En el Castillo Negro no había nadie que conociera el bosque tan bien como Dywen: los árboles, los ríos, las plantas comestibles, los senderos de depredadores y presas…
«Thorne está en mejores manos de las que se merece.»
Jon observó la partida de los exploradores desde la cima del Muro: tres grupos de tres hombres cada uno, con un par de cuervos por grupo. Desde arriba, las monturas parecían hormigas, y Jon no distinguía a un hombre de otro. Pero los conocía. Llevaba sus nombres grabados en el corazón.
«Ocho buenos hombres —pensó—, y un… bueno, ya veremos.»
Cuando el último jinete desapareció entre los árboles, Jon Nieve montó en la jaula con Edd el Penas. Mientras bajaban con lentitud vieron caer unos cuantos copos de nieve dispersos, que bailaban mecidos por las rachas de viento. Uno de ellos acompañaba el descenso de la jaula, flotando al lado de los barrotes. Caía más deprisa que la jaula y de vez en cuando desaparecía bajo ellos, pero, entonces, una ráfaga de viento lo atrapaba y volvía a empujarlo hacia arriba. Si Jon hubiera sacado el brazo entre las barras, habría podido cogerlo.
—Anoche tuve una pesadilla terrorífica, mi señor —confesó Edd el Penas—. Vos erais mi mayordomo, me preparabais la comida y recogíais mi basura. Yo era lord comandante y no tenía ni un momento de paz.
—Tu pesadilla es mi vida —respondió Jon sin sonreír.
Las galeras de Cotter Pyke habían informado de una presencia cada vez más numerosa del pueblo libre en las orillas arboladas del norte y el este del Muro. Habían avistado campamentos, balsas a medio construir e incluso el casco de una coca dañada que habían empezado a reparar. Los salvajes desaparecían en el bosque cuando divisaban los barcos de Pyke, pero reaparecían en cuanto pasaban de largo. Mientras, por las noches, ser Denys Mallister seguía viendo hogueras al norte de la Garganta. Los dos comandantes demandaban más hombres.
«¿De dónde voy a sacar más hombres?» Jon había enviado a diez salvajes de Villa Topo a cada uno. La mayoría eran reclutas, ancianos, heridos y enfermos, pero todos estaban capacitados para trabajar en algo. Lejos de quedar satisfechos, tanto Pyke como Mallister escribieron para quejarse.
«Al pedir más hombres me refería a hombres de la Guardia de la Noche, entrenados y disciplinados, cuya lealtad no habría de cuestionarme», había escrito ser Denys. Cotter Pyke había sido más contundente: «Puedo colgarlos del Muro para mantener alejados a los demás salvajes; no creo que me valgan para otra cosa —había escrito en su nombre el maestre Harmune—. No confiaría en ellos ni para que me limpien el orinal, y diez siguen siendo pocos.»
La jaula de hierro descendió entre crujidos y repiqueteos hasta llegar al final de la larga cadena y detenerse con una sacudida un palmo por encima de la base del Muro. Edd el Penas abrió la puerta y, al saltar afuera, rompió la última capa de nieve con las botas. Jon lo siguió.
En el exterior de la armería, Férreo Emmet aún daba órdenes a sus reclutas en el patio. La canción del acero contra el acero despertó anhelos en Jon. Le recordó días más cálidos, más sencillos, cuando solo era un muchacho en Invernalia y combatía con Robb bajo la atenta mirada de ser Rodrik Cassel. Ser Rodrik también había caído, asesinado por Theon Cambiacapas y sus hombres del hierro cuando intentaba recuperar Invernalia. La gran fortaleza de la casa Stark ya no era más que un montón de ruinas abrasadas.
«Todos mis recuerdos están envenenados.»
Al verlo, Férreo Emmett alzó una mano, y cesó el combate.
—Lord comandante, ¿en qué podemos ayudaros?
—Con tres de tus mejores hombres.
—Arron, Emrick y Jace —dijo Emmet con una sonrisa.
