—Dios mío, no te haces idea de cuántas equivocaciones he cometido ya. Tienes enfrente al campeón mundial de las equivocaciones —solté, y seguí—: ¿Tienes idea de lo que acaba de decirme Frank?
—¿Acerca de
mi
?
—Acerca de todo, pero
especialmente
acerca de ti.
—Te ha dicho que podía ser tuya, si querías.
—Exacto.
—Y es verdad.
—Yo, yo...
—¿Sí?
—No sé cómo seguir.
—El
boko-maru
sería una ayuda —insinuó.
—¿Cómo?
—Quítate los zapatos —me ordenó, y se desprendió de sus sandalias con la máxima elegancia.
Soy un hombre de mundo que ha poseído, según un recuento que hice una vez, a más de cincuenta y tres mujeres, y puedo decir que he visto desnudarse a las mujeres de todos los modos posibles que hay de desnudarse. He visto correrse las cortinas en todas las variaciones posibles del último acto.
Y sin embargo, la única mujer que me ha hecho gemir involuntariamente, no hizo más que desprenderse de sus sandalias.
Intenté desatarme los zapatos. No ha existido novio que lo haya hecho peor. Logré quitarme un zapato, pero até el otro más fuerte. Me rompí una uña con el nudo. Al final me saqué el zapato de un tirón, sin desatarlo.
Después me quité los calcetines.
Mona estaba ya sentada en el suelo, con las piernas extendidas, apoyándose con sus redondos brazos detrás de la espalda, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
En mí estaba ahora el consumar mi primer, mi primer, mi primer, ay Dios mío...
Boko-maru
.
Estas no son palabras de Bokonon, son mías:
Dulce fantasma
Niebla invisible de...
Yo soy,
Mi alma,
Fantasma enfermo de amor por demasiado tiempo,
Solo por demasiado tiempo:
¿No encontrarás otra dulce alma?
Durante mucho tiempo
Te he dado malos consejos
Sobre dónde dos almas
Pueden encontrarse.
¡Mis plantas, mis plantas!
¡Mi alma, mi alma!,
Acude,
Dulce alma.
Y que te besen.
Mmmuuaaa.
—¿Te es ahora más fácil hablar conmigo? —preguntó Mona.
—Es como si te conociera desde hace años —le confesé. Sentí ganas de llorar—. Te amo, Mona.
—Te amo —dijo simplemente Mona.
—¡Vaya un loco, este Frank!
—¿Cómo?
—Renunciar a ti.
—Frank no me ama. Iba a casarse conmigo sólo porque ese era el deseo de «papá». El ama a otra.
—¿A quién?
—A una mujer que conocía en Ilium.
La afortunada mujer tenía que ser la esposa del propietario de la Jack's Hobby Shop.
—¿Eso te ha dicho?
—Esta noche, al darme libertad para casarme contigo.
—¿Mona?
—¿Sí?
—¿Hay..., hay alguien en tu vida?
Se quedó perpleja.
—Muchas personas —dijo al final.
—¿A las que
amas
?
—Amo a todo el mundo.
—¿Tanto..., tanto como a mí?
—Sí. —Al parecer no tenía ni idea de que aquello podía molestarme.
Me levanté del suelo, me senté en una silla y empecé a ponerme de nuevo los zapatos y los calcetines.
—Me imagino que... practicarás..., que haces lo que acabamos de hacer con..., con otras personas.
—¿
Boko-maru
?
—
Boko-maru
.
—Naturalmente.
—A partir de ahora no quiero que lo hagas con nadie. Sólo conmigo —declaré.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Adoraba su promiscuidad, le ofendía que yo intentara hacerla sentir avergonzada.
—Hago feliz a la gente. El amor es bueno, no es malo.
—Como marido tuyo, querré todo tu amor para mí.
Se me quedó mirando con los ojos como platos.
—¡Eres un
sin-wat
!
—¿Qué es eso?
—¡Eres un
sin-wat
! —volvió a exclamar—. Un hombre que quiere todo el amor de una persona. Eso está muy mal.
—Si se trata de un matrimonio, creo que es algo que está muy bien. Eso lo es todo.
Mona seguía en el suelo, y yo, con los zapatos y los calcetines puestos, estaba de pie. Me veía muy alto, aunque no soy muy alto, y me sentía muy fuerte, aunque no soy muy fuerte. Y mi propia voz me resultaba respetuosamente extraña. Notaba en mi voz una autoridad metálica que me era nueva.
Conforme seguí hablando con ese tono contundente, fui viendo con claridad lo que sucedía, lo que estaba sucediendo. Ya estaba empezando a gobernar.
Le dije a Mona que la había visto practicando una especie de
boko-maru
vertical con un piloto en la tribuna, poco después de mi llegada.
