Danzantes de la Espiral Negra (3 page)

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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

BOOK: Danzantes de la Espiral Negra
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Cautelosamente, sin hacer ningún movimiento brusco que pudiera interpretarse como el preludio a un ataque, bajó el cuerpo al suelo. La muchacha yacía ahora en la misma entrada de la cueva. Si Arkady hubiera estirado el brazo, habría podido alcanzar el arco de luz de luna que la atravesaba.

Se irguió en toda su estatura al tiempo que se volvía hacia ellos. Los perros chamuscados, los había llamado ella. Pero él los conocía por otro nombre, un nombre más antiguo. El nombre que los Aullantes Blancos, la antigua tribu de licántropos que había sucumbido hacía tiempo a la corrupción, habían adoptado para sí mismos: los Danzantes de la Espiral Negra. Echó la cabeza atrás y lanzó un aullido de desafío a la cara de sus cada vez más numerosos adversarios.

Parecían chamuscados, eso era cierto. Eran negros como la brea y sus facciones estaban retorcidas y desfiguradas como si hubieran sido esculpidas con la caricia del fuego. Les habían quemado el pelaje, dejando tras de sí unas cerdas erizadas, tan afiladas como alambre de espino. Pero Arkady sabía que la llama corruptora que los había marcado —que había retorcido sus mismos cuerpos para servir a sus propósitos— no había caído sobre ellos desde fuera. Los había atacado desde dentro.

Aquellos monstruos eran los Garou que habían conocido la caricia de la Espiral Negra. Habían buscado su contacto, lo habían anhelado. Su beso significaba poder para aquellos que poseían la fuerza y el coraje necesarios para recorrer la espiral, seguir su tortuosa lógica a través de los nueve giros hasta llegar al centro. Pero éstos eran de una raza diferente. Los aspirantes que habían tratado de alcanzar el poder y habían fracasado. Aquellos que habían retrocedido arrastrándose del centro de la espiral.

Mis predecesores
, pensó y lanzó un bufido despectivo.
Si tengo la suerte de atravesar la espiral. Y, por supuesto, regresar después
.

Mientras adoptaba una postura defensiva entre ellos y la chica, los perros chamuscados se aproximaron reptando, emergiendo como una inundación de las oscuras cavidades y pasadizos que se extendían más allá. Había docenas de ellos, puede que hasta medio centenar. Algunos venían erguidos y arrastrando los pies, otros brincando a cuatro patas. Otros se dejaron caer desde el techo irregular con aullidos propios de murciélagos. Y luego venían los desgraciados, desechos cuyos cuerpos, mentes o espíritus estaban demasiado quebrantados y no podían más que arrastrarse dejando tras de sí los rastros entremezclados de sus propias secreciones.

Clavó la mirada en el primero de la oleada. Arkady buscó una reacción en su interior mientras cambiaba de forma. Buscó el reflejo de su grandeza en aquella oscura superficie cristalina. Pero incluso aquel pequeño placer le fue negado.

Los ojos del primero de los perros eran blancos como la leche y no podían ver. Había algo perturbador en ellos. Inquietaron a Arkady y se encontró mirándolos fijamente mientras los demás se aproximaban. Era demasiado cambiante, el blanco de aquellos ojos.
Demasiado líquido
, pensó. Se agitaban en el interior de las cuencas como si la llama que hubiera engullido al despojo aquel los hubiera fundido parcialmente.

Arkady se sacudió para librarse del influjo que aquellos ojos tenían sobre él. De repente su pelaje despidió en la oscuridad un destello blanco. Y como si aquélla fuera una señal prevista de antemano que hubieran estado esperando, la hueste entera de Danzantes de la Espiral Negra cayó sobre él.

Arkady no tuvo tiempo de seguir examinando a sus enemigos. Hizo un movimiento ascendente con las garras desplegadas. El golpe acertó al primero de ellos en la parte baja del abdomen. La fuerza del ataque era tal que el Espiral se levantó del suelo mientras su carne se separaba a ambos lados del puño de Arkady, como agua rompiendo sobre la proa de un barco.

Por un momento, creyó ver algo que se encendía en el interior de aquellos ojos ciegos y lechosos. Un destello de reconocimiento, quizá. Una comprensión de la oscuridad aún mayor que se cernía sobre él. Duró sólo una fracción de segundo y entonces Arkady sintió el impacto de sus garras contra los primeros huesos de la caja torácica y pivotó sobre sí mismo al tiempo que sacaba las garras para evitar que se quedaran enganchadas.

El cuerpo del perro chamuscado continuó su movimiento, como si no fuera consciente de que ya no había ninguna voluntad dirigiéndolo, hacia adelante (su propio vector) y hacia arriba (el que Arkady le había impuesto).

Por un momento Arkady tuvo la impresión de que iba a levantar el vuelo, de que le saldrían unas alas coriáceas de murciélago y haría un desesperado intento final de llegar a la salida. De escapar del pozo de Malfeas del que había salido.