Caballo y Petirrojo Saltarín llevaron protectores acolchados para el lord comandante, y una cota de malla para cubrirlos, junto con grebas, gorjal y casco. También le entregaron un escudo negro con borde de hierro para el brazo izquierdo, y una espada larga y roma para la mano derecha. La espada despedía un brillo gris plateado a la luz del amanecer, como si fuera nueva.
«Una de las últimas en salir de la forja de Donal. Lástima que no viviese lo bastante para afilarla.» Tenía la hoja más corta que
Garra,
pero era de acero común, lo que la hacía más pesada. Los golpes serían más lentos.
—Me vale. —Jon se volvió para enfrentarse a sus enemigos—. Vamos.
—¿Con quién queréis pelear primero? —preguntó Arron.
—Con los tres a la vez.
—¿Tres contra uno? —Jace lo miró incrédulo—. No sería justo. —Era de los últimos reclutados por Conwy, hijo de un zapatero de Isla Bella. Tal vez aquello lo explicara.
—Cierto. Ven aquí.
Cuando obedeció, la hoja de Jon lo golpeó en la cabeza y lo tiró al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, el chico tenía una bota en el pecho y la punta de la espada en el cuello.
—La guerra nunca es justa —dijo Jon—. Ahora son dos contra uno, y tú estás muerto.
El crujido de la gravilla le indicó que se acercaban los gemelos.
«Estos dos llegarán a exploradores.» Dio media vuelta y paró el golpe de Arron con el borde del escudo, mientras su espada iba al encuentro del de Emrick.
—Esto no son lanzas —gritó—. Acercaos más. —Atacó para mostrarles cómo se hacía. Primero fue a por Emrick. Le dio con la espada en la cabeza, en los hombros, a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha. El muchacho levantó el escudo e intentó un torpe contraataque. Jon hizo chocar su escudo contra el de Emrick y lo derribó con un golpe en la pantorrilla… justo a tiempo, porque ya tenía a Arrón encima, asestándole en la parte trasera del muslo un sonoro golpe que lo dejó sobre una rodilla.
«Eso va a dejar marca. —Detuvo el siguiente ataque con el escudo, se incorporó e hizo retroceder a Arron por todo el patio—. Es rápido —pensó mientras las espadas se besaban una vez, y dos, y tres—, pero tiene que hacerse más fuerte.» En cuanto vio el alivio en los ojos, Arron comprendió que tenía detrás a Emrick. Se giró y le asestó un golpe tras los hombros que lo hizo estrellarse contra su hermano. Para entonces, Jace ya se había puesto en pie, así que Jon volvió a derribarlo.
—No me gusta que se levanten los cadáveres. Me entenderás el día en que te encuentres con un espectro. —Dio un paso atrás y bajó la espada.
—El gran cuervo es capaz de picotear a los pequeños —gruñó una voz a su espalda—, pero ¿tiene estómago para enfrentarse a un hombre?
Casaca de Matraca estaba apoyado contra una pared. La espesa barba le cubría las mejillas hendidas, y el fino pelo castaño le caía sobre los ojillos amarillentos.
—Te sobrevaloras —dijo Jon.
—Sí, pero puedo tumbarte.
—Stannis quemó a quien no debía.
—No. —El salvaje le sonrió con aquella boca llena de dientes rotos y cariados—. Quemó a quien tenía que quemar, para que todo el mundo lo viese. Todos hacemos lo que tenemos que hacer, Nieve. Hasta los reyes.
—Emmet, tráele una armadura. Que sea de acero, no de huesos viejos. —Con la cota de malla y la coraza, el Señor de los Huesos parecía hasta más erguido. También más alto, de hombros más anchos y mucho más fuerte de lo que Jon había calculado.
«No es él, sino la armadura —se dijo—. Hasta Sam estaría imponente cubierto de los pies a la cabeza con acero de Donal Noye.» El salvaje tiró a un lado el escudo que le ofrecía Caballo, y en cambio pidió un espadón.
—Qué sonido más agradable —dijo mientras cortaba el aire con él—. Revolotea hasta aquí, Nieve, y verás como tus plumas salen volando.
