Había sentido al levantarse aquella mañana, la mañana del día horrible, un cierto aturdimiento y algo de jaqueca que él atribuyó al calor, de suerte que se había quedado en su habitación hasta que le llamaron a comer. Tras la comida, se había echado una siesta; luego había salido al final de la tarde para respirar la fresca y calmante brisa bajo los árboles de su oquedal.
Pero, en cuanto estuvo fuera, el aire pesado y abrasador de la llanura no hizo sino aumentar aún más su opresión. El sol, alto todavía en el cielo, derramaba sobre la tierra calcinada, seca y sedienta, raudales de ardiente luz. Ningún soplo de aire agitaba las hojas. Todos los animales, las aves, los saltamontes mismos guardaban silencio. Renardet se dirigió hacia los grandes árboles y se puso a caminar por el musgo donde el Brindille evaporaba un poco de frescor bajo la inmensa techumbre de ramas. Pero se sentía incómodo. Le parecía que una mano desconocida, invisible, le apretaba el cuello; y no pensaba casi en nada, él que tenía de ordinario ya pocas ideas en la cabeza. Sólo un vago pensamiento le acosaba desde hacía tres meses, el pensamiento de volver a casarse. Sufría de vivir solo, sufría moral y físicamente. Acostumbrado desde hacía diez años a sentir una mujer a su lado, acostumbrado a su presencia en todo momento, a su abrazo diario, tenía necesidad, una necesidad imperiosa y confusa de su contacto incesante y de su cohabitación habitual. Desde la muerte de la señora Renardet, sufría continuamente sin comprender muy bien el porqué, sufría por no sentir su falda rozar sus piernas todo el día, y por no poder ya calmarse y sobre todo abandonarse en sus brazos. Era viudo desde hacía apenas seis meses y buscaba ya en los alrededores a alguna joven o alguna viuda con la que poder casarse una vez terminado su luto.
Tenía un alma casta, pero albergada en un cuerpo hercúleo, y unas imágenes carnales comenzaban a turbar su sueño y sus vigilias. Él las ahuyentaba; retornaban; y murmuraba a veces sonriendo para sus adentros: «Estoy hecho un san Antonio».
Tras haber tenido aquella mañana varias de esas visiones obsesivas, le dieron de repente ganas de darse un chapuzón en el Brindille para refrescarse y apaciguar el ardor de su sangre.
Conocía algo más lejos un sitio ancho y profundo donde los lugareños iban a remojarse a veces en verano. Y para allí se fue.
Unos tupidos sauces ocultaban aquella poza de aguas cristalinas donde la corriente se remansaba, dormitaba un poco antes de volver a fluir. Al acercarse, Renardet creyó oír un leve ruido, un débil chapaleo que no era el del arroyo en las orillas. Apartó despacito las hojas y miró. Una chiquilla, totalmente desnuda, totalmente blanca a través de las ondas transparentes, chapoteaba en el agua, como si danzara dentro girando sobre sí misma con graciosos ademanes. No era ya una niña, pero tampoco una mujer; estaba gordita y formada, aunque conservando un aire de chiquilla precoz que ha crecido rápido, casi madura. Él no se movía ya, estupefacto de la sorpresa, de la angustia, el aliento entrecortado por una extraña y punzante emoción. Permanecía allí, latiéndole el corazón como si uno de sus sueños sensuales acabara de hacerse realidad, como si un hada impura hubiera hecho aparecer delante de él a ese ser turbador y demasiado joven, a esa pequeña Venus rústica, nacida entre los remolinos del riachuelo, como la otra, la mayor, entre las olas del mar.
De repente la niña salió del baño, y, sin verlo, avanzó hacia donde estaba él para buscar sus ropas y volver a vestirse. A medida que se acercaba a pasitos titubeantes, por temor a los cortantes guijarros, él se sentía empujado hacia ella por una fuerza irresistible, por un arrebato bestial que sublevaba toda su carne, enloquecía su alma y le hacía temblar de pies a cabeza.
Ella permaneció de pie, unos segundos, detrás del sauce que la ocultaba. Entonces, perdiendo la cabeza, él abrió las ramas, se abalanzó sobre ella y la atrapó entre sus brazos. Ella cayó, demasiado aterrada para resistirse, demasiado espantada para pedir auxilio, y él la poseyó sin comprender lo que hacía.
Se despertó de su crimen como quien despierta de una pesadilla. La niña comenzaba a llorar.
Él dijo:
—Cállate, cállate. Te daré dinero.
Pero ella no le prestaba oídos; sollozaba.
Él prosiguió:
—¿Quieres callarte? Cállate. Cállate.
Ella se puso a dar alaridos, retorciéndose, para escapar de él.
