—De eso no tenía dudas. Illyan sabe hacer de cruel mejor que cualquiera que yo conozca excepto mi madre cuando está nerviosa, lo cual, gracias a Dios, no pasa con mucha frecuencia.
—Deberías haber visto cómo lo aniquiló —dijo Mark—. Lucha de titanes. Creo que hubieras disfrutado. A mí me gustó mucho.
—¿Ah, sí? Veo que tenemos mucho de qué hablar…
Por primera vez. Sí, ahora tenían de qué hablar, se dio cuenta Mark de pronto. El corazón le subió flotando de alivio por el pecho. Desgraciadamente, también subió otra interrupción, por el tubo. Un hombre con la librea de Fell que se asomó sobre el riel. Al verlo lo saludó militarmente.
—Tengo una entrega por correo para un individuo llamado Mark —dijo.
—Yo soy Mark.
El correo trotó hasta él, le pasó un escáner de comprobación por la cara para confirmar la identidad, abrió una pequeña caja que llevaba fija a la muñeca y le entregó una tarjeta en un sobre sin marcas.
—Las felicitaciones del barón Fell, señor. Confía en que esto le ayude a usted a darse prisa.
Los créditos. Y una indirecta muy directa.
—Mis felicitaciones al barón Fell, y… y… ¿qué queremos decirle al barón, Miles?
—Yo lo dejaría en Gracias —aconsejó Miles—. No agreguemos nada, por lo menos no hasta que estemos muy, pero que muy lejos.
—Dígale que gracias —le dijo Mark al correo, que asintió y se marchó como había venido.
Mark echó una mirada a la comuconsola de Azucena en un rincón de la habitación. Parecía muy lejos. La señaló.
—¿Podrías… eh… traerme el lector remoto de esa comuconsola, Miles?
—Claro. —Miles se lo alcanzó.
—Predigo —dijo Mark, sacudiendo la tarjeta en el aire —que voy a tener poco cambio, pero no tan poco como para arriesgarme a volver con Fell y discutírselo. —Insertó la tarjeta en la ranura y sonrió—. Listo.
—¿Cuánto? —preguntó Miles, estirando el cuello.
—Bueno, ésa es una pregunta muy personal —dijo Mark. Miles volvió a su posición anterior, con cara de culpable—. ¿Te acostaste con esa doctora?
Miles se mordió el labio y su curiosidad luchó con sus modales de caballero. Mark lo miró. Estaba muy interesado en el resultado. Personalmente, se inclinaba por la curiosidad.
Miles respiró hondo.
—Sí —dijo por fin.
Eso pensaba
. Ah, la suerte de los dos estaba dividida exactamente por la mitad: Miles tenía la buena y él, el resto. Pero esta vez no.
—Dos millones.
Miles silbó.
—¿Dos millones de marcos imperiales? ¡Impresionante!
—No, no. Dos millones de dólares betaneses. Unos… ocho millones de marcos, creo yo. Yo diría que cerca de diez, según cómo esté el cambio. De todos modos no es el diez por ciento del valor de la Casa Ryoval. Más bien el dos. —Mark calculaba en voz alta. Y tuvo la alegría completa y extraña de dejar a Miles Vorkosigan sin habla.
—¿Y qué vas a hacer con todo eso? —preguntó Miles por fin.
—Invertir —dijo Mark decididamente—. Barrayar tiene una economía en expansión, ¿no es cierto? —Hizo una pausa—. Primero, claro está, voy a apartar un milloncejo para SegImp por sus servicios en los últimos cuatro meses.
—¡Nadie le da dinero a SegImp!
—¿Por qué no? Tus operaciones mercenarias, por ejemplo. ¿No se supone que ser mercenario da ganancias? La Flota Dendarii podría ser una inversión que le diera dinero a SegImp, si la administraran bien.
—La ganancia es en consecuencias políticas —dijo Miles con decisión—. Pero… si de veras piensas darles dinero, quiero estar ahí… Quiero ver la cara de Illyan.
