Heathcliff calló y se secó la frente, que tenía húmeda de sudor. Sus ojos contemplaban las brasas del fuego. Tenía las cejas levantadas y una apariencia de dolorosa tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel modo de expresarse.
Tras una breve pausa, descolgó el retrato de la señora Linton, lo puso sobre el sofá y lo contempló fijamente. Cati entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a marchar en cuanto ensillasen el caballo.
—Envíame eso mañana —me dijo Heathcliff. Y agregó, dirigiéndose a ella—: Hace una buena tarde y no necesitas caballo. Cuando estés en «Cumbres Borrascosas» tendrás de sobra con los pies.
—¡Adiós, Elena! —dijo mi señorita, besándome con helados labios—. No dejes de ir a verme.
—Líbrate muy bien de ello —me advirtió su nuevo suegro—. Cuando te necesite para algo, ya vendré a visitarte. No quiero que andes husmeando por mi casa.
Hizo señal a Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando una mirada hacia atrás que me desgarró el corazón. Les vi desde la ventana bajar el jardín. Heathcliff cogió el brazo de Catalina, a pesar de que ella se negaba, y con rápido paso desaparecieron bajo los árboles del sendero.
En una ocasión fui a visitar a Cati, pero José no me dejó pasar. Me dijo que la señora estaba bien y que el amo se hallaba fuera. A no ser por Zillah, que me ha contado algo, yo no sabría nada de ellos, ni si viven o mueren. Zillah no estima a Cati y la considera muy orgullosa. Al principio, la señorita le pidió que le hiciera algunos servicios, pero el amo lo prohibió y Zillah se congratuló de ello, por pereza y por falta de juicio. Esto causó a Cati una indignación pueril, y ha incluido a Zillah en el número de sus enemigos. Hace seis semanas, poco antes de llegar usted, mantuve una larga conversación con Zillah, quien me contó lo siguiente:
«Al llegar a las «Cumbres» la señora, sin saludarnos siquiera, corrió al cuarto de Linton y se encerró con él. Por la mañana, mientras Hareton y el amo estaban desayunando, ella entró en el salón temblando de pies a cabeza, y preguntó si se podía ir a buscar al médico, ya que su marido estaba muy malo.
»—Ya lo sé —respondió Heathcliff—, pero su vida no vale ni un penique, y ni un penique me gastaré en él.
»—Pues si no se le auxilia, se morirá, porque yo no sé qué hacer —dijo la joven.
»—¡Fuera de aquí —gritó el amo— y no me hables más de él! No nos importa nada lo que le ocurra. Si quieres, cuídale tú, y si no enciérrale y déjale solo.
»Ella entonces acudió a mí, pero yo le contesté que el muchacho ya me había dado bastante quehacer, y que ahora era ella quien debía cuidar a su marido, según había ordenado Heathcliff.
»No puedo decir cómo se las entendieron. Me figuro que él debía pasarse gimiendo día y noche, sin dejarla descansar, como se deducía por sus ojeras. Algunas veces aparecía en la cocina como si quisiera pedir socorro, pero yo no estaba dispuesta a desobedecer al señor. No me atrevo a contrariarle en nada, señora Dean, y aunque bien veía que debía haberse llamado al médico, no era yo quién para tomar la iniciativa, y no intervine en ello Para nada. Una o dos veces, después de que nos habíamos acostado, se me ocurría ir a la escalera y veía a la señora llorando, sentada en los escalones, de modo que enseguida me volvía, temiendo que me pidiese ayuda. Aunque la compadecía, ya supondrá usted que no era cosa de arriesgarme a perder mi cargo. Por fin una noche entró resueltamente en mi cuarto, y me dijo:
»—Avisa al señor Heathcliff de que su hijo se muere. Estoy segura de ello.
»Y se fue. Un cuarto de hora permanecí en la cama, escuchando y temblando. Pero no oí nada.
»—Debe haberse equivocado —pensé—. Linton se habrá repuesto; no hay por qué molestar a nadie.
»Y volví a dormirme. Pero el sonido de la campanilla que tenía Linton para su servicio me despertó y el amo me ordenó que fuera a decirles que no quería volver a oír aquel ruido.
»Entonces le comuniqué el recado de la señorita. Empezó a maldecir, y luego encendió una vela y subió al cuarto de su hijo. Le seguí y vi a la señora sentada junto al lecho, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Su suegro acercó la vela al rostro de Linton, le miró y le tocó, y dijo a la señora:
»—¿Qué te parece esto, Catalina?
»La joven guardaba silencio.
»—Digo, que qué te parece, Catalina —repitió él.
