Tras su caída, el castillo había pasado por muchas otras manos. La casa Flint lo tuvo un siglo, y la casa Locke, dos. También pasaron por allí los Slate, los Long, los Holt y los Ashwood, todos ellos designados por Invernalia para defender el río. En una ocasión cayó en manos de asaltantes de las Tres Hermanas, que querían convertirlo en su puerta al norte. Durante las guerras entre Invernalia y el Valle sufrió el asedio de Osgood Arryn, el Viejo Halcón, y fue su hijo, al que se recordaba como la Garra, quien le prendió fuego. Cuando el anciano rey Edrick Stark estuvo demasiado débil para defender su reino, los esclavistas de los Peldaños de Piedra tomaron la Guarida del Lobo. Aquellos muros habían presenciado cómo marcaban a sus prisioneros con hierros al rojo y los doblegaban con el látigo antes de mandarlos al otro lado del mar.
—Entonces llegó un invierno largo e inclemente —le explicó ser Bartimus—. El Cuchillo Blanco se congeló, incluso el estuario. Los vientos del norte descendieron aullantes y obligaron a los esclavistas a ponerse a cubierto en torno a sus hogueras, y cuanto estaban calentándose cayó sobre ellos el nuevo rey. Era Brandon Stark, el bisnieto de Edrick Barbanieve, al que sus hombres llamaban Ojos de Hielo. Recuperó la Guarida del Lobo, y desnudó a los esclavistas y se los entregó a los esclavos que había encontrado en las mazmorras, cargados de cadenas. Se dice que les arrancaron las entrañas y las colgaron de las ramas del árbol corazón como ofrenda a los dioses. A los antiguos dioses, no a estos nuevos que vienen del sur. Vuestros Siete no conocen el invierno, ni el invierno los conoce a ellos. —Davos no podía negarlo. A él tampoco le hacía la menor gracia el invierno tras su estancia en Guardiaoriente del Mar.
—¿A qué dioses adoráis vos? —preguntó al caballero tullido.
—A los antiguos. —Cuando ser Bartimus sonreía, su cara parecía una calavera—. Mi familia estaba aquí antes que los Manderly. Es muy posible que fueran mis antepasados los que colgaron tripas del árbol.
—No sabía que los norteños hicieran sacrificios de sangre a sus árboles corazón.
—Hay muchas cosas del norte que no sabéis los sureños —replicó ser Bartimus. No le faltaba razón.
Davos se sentó a la luz de la vela y releyó las cartas que había escrito trabajosamente, palabra por palabra, durante los días de encierro.
«Fui mejor contrabandista que caballero —había escrito a su esposa—, mejor caballero que mano del rey y mejor mano del rey que esposo. Lo siento mucho, Marya. Pero te quise. Por favor, perdóname cualquier mal que te haya hecho. Si Stannis pierde su guerra, nosotros perderemos las tierras. Llévate a los niños al otro lado del mar Angosto, a Braavos, y procura que me recuerden con afecto. Si Stannis consigue el Trono de Hierro, la casa Seaworth sobrevivirá y Devan seguirá en la corte. Te ayudará a colocar a los otros chicos con señores nobles, a los que podrán servir de pajes y escuderos, para luego ser armados caballeros.» Era el mejor consejo que podía darle, y no le sonaba demasiado sabio.
También había escrito a los tres hijos que le quedaban, para ayudarlos a recordar al padre que había pagado con las puntas de los dedos el nombre que llevaban. Las misivas para Steffon y el pequeño Stannis eran cortas, rígidas, poco naturales. Lo cierto era que no los conocía tanto como había conocido a los mayores, a los que habían ardido o se habían ahogado en el Aguasnegras. A Devan le escribió una carta más larga para decirle lo orgulloso que estaba de ver a su hijo de escudero de un rey y recordarle que era el mayor y a él le correspondía la misión de proteger a su señora madre y a sus hermanos pequeños. «Dile a su alteza que he hecho lo que he podido —terminaba la carta—. Dile que siento haberle fallado. Perdí la suerte el mismo día en que perdí los huesos de los dedos, cuando ardió el río ante Desembarco del Rey.»
