efecto, sería más delicado el no, aludir a ello, y añadí que no consentiría oír hablar de mi tía más que con respeto, y de no ser así, tomaría su defensa.

Miss Murdstone cerró los ojos, inclinó la cabeza con desdén y, después, volviendo a abrirlos lentamente, repuso:

—David Copperfield, no trataré de ocultarle que la opinión que tengo de usted es muy desfavorable desde su infancia. Quizá me he equivocado, o usted ha dejado de justificar esa opinión; por el momento, no se trata de eso. Formo parte de una familia notable, así lo creo, por su firmeza, y no soy persona a quien cambie las circunstancias. Puedo tener mi opinión sobre usted, como usted puede tenerla sobre mí.

Incliné la cabeza a mi vez.

—Pero no es necesario —dijo miss Murdstone— que hagamos aquí gala de esas opiniones. En las circunstancias actuales vale más para todos que no sea así. Puesto que las casualidades de la vida nos han acercado de nuevo y que otras ocasiones semejantes pueden presentarse, soy de la opinión de que nos tratemos uno a otro como simples conocidos. Nuestro parentesco lejano es razón suficiente para explicar esa clase de relaciones, y es inútil ponernos en evidencia. ¿Es usted de la misma opinión?

—Miss Murdstone —repliqué—, opino que míster Murdstone y usted se han portado conmigo cruelmente y que han tratado a mi madre con mucha dureza; conservaré esta opinión mientras viva. Pero comparto plenamente lo que me propone.

Miss Murdstone cerró de nuevo los ojos e inclinó otra vez la cabeza; después, tocando el reverso de mi mano con sus dedos rígidos y helados, se alejó arreglando las cadenitas que llevaba en los brazos y en el cuello; las mismas, y en el mismo estado exactamente, que la última vez que la había visto. Entonces, pensando en el carácter de miss Murdstone, recordé las cadenas que ponen en las puertas de las prisiones para anunciar a todo transeúnte lo que debe esperarse encontrar dentro.

Todo lo que sé del resto de la velada es que oí a la soberana de mi corazón cantar maravillosas baladas francesas cuyos significados eran, por lo general, que en todo momento había que bailar ¡tralalá, tralalá! Se acompañaba de un instrumento mágico, que parecía una guitarra. Yo estaba sumergido en un delirio de bienaventuranzas. Rechacé todo refresco. El ponche en particular me repugnaba. Cuando miss Murdstone se acercó para llevársela, me sonrió y me tendió su encantadora mano. Yo lancé por casualidad una mirada a un espejo, y vi que tenía todo el aspecto de un imbécil, de un idiota. Volví a mi habitación en completo estado de imbecilidad, y me levanté al día siguiente sumergido todavía en el mismo éxtasis.

Hacía un día hermoso, y como me había levantado muy temprano, pensé que podría pasearme por una de aquellas avenidas alimentando mi pasión con su recuerdo. Al atravesar el vestíbulo me encontré a su perrito; se llamaba Jip, diminutivo de Gipsy. Me acerqué a él con ternura, pues mi amor se extendía hasta él; pero me enseñó los dientes y se refugió debajo de una silla, gruñendo, sin permitirme la menor familiaridad.

El jardín estaba fresco y solitario; yo me paseaba pensando en la felicidad que sentiría si llegara alguna vez a ser novio de aquella maravillosa criatura. En cuanto al matrimonio, o a la fortuna, creo que estaba tan alejado de todo pensamiento de aquel género como en los tiempos en que amaba a la pequeña Emily. Llegar a poder llamarla Dora, a escribirle, a amarla, a adorarla, a creer que ella no me olvidaba, aunque estuviera rodeada de otros amigos, era para mí el máximo de la ambición humana. No hay duda de que yo era entonces un pobre muchacho ridículo y sentimental; pero aquellos sentimientos demostraban tal pureza de corazón que me impiden despreciar absolutamente su recuerdo, por risible que me parezca hoy.

Me paseaba hacía poco rato, cuando a la vuelta de un sendero me encontré con Dora. Todavía enrojezco de pies a cabeza al recordarlo y la pluma me tiembla entre los dedos.

—Sale… usted muy temprano, miss Spenlow —le dije.

—¡Oh! Me aburro en casa; miss Murdstone es tan absurda. Tiene las ideas más extrañas sobre la necesidad de que la atmósfera esté bien purificada antes de que yo salga. ¡Purificada! (Aquí se echó a reír con la risa más melodiosa.) Los domingos por la mañana no estudio, y algo tengo que hacer. Anoche le dije a papá que estaba decidida a salir. Además, es el momento más hermoso del día, ¿no cree usted?

Emprendí el vuelo aturdidamente y le dije, o mejor dicho balbucí, que el tiempo me parecía magnífico en aquel momento; pero que hacía un instante me parecía muy triste.

—¿Es un cumplido —dijo Dora—, o es que el tiempo ha cambiado en realidad?