Jon lo embistió con fuerza. Casaca de Matraca dio un paso hacia atrás para detener la carga con un golpe de dos manos. Si Jon no hubiera reaccionado a tiempo con el escudo, le habría destrozado la coraza y la mitad de las costillas. El impacto le entumeció el hombro y lo hizo tambalearse brevemente.
«Es más fuerte de lo que pensaba.» Otra sorpresa desagradable fue la rapidez de Casaca. Trazaron círculos el uno alrededor del otro, intercambiando golpes. El Señor de los Huesos daba tanto como recibía. En circunstancias normales, el mandoble debería ser mucho más difícil de manejar que la espada larga de Jon, pero el salvaje lo blandía con una velocidad vertiginosa.
Al principio, los novatos de Férreo Emmet jaleaban a su lord comandante, pero la implacable rapidez de los ataques de Casaca de Matraca tardó poco en dejarlos mudos.
«No puede mantener este ritmo mucho tiempo —se dijo Jon mientras paraba otro golpe. El impacto lo hizo jadear. Aun sin estar afilado, el mandoble quebró el escudo de pino y combó el borde de hierro—. Se cansará pronto. Tiene que cansarse pronto.» Jon lanzó un ataque a la cara del salvaje, que apartó la cabeza hacia atrás. Intentó alcanzarle la pantorrilla, pero su adversario esquivó la hoja con destreza y a continuación estampó el mandoble contra el hombro de Jon, con fuerza suficiente para hacer resonar la hombrera de la coraza y dejarle el brazo entumecido. Jon retrocedió. El Señor de los Huesos fue tras él, sin dejar de reír, complacido.
«Ese monstruo no lleva escudo —se recordó—, y esa espada es demasiado pesada para parar golpes. Debería asestarle dos por cada uno que me da a mí.»
Pero no lo conseguía, y sus acometidas no parecían surtir el menor efecto. El salvaje siempre se las arreglaba para apartarse o echarse a un lado, y la espada de Jon acababa rebotando en un hombro o un brazo. No tardó en darse cuenta de que cada vez cedía más terreno, sin hacer más que intentar esquivar los golpes de su adversario y errar los suyos. Se quitó el escudo, que había quedado reducido a un montón de astillas. El sudor que le corría por el rostro hacía que le picaran los ojos bajo el yelmo.
«Es demasiado fuerte y rápido —comprendió—, y ese mandoble le da todo el peso y el alcance que necesita.» Si hubiera tenido a
Garra,
habría sido un combate muy distinto, pero…
Su oportunidad llegó cuando Casaca arremetió con un movimiento de revés. Jon se lanzó hacia delante y lo embistió, y ambos cayeron al suelo con las piernas entrelazadas. El acero chocó contra el acero. Los dos perdieron la espada mientras rodaban por el suelo. El salvaje lanzó una rodilla entre las piernas de Jon, que se defendió con un puño envuelto en cota de malla. Casaca se las arregló para acabar encima de Jon y cogerle la cabeza con las manos. La hizo chocar contra el suelo y abrió el visor del yelmo de un tirón.
—Si tuviera un puñal, ya tendrías un ojo menos —gruñó, justo antes de que Caballo y Férreo Emmet lo quitasen de encima del pecho de Jon—. Soltadme, malditos cuervos —rugió.
Jon consiguió incorporarse sobre una rodilla. Le resonaba la cabeza y tenía la boca llena de sangre.
—Buena pelea —dijo al tiempo que escupía la sangre.
—No te hagas el listo, cuervo. Ni siquiera me has hecho sudar.
—La próxima vez sudarás —dijo Jon. Edd el Penas lo ayudó a levantarse y le desabrochó el yelmo, lleno de marcas profundas que no tenía al empezar—. Soltadlo. —Jon le pasó el yelmo a Petirrojo Saltarín, que lo dejó caer.
—Mi señor —dijo Férreo Emmet—, todos lo hemos oído amenazaros. Ha dicho que si tuviera un puñal…
—Tiene un puñal. Ahí, en el cinturón.