—Si te portas bien, te voy a dejar venir conmigo. Y te aseguro que pienso hacerlo. En serio. Hay algunas deudas que no puedo pagar. —Pensó en Phillipi y los demás—. Pero pienso pagar las que pueda. Una a una. Y cuando termine con eso, puedes tener la completa seguridad de que voy a quedarme con el resto. Creo que puedo duplicarlo en seis años y volver al lugar en que empecé. Tal vez más. Es mucho más fácil hacer dos millones de un millón que dos dólares de uno. Creo que entiendo el juego. Voy a estudiarlo.
Miles lo miró, fascinado.
—Eso puedo imaginármelo.
—¿Tienes idea de lo desesperado que estaba cuando empecé lo del ataque? ¿O del miedo que sentía? Pienso tener un valor tal que nadie pueda volverme a ignorar, aunque el valor se mida sólo en dinero. El dinero es una especie de poder que casi todo el mundo puede tener. Ni siquiera necesitas un Vor delante del nombre. —Sonrió—. Tal vez, después de un tiempo, tenga una casa, algo mío. Como la de Ivan. Después de todo, sería raro seguir viviendo en casa de mis padres a los… veintiocho años, digamos.
Eso era más que suficiente para Miles por un día. Se sentía capaz de dar la vida por su hermano, lo había demostrado incluso, pero tendía a hacer que la gente que lo rodeaba se convirtiera en extensiones de su propia personalidad.
No soy tu anexo. Soy tu hermano
. Sí. A Mark le parecía que ahora los dos iban a ser conscientes de eso. Se dejó caer en la silla. Un gesto de cansancio, pero estaba feliz.
—Creo —dijo Miles, que afortunadamente seguía sorprendido —que tú eres el primer Vorkosigan en cinco generaciones que gana algo emprendiendo negocios. Bienvenido a la familia.
Mark asintió. Se quedaron un rato callados.
—No es la respuesta —suspiró Mark por fin. Hizo un gesto a su alrededor a la Clínica Durona y también a todo Jackson's Whole—. Este asunto del rescate de los clones. Aunque voláramos a Vasa Luigi en pedazos, alguien arrancaría con el negocio exactamente en el mismo punto en que lo dejara la Casa Bharaputra.
—Cierto —aceptó Miles—. La verdadera respuesta tiene que ser técnica y médica. Alguien va a salir con otro truco de extensión de la vida, algo mejor, más seguro. Estoy seguro de que eso pasará tarde o temprano. Hay muchos trabajando en ello, en muchos lugares. La técnica del trasplante de cerebro es demasiado arriesgada para ser buena competencia. Tarde o temprano desaparecerá.
—Yo… no tengo talento alguno para lo técnico o lo médico —dijo Mark—. Mientras tanto, seguimos con la carnicería. Tengo que repasar el problema. Algún día.
—Pero hoy no —dijo Miles con firmeza.
—No. Hoy no. —Mark vio por la ventana un transbordador que bajaba en las instalaciones de las Durona. Pero no era el de los Dendarii. Hizo un gesto—. ¿Ése es nuestro transporte?
—Eso creo —dijo Miles, y fue hasta la ventana y miró hacia abajo—. Sí.
Y después ya no hubo tiempo. Mientras Miles dirigía las cosas, Mark aprovechó para llamar a una docena de Duronas y pedirles que sacaran su cuerpo doblado, duro, medio, medio paralítico del sillón de Azucena Durona y lo colocaran en una camilla flotante. Le temblaban las manos retorcidas. No pudo controlarlas hasta que Azucena se mordió los labios y le dio otro hipospray de algo maravilloso. Estaba totalmente satisfecho de que lo llevaran horizontalmente. El pie roto era una razón socialmente aceptable para no caminar. Sabía que tenía un aspecto aceptablemente inválido con la pierna levantada a la vista de todos. Tanto mejor: eso haría que los tipos de SegImp lo llevara directamente a su cabina cuando llegara arriba.
