Cuna de gato (16 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Cuna de gato
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—Por el modo en que habla Angela —dije—, pensaba que se trataba de un matrimonio feliz.

El pequeño Newt separó sus manos unos quince centímetros y alargó los dedos.

—¿Ve el gato? ¿Ve la cuna?

81
Una novia blanca para el hijo de un mozo de estación

Yo no sabía lo que iba a salir del clarinete de Angela. Ninguno de nosotros se imaginaba lo que iba a salir de ahí.

Yo me esperaba algo patológico, pero no me esperaba la profundidad, la violencia y la casi insufrible belleza de la enfermedad.

Angela humedeció y calentó la boquilla, pero no emitió ni una sola nota preliminar. Sus ojos se vidriaron y sus largos y osudos dedos temblequearon distraídamente sobre las calladas teclas.

Esperé ansiosamente y recordé que Marvin Breed me había dicho que ante su desolada vida con el padre, la única escapatoria de Angela había sido irse a su habitación, donde cerraba bien la puerta y tocaba al compás de los discos.

Newt puso entonces un
long-play
en el gran tocadiscos de la habitación que daba a la terraza. Volvió con la funda del disco y me la dio.

El disco se llamaba
Cat House Piano
. Se trataba de un solo de piano de Meade Lux Lewis.

Dado que Angela, con el fin de intensificar su trance, había dejado que Lewis interpretara solo la primera composición, leí algo de lo que la funda decía acerca de Lewis.

«Nacido en Louisville, Kentucky, en 1905 —leí—, Lewis no se dedicó a la música hasta su decimosexto cumpleaños, año en que su padre le proporcionó un violín. Un año más tarde, aconteció que el joven Lewis pudo oír a Jimmy Yancey tocar el piano. “Aquello”, como recuerda Lewis, “fue lo esencial.” Muy pronto —leí—, Lewis empezó a aprender él solo a tocar el bugui-bugui al piano, asimilando todo lo que podía del viejo Yancey, que hasta su muerte fue íntimo amigo de Lewis además de su ídolo. Dado que su padre era mozo de estación —leí—, la familia Lewis vivía cerca de la vía férrea. El ritmo de los trenes se convirtió muy pronto en una pauta natural para el joven Lewis, y compuso el solo de bugui-bugui, ahora un clásico en su estilo, que se hizo célebre con el nombre de “Honky Tonk Train Blues”
[6]

Dejé de leer y levanté la mirada. La primera composición del disco había finalizado. La aguja del tocadiscos arañaba en ese momento lentamente el vacío hasta llegar a la segunda composición. La segunda composición, supe por la funda, era «Dragon Blues».

Meade Lux Lewis tocó cuatro compases en solitario, y entonces Angela Hoenikker se unió con él.

Angela tenía los ojos cerrados.

Yo me quedé pasmado.

Angela era excelente.

Improvisó sobre la música del hijo del mozo de estación. Pasó de un lirismo transparente a una lascivia estridente, al apocamiento chillón de un niño asustado, a una pesadilla de heroinómana.

Sus
prestos
hablaban del cielo y del infierno, y de todo lo que hay en medio.

Semejante música procediendo de semejante mujer no podía ser más que un caso de esquizofrenia o de posesión demoníaca.

Yo tenía los pelos de punta, como si Angela estuviese dando vueltas por el suelo, echando espuma por la boca y balbuceando el babilonio con toda fluidez.

Cuando finalizó la música, le dije gritando a Julian Castle, que también estaba traspuesto:

—¡Por Dios bendito! Pero ¿alguien comprende qué es esto?

—No intente comprender —dijo—, sólo finja que lo comprende.

—Eso, eso es un buen consejo. —Me quedé exhausto.

Castle citó otro poema:

El tigre tiene que cazar

El pájaro que volar

El hombre que sentarse y exclamar: «¿Por qué, por qué, por qué?»

El tigre tiene que dormir,

El pájaro que aterrizar,

Y el hombre que decirse: «Ya sé, ya sé, ya sé.»

—¿Eso de dónde es?

—¿De dónde va a ser?, de
Los libros de Bokonon
.

—Me encantaría ver un ejemplar algún día.

—Es difícil conseguir ejemplares —dijo Castle—. No están impresos. Están escritos a mano y, por supuesto, eso de un ejemplar íntegro, imposible. Bokonon añade cosas todos los días.

El pequeño Newt soltó un bufido.

—¡Las religiones!

—¿Cómo dice? —dijo Castle.

—¿Ve el gato? —preguntó Newt— ¿Ve la cuna?

82
Zah-mah-ki-bo

El comandante Franklin Hoenikker no vino a cenar.

Telefoneó e insistió en hablar conmigo y con nadie más. Me dijo que estaba velando junto al lecho de «papá», y que «papá» estaba muriéndose atormentadamente. Frank parecía sentirse asustado y solo.

—Escuche —dije—, ¿por qué no vuelvo a mi hotel y nos reunimos usted y yo más tarde, cuando la crisis haya pasado?