»—Me parece —contestó ella— que él se ha salvado y que yo he recuperado la libertad… Debía parecerme muy bien, pero —prosiguió con amargura— me ha dejado usted luchando sola durante tanto tiempo contra la muerte, que sólo veo muerte a mi alrededor, y hasta me parece estar muerta yo misma. ,
»—Y así lo parecía, en realidad. Yo la hice beber un poco de vino. Hareton y José, a quienes nuestro ir y venir había despertado, entraron entonces. José me parece que se alegró de la muerte del muchacho. En cuanto a Hareton, se sentía confuso, y mas que de pensar en Linton se preocupaba de mirar a Catalina. El señor le hizo volverse a acostar. Mandó a José que llevara el cadáver a su habitación y a mi me hizo volverme a la mía. La señora se quedó sola.
»—Por la mañana, Heathcliff me hizo llamarla para desayunar. Catalina se había desnudado y estaba a punto de acostarse. Me anunció que se sentía mal, lo que no me extrañó, y se lo indiqué al señor Heathcliff. Éste me dijo:
»—Bueno, déjala que descanse. Sube de vez en cuando a llevarle lo que necesite, y después del entierro, cuando creas que esté mejor, avísamelo».
Zillah siguió diciéndome que Catalina había continuado encerrada en su cuarto durante quince días más. Ella la visitaba dos veces diarias y procuraba mostrarse amable con la señorita, pero ésta la rechazaba violentamente. Heathcliff subió a verla una vez para mostrarle el testamento de Linton. Cedía a su padre todos los bienes y cuantos habían pertenecido a su esposa. Le habían obligado a firmar aquello mientras Cati estaba con su padre el día que éste falleció. La herencia se refería a los bienes muebles, ya que las tierras, por ser menor de edad, no tenía Linton derecho a legarlas. Pero, Heathcliff ha hecho valer también sus derechos a ellas en nombre de su difunta mujer y en el suyo propio. Creo que legalmente tiene razón, de todas formas, como Catalina no tiene dinero ni amigos, no ha podido disputárselas.
«Sólo yo —siguió diciéndome Zillah—, salvo esa vez que subió el amo, iba a su cuarto. Nadie se ocupaba de ella. El primer día que bajó al salón fue un domingo por la tarde. Al llevarle la comida me había dicho que no podía soportar el frío que hacía arriba. Le contesté que el amo iba a ir la «Granja de los Tordos» y que Hareton y yo no la incomodaríamos. Así que en cuanto sintió el trote del caballo de Heathcliff, bajó, vestida de negro, con sus rubios cabellos peinados lisos por detrás de las orejas.
»José y yo acostumbramos ir los domingos a la iglesia. Se refieren a la capilla de los metodistas o baptistas, ya que la iglesia ahora no tiene pastor —aclaró la señora Dean—. José había ido ya a la iglesia, pero yo creí que debía quedarme en casa —continué Zillah— porque no sobra que una persona de edad vigile a los jóvenes y Hareton, a pesar de su timidez, no es precisamente un chico modelo. Yo le había advertido que su prima bajaría seguramente a hacernos compañía, y que como ella solía guardar la fiesta dominical, valía más que él no trabajase ni estuviese repasando las escopetas mientras ella permaneciera abajo. Se ruborizó al oírme, se miró la ropa y las manos e hizo desaparecer el aceite y la pólvora. Comprendí que quería ofrecerle su compañía y que deseaba presentarse a ella con mejor aspecto, y para ayudarle a ello, le ofrecí mis servicios. Se puso muy turbado y empezó a renegar.
»—Señora Dean —dijo Zillah comprendiendo que su conducta me desagradaba— usted podrá pensar que la señorita es demasiado fina para Hareton, y puede que esté usted en lo cierto, pero le aseguro que me gustaría rebajar un poco su orgullo. Además, ahora es tan pobre como usted y como yo. Es decir, más, porque seguramente usted tiene sus ahorros, y yo hago lo posible para reunirlos. Así que no está la señorita como para andar con sandeces ni con demasiado orgullo.
»Hareton aceptó mi ayuda —siguió contándome Zillah— y hasta se puso de buen humor, y cuando Catalina llegó trató de ser amable y agradable con ella.
»La señorita entró tan fría como el hielo y tan soberbia como una princesa. Yo le ofrecí mi asiento, y Hareton también, diciéndole que debía estar aterida de frío.
»—Hace un mes que lo estoy —contestó ella tan altanera y despreciativa como le fue posible.
»Cogió una silla y se sentó separada de nosotros. Cuando hubo entrado en calor, miró a su alrededor y al divisar unos libros en el aparador intentó cogerlos. Pero estaban demasiado altos, y viendo sus inútiles esfuerzos su primo se decidió a ayudarla. Comenzó a echarle los libros según los iba alcanzando y ella los recogía en su falda extendida.