«Siempre hay alguien más fuerte y rápido —les había dicho ser Rodrik a Robb y a él en cierta ocasión—. Es a esos a los que hay que enfrentarse en el patio antes de encontrárselos en el campo de batalla.»
—¿Lord Nieve? —preguntó una voz débil.
Al volverse encontró a Clydas bajo el arco semiderruido, con un pergamino en la mano.
—¿Es de Stannis? —Jon esperaba alguna noticia del rey. Era consciente de que la Guardia de la Noche no tomaba partido, y no debería importarle qué rey se hiciera con el triunfo, pero le importaba—. ¿De Bosquespeso?
—No, mi señor —Clydas le alcanzó el pergamino. Estaba firmemente enrollado y sellado con duro lacre rosa.
«Solo Fuerte Terror usa lacre rosa.» Se quitó el guante, cogió la carta y rompió el sello. En cuanto vio la firma se olvidó de la tunda que acababa de darle Casaca de Matraca. "Ramsay Bolton, señor de Hornwood", ponía en letra grande y angulosa. La tinta marrón saltó descascarillada cuando Jon pasó el dedo por encima. Lord Dustin, lady Cerwyn y cuatro Ryswell habían añadido sus marcas y sellos bajo la firma de Bolton. Una mano más tosca había dibujado el gigante de la casa Umber.
—¿Podemos saber qué dice, mi señor? —preguntó Férreo Emmett. Jon no vio motivo para ocultárselo.
—Han tomado Foso Cailin. Han clavado los cadáveres desollados de los hombres del hierro en mojones a lo largo del camino Real. Roose Bolton convoca a todos los señores leales a Fuerte Túmulo, para que confirmen su lealtad al Trono de Hierro y celebren la boda de su hijo con… —Su corazón se detuvo un instante.
«No, es imposible. Murió en Desembarco del Rey, con mi padre.»
—¿Lord Nieve? —Clydas lo miró detenidamente con ojos rosa y apagados—. ¿Os ocurre algo? Parecéis…
—Va a casarse con Arya Stark. Mi hermana pequeña. —Jon casi podía verla en aquel momento: el rostro alargado, desgarbada, toda rodillas nudosas y codos huesudos, con la cara sucia y el pelo enmarañado. Le lavarían la cara y la peinarían, pero aun así no podía imaginársela con un vestido de novia, ni en la cama de Ramsey.
«Por asustada que esté, no lo demostrará. Si intenta ponerle una mano encima, luchará.»
—Vuestra hermana —dijo Férreo Emmett—. ¿Cuántos años…?
«Debe de tener once años —pensó Jon—. Aún es una niña.»
—No tengo ninguna hermana, solo hermanos. Solo a vosotros. —Sabía que a lady Catelyn le habría encantado oír aquellas palabras, pero no por eso se le hacía más fácil pronunciarlas. Agarró con fuerza el pergamino.
«Ojalá pudiera agarrar así el cuello de Ramsey Bolton.»
—¿Vais a contestarle? —preguntó Clydas tras un carraspeo. Jon negó con la cabeza y se alejó de allí.
Cuando cayó la noche, las magulladuras que le había ocasionado Casaca de Matraca se habían puesto moradas.
—Antes de quitarse se pondrán amarillas —dijo al cuervo de Mormont—. Voy a acabar tan cetrino como el Señor de los Huesos.
—Huesos —acordó el pájaro—. Huesos, huesos.
Desde fuera le llegaba un murmullo de voces, aunque era demasiado débil para entender las palabras.
«Parece que están a mil leguas. —Eran Melisandre y sus adeptos, reunidos alrededor de la hoguera nocturna. Todas las noches, al atardecer, la mujer roja oficiaba las oraciones del crepúsculo y pedía a su dios rojo que los guiase a través de la oscuridad—. Porque la noche es oscura y alberga horrores.» Su rebaño había disminuido mucho desde que se habían marchado Stannis y la mayoría de los hombres de la reina: solo quedaban unas cincuenta personas del pueblo libre procedentes de Villa Topo, un puñado de guardias que le había dejado el rey y una docena de hermanos negros que habían abrazado al dios rojo.