Cumbres borrascosas (15 page)

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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Cumbres borrascosas
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Debía resultar exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí sus instrucciones. Yo presumí que una persona que podía especular de antemano sobre el giro que daría a sus arrebatos de ira podría, de proponérselo, dominar también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar los disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada dije al amo, cuando éste acudió, pero me atreví a escuchar a fin de ver si disputaban. El amo habló primero.

—Quédate donde estás, Catalina —dijo, sin rencor, y muy, abatido—. No he venido ni a disputar ni a hacer las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el propósito de seguir siendo amiga de…

—¡Y yo te pido que me dejes en paz! —respondió ella golpeando el suelo con el pie—. No hablemos de ello ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua helada, pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita hasta lo inconcebible.

—Responde a mi pregunta —repuso el señor—. Tus violencias no me asustan. Ya he visto que, cuando te lo propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de mí? No cabe ser amiga de los dos a la vez, y te exijo que te decidas por uno de nosotros.

—Y yo te exijo que me dejes en paz —respondió ella enfureciéndose—. ¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no puedo sostenerme en pie,? ¡Déjame, Eduardo…!

Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos locos arrebatos de cólera ponían a prueba la paciencia de un santo. Lo vi golpearse la cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no podía casi hablar. No quiso beber, y entonces le mojé el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en blanco, y sus mejillas palidecieron como las de una muerta. Linton estaba aterrado.

—No es nada —murmuré. Quería evitar que él cediera, pero en el fondo me sentía angustiada.

—Está sangrando por la boca —me dijo el señor, estremeciéndose.

—No haga caso —contesté.

Y le conté que ella se había propuesto, antes de entrar el, darle el espectáculo de un ataque de locura. Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre los hombros, y los tendones del cuello y de los brazos se le habían hinchado de un modo horrible. Me preparé, por lo menos, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así: se limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera, y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta cerró para librarse de mí.

Al día siguiente, pasó la mañana sin bajar a desayunar. Subí a preguntarle si le llevaba el desayuno y me contestó categóricamente que no. Lo mismo sucedió a las horas de comer y de tomar el té. Al otro día recibí la misma contestación. El señor Linton se pasaba el tiempo en la biblioteca sin preguntar por su esposa. Había sostenido con Isabel una conversación de una hora, durante la cual pretendió obtener de ella una contestación definitiva respecto a que rechazaría a Heathcliff, sin lograr más que evasivas. Entonces él le juró solemnemente que si ella persistía en la locura de dar esperanzas a aquel indigno sujeto, las relaciones entre los dos hermanos terminarían completamente.

Capítulo doce

Mientras la señorita Isabel vagaba por el parque y por el jardín y su hermano permanecía encerrado en la biblioteca, probablemente aguardando que Catalina se arrepintiese y pidiese perdón, ella continuaba obstinada en prolongar su ayuno. Sin duda creía que Eduardo estaba medio muerto de nostalgia y que sólo el orgullo le impedía arrojarse a sus pies. Por mi parte, me limitaba a cumplir con mis obligaciones, convencida de que el único espíritu razonable que había entre los muros de la «Granja» se albergaba en mi cuerpo. No empleé, pues, palabras de compasión con la señora, ni intenté consolar al señor que se sentía ansioso de oír nombrar a su esposa, ya que no podía oír su voz. Decidí dejar que se las compusieran como pudiesen, y mi decisión dio resultado, como yo había creído desde un principio.

Transcurridos tres días, la señora se asomó a la puerta de su habitación y pidió que le renovase el agua, que se le había terminado, y que le llevase un tazón de sopa de leche, porque se sentía desfallecer. Supuse que esta exclamación iba dirigida a los oídos de su esposo. Mas como no creía en ella, me guardé bien de transmitirla, y me limité a llevar a Catalina un té y una torta seca. Comió y bebió ávidamente, y luego se recostó sobre la almohada, apretó los puños y empezó a llorar.

—Quisiera morirme —decía—. No le importo nada a nadie. No debía haber comido eso. —Y continuó—: No, no quiero morir. Él no me quiere y me olvidaría.

—¿Necesita algo, señora? —pregunté, haciendo caso omiso de sus exageraciones. .

—¿Qué hace mi flemático marido? —respondió ella, apartándose del rostro, que se le había demacrado mucho en aquellos días, sus enmarañados cabellos—. ¿Se ha muerto o está aletargado?

—Ni una cosa ni otra, señora. Está bien, aunque según parece, algo ocupado, ya que se pasa el día entre sus libros desde que no tiene otra compañía.

Si yo hubiera sabido el estado en que Catalina se encontraba realmente, no le hubiese hablado en aquella forma, pero creí que ella fingía su estado anormal.

—¡De modo que entre sus libros —exclamó— mientras yo me hallo al borde del sepulcro! Pero ¡Dios mío!, ¿no sabe lo enferma que estoy? —Y, mirándose a un espejo, continuó—: ¿Es ésta Catalina Linton? Quizá él crea que se trata de algún contratiempo sin importancia. Debes decirle que es algo muy grave. Mira, Elena: si no es tarde para todo, una vez que yo conozca cuáles son sus sentimientos hacia mí, he de adoptar una de estas dos soluciones: o dejarme morir, o procurar restablecerme y marcharme. ¿No has mentido? ¿Es cierto que se preocupa tan poco de mí?

