Para lo que no estaba preparado era la diminuta forma que retrocedió encogiéndose del arco de luz de la entrada al ver aparecer a un señor de los Colmillos Plateados enfurecido y en su forma de guerra. La torre de tres metros de pelaje erizado y tendones tensos topó con ella, estuvo a punto de caer de bruces y se detuvo bruscamente.
La niña no podía tener más de siete años. Estaba muy pálida y tiritaba. La enredada maraña de pelo que le crecía hasta los hombros debió de ser en un tiempo rubia o castaña; ahora era del color y textura de una costra vieja. Tenía un ojo hinchado y ennegrecido y los muslos, que asomaban por debajo de una camiseta raída que le llegaba hasta las rodillas, estaban cubiertos de cardenales de color morado.
Había sangre seca en el borde inferior de la camisa.
Arkady sentía en los oídos los latidos de su corazón mientras la apartaba con una mano y entornaba la mirada tratando de encontrar en la oscuridad alguna señal de sus enemigos. Algo que golpear, que destrozar, que desgarrar. El tufo penetrante de la corrupción del Wyrm llenaba el aire inmóvil de la tumba pero él no necesitaba confirmación de las atrocidades que se habían llevado a cabo allí. Avanzó un paso para interponerse entre la niña y lo que quiera que hubiera más allá. La chica se encogió y retrocedió hacia un estrecho rincón de la caverna, como si pudiera introducirse en un agujero en la pared y escapar de él.
—¿Dónde? —inquirió Arkady. Y hasta a él le pareció su propia voz más amenazante que tranquilizadora. El esfuerzo de obligar a un habla hecha de palabras humanas a pasar por las tensas cuerdas vocales de un lupino convertía un susurro reconfortante en un aullido fiero—. ¿Dónde están los que te han hecho eso? ¿Dónde están?
El rostro de la niña era una máscara de terror. Tenía la espalda contra la pared, pero sus pies seguían arañando el suelo, tratando de alejarse más aún.
—¿Y bien? —exigió.
Las palabras brotaron de ella en tropel, como el agua de una presa al abrir las compuertas.
—No me haga daño. Por favor. No he hecho nada. Lo siento. Seré buena. Estaba esperando, como usted me dijo…
—¿Qué
yo
te dije? —La voz de Arkady fue como un ladrido que la sobresaltó e interrumpió bruscamente el flujo de sus palabras. El Colmillo Plateado había alzado una mano en un gesto instintivo de negación. Vio que los ojos de la chica se clavaban en las letales garras de plata y volvió a bajarla rápidamente, confundido y avergonzado.
Sólo estaba consiguiendo asustar más a la chica. Tras lanzar una mirada nerviosa hacia atrás en busca de los enemigos que, sabía bien, debían de encontrarse cerca, aspiró profundamente y adoptó la más vulnerable forma humana.
Al ver la trasformación, la chica se puso a chillar y empezó a arañar de manera frenética la pared de roca. Arkady pudo oler la sangre que le manchaba las yemas de los dedos.
Alargó la mano y se la puso en el hombro, pero ella rehuyó su contacto.
—Espera un momento. Cálmate —dijo—. Está bien. Mírame. No voy a hacerte daño. Tú sólo mírame.
Poco a poco, los frenéticos esfuerzos de la niña dieron paso a un sollozo quebrado. La tomó por los hombros y la volvió hacia él.
Sin alzar la mirada, la niña bajó las manos y se levantó la parte inferior de la camiseta. La carne rosada, allí donde las piernas se juntaban, quedó a la vista.
—¿Qué…? ¡No! —casi le gritó Arkady. Sus manos, firmes y seguras como espadas en la batalla, se movieron con torpeza para volver a bajarle la camiseta.
—No lo entiendo… —musitó la niña con aire miserable—. ¿Qué he hecho mal? —Volvía a estar asustada—. Sólo he hecho lo que me dijo. Como siempre. Me dijo… o sea,
ellos
me dijeron que esperara aquí, y he esperado…
—¿Cuántos de ellos hay aquí…? —empezó a decir y se interrumpió al reparar en la torpeza de sus palabras. La chica estaba herida y aterrorizada. Sus preguntas no la estaban ayudando. La visión de la chiquilla asustada estaba consiguiendo confundir y desarmar al poderoso guerrero. Volvió a intentarlo.
»¿Cómo te llamas, niña?
Había un fulgor desafiante en los ojos de la niña cuando los levantó hacia los suyos. Como si supiera que aquél no era más que otro modo de atraparla, de engañarla. Se resistió un momento pero aparentemente no logró dar con el engaño. Al final, acabó bajando la mirada.
—Sara —musitó.
—¿Sara? Bien, Sara, vamos a sacarte de aquí. Ahora mismo. Nadie volverá a hacerte daño. Vamos.
Ella rehuyó su contacto, temblando y sacudiendo la cabeza vigorosamente de un lado a otro.
—¡Tengo que esperar aquí! —gimió—. Aquí mismo. La Dama lo dijo. Se enfadará si regresa y descubre que ya no estoy.
—¿Qué dama?
—La Dama Oscura. Es la que hizo que todos se marcharan. La que os azota y os echa. A los perros chamuscados. Ya sabes. Como…
Se interrumpió y se acurrucó más aún en la grieta de la roca.
—Como yo —dijo Arkady con tono neutro, privado de emoción. No estaba enfadado ni resentido. En cambio, se encontró preguntándose lo que debía de haber sufrido la niña en aquel lugar, a manos de aquellos «perros chamuscados».
—No quería decir… ¡No me hagas daño, por favor!
—Nadie va a hacerte daño, Sara. Ya te lo he dicho. Tienes mi palabra.
Ella le dirigió una mirada furiosa.
—No me crees —dijo Arkady. Sacudió la cabeza, sorprendido. La niña era tan frágil que hubiera podido partirla en dos con solo alzar la voz pero allí estaba, haciendo algo que hasta un guerrero Garou veterano hubiera temido hacer: poner en duda su palabra. Había una especie de testarudez en ella, un corazón de hierro que se ocultaba bajo su apariencia frágil. Pero puede, comprendió, que sólo aquella peculiar combinación de cualidades le hubiera permitido sobrevivir allí, en el umbral mismo de la guarida del Wyrm.
»Soy Lord Arkady, de la Casa de la Luna Creciente. —Su nombre y título resonaron poderosamente como muchas otras veces en el pasado, arrojados como palabras de desafío—. La más antigua y estimada de todas las casas de los Colmillos Plateados. Tienes mi promesa de que nadie te hará daño en mi presencia: nadie. ¿Lo entiendes, niña?
Sara respondió con voz apenas audible.
—Ella te expulsará —musitó—. La Dama Oscura. Te expulsará. Como a todos los demás.
Arkady se irguió con aire regio y contuvo una respuesta furiosa.
—Yo no soy como los demás —le explicó con una paciencia que cada vez era más escasa—. Yo voy a ayudarte.
—No eres como los demás —repitió ella, sin emoción, sin convicción.
—Voy a sacarte de aquí. Y luego voy a buscar a esos perros chamuscados y a tu Dama Oscura y les daré una buena razón para desear un hoyo más profundo en el que esconderse.
Una vez más, a la niña se le escapó un chillido de puro pánico animal y sacudió la cabeza con testarudez.
—Yo no… no me voy —dijo con repentina determinación—. No pienso irme. No puedes obligarme.
Arkady enarcó una ceja.
—¿No? —replicó antes de poder contenerse.
—Dijiste que no eras como los demás —lo acusó ella. Luchó por contener el llanto pero Arkady se dio cuenta de que la estaba sacudiendo por dentro.
Se irguió y esperó a que su temblor remitiera.
—Sara, lo siento.
Alargó la mano hacia ella para reconfortarle pero eso era precisamente lo peor que hubiera podido hacer en aquel momento. Soltó una imprecación y se apartó. Empezó a caminar de un lado a otro de la caverna. Aquello no marchaba nada bien.
—Muy bien, no tienes que marcharte. No te obligaré. Lo único que tienes que hacer es estar tranquila y calladita. ¿Vale? Yo me encargaré de averiguar dónde están los demás. Podrían estar cerca. Cuando no haya nadie a la vista…
—Ya se han ido —dijo Sara sencillamente—. Si siguieran por aquí los oirías. Riéndose y arrastrando sus espadas tras de sí. Subiendo las escaleras desde el sótano del carbón.
—Bueno, y si se han ido, ¿por qué no puedes…? No, no importa. Está bien. Mira, ¿ves esa luz de ahí?
En la oscuridad, la luz de la luna resultaba cegadora. Sara puso los ojos en blanco y lo miró.
Ignoró el gesto.
—Ésa es la salida. Si cambias de idea, puedes marcharte por ella. Ahí fuera, en la luz, estarás a salvo. Puedes escapar. Volver a tu casa. Donde nunca volverán a hacerte daño.
—La Dama dijo que esperara. —Sara volvió a sacudir la cabeza con testarudez—. No quiero decepcionarla. Se enfadaría mucho conmigo. Ella es mucho peor que los perros chamuscados. Ellos sólo te hacen daño en un sitio.
Hizo ademán de mostrárselo de nuevo y él la detuvo.
Exhaló un suspiro de resignación.
—Muy bien. Ya veo que salvo que te me cargue a hombros, no hay manera de conseguir que salgas de aquí. Así que siéntate ahí y espera a la Dama y…
Sara resopló despectiva.
—No sabes nada. No estoy esperando a la Dama.
—Dijiste que la estabas esperando.
Ella negó con la cabeza.
—Te he dicho que la Dama
me ordenó
que esperara. Pero no la espero a ella.
—Muy bien —dijo Arkady con voz tensa. Saltaba a la vista que se le estaba agotando la paciencia—. ¿Y a quién se supone que tienes que esperar, entonces?
—Al Último Rey de Gaia —dijo Sara—. Sea lo que sea eso. La Dama me dijo que esperara aquí y no me moviera hasta que llegara el Último Rey de Gaia.
—¿El último qué? —Arkady no daba crédito a sus oídos. Al oír aquellas palabras, sus pensamientos acudieron de inmediato a Albrecht y la maldita Corona de Plata. Albrecht era un antiguo rival que había usurpado sus derechos de nacimiento y se había interpuesto en su camino una vez tras otra. El trono de Jacob Morningkill hubiera debido de recaer en sus manos. Había trabajado muy duro y había sacrificado muchas cosas. Y Albrecht había aparecido como si tal cosa y se lo había arrebatado todo.
La legendaria Corona de Plata era una señal del favor de Halcón. Se decía que aquel que la llevara era el rey legítimo de los Colmillos Plateados y, por extensión, de todos los hombres lobo.
Casi sin darse cuenta, Arkady empezó a escudriñar las sombras, como si creyera que Albrecht iba a salir de la oscuridad en cualquier momento con aquella sonrisa suya tan satisfecha en el semblante. Y la resplandeciente corona en la cabeza.
De repente sintió en la boca un regusto ácido y todos sus sentidos gritaron al unísono, «¡Trampa!». ¡Si Albrecht se le había adelantado otra vez…! ¿Podía aquel advenedizo arrebatarle también esto? Este exilio, este asalto desesperado contra la propia Malfeas era todo lo que le quedaba a Arkady. Todo lo que le recordaba a sí mismo. Había perdido la corona. Había perdido su puesto en la jerarquía de los Colmillos Plateados. Y había deshonrado el linaje único de sus ancestros. Albrecht lo había expulsado de su propio pueblo. Y ahora quería arrebatarle hasta su último sacrificio, la esperanza de redimir su linaje… No podía ser.
—El Último Rey de Gaia —repitió Sara con aire mísero—. La Dama me dijo que tenía que esperarlo aquí, y yo he esperado, como me pidió. Seré buena, lo prometo. Lo llevaré ante su presencia. Está hecho para ella. O están hechos el uno para el otro. Lo dice la profecía… —Se encogió de hombros y continuó—. No pienso irme. Si la Dama descubre que me he ido, aunque sea solo un momento, me castigará.
—¿Dónde está él? —ladró Arkady. Sus dedos se clavaron en el hombro de la niña. Unas manchas rojizas se dibujaron allí donde sus dedos entraban en contacto con la carne—. Tú lo has visto. Ha estado aquí y no me lo quieres decir…
—¡No!… lo juro —sollozó—. Soy una niña buena. Hago lo que la Dama me manda. No me hagas daño…
—¡Por última vez, no voy a hacerte daño! —gritó.
—Me estás haciendo daño —dijo, con un gemido por voz. Trató en vano de apartarse.
Lentamente, dedo a dedo, Arkady la fue soltando. Cuando la niña estuvo libre, cayó al suelo.
—Lo siento. No pretendía…
—No importa —musitó la niña mientras metía las rodillas por debajo de la camiseta y las rodeaba con los brazos—. No me has hecho daño. No puedes hacerme daño. Me escapo. A mi lugar secreto. ¡Es un lugar en el que ninguno de vosotros podéis seguirme! Eres como todos los demás. ¡Oh, lo sabía, lo sabía! Pareces diferente pero también la Dama parece diferente. No es el aspecto, son las palabras. Palabras que duelen y queman, como carbones. Con una llama negra, como el carbón…
—¡Basta! —le gritó a la cara. Echó la mano atrás y por un momento ni siquiera él estuvo seguro de que no fuera a pegarla.
—Igual que los demás —murmuró ella de nuevo, como si ya estuviera sintiendo el caliente aguijonazo de la bofetada. Sacó la lengua un instante, puede que para limpiarse un reguero de sangre fantasmal de la cara—. Lo único que hacéis es pegar. Y quemar con vuestros dedos. Y tengo marcas que lo demuestran…
Chilló cuando él la cogió. Con una sola mano, como si no fuera más pesada que una muñeca de trapo, y se la cargó a hombros.
—Te voy a sacar de aquí. Ahora mismo.
Sara dio patadas y chilló y mordió y arañó. Era una tempestad de dientes y codos y uñas. Pero Arkady no prestó la menor atención a sus esfuerzos. Era una niña de siete años; él era uno de los más poderosos guerreros de los Garou. Sentía vergüenza al pensar en lo que le había hecho. Deshizo el camino al trote.
Al cabo de unos instantes, los arañazos y patadas cesaron, tan súbitamente como habían empezado. Puede que la niña hubiera comprendido que la fuerza no servía de nada contra el fornido guerrero. Que la única arma eficaz que conservaba eran sus palabras. Palabras candentes como carbones.
—No importa —estaba diciendo, con voz calmada, apacible—. De todas maneras ya es demasiado tarde. Ya están aquí.
Algo que había en su tono, en la gélida certeza de sus palabras, hizo que se detuviera. En ese momento captó el primer y sutil esbozo de movimiento con su visión periférica. A continuación vio los ojos. Varios pares de refulgentes e impasibles ojos lupinos. Contó al menos media docena de formas que emergían de la oscuridad. Achaparradas, agachadas, formas como de hombre cubiertas con los nudosos tendones y los erizados pelajes negros de los lobos.
La voz de Sara era tranquila, un susurro regular, pero Arkady veía el brillo del terror en sus ojos. Ya se estaba alejando de él, sumergiéndose a gran profundidad, refugiándose en las reconfortantes profundidades de su «lugar secreto». Su cuerpo quedó fláccido y de repente el desafío y la cólera desaparecieron. Estaba perdida para él. Era como si estuviera cargando con un cadáver ahogado.