Por primera vez en su vida, iba camino de casa.
Miles miró el viejo espejo de la antecámara de la biblioteca de la Casa Vorkosigan, el que había traído a la familia la madre del general conde Piotr como parte de la dote: un espejo enorme con el marco muy labrado por algún artesano de los Vorrutyer. Estaba solo en la habitación. Nadie lo miraba. Se acercó al cristal y examinó, inquieto, su propio reflejo.
La túnica escarlata del uniforme de desfiles de SegImp no le hacía demasiados honores a su piel, demasiado pálida siempre, incluso en sus mejores días. Él prefería la elegancia más austera de los verdes de fiesta. El alto cuello bordado en oro no era lo suficiente alto como para esconder las dos cicatrices gemelas a los lados del cuello. Los cortes se volverían blancos y se desvanecerían con el tiempo pero mientras tanto llamaban la atención. Pensó en cómo haría para explicarlo.
Heridas de duelo. Perdí
. O tal vez,
Los dientes de alguien en el amor
. Sí, eso le gustaba más. A diferencia de lo que pasaba con el terrible recuerdo de la granada, no se acordaba de la razón de esas dos. Eso lo perturbaba mucho más que la visión de su muerte: que pudieran sucederle cosas de tal importancia y que él no las recordara, no pudiera recordarlas.
Bueno, él sabía que tenía un problema de salud y las heridas eran tan esmeradas que casi parecían quirúrgicas. Tal vez la gente lo dejaría pasar sin hacer comentarios. Dio un paso atrás frente al espejo para mirarse de conjunto. Todavía le colgaba un poco el uniforme a pesar de los grandes esfuerzos de su madre para hacerle comer más durante las semanas que habían pasado desde su vuelta a casa. Finalmente, ella le había pasado el problema a Mark, confiando en su experiencia. Mark había sonreído, realmente alegre y había perseguido a Miles sin descanso ni piedad. Y a decir verdad, las atenciones de su hermano estaban funcionando. Miles se sentía mejor. Más fuerte.
El Baile de la Feria de Invierno era lo bastante social, sin obligaciones militares ni gubernamentales formales, como para dejar en casa el conjunto de las dos espadas de ceremonia. Ivan usaría las suyas, pero Ivan tenía la altura necesaria para llevarlo todo. En Miles, la espada larga parecía realmente tonta, rozaba el suelo, para no mencionar los problemas que podía ocasionar tropezando con ella o golpeando a la pareja de baile en la espinilla.
Sonido de pasos en la arcada; Miles se volvió con rapidez y giró una pierna para reclinarse contra un sillón, mientras fingía una resistencia absoluta frente a la seducción narcisista del reflejo.
—Ah, ahí estás. —Mark entró en la antecámara y se detuvo ante el espejo para mirarse. ¿Le quedaba bien la ropa nueva? Sí, le quedaba bien. Mark había conseguido el nombre del sastre de Gregor, un secreto muy bien guardado por SegImp. No le había resultado difícil: una llamada a Gregor y una pregunta. La hechura suelta de la chaqueta y los pantalones era agresivamente civil pero de alguna forma seguía siendo elegante. Los colores honraban la Feria de Invierno: un verde tan oscuro que parecía negro, bordeado de un rojo tan oscuro que parecía negro. El efecto resultante era una mezcla entre lo festivo y lo siniestro, como una bomba pequeña y alegre.
Miles pensó en ese extraño momento en que había estado convencido de que él era Mark, en el volador de Rosa. Qué terrible le había parecido ser Mark, qué tremendamente desolador. El recuerdo de esa desolación le hizo temblar.
¿Él se siente así todo el tiempo?
Bueno, ya no. No, si yo puedo evitarlo
.
—Te ves bien —le dijo.
—Sí. —Mark sonrió—. Y tú no están tan mal. Yo diría que no pareces tan cadavérico.