De repente comprendió que estaba perdido; y la cogió del cuello para detener en su boca esos gritos desgarradores y terribles. Como continuaba debatiéndose con la fuerza exasperada de un ser que quiere escapar a la muerte, él apretó sus manos de coloso sobre la pequeña garganta henchida de gritos; y la estranguló en unos segundos, tal era la furia con la que apretaba, sin pensar en matarla, sino sólo para hacerla callar.
Luego se enderezó, lleno de horror.
Ella yacía delante de él, sangrando y con la cara negra. Iba a largarse, cuando surgió en su alma trastornada el instinto misterioso y confuso que guía a todos los seres en peligro.
Estuvo a punto de arrojar el cuerpo al agua; pero otro impulso le llevó hacia los andrajos, con los que hizo un bulto. Entonces, como llevaba un cordel en el bolsillo, lo ató y lo escondió en un hoyo profundo del río, debajo de un tronco de árbol cuyo pie se bañaba en el Brindille.
A continuación se fue a grandes pasos, ganó los prados, dio una inmensa vuelta para mostrarse ante unos campesinos que vivían muy lejos de allí, en el otro extremo del pueblo, y volvió para cenar a la hora habitual, contándoles a sus criados todo el recorrido de su paseo.
Esa noche, sin embargo, durmió; durmió con un sueño pesado de bruto, como deben de dormir a veces los condenados a muerte. No abrió los ojos hasta los primeros rayos de sol, y esperó, torturado por el temor a que se descubriera su fechoría, la hora normal de su despertar.
Luego tuvo que asistir a todas las pesquisas. Lo hizo como los sonámbulos, sumido en una alucinación que le mostraba las cosas y los hombres a través de una especie de sueño, en una nube de embriaguez, en esa duda de irrealidad que turba el ánimo en el momento de las grandes catástrofes.
Sólo el grito desgarrador de la Roque traspasó su corazón. Estuvo a punto en ese momento de echarse a los pies de la anciana gritando: «He sido yo». Pero se contuvo. Fue, sin embargo, durante la noche, a recuperar los zuecos de la muerta, para dejarlos en el umbral de la casa de la madre.
Mientras duró la investigación, mientras tuvo que guiar y desviar la atención de la justicia, se mostró tranquilo, dueño de sí, astuto y sonriente. Discutía tranquilamente con los magistrados cualquier conjetura que a éstos se les ocurriese, refutaba sus opiniones, demolía sus razonamientos. Incluso sentía un cierto placer acre y doloroso en poner trabas a sus indagaciones, en liar sus ideas, en convertir en inocentes a los sospechosos.
Pero a partir del día en que se abandonaron las investigaciones, se fue poniendo paulatinamente nervioso, más excitable aún que en otro tiempo, por más que dominara sus ataques de cólera. Los ruidos repentinos le hacían sobresaltarse de miedo; se estremecía por cualquier nimiedad, a veces temblaba de pies a cabeza cuando una mosca se posaba en su frente. Entonces le invadió una necesidad imperiosa de movimiento, le obligó a hacer caminatas prodigiosas, le tuvo levantado noches enteras, andando por su habitación.
No es que le atormentaran los remordimientos: su naturaleza brutal no era dada a matices sentimentales o a temores morales. Persona enérgica e incluso violenta, nacida para la guerra, para saquear los países conquistados y masacrar a los vencidos, con instintos salvajes de cazador y de luchador, la vida humana no contaba nada para él. Pese a respetar a la Iglesia, por política, no creía ni en Dios ni en el diablo y no esperaba, por tanto, en otra vida castigo o recompensa alguna por cuanto hiciera en ésta. Toda su fe consistía en una confusa filosofía basada en las ideas de los enciclopedistas del siglo pasado; consideraba la Religión como una consecuencia moral de la Ley, una y otra inventadas por los hombres para regular las relaciones sociales.
Matar a alguien en un duelo, o en la guerra, o en una discusión, o accidentalmente, o por venganza, o incluso por chulería, le hubiera parecido algo divertido y propio de valentones, y no hubiera dejado más huella en su espíritu que un disparo de rifle contra una liebre; pero se había sentido profundamente turbado por el asesinato de aquella niña. Lo había cometido en primer lugar en la ceguera de una embriaguez irresistible, en una especie de tempestad de sensualidad que le había trastornado la razón. Y le había quedado, en el corazón, en la carne, en los labios y hasta en sus dedos de asesino, una especie de amor bestial, al tiempo que un horror temeroso por aquella chiquilla sorprendida por él y asesinada vilmente. En todo momento su pensamiento volvía a esa escena horrible; y aunque se esforzaba en ahuyentar esa imagen, haciéndola a un lado con terror y asco, sentía que le rondaba por la cabeza, que daba vueltas en torno a él, esperando siempre la ocasión de reaparecer.