—Te ordeno que no vuelvas a tratarle —le dije—. ¿Cómo se llama?
—Ni siquiera lo sé —dijo en voz baja, mirando al suelo.
—¿Y qué hay del joven Philip Castle?
—¿Te refieres a si él y yo,
boko-maru
?
—Me refiero absolutamente a todo. Que yo sepa los dos os criasteis juntos.
—Sí.
—¿Bokonon fue vuestro tutor?
—Sí. —El recuerdo volvió a hacerla resplandecer.
—Supongo que por aquella época estaríais continuamente de
boko-maru
.
—¡Ay sí! —dijo feliz.
—Te ordeno que no vuelvas a verle. ¿Está claro?
—No.
—¿No?
—No me casaré con un
sin-wat
. —Se puso en pie—. Adiós.
—¿Cómo que adiós? —Me dejó planchado.
—Bokonon nos dice que es una equivocación no amar a todo el mundo en la misma medida. ¿Qué dice
tu
religión?
—No..., no tengo ninguna.
—Pues yo
si
.
Había dejado de gobernar.
—Ya veo que la tienes —dije.
—Adiós, hombre sin religión. —Y se dirigió a la escalera de piedra.
—Mona...
Se detuvo.
—¿Sí?
—¿Si yo quisiera, podría tener tu religión?
—Naturalmente.
—Sí, quiero.
—Bien. Te amo.
—Yo también te amo. —Y suspiré.
De modo que al amanecer me había convertido en el prometido de la mujer más hermosa del mundo, y consentí en convertirme en el próximo presidente de San Lorenzo.
«Papá» no había muerto todavía, y Frank opinaba que debía recibir la bendición de «papá», si era posible. De modo que cuando salió
Boraisi
, el sol, Frank y yo fuimos al castillo de «papá» en un jeep que requisamos a las tropas que protegían al próximo presidente.
Mona se quedó en casa de Frank. La besé sacramente y se fue a dormir sus sagrados sueños.
Frank y yo fuimos por las montañas cruzando la espesura de los cafetales silvestres, con el flamante amanecer a nuestra derecha.
Con la salida del sol, se reveló ante mí la majestuosidad cetácea de la cima más alta de la isla, el monte McCabe. Era una giba tremenda, una ballena azul, con un extraño taco de piedra en el lomo a modo de pico. Comparado a una ballena, el taco habría sido un fragmento de un arpón partido, y parecía tan ajeno al resto de la montaña, que le pregunté a Frank si era una obra humana.
Me dijo que era una forma natural, y lo que es más, afirmó que ningún hombre, al menos que él supiera, había estado nunca en lo alto del monte McCabe.
—No parece muy difícil de escalar —le comenté. Quitando el taco de la cima, la montaña presentaba una pendiente no más amenazadora que los escalones de un palacio de justicia, y el mismo taco, al menos a cierta distancia, parecía convenientemente entrelazado con rampas y salientes.
—¿Es sagrado o algo así?
—Quizá lo fuera en otra época, pero desde Bokonon no.
—Entonces, ¿por qué no lo ha escalado nadie?
—Nadie ha tenido ganas todavía.
—Quizá lo escale yo.
—Adelante. Nadie te lo impide.
Seguimos circulando en silencio.
—¿Qué es lo más sagrado para los bokononistas? —le pregunté al cabo de un rato.
—Ni siquiera Dios, que yo sepa.
—¿Nada de nada?
—Sólo una cosa.
Intenté adivinarlo.
—¿El océano? ¿El sol?
—El hombre —dijo Frank—. Es lo único. El hombre.
Por fin llegamos al castillo.
Era de poca altura, negro y cruel.
Los antiguos cañones aún seguían arrellanados encima de las almenas. Parras y nidos de pájaros obstruían los vanos, las troneras y las ballesteras.
Los parapetos, al norte, se continuaban con la escarpadura de un acantilado monstruoso, que caía vertiginosamente doscientos metros hasta el templado mar.
El castillo planteaba la pregunta que plantean todos los montones de piedras semejantes: «¿Cómo pudieron hombres canijos mover piedras tan grandes?» Y como ocurre con todos los montones de piedras semejantes, la respuesta ya venía dada. Era el terror ciego lo que había movido piedras tan grandes.
El castillo había sido construido a voluntad de Tumbumwa, emperador de San Lorenzo, un hombre demente, un esclavo evadido. Se decía que Tumbumwa había encontrado el diseño del castillo en un libro infantil de ilustraciones.
Debía de ser un libro cruento.
Justo antes de llegar a las puertas del palacio, los carriles nos condujeron a través de un arco tosco hecho con dos postes de teléfono y una viga que los cruzaba.
De en medio de la viga colgaba un enorme gancho de hierro. Había un letrero que atravesaba el gancho.
«Este gancho —proclamaba el letrero—, está reservado al propio Bokonon.»
Me volví para ver de nuevo el gancho, y aquella cosa de hierro punzante me hizo saber que realmente iba a gobernar, ¡y que talaría el gancho!
Y me sentí encantado de pensar que iba a ser un gobernante firme, honesto y benevolente, y que mi pueblo prosperaría.
Fata Morgana.
¡Espejismos!
Frank y yo no pudimos entrar enseguida a ver a «papá». El doctor Schlichter von Koenigswald, el médico encargado, murmuró que tendríamos que esperar una media hora.
De modo que Frank y yo esperamos en la antesala de la alcoba de «papá», una habitación sin ventanas. La habitación tenía diez metros cuadrados y estaba amueblada con varios bancos toscos y una mesa de naipes. En la mesa de naipes descansaba un ventilador eléctrico. Las paredes eran de piedra. No había cuadros, ni decoración de ningún tipo en las paredes.
Sin embargo, había unas anillas de hierro sujetas a la pared, a dos metros del suelo, y con una separación entre ellas de un metro y medio. Le pregunté a Frank si la habitación había sido en algún tiempo una sala de torturas.
Me dijo que sí, y que la trampilla sobre la que nos encontrábamos era la boca de un calabozo.
En la antesala había un guarda indiferente. Había asimismo un sacerdote cristiano, dispuesto a atender las necesidades espirituales de «papá» tan pronto como surgieran. Llevaba consigo una campanilla de cobre y una sombrerera perforada, una Biblia, y un cuchillo de carnicero. Todo ello dispuesto en el banco, a su lado.
El sacerdote me contó que en la sombrerera había un pollo vivo. El pollo estaba tranquilo, me dijo, porque le había suministrado unos sedantes.
Al igual que todos los sanlorenzanos de más de veinticinco años, parecía tener por lo menos sesenta. Me dijo que se llamaba doctor Vox Humana, y que el nombre le venía en recuerdo de un registro de órgano que había herido a su madre cuando en 1923 fue dinamitada la catedral de San Lorenzo. Y era de padre desconocido, me aclaró sin ninguna vergüenza.
Le pregunté qué secta cristiana era la que representaba, y le apunté con franqueza que el pollo y el cuchillo de carnicero me resultaban una novedad, tal y como concebía yo el cristianismo.
—La campanilla —le comenté— sí me imagino dónde encaja perfectamente.
Resultó ser un hombre inteligente. Había recibido su título de doctor, que me invitó a examinar, en la Universidad del hemisferio occidental de la Biblia, de Little Rock, Arkansas. Se había puesto en contacto con la Universidad mediante un anuncio por palabras del
Popular Mechanics
, me contó. Me dijo que había hecho suyo el lema de la Universidad, y que el lema explicaba el pollo y el cuchillo de carnicero. El lema de la Universidad era este:
¡HAZ QUE LA RELIGION VIVA!
Me dijo que había tenido que abrirse camino en el cristianismo, ya que el catolicismo y el protestantismo habían sido prohibidos junto al bokononismo.
—De modo que si voy a ser cristiano bajo estas condiciones, tengo que inventarme un montón de cosas nuevas.
»
Dimot-qu
—dijo en dialecto—,
zi bajase kis-ti-no bajustes kon-tiu-nes, tin-kun-ven-tare a-montu cuse nove
.
En esos momentos salió el doctor Schlichter von Koenigswald de la alcoba de «papá», con un aspecto muy germano, un aspecto de cansancio.
—Ya pueden ver a «papá».
—Procuraremos no cansarle —prometió Frank.
—Si pudieran matarle —dijo Von Koenigswald—, creo que «papá» se lo agradecería.
«Papá» Monzano y su despiadada enfermedad yacían en una cama hecha con un bote dorado, y el timón, las amarras, los escálamos y todo, todo estaba bañado en oro. La cama era el bote salvavidas de la antigua goleta de Bokonon, la
Lady's Slipper
. Era el bote salvavidas del barco que había traído a Bokonon y al cabo McCabe a San Lorenzo, tiempo atrás.
Las paredes de la habitación eran blancas, pero «papá» emitía un dolor tan candente y flamante que las paredes parecían bañadas de un rojo rabioso.
Estaba desnudo de cintura para arriba, y estaba atado a la altura de su reluciente barriga. La barriga se le estremecía como un velero atrapado por el viento.
Alrededor del cuello le colgaba una cadena, con un cilindro del tamaño de un cartucho de rifle a modo de medallón. Supuse que el cilindro encerraba algún tipo de hechizo. Me equivocaba. Encerraba un fragmento de
hielo-nueve
.
«Papá» apenas podía hablar. Los dientes le tiritaban y había perdido el control de la respiración.
La agonizante cabeza de «papá» estaba en la proa del bote, inclinada hacia atrás.