El rostro de Arkady explotó en un dolor blanquecino cuando el pie cayó con fuerza sobre él.
Volvió a perder el conocimiento y cuando lo recuperó, estaba sangrando copiosamente por la boca. A juzgar por el dolor y la sensación, la extracción debía de haber requerido más de un intento. Seguían arrastrándolo por los brazos, pero no podía saber cuánto tiempo llevaba inconsciente.
—La bella durmiente ha despertado de nuevo —dijo una voz burlona que ya le resultaba conocida.
—Habría sido mejor para él seguir inconsciente. ¿Quieres darle otra patada?
—No. La última vez me corté el puto talón con esos dientes. ¿Y sabes una cosa? ¡Ni siquiera son de plata! Menudo timo. Ahora que lo pienso, se parece más a un Garra Roja.
—Bueno, si le limpias la sangre…
—No se puede confiar en estos malditos gaianos para nada. Ni siquiera son capaces de ponerse un nombre sin mentir o exagerar o ambas cosas a la vez. Mira, una vez pude ver una Nutria Negra, abajo, me refiero, y ni siquiera era…
—Es
Furia
Negra, idiota. No Nutria.
—¡Bueno, lo que quieras, da igual! ¡Lo que estaba tratando de decirte es que no era negra!
La conversación continuó por los mismos derroteros, una serie de chistes malos a expensas de los primos gaianos de los Danzantes de la Espiral Negra. Arkady no le prestaba demasiada atención, puesto que estaba demasiado ocupado enfocando los esfuerzos de su cuerpo por soldar sus huesos y remendar su carne destrozada. Pareció transcurrir una eternidad antes de que el lento y doloroso proceso de su traslado se detuviera.
Arkady abrió ligeramente los ojos y miró a través de la sanguinolenta mata de pelo que le tapaba la cara. El suelo se inclinaba abruptamente hacia abajo en dirección al centro de la cámara. En el suelo de roca había una grieta irregular, como una especie de agujero de ventilación. Oleadas de aire caliente que trasmitía un leve tufo a humo y queroseno y productos químicos brotaban de allí, provocando que todo cuanto veían sus ojos estuviera cubierto de ondas.
Estaba tirado, boca abajo, sobre la capa de mugre que cubría el suelo. Trató de levantar la cabeza de la suciedad y fracasó. La agonía que acompañó sus esfuerzos estuvo a punto de provocar que perdiera el conocimiento.
—Eh, mira, parece que va a ir solo los últimos pasos y nos ahorrará tener que arrastrarlo hasta el final.
—Seguro que le ha costado lo suyo decidirse. No sé qué tienen estos gaianos contra un poco de trabajo duro…
—Bueno, por mi parte ya estoy cansado de arrastrar su penosa carcasa de acá para allá. Arrójalo rodando al pozo y terminemos de una vez.
Hubo un gruñido y a continuación un pie se introdujo por debajo del hombro de Arkady. Lo hizo rodar hasta colocarlo de cara al techo. Ahogó un aullido de agonía. Una parte de su mente era consciente de que su cuerpo no estaba recto. Evidentemente se había roto algo más que unas pocas costillas.
Le dieron una nueva vuelta. Y otra.
—¡Basta! —gritó con la boca llena de sangre y dientes rotos.
—Bueno, que me aspen… —El perro chamuscado que le había propinado las patadas retrocedió un paso. Uno de sus compañeros de manada se adelantó con las garras extendidas, dispuesto a golpearlo hasta que perdiera de nuevo el sentido, pero aquel se lo impidió—. No, no lo hagas. Esto tengo que verlo.
Mientras lo observaban, Arkady, combatiendo la agonía que recorría de arriba abajo su columna vertebral, volvió a levantar la cabeza de la porquería. Lenta, dolorosamente, logró apoyarse sobre los codos.
—¡Qué hijo de puta! Si va a conseguirlo…
Alguien se echó a reír.
—¿Quién dice que no se le pueden enseñar nuevos trucos a un perro apaleado? Eh, Colmillo Plateado, cuando veas a la Dama, no te olvides de contarle quién te ha enseñado a arrastrarte. Todos los gusanos tienen que aprender a reptar sobre su ombligo.
Arkady esperó a que sus burlonas risotadas remitieran, para que el susurro apagado de su voz pudiera oírse.
—¿Quién?
—¿Quién qué? ¿Quieres decir que quién te ha pateado el culo y enseñado a reptar? La Manada Lluvia-de-Terror. Recuérdalo. Puede que te lo pregunten en el concurso.
—Te será fácil de recordar, dado que hicimos que lloviera terror sobre tu lamentable culo, ¿te acuerdas?
—Yo pensaba que éramos la Manada de Llama-de-Terror.
—Idiota. ¿No recuerdas cuándo…?
Arkady no tuvo ocasión de oír lo que se suponía que el perro chamuscado debía recordar. Toda conversación había cesado de repente en el preciso instante en que él se había incorporado apoyándose sobre las manos y las rodillas. Cerró los párpados y apretó la barbilla en un intento por mantener a raya el ardiente dolor.
—Que me maten. Creo que está tratando de levantarse.
