Cuna de gato (13 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Cuna de gato
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—Bienvenidos —dijo «papá»—. Llegan ustedes al país más amigo que América haya tenido nunca. Hay muchos lugares en los que no se comprende a América, pero ese no es nuestro caso, señor embajador. —Y se inclinó ante H. Lowe Crosby, el fabricante de bicicletas, confundiéndole con el nuevo embajador.

—Sé que tiene usted un gran país, señor presidente —dijo Crosby—. Todo lo que he oído me parece grandioso, sólo que...

—¿Qué?

—Que yo no soy el embajador —dijo Crosby—. Ojalá lo fuese, pero no soy más que un vulgar y corriente hombre de negocios. —Le dolió tener que decir quién era el verdadero embajador—. El pez gordo es ese de ahí.

—¡Ah! —«Papá» sonrió ante su equivocación, pero la sonrisa se desvaneció enseguida. En su interior, un dolor le hizo estremecerse, encogerse, cerrar los ojos y concentrarse en superar tal dolor.

Frank Hoenikker, débil e incapaz, acudió en su ayuda:

—¿Se encuentra bien?

—Discúlpenme —susurró finalmente «papá», irguiéndose ligeramente. Tenía lágrimas en los ojos. Se las secó, irguiéndose totalmente—. Les ruego me disculpen.

Durante un instante, pareció dudar dónde se encontraba o lo que esperábamos que hiciese. Y entonces se acordó. Le estrechó la mano a Horlick Minton:

—Aquí está usted entre amigos.

—De eso estoy seguro —dijo Minton amablemente.

—Cristianos —dijo «papá».

—Perfecto.

—Anticomunistas —dijo «papá».

—Perfecto.

—Aquí no hay comunistas —dijo «papá»—. Temen demasiado el gancho.

—Eso es lo que a mí me parece.

—Ha escogido usted muy buen momento para venir —dijo «papá»—. Mañana será uno de los días más felices en la historia de nuestro país. Mañana es nuestra gran fiesta nacional. El Día de los Cien Mártires caídos por la Democracia. También será el día en que el comandante general Hoenikker pida la mano de Mona Aamons Monzano, el ser más querido en mi vida y en la vida de San Lorenzo.

—Deseo que sea usted muy feliz, Miss Monzano —dijo Minton calurosamente—, y a
usted
, general Hoenikker, le doy la enhorabuena.

Los dos jóvenes le dieron las gracias inclinando la cabeza.

Minton habló entonces de los Cien Mártires caídos por la Democracia y contó una mentira gordísima.

—No hay un solo escolar americano que no conozca la historia del noble sacrificio de San Lorenzo durante la Segunda Guerra Mundial. Los cien valerosos sanlorenzanos, cuyo día celebramos mañana, ofrecieron todo el amor a la libertad que un hombre puede ofrecer. El presidente de los Estados Unidos me ha pedido que sea su representante personal en la ceremonia de mañana, y que eche al mar una corona, regalo del pueblo americano al pueblo de San Lorenzo.

—El pueblo de San Lorenzo les agradece su atención a usted y a su presidente, y al generoso pueblo de los Estados Unidos de América —dijo «papá»—. Será un honor para nosotros que eche usted esa corona al mar durante la fiesta de pedida de mano que tendrá lugar mañana.

—El honor es mío.

«Papá» ordenó que todos nosotros le honrásemos con nuestra presencia en la ceremonia de la corona, y en la fiesta de pedida de mano que tendría lugar al día siguiente. Debíamos acudir a su palacio a las doce del mediodía.

—¡Qué hijos tendrán estos dos! —dijo «papá», invitándonos a mirar a Frank y a Mona—. ¡Qué sangre! ¡Qué belleza!

Volvió a darle el dolor.

Y de nuevo volvió a cerrar los ojos para enroscarse en su dolor.

Esperó a que se le pasara, pero no se le pasó.

Todavía agonizante, se apartó de nosotros y se puso ante el micrófono y ante la muchedumbre. Intentó hacer un gesto ante la muchedumbre, pero no lo logró. Intentó decirle algo a la muchedumbre, pero no lo logró.

Pero entonces le brotaron las palabras:

—¡Iros a casa! —gritó ahogándose— ¡Iros a casa!

La muchedumbre se dispersó como si fuesen hojas.

«Papá» se puso de nuevo frente a nosotros, con un aspecto aún grotesco por el dolor...

Y en ese momento se desplomó.

66
Lo más sólido que existe

No estaba muerto.

Pero su aspecto habría sido ciertamente el de un muerto, si no hubiese sido porque de vez en cuando, en el transcurso de toda aquella muerte aparente, daba unas sacudidas estremecedoras.

Frank gritó enérgicamente que «papá» no estaba muerto, que no
podía
estar muerto. Se puso frenético.

—¡«Papá»! ¡No puede morir! ¡No, no puede!

Frank le aflojó el cuello y la casaca. Le frotó las muñecas.

—¡Háganle aire! ¡Háganle aire a «papá»!

Los pilotos de los cazas acudieron corriendo en su ayuda. Uno tuvo el suficiente sentido común para ir a buscar la ambulancia del aeropuerto.