Contesté, balbuciendo más que nunca, que no era un cumplido, sino la verdad, aunque no había observado el menor cambio en el tiempo; me refería únicamente al que se había producido en mis sentimientos, añadí tímidamente, para terminar la explicación.

Nunca he visto bucles semejantes a los que entonces sacudió Dora para ocultar su rubor; pero no es extraño que no los hubiera visto, pues no había bucles semejantes en el mundo. En cuanto al sombrero de paja con cintas azules que coronaba aquellos bucles, ¡qué tesoro tan inestimable para colgar en mi habitación de Buckinghan-Street, si lo hubiera tenido en mi poder!

—¿Llega usted de París? —le dije.

—Sí —respondió—. ¿Ha estado usted allí alguna vez?

—No.

—¿Irá usted pronto? ¡Le gustará tanto!

Mi fisonomía expresó un profundo sufrimiento. No podía resignarme a pensar que esperaba verme marchar a París, que suponía que podría tener siquiera la idea de ir. ¡Mucho me importaba a mí París y Francia entera! Me sería imposible, en las circunstancias actuales, abandonar Inglaterra ni por todos los tesoros del mundo. Nada podría decidirme. En resumen, dije tanto, que ella empezaba de nuevo a esconder la cara tras los bucles, cuando a lo largo del sendero llegó corriendo el perrito, para descanso nuestro.

Estaba horriblemente celoso de mí, y se obstinaba en ladrarme entre las piernas. Ella lo cogió en brazos ¡oh Dios mío! y le acarició, sin que dejara de ladrar.

No quería que yo le tocara, y entonces ella le pegó; mis sufrimientos aumentaban al ver los golpecitos que le daba en el hocico para castigarle, mientras él guiñaba los ojos y le lamía las manos, al mismo tiempo que continuaba gruñendo entre dientes en voz baja. Por fin se tranquilizó (¡ya lo creo, con aquella barbillita con hoyuelos apoyada en su hocico!) y tomamos el camino de la terraza.

—No tiene usted demasiada amistad con miss Murdstone, ¿verdad? —dijo Dora—. ¡Querido mío! (Estas dos últimas palabras se dirigían al perro. ¡Oh si hubiese sido a mí!)

—No —repliqué yo—; ninguna.

—Es muy fastidiosa —añadió haciendo un gestito—. Yo no sé en qué ha estado pensando papá para traerme de compañera a una persona tan insoportable. ¡No parece sino que necesita una que la protejan! ¡No seré yo! Jip es mucho mejor protector que miss Murdstone. ¿No es verdad, Jip, amor mío?

Él se contentó con cerrar los ojos descuidadamente, mientras ella besaba su cabecita.

—Papá le llama mi amiga de confianza; pero eso no es cierto, ¿verdad, Jip? No tenemos la intención de dar nuestra confianza a personas tan gruñonas, ¿no es verdad, Jip? Tenemos la intención de ponerla en quien nos dé la gana, y de buscarnos solos nuestros amigos, sin que nos los vayan a descubrir, ¿no es verdad, Jip?

Jip, en respuesta, hizo un ruido que se parecía bastante al de un puchero que hirviese. En cuanto a mí, cada palabra era un anillo que añadían a mi cadena.

—Es muy duro que porque no tengamos madre nos veamos obligados a arrastrar a una mujer vieja, fastidiosa, antipática, como miss Murdstone, tras de nosotros, ¿no es verdad, Jip? Pero no te preocupes, Jip, no le daremos nuestra confianza, y disfrutaremos todo lo que podamos a pesar suyo, y le haremos rabiar; es todo lo que podemos hacer por ella, ¿no es verdad, Jip?

Si aquel diálogo hubiera durado dos minutos más, creo que habría terminado por caer de rodillas en la arena, a riesgo de arañármelas y de que, además, me despidieran. Pero, afortunadamente, la terraza estaba cerca y llegamos al mismo tiempo que terminaba de hablar.

Estaba llena de geranios, y quedamos en contemplación ante las flores. Dora saltaba sin cesar para admirar una planta, y después otra; y yo me detenía para admirar las que ella admiraba. Dora, al mismo tiempo que se reía, levantaba al perro en sus brazos, con un gesto infantil, para que oliese las flores; si no estábamos los tres en el paraíso yo por mi parte lo estaba. El perfume de una hoja de geranio me da todavía ahora una emoción mitad cómica mitad seria, que cambia al instante la luz de mis ideas. Veo enseguida el sombrero de paja con las cintas azules sobre un bosque de bucles, y un perrito negro levantado por dos preciosos y finos brazos, para hacerle respirar el perfume de las flores y de las hojas.

Miss Murdstone nos buscaba. Nos encontró y presentó su mejilla absurda a Dora para que besara sus arrugas, llenas de polvo de arroz; después cogió el brazo de su amiga de confianza y nos dirigimos a desayunar, como si fuéramos al entierro de un soldado.

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