—No apuestes por ello.
La tentación de propinar una patada a la expuesta caja torácica de Arkady resultó imposible de resistir. La patada lo acertó de lleno, con un crujido que pudo oírse en toda la habitación, y volvió a derribarlo. Cayó de lado, más cerca del borde del pozo, mirándolos. Allí la capa de podredumbre que cubría el suelo era más gruesa pero él apenas lo advirtió. No podía prestar atención a nada que no fuera la devoradora agonía de sus costillas.
Cuando el dolor remitió al fin hasta convertirse en un pálpito sordo, empezó poco a poco a captar de nuevo la conversación.
—No tienes nada que decir a eso, ¿eh? Ya lo suponía. —El Danzante escupió y la saliva cayó al suelo a dos centímetros de la mejilla de Arkady—. Estoy cansado de darle patadas a este tío. Ya no es divertido. Arrójalo al pozo de una vez y vámonos de aquí.
—No tengo ningún sitio al que ir. —Cayó una nueva patada, en la boca del estómago, y Arkady se hizo un ovillo a su alrededor—. Podría pasarme toda la noche dando patadas a este bastardo… ¡Eh!
Una fila de dientes rotos se cerró sobre el tobillo del agresor, que profirió un grito de dolor. Mientras Arkady se doblaba bajo la fuerza del golpe, había cambiado a su forma de lobo. Sus mandíbulas se cerraron, rápidas como el pensamiento, sobre la pierna que lo había golpeado y apretaron con todas sus fuerzas.
Con un aullido de agonía, el Danzante de la Espiral Negra adoptó su forma de guerra. El tobillo atrapado se dobló hacia atrás pero Arkady no lo soltó. Empezó a resbalar sangre caliente y saliva sobre el pie del Danzante mientras trataba de sacudirse al lobo de encima.
Aun en su forma lupina, Arkady no creía que fuera capaz de incorporarse. Se vio zarandeado violentamente de un lado a otro. Era como tratar de mantenerse aferrado al brazo de un oso herido.
—¡Quitádmelo! —chilló el Danzante pero sus camaradas de manada se lo estaban pasando tan bien que no se apresuraron a acudir en su ayuda. Por su parte, él propinaba un golpe tras otro a Arkady en la cabeza y los hombros, tratando de quitárselo de encima. Pero el Colmillo Blanco se mantuvo firme y adoptó la colosal y primaria forma de lobo gigante conocida como Hispo.
Con cada trasformación se sentía más fuerte, más seguro de sí mismo, mientras sus huesos y tendones se soldaban y las terribles heridas que había recibido se iban cerrando. Las poderosas mandíbulas de su forma Hispo podrían, cuando hubiera reunido unas pocas fuerzas, destrozar los huesos de su enemigo como si fueran ramitas.
A esas alturas, incluso los que no estaban metidos en la pelea se daban cuenta de que las cosas se les estaban escapando de las manos. Arkady vio por el rabillo del ojo que se le acercaban desde todas direcciones. En un gambito desesperado, soltó el tobillo del Danzante, se revolvió y lanzó todo su ahora considerable peso contra la parte trasera de las rodillas de su adversario.
Trataba de ganar un poco de tiempo y de espacio para poder enfrentarse mejor a los nuevos asaltantes. Pero el ataque resultó más efectivo de lo que había esperado. Herido ya y además desequilibrado, el Danzante no recibió bien el golpe contra sus rodillas. Se inclinó y cayó al suelo.
Por un momento sacudió los brazos desesperadamente, tratando de sujetarse en alguna parte del borde del pozo, pero no encontró asidero alguno entre la malsana porquería. Arkady vio el destello de terror en sus ojos mientras caía y desaparecía de su vista. El aullido del Danzante caído siguió resonando varios minutos en sus oídos aun después de haberse vuelto para enfrentarse al resto de la manada.
Daban vueltas a su alrededor con mucha cautela, sabedores de que un animal herido puede ser el más peligroso de los adversarios. El pelaje de Arkady se erizó y lanzó un gruñido de advertencia.
—¿Os lo podéis creer?
¡Todavía
tiene ganas de luchar!
—Cierra el pico. Sigue acercándote. Despacio y con cuidado.
Metódicamente empezaron a empujar a Arkady hacia la grieta. Lo hacían bien, avanzando con mucha lentitud y seguridad. De vez en cuando, alguno de ellos se acercaba demasiado y lo pagaba caro. Pero, incluso a cuatro patas, Arkady estaba teniendo dificultades para mantenerse en pie. Sólo era el palpitar de la batalla —el arrebato de furia y adrenalina— lo que lo mantenía erguido. De haber estado más seguro del traicionero suelo que pisaba, habría adoptado su colosal forma Crinos de guerrero. Pero no podía arriesgarse a dar un mal paso, y cuatro patas —incluso cuatro patas temblorosas— eran mejores que dos.
Entonces, inesperadamente, cayeron todos sobre él. La silenciosa señal que había puesto el ataque en marcha se le había pasado por alto pero ya daba igual. A esas alturas, lo único que importaba era tratar de dar lo máximo de sí mismo. Halcón mediante, podría llevarse algunos de ellos consigo, o al menos dejarles algo para que lo recordaran.