Repasó las cartas despacio y las releyó varias veces, siempre con la duda de si debería quitar una palabra aquí o añadir otra allá. Alguien que veía tan próximo el fin de su vida debería tener más que decir, pensó, pero le costaba lidiar con las palabras.
«No me ha ido tan mal —trató de convencerse—. Ascendí desde el Lecho de Pulgas hasta llegar a mano del rey, y he aprendido a leer y escribir.»
Aún estaba inclinado sobre las cartas cuando oyó el tintineo de las llaves de hierro en la argolla. Al instante se abrió la puerta de su celda, pero no entró ninguno de sus carceleros: era un hombre alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas, que se sujetaba al hombro la capa, de un escarlata intenso, con un broche de plata en forma de guantelete.
—No tenemos mucho tiempo, lord Seaworth —dijo—. Seguidme, por favor.
Davos miró al recién llegado con cautela. El
por favor
le resultaba desconcertante. Nadie trataba con tanta cortesía a alguien que estuviera a punto de perder las manos y la cabeza.
—¿Quién sois?
—Robett Glover, para servir a mi señor.
—Glover. Vuestra residencia era Bosquespeso.
—Era de mi hermano Galbart y aún lo es, gracias a vuestro rey Stannis. Ha recuperado Bosquespeso de manos de la zorra del hierro que nos lo robó, y está dispuesto a devolverlo a sus señores legítimos. Han pasado muchas cosas mientras estabais encerrado entre estas cuatro paredes, lord Davos. Foso Cailin ha caído, y Roose Bolton ha vuelto al norte con la hija pequeña de Ned Stark. Exige pleitesía, rehenes… y testigos para la boda entre Arya Stark y Ramsay Nieve, su bastardo, porque con ese enlace, los Bolton reclamarán Invernalia. ¿Queréis venir conmigo o no? Por favor.
—¿Qué opciones tengo, mi señor? ¿Acompañaros, o quedarme aquí, con Garth y
Lady Lu.
—¿Quién es
Lady Lu?
¿Una de las lavanderas? —Glover se impacientaba por momentos—. Os lo explicaremos todo si venís.
Davos se puso en pie.
—Si muero, suplico a mi señor que se encargue de que estas cartas lleguen a su destino.
—Os doy mi palabra, pero si morís no será a manos de los Glover, ni a las de lord Wyman. Deprisa, seguidme.
Glover lo precedió por una estancia oscura y a continuación bajaron por un tramo de peldaños desgastados. Cruzaron el bosque de dioses del castillo, donde el árbol corazón había crecido tanto que había llegado a ahogar a los robles, olmos y hayas, y sus ramas se extendían como gruesos brazos blancos entre las paredes y ventanas que lo rodeaban. Las raíces tenían el grosor del torso de un hombre, y el tronco era tan ancho que la cara tallada en él parecía gorda y enfurecida. Pasaron el arciano de largo, y Glover abrió una verja de hierro oxidada antes de detenerse para encender una antorcha. Esperó hasta que ardió con llama viva antes de seguir bajando para llegar a una cripta de techo abovedado con los muros chorreantes llenos de salitre, chapoteando en agua de mar con cada paso. Atravesaron diversas criptas y también celdas pequeñas, húmedas y malolientes, en nada semejantes a la estancia donde habían tenido confinado a Davos. Se encontraron ante una pared de piedra, que se movió cuando Glover la apretó, y al otro lado había un largo túnel estrecho y más peldaños, aunque ascendentes.
—¿Dónde estamos? —preguntó Davos al tiempo que iniciaban el ascenso; sus palabras retumbaron en la oscuridad.
—En la escalera de debajo de la escalera. Este pasadizo discurre bajo la escalera del Castillo y lleva al Castillo Nuevo. Es una ruta secreta, mi señor. No sería buena cosa que os viera nadie; se supone que estáis muerto.
«Gachas para el cadáver.» Davos siguió subiendo.