Entonces, casi de manera cohibida, como un personaje de dibujos animados que de repente comprende que ha saltado del borde del precipicio, el cuerpo alcanzó el cénit de su trayectoria, quedó un segundo allí suspendido y cayó al suelo, sin vida. Aterrizó a menos de un metro de Sara. Ella ni siquiera se agitó.

Arkady no esperó a ver dónde caía. Ya estaba apartándose, puños, pies, las garras mortales realizando los pasos gráciles de una elaborada danza de muerte. Entonces la música de la batalla, una sinfonía de furia, lo arrojó en mitad de sus enemigos.

Cabalgó sobre su excitación, la oleada pura de furia asesina, mientras se arrojaba hacia delante. Dos de ellos estaban en el suelo antes de que hubieran tenido tiempo de cerrar su línea a su alrededor para cortarle toda posible retirada. Tres. Su primera línea cedió terreno frente a su acometida, que tenía la fuerza de un tren de mercancías, pero las filas posteriores aguantaron. Sabía que pronto se recobrarían de la sorpresa inicial y entonces sus instintos de jauría tomarían el control.

Al mismo tiempo que el pensamiento se formaba, se dio cuenta de que el círculo se estrechaba a su alrededor. El más osado de sus adversarios se adelantó con las garras preparadas para atacar, pero se retiró en cuanto Arkady se volvió hacia él. Inmediatamente, otro asaltante estaba a su espalda, lanzando dentelladas con las poderosas mandíbulas. Arkady le propinó un golpe de revés que hizo retroceder al Danzante hacia el círculo, pero un tercer adversario estaba ya sobre él.

Lo acosaban desde todos lados, tratando de cansarlo. Arkady apenas podía mantenerlos a raya, y no logró alcanzar a ninguno con las garras o los colmillos hasta el quinto que trató de atacarlo. No se apartó de él a tiempo y lo pagó caro. Sin embargo, el círculo se desplazó y arrastró a Arkady cada vez más al interior del oscuro pasadizo. Perdió de vista el cuerpo del adversario caído.

Ahora estaba rodeado por una tormenta de carras y colmillos que lo azotaba como un viento gélido. Por un momento, se vio a sí mismo en lo alto de un picacho solitario, contemplando cómo se formaba una vasta tormenta que se extendía como un sudario para cubrir todo el horizonte. Saltó, cortó, empaló y sajó pero todos sus esfuerzos eran ineficaces, fútiles, ridículos. Lo mismo hubiera podido arrojarse contra el oleaje tratando de contener las mareas.

Y aquella tempestad podía permitirse el lujo de ser paciente. Los Danzantes sólo estaban poniendo a prueba sus defensas. Estaban esperando que se fatigase, a que tropezase o a que sencillamente reaccionase con demasiada energía a uno de sus ataques de tanteo, rápidos como el relámpago. Entonces la fuerza entera del remolino caería sobre él, una docena de salvajes y oscuros truenos que descendería en masa sobre su cabeza, lo arrastrarían al suelo, lo atraparían e inmovilizarían bajo el peso de su sus pelajes negros y erizados como alambre de espino.

Arkady ya sabía que si caía había pocas posibilidades de que pudiera volver a levantarse. Lo aplastarían lentamente y a continuación le abrirían el pecho en canal para que su último aliento escapase en una bocanada final imposible de contener.

Arkady vio todo esto y saltó directamente al corazón de la oscura y creciente tormenta de los Danzantes de la Espiral Negra.

Su sentido del tiempo desapareció con el florecimiento de la furia incontenible de la batalla. Enseguida perdió la cuenta del número de cuerpos que trataban de alcanzarlo, el número de golpes fallidos, esquivados o parados. Cuando uno de sus atacantes perdía siquiera una fracción de segundo en su ataque o en recuperar el equilibrio, las garras de Arkady lo dejaban marcado.

Estaba chapoteando sobre las entrañas del quinto o sexto de estos desgraciados cuando oyó, más que sintió, el crujido del hueso. Unas mandíbulas crueles se cerraron sobre su hombro izquierdo. Un destello cegador de dolor las siguió tras sólo una fracción de segundo.

Se tambaleó y un aullido de angustia escapó de su garganta. En un único movimiento, desenvainó el klaive con un destello de acero y lanzó a su adversario un tajo ascendente que lo acertó justo detrás de la oreja. La hoja le abrió el cráneo y se quedó alojada allí.

Si el golpe no hubiera sido letal de manera tan instantánea, el dolor y la sorpresa habrían hecho que su enemigo hubiera abierto las mandíbulas. Sin embargo, la rapidez del golpe mortal impidió incluso esta respuesta refleja. Si acaso, las mandíbulas del Danzante de la Espiral Negra muerto se clavaron en su carne todavía con más fuerza.

Arkady trató de soltarse. De un gran tirón logró sacar el klaive del cuerpo del Danzante, que cayó al suelo de piedra. Pero ya era demasiado tarde.