—¡No, no, no! ¡Usted se queda ahí! ¡Quiero que esté donde pueda localizarle rápidamente! —Tenía pánico de que me escurriera de sus garras. Ya que yo no podía comprender el alcance de su interés por mí, también yo empecé a sentir pánico.

—¿No podría darme una idea de por qué quiere usted verme? —pregunté.

—Por teléfono no.

—¿Es algo referente a su padre?

—Es algo referente a usted.

—¿Algo que he hecho?

—Algo que va usted a hacer.

Oí el clo-clo de un pollo al otro lado del hilo. Oí una puerta que se abría, y la música de un xilófono que procedía de alguna alcoba. Se trataba de «When Day is Done». Entonces se cerró la puerta y dejé de oír la música.

—Le agradecería que me diese alguna pequeña pista de lo que espera usted que yo haga, así me puedo ir preparando —dije.


Zah-mah-ki-bo
.

—¿Qué?

—Es un término bokononista.

—No conozco ningún término bokononista.

—¿Está Julian Castle por ahí?

—Sí.

—Pregúntele a él —dijo Frank—. Ahora tengo que irme. —Colgó.

De modo que le pregunté a Julian Castle qué significaba
Zah-mah-ki-bo
.

—¿Desea usted una simple respuesta o toda una respuesta?

—Una simple respuesta, para empezar.

—El sino, el inevitable destino.

83
El doctor Schlichter von Koenigswald se acerca al punto de equilibrio

—Cáncer —dijo Julian Castle en la cena cuando le conté que «papá» estaba muriéndose atormentadamente.

—¿Cáncer de qué?

—Cáncer de casi todo. ¿Dicen ustedes que le ha dado un colapso hoy en la tribuna?

—Sin duda —dijo Angela.

—Fue el efecto de los fármacos —declaró Castle—. Ahora mismo, «papá» se encuentra en un punto en que los fármacos y el dolor han llegado a un equilibrio. Un fármaco más le mataría.

—Yo creo que me suicidaría —murmuró Newt. Estaba sentado en una especie de silla alta plegable que siempre llevaba consigo cuando iba de visita. Estaba hecha de tubos de aluminio y de lona. «Es agotador sentarse encima de un diccionario, un atlas y una guía de teléfonos», había dicho al abrir la silla.

—Eso es lo que hizo el cabo McCabe, claro —dijo Castle—. Nombró a su mayordomo como sucesor y después se pegó un tiro.

—¿También cáncer? —pregunté.

—No sabría decirle, pero creo que no. La maldad absoluta le consumió, me parece a mí. Todo eso ocurrió antes de nacer yo.

—¡Qué conversación tan alegre! —dijo Angela.

—Creo que todo el mundo estará de acuerdo en que vivimos días alegres —dijo Castle.

—Bueno —le dije—. Yo diría que tiene usted más motivos que la mayoría de nosotros para estar alegre, haciendo usted lo que hace con su vida.

—En una ocasión también tuve un yate, ¿sabe?

—No sé qué me quiere decir.

—Tener un yate también es un motivo para estar más alegre que la mayoría.

—Y si no es usted el médico de «papá» —dije—, ¿quién es?

—Uno de mis hombres, el doctor Schlichter von Koenigswald.

—¿Un alemán?

—Vagamente. Estuvo en la SS catorce años. Fue médico de campaña durante seis de esos años.

—¿Y está haciendo penitencia en el Hogar de Esperanza y Misericordia?

—Sí —dijo Castle—, y haciendo también grandes progresos. Salva vidas a diestro y siniestro.

—Bien le viene.

—Sí. Si sigue al ritmo que lleva ahora, trabajando día y noche, el número de gente que mató será igual al número de gente que salve de aquí al año 3010.

O sea, que ya tenemos aquí a otro miembro de mi
karass
: el doctor Schlichter von Koenigswald.

84
Apagón

Pasaron tres horas después de la cena y Frank aún no había vuelto a casa. Julian Castle pidió disculpas y regresó al Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla.

Angela, Newt y yo nos instalamos en la terraza colgante. Las luces de Bolívar, debajo de nosotros, resultaban preciosas. En lo alto del edificio administrativo del aeropuerto de Monzano habla una gran cruz iluminada. Funcionaba con motor, y giraba lentamente dando la vuelta con devoción eléctrica.

Al norte teníamos también otros lugares brillantes de la isla. Las montañas nos impedían verlos directamente, pero podíamos ver en el cielo sus aureolas luminosas. Le pedí a Stanley, el mayordomo de Frank, que me identificara la procedencia de aquellas aureolas.

Y Stanley las fue señalando con el dedo, en sentido contrario a las agujas del reloj.

—El Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla, el palacio de «papá», y Fuerte Jesús.

—¿Fuerte Jesús?

—El campo de entrenamiento de nuestros soldados.

—¿Y lo llaman con el nombre de Jesucristo?

—Claro, ¿por qué no?