Salieron por otra pared, que tenía un lado de listones y yeso. La estancia con que se encontraron era acogedora, cálida y con muebles cómodos: tenía una alfombra myriense, y en una mesa ardían velas de cera. Davos oyó flautas y violines, no muy lejos. En la pared colgaba una piel de oveja con un mapa del norte de colores desvaídos. Debajo estaba sentado Wyman Manderly, el colosal señor de Puerto Blanco.
—Sentaos, os lo ruego. —Lord Manderly iba ricamente ataviado. El jubón de terciopelo era de un delicado azul verdoso con bordados de hilo de oro en los ribetes, el cuello y las mangas. El manto era de armiño, y se lo sujetaba al hombro con un tridente dorado—. ¿Tenéis hambre?
—No, mi señor. Vuestros carceleros me han alimentado bien.
—Si tenéis sed, hay vino.
—Trataré con vos porque así me lo ha ordenado mi rey, pero no tengo por qué beber con vos.
—Os he dado un recibimiento deleznable, lo sé —suspiró lord Wyman—. Tenía mis motivos, pero… Por favor, sentaos, bebed algo. Os lo suplico. Brindad por el regreso de mi hijo sano y salvo. Wylis, mi primogénito y heredero, ha vuelto a casa. Eso que oís es el banquete de bienvenida. Están en la sala de justicia del Tritón, comiendo empanada de lamprea y venado con castañas asadas. Wynafryd está bailando con la Frey que será su esposa. El resto de los Frey alza las copas para brindar por nuestra amistad. —Bajo la música, Davos alcanzó a oír el rumor de muchas voces, y también el tintineo de copas y bandejas. No dijo nada—. Vengo de la mesa presidencial —prosiguió lord Wyman—. He comido demasiado, como de costumbre, y todo Puerto Blanco sabe que estoy mal de las tripas. Esperemos que mis amigos los Frey no se sorprenderán si mi visita al retrete se prolonga un poco. —Dio la vuelta a la copa de Davos—. Vamos, vos beberéis y yo no. Sentaos. No tenemos mucho tiempo, y sí muchos asuntos que tratar. Robett, vino para la mano, por favor. Lord Davos, puede que no lo sepáis, pero estáis muerto.
Robett Glover llenó una copa de vino y se la tendió a Davos, que la olió antes de beber.
—¿Cómo morí?
—Bajo el hacha. Pusimos vuestra cabeza y vuestras manos sobre la puerta de la Foca, mirando hacia el puerto. Ahora ya estáis muy podrido, y eso que sumergimos vuestra cabeza en brea antes de clavarla en la pica. Según tengo entendido, los cuervos y las aves marinas ya se os han comido los ojos.
Davos se agitó en la silla, incómodo. Estar muerto le causaba una extraña sensación.
—Si no es molestia, me gustaría saber quién murió en mi lugar.
—¿De verdad os importa? Tenéis un rostro muy común, lord Davos, sin ánimo de ofender. Ese hombre tenía el mismo color de piel, la nariz parecida y un par de orejas que no se distinguían mucho de las vuestras, además de una barba larga que cortamos para que se os pareciera más. Lo cubrimos bien de brea, claro, y la cebolla que le metimos entre los dientes le desfiguró los rasgos. Ser Bartimus le serró los dedos de la mano izquierda. Si eso os tranquiliza, era un criminal, y tal vez con su muerte hiciera más bien del que hizo nunca en vida. No tengo nada contra vos, mi señor; la animadversión que os mostré en la sala de justicia del Tritón era una farsa para complacer a nuestros amigos, los Frey.
—Mi señor debería dedicarse al espectáculo —replicó Davos—. Vuestros hombres y vos fuisteis de lo más convincente. Vuestra nuera parecía muy interesada por verme muerto, y la jovencita…
—Wylla —sonrió lord Wyman—. ¿Os fijasteis? Fue muy valiente; hasta cuando la amenacé con cortarle la lengua siguió recordándome que Puerto Blanco contrajo con los Stark de Invernalia una deuda que nunca se podrá saldar. Wylla hablaba con el corazón, igual que lady Leona. Tratad de comprenderla y perdonarla, mi señor. Es una mujer tonta y asustada, y Wylis lo es todo para ella. No todos los hombres pueden ser un príncipe Aemon, un Caballero Dragón o un Symeon Ojos de Estrella, y no todas las mujeres pueden ser tan valerosas como mi Wylla o su hermana Wynafryd… quien, por cierto, estaba al tanto de todo, pero representó su papel con gran aplomo.