La banda de música y el guardia de color, que no habían recibido ninguna orden, permanecieron temblorosamente atentos.

Busqué a Mona. Vi que seguía serena y que se había retirado a la barandilla de la tribuna. La muerte, si es que iba a haber alguna muerte, no le asustaba.

Un piloto estaba de pie junto a ella. No estaba mirándola, pero tenía una brillantez sudorosa que yo atribuí al hecho de tener a Mona tan cerca.

En ese momento, «papá» recuperó algo parecido a la conciencia. Con una mano que daba aletazos como un pájaro cautivo, señaló a Frank.

—Tú... —dijo.

Nos quedamos todos callados para oír sus palabras.

Sus labios se movían, pero no podíamos oír más que unos borbotones.

Alguien tuvo lo que entonces pareció una maravillosa idea, y lo que visto ahora parece una repugnante idea. Alguien, creo que un piloto, sacó el micrófono de su soporte y lo sostuvo junto a los labios balbucientes de «papá» para amplificar sus palabras.

De modo que en los nuevos edificios rebotaron los estertores de la muerte y toda clase de gorgoritos espásticos.

Y acto seguido llegaron las palabras.

—Tú —le dijo a Frank con voz ronca—, tú, Franklin Hoenikker, tú serás el próximo presidente de San Lorenzo. La ciencia, tú conoces la ciencia. La ciencia es lo más sólido que existe—. La ciencia —dijo «papá»—. El hielo. —Sus ojos amarillos le dieron vueltas y volvió a desmayarse.

Yo miré a Mona.

Su expresión no había variado.

Las facciones del piloto que tenía a su lado, sin embargo, presentaban la rigidez orgiástica y catatónica de alguien que recibe la medalla de honor del Congreso.

Bajé la mirada y vi lo que no debía ver.

Mona se había quitado una sandalia, y tenía su piececito moreno al descubierto.

Y con ese mismo pie sobaba y requetesobaba, de un modo obsceno, el empeine de la bota del aviador.

67
¡El
ga-a-a-nchuh
!

«Papá» no murió, no aquel día.

Se lo llevaron en la fiambrera roja del aeropuerto.

Los Minton fueron conducidos a su embajada en una limusina americana.

Los Crosby y yo fuimos conducidos al hotel Casa Mona en el único taxi de San Lorenzo, una limusina Chrysler de 1939 semejante a un coche fúnebre, con asientos plegables. En el lateral del taxi aparecía el nombre Transportes Castle S. A. El taxi era propiedad de Philip Castle, el propietario de Casa Mona, el hijo del hombre totalmente altruista al que yo había ido a entrevistar.

Los Crosby y yo estábamos desconcertados. Nuestra consternación se manifestaba en preguntas cuya respuesta teníamos que saber inmediatamente. Los Crosby querían saber quién era Bokonon. Les escandalizaba la idea de que alguien se opusiera a «papá» Monzano.

Y aunque no fuera oportuno, pensé que debía saber inmediatamente quiénes habían sido los Cien Mártires caídos por la Democracia.

Los Crosby fueron los primeros en obtener su respuesta. No entendían el dialecto, de modo que tuve que hacerles de intérprete. La pregunta que Crosby le hacía al conductor era:

—En fin, ¿quién diablos es ese mequetrefe de Bokonon?

—Un hombre muy malo —dijo el conductor. Lo que en realidad dijo fue:
Un ome moi malu
.

—¿Un comunista? —preguntó Crosby al oír mi traducción.

—Ah, claro.

—¿Y tiene algún seguidor?

—¿Cómo dice?

—Si alguien le considera útil.

—Oh, no, no, señor —dijo el conductor piadosamente—. No hay nadie tan loco.

—¿Y por qué no le han cogido todavía? —insistió Crosby.

—Un hombre difícil de encontrar —dijo el conductor—. Muy listo.

—Bueno, habrá gente que lo oculte y le dé comida, de otro modo, a estas alturas ya le habrían cogido.

—No le oculta nadie, nadie le da comida. Todos somos demasiado listos para hacer eso.

—¿Está seguro?

—Claro —dijo el conductor—. Nadie alimenta a ese loco, nadie le da sitio para dormir, van al gancho. Nadie desea el gancho.

Esta última palabra la pronunció así:
Ga-a-a-nchuh
.

68
Si-een máar-tu-res

Le pregunté al conductor quiénes habían sido los Cien Mártires caídos por la Democracia. El bulevar por el que bajábamos se llamaba, como pude ver, el Bulevar de los Cien Mártires caídos por la Democracia.

El conductor me contó que San Lorenzo le había declarado la guerra a Alemania y a Japón una hora después de que Pearl Harbor fuera atacado.

San Lorenzo reclutó un centenar de hombres para luchar aliada a la democracia. A estos cien hombres los metieron en un barco con rumbo a los Estados Unidos, donde recibirían armas y serían entrenados.

Un submarino alemán hundió el barco nada más zarpar del puerto de Bolívar.


Señó, iso
—dijo—
sohun lo si-een máar-tu-res quidós po le dimucreech-ia
.