Hacia el norte apareció una nueva aureola luminosa que crecía rápidamente. Antes de que pudiese preguntar qué era aquello, la propia aureola se descubrió, resultando ser faros que rebasaban una cumbre. Los faros venían hacia nosotros. Pertenecían a un convoy.

El convoy estaba compuesto por cinco camiones militares de fabricación americana. Unos hombres con ametralladoras tripulaban unas cabinas circulares instaladas en lo alto de los camiones.

El convoy se detuvo en el camino de Frank. Los soldados se apearon al momento. Se pusieron a trabajar en el césped, excavando hoyos de protección y fosos para las ametralladoras. Yo salí con el mayordomo de Frank para preguntar al oficial responsable qué ocurría.

—Hemos recibido la orden de proteger al próximo presidente de San Lorenzo —dijo el oficial en el dialecto insular.

—En estos momentos no se encuentra aquí —le informé.

—Yo no sé nada —dijo—. Tengo órdenes de cavar aquí, eso es todo lo que sé.

Conté lo ocurrido a Angela y a Newt.

—¿Cree usted que corremos algún grave peligro? —me preguntó Angela.

—Yo también soy aquí un extranjero —dije.

En ese momento hubo un corte eléctrico. Todas las luces de San Lorenzo se apagaron.

85
Un montón de
foma

Los criados de Frank nos trajeron unas lámparas de gas. Nos dijeron que los cortes eléctricos eran muy comunes en San Lorenzo y que no había motivo para alarmarse. Sin embargo, a mí no me resultaba fácil tranquilizarme, ya que Frank había hablado de mi
zah-mah-ki-bo
.

Me había hecho sentirme como si mi albedrío fuese tan irrelevante como el albedrío de un cerdito que llegara a los mataderos de Chicago.

Volví a recordar el ángel de piedra de Ilium.

Y escuché a los soldados que estaban fuera, así como sus rumorosos esfuerzos, su tintinar y su golpeteo.

Era incapaz de concentrarme en la conversación que mantenían Angela y Newt, aunque se enzarzaron en un tema bastante interesante. Me contaron que su padre había tenido un hermano gemelo. Nunca habían llegado a conocerle. Se llamaba Rudolph. Lo último que habían oído de él era que se dedicaba a fabricar cajitas de música en Zurich, Suiza.

—Mi padre apenas le mencionaba —dijo Angela.

—Mi padre apenas mencionaba a nadie —apuntó Newt.

El viejo tenía también una hermana, me dijeron. Se llamaba Celia. Criaba shnauzers gigantes en Shelter Island, estado de Nueva York.

—Siempre envía una tarjeta por Navidades —dijo Angela.

—Una tarjeta con la imagen de un schnauzer —dijo el pequeño Newt.

—Es curioso ver cómo van saliendo personas diferentes de diferentes familias —observó Angela.

—Eso es muy verdadero y está muy bien dicho —corroboré yo. Me disculpé ante mis fulgurantes acompañantes y le pregunté a Stanley, el mayordomo, si por casualidad había un ejemplar de
Los libros de Bokonon
por algún lugar de la casa.

Stanley fingió no saber de qué le estaba hablando, y entonces refunfuñó que
Los libros de Bokonon
eran una basura. E insistió en que todo aquél que los leía se merecía morir en el gancho. Y entonces me trajo un ejemplar de la mesita de noche de Frank.

Era un trasto pesado, más o menos del tamaño de un diccionario no abreviado. Estaba escrito a mano. Lo remolqué como pude hasta mi dormitorio, hasta mi goma espuma puesta encima de la roca viva.

No tenía índice, de modo que me fue difícil indagar sobre la trascendencia del
zah-mah-ki-bo
. Aquella noche fue, de hecho, infructuosa.

Me enteré de algunas cosas, pero eran cosas de escasa utilidad. Me enteré, por ejemplo, de la cosmogonía bokononista, en la que
Boraisi
, el sol, sostenía a
Pabu
, la luna, en sus brazos, esperando que
Pabu
le diera un niño fogoso.

Pero la pobre
Pabu
dio a luz unos niños fríos, que no ardían y
Boraisi
los desechó asqueado. Y estos niños constituían los planetas, que giraban en torno a su padre a una distancia prudente.

Y
Boraisi
expulsó entonces a la propia
Pabu
y esta se fue a vivir con su hijo favorito, la Tierra. La Tierra era el favorito de
Pabu
porque albergaba gente, y la gente miraba siempre a
Pabu
, la amaban y la comprendían.

¿Y qué opinaba Bokonon de su propia cosmogonía?

«¡
Foma
! ¡Mentiras! —escribía—. ¡Un montón de
foma

86
Dos termos pequeñitos

Cuesta creer que me quedara dormido, pero así debió ser, porque si no ¿cómo me habría podido despertar una serie de estallidos y un torrente de luz?

Al primer estallido salí rodando de la cama y corrí hacia la parte principal de la casa, con el arrebato insensato de un bombero voluntario.

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