»El muchacho se sintió satisfecho con esto. Es verdad que la señora no le dio las gracias, pero a él le bastaba con haberle sido útil, y hasta se aventuró a mirar los libros mientras lo hacía ella, señalando algunas páginas ilustradas que le llamaban la atención. No se desanimó por el desprecio con que Catalina le quitaba las páginas de los dedos, pero se apartó un poco y en vez de mirar los libros la miró a ella. Catalina siguió leyendo o intentando leer. Hareton entretanto, ya que no podía distinguir su cara, se contentaba con contemplar su cabello. De pronto, casi inconsciente de lo que hacía, y más bien como un niño que se resuelve a tocar lo que está mirando, se le ocurrió alargar la mano y acariciarle uno de sus rizos, más suavemente que lo hubiera hecho un pájaro. Al sentir la mano de Hareton sobre su cabeza, Catalina dio un salto como si le hubieran clavado un cuchillo.
»—¡Vete! ¿Cómo te atreves a tocarme? —gritó disgustadísima—. ¿Qué haces ahí plantado? ¡No puedo soportarte! Si te acercas, me voy.
»Hareton retrocedió, se sentó y permaneció inmóvil Ella siguió absorta en los libros. Al cabo de media hora Hareton me dijo en voz baja:
»—Ruégale que nos lea alto, Zillah… Estoy harto de no hacer nada y me gustaría oírla. No digas que soy yo quien se lo pide. Hazlo como cosa tuya.
»—El señor Hareton quisiera que usted nos leyese algo, señorita —me apresuré a decir—. Se lo agradecería mucho.
»Ella arrugó el entrecejo y contestó:
»—Pues di al señor Hareton que no acepto ninguna de las hipócritas amabilidades que me hagáis. ¡Os desprecio y no quiero saber nada de vosotros! Cuando yo hubiera dado hasta la vida por una palabra afectuosa, os mantuvisteis apartados de mí. No me quejo. He bajado porque arriba hacía mucho frío, pero no para entreteneros ni para disfrutar de vuestra compañía.
»—Yo no te he hecho nada —comenzó a decir Earnshaw.
»—Tú eres una cosa aparte —respondió la señorita—, y no se me ha ocurrido ni pensar en ti…
»—Pues yo —contestó él— más de una vez he rogado al señor Heathcliff que me permitiese atenderla.
»—Cállate —ordenó ella—. Me iré por esa puerta, no sé adónde, si es que he de seguir oyendo tu desagradable voz.
»Hareton musitó que por su parte podía irse, aunque fuera al infierno, descolgó su escopeta y se marchó a cazar. Y ahora él ya habla con todo desembarazo delante de ella, y ella se ha retirado otra vez a su soledad. Pero a veces el frío de las heladas la hace bajar y buscar nuestra compañía. Por su parte yo me mantengo tan altiva como ella. Ninguno de nosotros la quiere, ni ella se lo merece. En cuanto se le dice la menor cosa, salta y replica sin respetar nada. Se atreve a insultar hasta al amo, y cuanto más le castiga él, más maligna se vuelve ella».
—Al principio de oír contar eso a Zillah —siguió la señora Dean— decidí dejar este empleo, alquilar una casa, y llevarme a Cati. Pero el señor Heathcliff hubiera autorizado esto tanto como a Hareton montar una casa por su cuenta propia. Así que no veo solución al asunto, a no ser que la señorita se case, y ésa es una cosa que no está en mi mano lograr.
Así concluyó su historia la señora Dean. Por mi parte, a pesar de los vaticinios del médico, me voy reponiendo muy rápidamente. Sólo estamos a mediados del mes de enero, pero dentro de un par de días me propongo montar a caballo, ir a «Cumbres Borrascosas» y notificar a mi casero que pasaré en Londres los venideros seis meses, y que puede buscarse otro inquilino para la «Granja» cuando llegue octubre. No quiero por ningún concepto pasar otro invierno aquí.
Ayer hizo un día despejado, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a «Cumbres Borrascosas». La señora Dean me pidió que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no pensé que hubiera en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja no. Llamé a Eamshaw, que estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeña en deslucir sus cualidades con su zafiedad.
Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff y me dijo que no, pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.
Entramos. Vi a Cati preparando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme, y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.
«No veo que sea tan afable —reflexioné yo— como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no».
Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.
—Llévalas tú —contestó la joven.
Y se sentó en una banqueta al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pájaros y animales en las mondaduras de patatas que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.
—¿Qué es eso? —preguntó en voz alta, tirándola al suelo.
—Una carta de su amiga, el ama de llaves de la «Granja» —contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta acción, y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.
Entonces fue a cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff. Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la recogió la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la «Granja», y al fin murmuró, como si estuviera hablando consigo misma: