—Después vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá esta noche.
Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se incorporó en el lecho, miró en torno suyo y se desmayó. Pero se recobró enseguida, y entonces le relaté lo ocurrido, asegurando que Heathcliff me había obligado a entrar, y que, en rigor, no era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor mayor amargura. Él comprendió que uno de los objetivos que se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a adivinar el porque no había querido esperar hasta su muerte, ya que el señor Linton ignoraba que él y su sobrino se llevarían poco tiempo el uno al otro en abandonar este mundo. En todo caso, resolvió modificar su testamento, dejando la herencia de Cati, no en sus manos, sino en las de otros herederos, que eran personas de confianza, concediéndole sólo el usufructo, y luego la plena posesión a sus hijos, caso de que los tuviera. Así, los bienes de Catalina no irían a manos de Heathcliff aunque falleciese su hijo.
Según sus instrucciones, envié a un hombre en busca del procurador, y a otros cuatro, con armas, a buscar a la señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había tenido que estar dos horas esperando al señor Green, y que éste vendría al siguiente día, ya que tenía quehacer en el pueblo. Los otros regresaron sin cumplir su misión, y dijeron que Cati estaba tan enferma, que no podía salir de su cuarto, y que Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché como se merecían, y resolví no decir nada a mi amo, porque estaba resuelta a presentarme en «Cumbres Borrascosas» en cuanto amaneciera, llevando una tropa entera, si era menester, para tomar al asalto las «Cumbres» si no me entregaban a la cautiva. Me juré repetidas veces que su padre había de verla, aunque aquel miserable encontrara la muerte en su casa intentando impedirlo.
Pero no hubo necesidad de emplear tales recursos. A eso de las tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua, cuando, atravesando el vestíbulo, sentí un golpe en la puerta. Me sobresalté.
«Debe ser Green», pensé luego.
Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui a abrir yo misma. Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La señorita me saltó al cuello, exclamando:
—¿Vive mi padre todavía, Elena?
—Sí, ángel mío —respondí—. ¡Gracias a Dios que ha vuelto usted con nosotros!
Ella quería ir sin detenerse al cuarto del señor, pero yo la hice sentarse un momento para que descansara, le di agua y le froté el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar su llegada, y le rogué que dijese que era feliz con el joven Heathcliff. Al principio me miró con asombro, pero luego comprendió.
No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, sino que me quedé fuera, y esperé un cuarto de hora, al cabo del cual me atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo. La desesperación de Cati era tan silenciosa como el placer que su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba el semblante de su hija.
Murió sintiéndose feliz, señor Lockwood… Besó a Cati en las mejillas, y dijo:
—Me voy a su lado, y tú, querida hija, vendrás después con nosotros.
Y no dijo una palabra más. Su mirada continuaba extática y fija. El pulso le fue faltando gradualmente, hasta que su alma le abandonó. Murió tan apaciblemente, que ninguno nos percatamos del momento exacto en que ello había sucedido.
Catalina estuvo sentada allí hasta que salió el sol. Sus ojos se hallaban secos, quizá porque ya no le quedaran lágrimas en ellos, o quizá por la intensidad de su dolor. A mediodía continuaba lo mismo, y me costó trabajo lograr que fuese a reposar un rato. A esa hora apareció el procurador, que ya había pasado primero por «Cumbres Borrascosas» para recibir instrucciones. El señor Heathcliff le había comprado, y por ello se retrasó en venir a casa de mi amo. Felizmente éste no se había vuelto a preocupar de nada desde la llegada de su hija.
El señor Green se apresuró a dictar órdenes inmediatas. Despidió a todos los criados excepto a mí, y hasta hubiera dispuesto que a Eduardo Linton se le enterrara en el panteón familiar, a no haberme opuesto yo ateniéndome al testamento. Este, por fortuna, estaba allí y hubo que cumplir sus disposiciones.
El sepelio se apresuró cuanto fue posible. A Catalina, que era ya la señora Heathcliff, le consintieron estar en la «Granja» hasta que sacaron el cuerpo de su padre. Según ella me contó, su dolor había, por fin, inducido a Linton a ponerla en libertad. Oyó a Heathcliff discutir en la puerta con los hombres que yo había enviado, y entendió lo que él les decía. Entonces se desesperó de tal modo que Linton, que estaba en la salita en aquel momento, se aterrorizó, cogió la llave antes de que su padre volviera, abrió, dejó la puerta sin cerrar, bajó y pidió que le dejaran dormir con Hareton. Catalina se fue antes de alborear. No atreviéndose a marchar por la puerta por temor a que los perros ladrasen buscó otra salida, y habiendo hallado la habitación de su madre, se descolgó por el abeto que rozaba la ventana. Estas precauciones no bastaron para impedir que su cómplice sufriera el correspondiente castigo.
La tarde siguiente al entierro, Cati y yo nos sentamos en la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que se nos presentaba.
Pensábamos que lo mejor sería lograr que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la «Granja de los Tordos», al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De improviso, un criado —ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún— vino a advertirnos de que «aquel demonio de Heathcliff» había entrado en el patio, y quería saber si le daba con la puerta en las narices.
No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo. Entró sin llamar ni pedir permiso: era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó salir al criado y cerró la puerta. Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje de otoño. No habíamos encendido la luz aún, pero había bastante claridad en la cámara, y se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El mismo rostro algo más pálido y más serenó tal vez, y el cuerpo un tanto más pesado. No había más diferencia que aquélla.