»Hasta el hombre más honrado tiene que mentir cuando trata con mentirosos. No podía enfrentarme a Desembarco del Rey mientras allí estuviera prisionero el único hijo varón que me queda. Lord Tywin Lannister me escribió para decirme que Wylis estaba en su poder, y que si quería verlo libre e ileso debía arrepentirme de mi traición, entregar la ciudad, jurar lealtad al niño rey del Trono de Hierro… e hincar la rodilla ante Roose Bolton, su Guardián en el Norte. Si me negaba, Wylis tendría la muerte de un traidor; Puerto Blanco sería arrasado y saqueado, y mi gente sufriría el mismo destino que los Reyne de Castamere.
»Estoy gordo, y por eso hay quien cree que soy débil e idiota. Puede que Tywin Lannister fuera uno de ellos. Le mandé un cuervo para decirle que me doblegaría y abriría las puertas cuando me devolvieran a mi hijo, pero no antes, y así estaban las cosas cuando murió Tywin. Después vinieron los Frey con los huesos de Wendel, para firmar la paz y sellarla con un matrimonio, pero yo no pensaba darles lo que me pedían mientras Wylis no estuviera sano y salvo, y ellos no querían entregarme a Wylis hasta que demostrara mi lealtad. Vuestra llegada me proporcionó los medios, y por eso os traté como os traté en la sala de justicia del Tritón, y por eso hay una cabeza y unas manos pudriéndose en la puerta de la Foca.
—Habéis corrido un gran riesgo, mi señor —señaló Davos—. Si los Frey hubieran descubierto el engaño…
—No he corrido riesgo alguno. Si los Frey se hubieran tomado la molestia de subir a la puerta para examinar con más detenimiento al hombre de la cebolla en la boca, habría echado la culpa del error a los carceleros y os habría entregado para tranquilizarlos.
—Entiendo. —Un escalofrío recorrió la espalda de Davos.
—Eso espero. Decís que vos también tenéis hijos.
«Tres, aunque tuve siete.»
—No puedo demorarme más; he de volver al banquete para brindar con mis amigos los Frey —siguió Manderly—. Me vigilan de cerca. Tienen los ojos clavados en mí día y noche, me olfatean sin cesar por si captan un atisbo de traición. Ya vio a ese arrogante de ser Jared y a su sobrino Rhaegar, el gusano sonriente que lleva nombre de dragón. Detrás de ellos está Symond, que es el que hace tintinear las monedas. Ese ha comprado a varios de mis criados, y a dos caballeros. Una doncella de su esposa ha conseguido meterse en la cama de mi bufón. Si Stannis quiere saber por qué soy tan escueto en mis cartas, es porque ni siquiera confío en mi maestre: a Theomore le sobra cabeza y le falta corazón; ya lo oísteis en el juicio. Se supone que los maestres tienen que olvidar sus antiguas lealtades cuando se ponen la cadena, pero a mí no se me olvida que Theomore nació Lannister en Lannisport y guarda cierto parentesco, aunque lejano, con los Lannister de Roca Casterly. Estoy rodeado de enemigos y amigos traidores, lord Davos. Infestan mi ciudad como cucarachas; de noche siento como me corretean por encima. —El gordo apretó el puño y le temblaron las papadas—. Mi hijo Wendel acudió a los Gemelos como invitado. Comió el pan y la sal de lord Walder, y colgó la espada de la pared para celebrar un banquete entre amigos. ¡Y lo asesinaron! ¡Lo asesinaron, os lo aseguro! ¡Ojalá esos Frey se atraganten con sus mentiras! Yo bebo con Jared, bromeo con Symond y prometo a Rhaegar la mano de mi propia nieta, pero no penséis ni un momento que he olvidado. El norte recuerda, lord Davos. El norte recuerda, y esta farsa está a punto de terminar. Mi hijo ha vuelto a casa.