A modo de desafío, saltó directamente contra los dientes del Danzante más cercano. El inesperado contraataque sobresaltó al asaltante y trató de desviarlo en lugar de apartarse de su camino. Ésta hubiera sido la reacción más sensata frente a unos cientos de kilos de músculo tenso y refulgentes garras lanzadas a toda velocidad en la trayectoria de su carga.
Los dos adversarios chocaron con una fuerza estremecedora y el Danzante cayó de espaldas. Chocó contra el suelo y se le escapó todo el aire de los pulmones, antes incluso de que las garras de Arkady le abrieran al desgraciado un par de profundas heridas en el bajo vientre.
Al instante, el Colmillo Plateado se encaramó de un salto a él y le desparramó los intestinos con las garras. Pero resbaló y trastabilló y estuvo a punto de caer con las patas abiertas sobre el suelo de roca. Volvió a levantarse, pero aquella insignificante demora resultó su ruina. Una barra de hierro cayó con terrible fuerza sobre su espalda ya lastimada. Lanzó un aullido mientras oía cómo crujían y se hacían añicos unas vértebras. Se revolvió, lo que provocó una nueva y renovada agonía, y trató de alcanzar a su atacante con las garras.
La barra se alzó y descendió y esta vez le hizo caer. La tercera vez cayó sobre su cráneo y todo empezó a volverse negro. Sacudió la cabeza para aclarársela, al tiempo que abría el hocico y le lanzaba a su atacante un aullido desafiante. Reunió las fuerzas que le quedaban para dar un último salto.
El Danzante de la Espiral Negra que tenía delante captó el movimiento, por supuesto, en la hinchazón de los músculos de la espalda y los hombros. Se preparó para recibir la última y desesperada acometida de Arkady, empuñando su barra con las dos manos como si fuera un bate de béisbol.
Arkady saltó. Su oponente balanceó el bate pero había malinterpretado el salto de Arkady. El arma pasó demasiado tarde y a un metro largo de distancia del lugar en el que la forma de Arkady estaba cortando el aire. La fuerza de su propio ataque hizo que el Danzante girara sobre sí mismo.
Sólo entonces se hizo evidente el propósito del salto de Arkady. No estaba dirigido contra el Danzante que empuñaba la barra ni contra ninguno de los miembros de Lluvia-de-Terror. Con un último ladrido de desafío, Arkady se precipitó con las garras por delante sobre al precipicio.
Largo tiempo cayó Arkady en la oscuridad. Caía a plomo, como una estrella en descenso. Un ángel rebelde arrojado desde los cielos al oscuro vacío. Había tomado las riendas de su destino, había preferido un exilio voluntario a la derrota a manos de sus enemigos. Pero ¿qué había ganado? Caía describiendo una espiral, con la dignidad intacta pero sin saber cuánto tiempo tendría para disfrutar de aquella pequeña victoria, aquella llamarada de desafío.
El viento aullaba en sus oídos mientras caía, burlándose de él por haber huido, por haber dejado a sus enemigos con el control del campo de batalla. Por mucho que lo intentara, no lograba acallarlo a gritos ni dejar de oír sus mofas.
Nueve veces trocaron sol y luna sus posiciones en su eterna persecución. Cada uno de ellos se alzó por encima de su cabeza y a continuación, riendo, descendió pasando a su lado. No respondió a su desafío. Se aferraba obstinadamente a su trayectoria, como si temiera que fuera a perderse si se extraviaba un solo momento de su camino. Como si tuviera algo que decir al respecto. Había tomado su decisión en la caverna, cuando se había zambullido en este reino de viento y vértigo. Y ahora estaba comprometido. Decepcionados, los orbes celestes no tardaron en perder todo interés en él y reanudaron su juego, dando giros y giros idénticos por el firmamento de las alturas y por el vacío de las profundidades.
Sólo los vientos, siempre presentes, permanecían a su lado.
—Deberías estar muerto —susurraban—. ¿Por qué no te dejas ir? Déjanos las cosas a nosotros. No tiene sentido seguir luchando. Ahora estás en nuestro reino, a salvo. ¿Por qué sigues luchando? ¿Qué hay aquí para que sigas luchando, nuestro bravo y joven guerrero?
No les contestó. No tenía contestación para ellos. Estaba solo con los vientos.
Pareció haber pasado una eternidad cuando los vientos volvieron a ponerlo a prueba.
—Míralo de esta manera —empezaron diciendo, porque el viento siempre es razonable excepto cuando se le provoca—. O bien esta caída va a terminar, de manera repentina y dolorosa, o no va a hacerlo. Y me temo que para ti es lo mismo. Más vale descansar ahora, dejarte ir. Dejar que nosotros nos encarguemos de todo de ahora en adelante.
Nuevamente volvió a negarlos. Tenían razón, por supuesto. Ya había perdido todo deseo de seguir luchando. Estaba vacío, a la deriva, a su merced. Los vientos hubieran podido levantarlo o con la misma facilidad retirarle su favor y abandonarlo a la avaricia de Gaia, el desesperado y eterno afán del amante desesperado.