—El señor no se figura que esté usted tan loca que vaya a dejarse morir de inanición.

—¿Crees que no? ¡Persuádele, convéncele, de que estoy decidida a hacerlo!

—No recuerda usted, señora, que hoy mismo ha tomado ya algún alimento…

—¡Me mataría ahora mismo —respondió— si estuviese segura de que con ello conseguiría matarlo a él también! Llevo tres noches sin poder cerrar los párpados. ¡Cuánto he padecido! Empiezo a imaginarme que tú tampoco me quieres. ¡Y yo que me imaginaba que, aunque todos se odiasen unos a otros, no podían dejar de quererme a mí! Ahora, en poco tiempo, todos se han convertido en enemigos míos. ¡Es terrible morir rodeada de esos rostros impasibles! Isabel no se atreve a entrar en mi habitación por miedo a contemplar el espectáculo de Catalina muerta. ¡Ya me parece oír a Eduardo, de pie a su lado, dando gracias a Dios porque la paz se ha restablecido en su casa, y volviendo a sus librotes! ¡Parece mentira que se ocupe de sus libros mientras yo estoy aquí muriéndome!

La idea de que su marido permanecía filosóficamente resignado, como yo le había dicho, le resultaba inaguantable.

A fuerza de dar vueltas a esta idea en su cerebro, se puso frenética, y en su desvarío rasgó el almohadón con los dientes. Luego se irguió toda encendida y me mandó que abriese la ventana. Le opuse objeciones, porque estábamos en pleno invierno y el viento nordeste soplaba con fuerza. Pero la expresión de su cara y sus bruscos cambios de tono me alarmaron mucho. Recordé las indicaciones del doctor respecto a que no debíamos contrariarla. El minuto antes estaba furiosa, y, en cambio, ahora, sin darse cuenta de que no le había hecho caso, se había apoyado sobre mi brazo y se entretenía en sacar las plumas de la almohada por los desgarrones que había hecho con los dientes. Colocaba las plumas sobre la sábana y las reunía con arreglo a sus diferentes clases.

—Ésta es de pavo —murmuraba para sí— y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo voy a morirme si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta, y ésta de avefría. La reconocería entre mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando íbamos por en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la lluvia. Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno encontramos una vez su nido lleno de pequeños esqueletos. Heathcliff había puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a entrar. Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría, y me obedeció. ¡Hay más! ¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame que lo vea…

—Vamos, no se dedique a esa tarea pueril —le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado, ya que por encima estaba lleno de agujeros—. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como copos de nieve.

Comencé a recogerlas.

—Me pareces una vieja, Elena —dijo ella, delirando—. Tienes el cabello gris y estás encorvada. Esta cama es la cueva encantada que hay al pie de la colina de Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos. Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así, aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me hubiera figurado que eras en efecto una bruja y hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que ahora es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan negro como el ébano.

—¿Qué armario negro? —pregunté—. ¿Está usted soñando?

—El armario está apoyado en la pared, como siempre —replicó—. ¡Qué raro es! Distingo en él una cara.

—En este cuarto no ha habido un armario nunca —respondí.

Y levanté las cortinas del lecho para poder vigilarla mejor.

—¿Pero no ves aquella cara? —me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el espejo.

En vista de que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me levanté y tapé el espejo con un chal.

—La cara sigue estando detrás —dijo, anhelante— y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca cuando te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme sola.

Le así las manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el espejo con fijeza.

—No hay nadie en el cuarto, señora —repetí—. Era su propio rostro, como sabe usted muy bien.

—¡Yo misma! —exclamó suspirando—. Y el reloj da las doce… ¡Es horrible!

Y se cubrió los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su marido, pero me detuvo un penetrante grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo.

—¡Vamos! —exclamé—. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la que se refleja en el espejo?

Se asió a mi, y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez sucedía el rubor.

—¡Oh, querida! —dijo—. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como estoy tan floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas horribles pesadillas.

—Le convendría dormir, señora —le aconsejé—. Estos padecimientos le enseñaran a no probar otra vez a morirse de hambre.

—¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! —lamentó amargamente, retorciéndose las manos—. ¡Oh, aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los pantanos directamente.

Para tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire penetró en la habitación. Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas, con el espíritu abatido por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina estaba a la altura de un niño miedoso.

—¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? —me preguntó, de pronto.

—Se encerró el lunes por la tarde —respondí— y ahora estamos en la noche del jueves, o más exactamente, en la madrugada del viernes.

—¿De la misma semana? —comentó con extrañeza—. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco tiempo?

—Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal humor.

—Han sido horas interminables —dijo ella, dubitativa—. Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que vine a este cuarto desesperada. En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si seguía desesperándome, porque perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que pudiese recobrarme, empezó a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el punto de hacerme temer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borrascosas» y mi corazón sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció como si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una niña, papá acababa de morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me separase de Heathcliff. Me encontraba sola por primera vez, y al despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas del lecho. Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella angustia se anuló ante un frenesí de mayor desesperación… No comprendo por qué me sentía tan desdichada… Pero imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres Borrascosas» y me hubieras traído a la «Granja de los Tordos» para ser mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que me sentí lanzada… Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando! Quise estar al aire libre, ser una niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes?

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