—Tú también estás mejorando. Despacio. —Y era cierto. Las distorsiones más alarmantes de los horrores a los que lo habían sometido Ryoval, fueran cuales fuesen (Mark se negaba absolutamente a hablar de ellos), estaban desvaneciéndose gradualmente. Pero quedaba un residuo de carne—. ¿Qué peso vas a elegir? —preguntó con curiosidad.
—Lo estás viendo. O no habría invertido una fortuna en vestuario.
—Eh… ¿y te sientes bien así? —preguntó Miles, incómodo.
A Mark le brillaron los ojos.
—Sí, gracias. Me siento muy cómodo con la idea de que un francotirador tuerto sería incapaz de confundirme contigo aunque estuviera a dos kilómetros de distancia en medio de una tormenta de medianoche…
—Ah, bueno. Creo que tienes razón.
—Sigue haciendo ejercicio —le aconsejó Mark con cordialidad—. Te sienta bien. —Se sentó y levantó los pies.
—¿Mark? —llamó la condesa desde el vestíbulo—. ¿Miles?
—Aquí —dijo Miles.
—Ah —dijo ella y apareció en la puerta de la antecámara—. Estáis aquí los dos. —Sonrió con alegría maternal, una alegría posesiva y satisfecha. Miles no pudo evitar sentirse protegido y reconfortado, como si el último pedacito de hielo de la crío-terapia se hubiera fundido por fin en su cuerpo, con un vaho agradable. La condesa tenía puesto un vestido nuevo, más adornado que los que usaba en general, todo en verde y plata, con gorguera, alforzas y una cola, una fiesta de telas. No la hacía dura, al contrario: ningún vestido se hubiera atrevido a hacerlo. La condesa jamás se dejaba intimidar por su ropa. Al contrario. Los ojos le brillaban más que los bordados de plata.
—¿Papá nos espera? —preguntó Miles.
—Baja dentro de un momento. Insisto en que nos vayamos a medianoche. Vosotros podéis quedaros si queréis, pero presiento que él va a excederse para demostrar a las hienas que está demasiado fuerte para que le salten encima, aunque la verdad es que las hienas ya no están a su alrededor. El acto reflejo de toda una vida. Al pobre Primer Ministro Racozy lo va a poner loco sentir la mirada de Aral sobre su hombro. Después de la Feria de Invierno, creo realmente que tenemos que salir de la capital y pasar un tiempo en Hassadar.
Miles, que tenía una excelente idea de lo mucho que costaba reponerse de una cirugía de pecho, dijo:
—Creo que podrás convencerlo.
—Por favor, dile que me apoyas. Yo sé que él no puede engañarte a ti y él también lo sabe. Ah… ¿y qué te parece que puedo esperar esta noche, desde el punto de vista médico?
—Va a bailar dos veces, la primera para demostrar que lo puede hacer y la segunda para demostrar que la primera no era sólo una demostración. Después de eso, no creo que tengas dificultad en persuadirlo de que se siente —predijo Miles con confianza—. Si tú juegas a la madre gallina con él, él podrá fingir que lo hace para darte el gusto y no porque está a punto de derrumbarse. Hassadar me parece un buen plan.
—Sí. Barrayar no tiene demasiada idea de qué hacer con sus hombres fuertes cuando dejan el gobierno. Tradicionalmente, están decentemente muertos y no dando vueltas con comentarios sobre sus sucesores. Aral va a ser algo así como el primero. Aunque Gregor tuvo una idea horrenda.
—¿Ah, sí?
—Está murmurando algo sobre el Virreinato de Sergyar para Aral cuando se recupere del todo. El virrey le está rogando que lo deje volver a casa. Más bien se lo pide a gritos. No me puedo imaginar una tarea más difícil y menos reconocida que la de gobernar en una colonia. Cualquier hombre honesto desaparece aplastado, tratando de hacer de interfase entre dos necesidades en conflicto: la del gobierno por encima y la de los colonos por debajo. Te agradeceré que hagas lo que puedas para disuadir a Gregor de eso.