—¡Basta! —dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse—. ¿Adónde vas? He venido para conducirte a casa. Espero que procederás como una hija sumisa y que no inducirás a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Como es tan endeble! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a José que volviese a llevársele, y desde entonces, cada vez que me ve, mi presencia le asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche chillando e implorándote que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola: tendrás que preocuparte tú de él.
—Podía usted dejar que Cati viviera aquí con Linton —intercedí yo—. Ya que les detesta usted, no les echará de menos. No harán más que atormentarle con su presencia.
—Pienso arrendar la «Granja» —respondió— y, además, deseo que mis hijos estén a mi lado y que esta muchacha trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa, y no me obligues a apelar a la fuerza.
—Iré —dijo Cati—. Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al otro. Linton es el único cariño que me queda en el mundo, y le desafío a usted a que le haga padecer cuando yo esté presente.
—Aunque te erijas en su paladina —respondió Heathcliff— no te quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento de atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio con que sustituir el vigor de que carece.
—Como que es su hijo —dijo Cati—. Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Y celebro que el mío sea mejor y me permita perdonarle. Sé que me ama y por eso le amo yo también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie, y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el diablo y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le orará cuando muera. ¡Le compadezco!
Catalina habló en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a amoldarse al ambiente de su futura familia y a disfrutar, como ellos, en el mal de sus enemigos.
—Tendrás que compadecerte de ti misma —replico su suegro— si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas, bruja, y vente.
Cati se fue. Yo comencé a rogar a Heathcliff que me permitiera ir a «Cumbres Borrascosas» para hacer los menesteres de Zillah, mientras ésta se encargaba de mi puesto en la «Granja», pero él se negó rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el cuarto. Al ver los retratos, dijo:
—Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para nada, pero…
Se acercó al fuego y dijo:
—Te voy a explicar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que cavaba la fosa de Linton que quitase la tierra que cubría el ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la misma! El enterrador me dijo que se alteraría si seguía expuesta al aire. Arranqué entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero para que cuando me entierren a mí quite también el lado correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá distinguirnos.
—Es usted un malvado —le dije—. ¿No le da vergüenza turbar el reposo de los muertos?
—A nadie he turbado su reposo, Elena, y en cambio me he desahogado un poco yo. Me siento mucho más tranquilo, y así es más fácil que podáis contar con que no salga de mi tumba cuando me llegue la hora. ¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome ella a mí, dieciocho años, hasta anoche mismo… Pero desde ayer me he tranquilizado. He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con mi mejilla apoyada en la suya.
—¿Y qué hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo tierra o cosa peor?
—¡Que me disolvía con ella y entonces me hubiera sentido aún más contento! ¿Te figuras que me asustan esas transformaciones? Esperaba que se hubiera descompuesto cuando mandé abrir la caja, pero me alegro de que no principie su descomposición hasta que la comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me sucede… Pero empezó así: yo creo en los espíritus, y estoy convencido de que existen y viven entre nosotros. Y desde que ella murió no hice más que invocar al suyo para que me visitase. El día que la enterraron, nevó. Al oscurecer me fui al cementerio. Soplaba un viento helado, y reinaba la soledad. Yo no temí que el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que nadie merodease por allí. Al pensar que sólo me separaban de ella dos varas de tierra blanda, me dije: “Quiero volver a tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento del norte me hiela, y si está inmóvil pensaré que duerme”.
»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el ataúd. Entonces principié a trabajar con las manos, y ya crujía la madera, cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al mismo borde de la tumba. “¡Si pudiese quitar la tapa —pensaba— y luego nos enterraran a los dos!” Ya me esforcé en conseguirlo. Pero oí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio aliento que caldeaba la frialdad del aire helado. Bien sabía que allí no había nadie vivo, pero tan cierto como se siente un cuerpo en la oscuridad aunque no se le vea, tuve la sensación de que Catalina estaba allí, y no en el ataúd, sino a mi lado. Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí consolado. Ríete, si quieres, pero después de que cubrí la fosa otra vez, tuve la impresión de que ella me acompañaba hasta casa. Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta le hablé. Cuando llegué a las «Cumbres», recuerdo que aquel condenado Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no romperle la cabeza a golpes, y después subí precipitadamente a nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a mi lado, casi la veía, y sin embargo no lograba divisarla! Creo que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para mí como lo había sido siempre durante su vida. Desde entonces, unas veces más y otras veces menos, he sido víctima de esa misma tortura. Esto me ha sometido a una tensión nerviosa tan grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un desgraciado.
»Si me hallaba en la sala con Hareton, figurábaseme que la vería cuando saliese. Cuando paseaba por los pantanos, esperaba hallarla al volver. En cuanto salía de casa, regresaba creyendo que ella debía andar por allá. Y si se me ocurría pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban. Dormir allí me resultaba imposible. En cuanto cerraba los ojos, la sentía fuera de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la misma almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces yo abría los ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir y cada vez sufría una desilusión más. Esto me aniquilaba hasta tal punto que a veces lanzaba gritos y el viejo pillo de José me creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy más sosegado. ¡Harto me ha atormentado durante dieciocho años, no pulgada a pulgada, sino por fracciones del espesor de un cabello, engañándome año tras año con una esperanza que no se realizaba jamás!