«Señor, esos —había dicho en dialecto—, son los Cien Mártires caídos por la Democracia.»

69
Un gran mosaico

Los Crosby y yo tuvimos la curiosa experiencia de ser los primeros huéspedes de un hotel nuevo. Fuimos los primeros en firmar en el registro del Casa Mona.

Los Crosby se dirigieron a recepción delante de mí, pero H. Lowe Crosby se asustó tanto al ver el registro totalmente en blanco que no tuvo el suficiente ánimo para firmar. Tuvo que pensárselo durante un rato.

—Firme usted —me dijo. Y entonces, desafiándome a pensar que era supersticioso, me hizo saber su deseo de fotografiar a un hombre que estaba haciendo un enorme mosaico en el yeso fresco de la pared del vestíbulo.

El mosaico era un retrato de Mona Aamons Monzano. Tenía dos metros de altura. El que lo estaba haciendo era un joven musculoso. Estaba subido en lo alto de una escalera y no llevaba nada encima excepto unos vaqueros blancos.

Era un hombre blanco.

El mosaísta le estaba haciendo a Mona, con unos pedacitos de oro, finísimos cabellos que caían sobre su nuca y en su largo cuello de cisne.

Crosby se acercó a fotografiar al artista, y regresó para informarnos de que aquel hombre era el mayor mequetrefe que había conocido en su vida. Crosby estaba rojo como un tomate cuando nos dio tal información.

—Cualquier cosa que se le diga, la vuelve del revés.

De modo que me acerqué al mosaísta, le observé durante un rato y entonces le dije:

—Le envidio.

—Sabía —suspiró— que si esperaba lo suficiente, vendría alguien y me envidiaría. Siempre me digo que debo tener paciencia, que tarde o temprano se pasará por aquí algún envidioso.

—¿Es usted americano?

—Tengo esa suerte. —Siguió trabajando. No tenía ninguna curiosidad por ver mi aspecto—. ¿Usted también quiere hacerme una fotografía?

—¿Le molesta?

—Yo pienso, luego existo, luego soy fotografiable.

—Me temo que no llevo la cámara conmigo.

—Pero bueno, por el amor de Dios, ¡vaya a por ella! ¿O es usted uno de esos que confía en la memoria?

—Creo que en mucho tiempo no olvidaré esa cara en la que está usted trabajando.

—La olvidará cuando se muera, lo mismo me pasará a mí. Cuando esté muerto, me olvidaré de todo, y le aconsejo que haga usted lo mismo.

—¿Ha estado posando para el mosaico, trabaja usted con fotografías, o qué?

—¿Trabajo con o qué?

—¿Qué?

—Trabajo con o qué. —Se dio unos golpecitos en la sien—. Está todo aquí, dentro de esta envidiable cabecita mía.

—¿La conoce?

—Tengo esa suerte.

—Frank Hoenikker es un hombre con suerte.

—Frank Hoenikker es un gilipollas.

—Es usted sincero, ciertamente.

—También soy rico.

—Me alegra oírlo.

—Si quiere la opinión de un experto, el dinero no hace necesariamente feliz a la gente.

—Gracias por la información. Me ha librado usted de un montón de problemas. Estaba a punto de ganar un poco de dinero.

—¿Cómo?

—Escribiendo.

—Una vez escribí un libro.

—¿Cómo se llamaba?


San Lorenzo
—dijo—,
su tierra, su historia, su gente
.

70
Bokonon de tutor

—Usted, supongo —le dije al mosaísta—, es Philip Castle, hijo de Julián Castle.

—Tengo esa suerte.

—He venido aquí para ver a su padre.

—¿Vende usted aspirinas?

—No.

—¡Qué mala suerte! Mi padre anda escaso de aspirinas. ¿Y drogas milagrosas? Mi padre disfruta beneficiándose de un milagro de vez en cuando.

—No soy farmacéutico. Soy escritor.

—¿Y qué le hace pensar que un escritor no es un farmacéutico?

—Se lo acepto. Le acepto todos los cargos.

—Mi padre necesita algún libro para poder leérselo a la gente moribunda o que sufre terriblemente. No creo que usted haya escrito nada así.

—Todavía no.

—Creo que sacaría usted dinero con eso. Es otro consejo valioso que le doy.

—Creo que podría revisar el «Vigesimotercer Salmo», y retocarlo un poco para que nadie se diese cuenta de que no lo he escrito yo.

—Bokonon intentó revisarlo —me dijo—, y descubrió que no podía alterar ni una sola palabra.

—¿También conoce a Bokonon?

—Tengo esa suerte. Fue mi tutor cuando yo era un chaval —hizo un gesto sentimental señalando el mosaico—. También fue el tutor de Mona.

—¿Era un buen profesor?

—Mona y yo sabemos leer y escribir, y hacer sumas sencillas —dijo Castle—, si es a eso a lo que se refiere.

71
La suerte de ser americano

H. Lowe Crosby se acercó a Castle, el mequetrefe, en una segunda tentativa.

—¿Cómo se calificaría usted a sí mismo? —dijo Crosby con desprecio—. ¿Un beatnik o qué?

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