El tiempo que sus brazos estuvieron inmovilizados fue apenas un par de segundos. Pero eso era ya más de lo que podía permitirse. Un dolor al rojo blanco se encendió en su espalda al sentir que unas garras que se le clavaban. No le desgarraron la piel sino que se hundieron profundamente en ella. Un momento después, el peso del licántropo que lo había atacado cayó sobre él, chocó con él con la fuerza de un tren de mercancías. La espalda de Arkady se dobló, sus piernas cedieron y cayó de bruces contra el suelo de piedra.

Tres veces trató de levantarse y tres veces lo derribaron, con golpes crueles en las piernas y una masa de cuerpos cada vez más grande aferrada a la espalda. Una de sus garras trató desesperadamente de alcanzar la superficie y entonces se desplomó por tercera y última vez.

Cuarto círculo
la danza de la astucia

El Rottebritte rodeó la melé confusa en que se había convertido la batalla, urgiendo a los guerreros de su colmena a acometer actos de valor aún mayores. En gran medida lo logró gracias a que blandía un enorme garrote que no se había manchado de sangre todavía y que permanecía ocioso en la retaguardia: un privilegio celosamente guardado por aquellos que lo obtenían. Agarrando a los reclutas del pelaje entre los hombros y la parte final de la espalda, el Rottebritte fortalecía su resolución con una letanía de insultos que hubiera hecho enrojecer a un esclavo de los pozos de cría y a continuación lo arrojaba contra la resplandeciente máquina de matar plateada que rugía y luchaba en pleno corazón de la batalla.

El Rottebritte lanzó una mirada casi renuente al intruso. El gaiano se revolvía y rugía como un viejo tractor y aplastaba a cualquiera lo bastante estúpido o lo bastante desgraciado para ponerse al alcance de su letal espada. Despedía un fulgor blanquecino y cantaba como una tetera a punto de hervir. Sólo el constante suministro de lubricante viscoso —su sangre y sudor y los de sus víctimas— impedía que la humeante y traqueteante máquina se sobrecalentara y saltara en mil pedazos.

El Danzante lanzó un bufido de desprecio y se volvió. Sabía perfectamente que en la batalla del umbral la suerte ya estaba echada. El gaiano era un formidable oponente. Media docena de los hombres del Rottebritte estaban ya en el suelo, muertos o deseando estarlo. Pero había otras tres docenas pidiendo a gritos (impelidos por el estímulo apropiado, claro) ocupar su lugar.

Oía los gritos de los moribundos, los reconocía por sus voces, sus aullidos característicos. Los había entrenado a todos —los había preparado, había vivido con ellos, los había
criado
— desde que salieran arrastrándose de los pozos de cría…

No, eso no era del todo cierto, pensó. No desde la
primera vez
que salieran arrastrándose sino desde la tercera. Si un cachorro no era capaz de abrirse paso luchando tres veces desde los pozos, es que no era un guerrero.

Era una lástima el escaso número de cachorros que sobrevivían en los últimos tiempos a los primeros minutos de vacilación entre las viles secreciones de los pozos de cría. Muchos de ellos eran hechos pedazos por sus compañeros de camada, que se encaramaban los unos sobre los otros en un intento desesperado por escapar. Otros caían víctimas de las siniestras caricias y los placeres culpables de los esclavos de los pozos y no tardaban en verse atrapados inexorablemente en la estricta jerarquía de gueto de los pozos, de la que ya no podían escapar en todas sus vidas. Y luego estaban los débiles y enanos, que se ahogaban sin más, por supuesto, o eran víctimas de las cosas rastreras que se deslizaban entre el limo que cubría las paredes y los suelos de los pozos. Incluso un guerrero adulto se hubiera hundido hasta la cintura en aquel légamo: los desechos acumulados de generaciones de abortos, fetos muertos y cadáveres.

Los aullidos de los moribundos interrumpieron las amargas reflexiones del Rottebritte y profirió un ladrido de aliento. Su aullido les prestó la fuerza de la colmena: su antigüedad, sus tradiciones, su destino, su capacidad de supervivencia. Su música transmitía la promesa de vivir para luchar hasta la muerte otro día y ellos la engulleron con avidez, como la última cena de un condenado.

Y la promesa no era sólo un tópico. El Rottebritte sabía que algunos de los heridos, incluso los que lo estaban de muerte, podrían seguir sirviendo a la colmena durante algún tiempo. Como mínimo, las carcasas rotas de sus cuerpos aún vivos se convertirían en el suelo fértil de los pozos de cría: enterrados vivos para fermentar en sus propios jugos para la noche de apareamiento o para calentar a las criaturas rosadas y temblorosas que habían sido arrancadas con cuchillos de hueso de los vientres de las esclavas del pozo. Puede que alguno de los que estaban agonizando allí sirviera un día no muy lejano como carnosa cuna para el propio hijo del Rottebritte. El pensamiento lo llenó de calidez, una sensación de orgullo henchido.

Esbozó una amplia sonrisa, incapaz de contenerse y le dio al más cercano de los guerreros una palmada vigorosa en la espalda, expresión de un sentimiento de camaradería. El golpe hizo perder el equilibrio al desgraciado y lo arrojó al corazón de la refriega. El Rottebritte oyó su aullido de dolor y algo que parecía una oreja cercenada pasó volando junto a él.

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