Entonces comenzó a temer la noche, la oscuridad que descendía a su alrededor. No comprendía aún por qué las tinieblas le espantaban, pero las temía instintivamente, las sentía llenas de terror. La luz del día no se presta al miedo: las cosas y las personas se ven, y se encuentran únicamente cosas y seres naturales que pueden mostrarse a la luz. Pero la noche, la noche oscura, más espesa que una muralla, y vacía, la noche infinita, tan vasta y negra, en la que pueden rozarse cosas espantosas, la noche en que se siente errar y merodear el terror misterioso, le parecía que escondía un peligro desconocido, próximo y amenazante. ¿Cuál?
Lo supo bien pronto. Una noche, a hora tardía, mientras estaba en su sillón porque no conseguía conciliar el sueño, le pareció ver moverse la cortina de la ventana. Esperó, inquieto, con el corazón palpitante; la tela ya no se movía; pero luego, de golpe, se agitó de nuevo, o al menos eso le pareció. No se atrevía a levantarse y tampoco a respirar; y, sin embargo, era valiente; se había batido a menudo y le hubiera gustado descubrir en su casa a unos ladrones.
¿Se movía realmente la cortina? Se lo preguntó, temiendo que los ojos le hubieran engañado. No era apenas nada, por otra parte, un ligero estremecimiento de la tela, una especie de temblor de los pliegues, un fluctuar mínimo, como el provocado por el viento. Renardet permanecía con los ojos fijos, el cuello tenso; y de repente se levantó, avergonzado de su miedo, dio cuatro pasos, cogió la colgadura con ambas manos y la abrió completamente. Primero no vio nada más que los cristales negros, negros como manchas de tinta reluciente. La noche, la gran noche impenetrable se extendía detrás de ellos hasta el horizonte invisible. Permanecía de pie enfrente de esa sombra ilimitada; y de golpe percibió un resplandor, un resplandor movedizo, que parecía lejano. Entonces acercó su rostro al cristal de la ventana, pensando que se trataba de un pescador de cangrejos que estaba pescando furtivamente en el Brindille, pues era medianoche pasada, y aquel resplandor se deslizaba por la orilla del agua, bajo el oquedal. Al no conseguir distinguir todavía nada, Renardet encerró sus ojos entre las manos; y de repente aquel resplandor se transformó en claridad, y vio a la pequeña Roque desnuda y ensangrentada en el musgo.
Retrocedió crispado de horror, tropezó con su sillón y cayó de espaldas. Permaneció allí unos minutos con el alma llena de angustia, luego se sentó y se puso a reflexionar. Había tenido una alucinación, eso era todo; una alucinación provocada por un pescador furtivo que andaba de noche por la orilla del río con su farol. Y además no había nada de extraño en el hecho de que el recuerdo de su crimen hiciera nacer de vez en cuando la visión de la muerta.
Volvió a levantarse, se tomó un vaso de agua y se sentó. Pensaba: «¿Qué hacer si retorna la visión?». Y sabía, estaba seguro, de que retornaría. Ya la ventana incitaba su mirada, la llamaba, la atraía. Para no verla más, hizo girar su asiento; luego cogió un libro y trató de leer; pero pronto le pareció oír agitarse algo detrás de él, e hizo bruscamente girar sobre una pata su sillón. La cortina se seguía moviendo; cierto, esta vez se había movido; no podía ya dudarlo; se abalanzó y la asió tan brutalmente con una mano que la hizo venirse abajo junto con el riel; luego pegó ávidamente su cara contra el cristal. No vio nada. Todo estaba oscuro en el exterior, y él respiró con la misma alegría del hombre al que acaban de salvar la vida.
Se volvió a sentar; pero casi de inmediato le dominó el deseo de mirar de nuevo por la ventana. Desde que había caído la cortina, creaba una especie de agujero negro atrayente, temible, sobre la campiña oscura. Para no ceder a esta peligrosa tentación, se desvistió, apagó las luces, se acostó y cerró los ojos.
Inmóvil, tendido de espaldas, con la piel encendida y sudorosa, esperaba el sueño. De repente una intensa luz traspasó sus párpados. Los abrió, creyendo que se había prendido fuego a la casa. Estaba todo a oscuras, y él se incorporó sobre un codo para tratar de distinguir la ventana, que seguía atrayéndole irresistiblemente. A fuerza de escrutar con la mirada, vio alguna que otra estrella; se levantó, atravesó la habitación a tientas, encontró los cristales con los brazos extendidos, apoyó la frente en ellos. ¡Allí al fondo, bajo los árboles, el cuerpo de la muchacha resplandecía cual fósforo, iluminando la oscuridad circundante!
Renardet lanzó un grito y corrió hacia la cama, donde se quedó hasta la madrugada, con la cabeza escondida bajo la almohada.
A partir de aquel momento su vida se volvió insoportable. Se pasaba los días aterrado por sus noches; y cada noche se reanudaba la visión. Apenas se encerraba en su habitación, trataba de luchar, pero en vano. Una fuerza irresistible le hacía levantarse y le empujaba hacia el cristal, como para llamar al fantasma y enseguida lo veía, tendido primero en el lugar del crimen, tendido con los brazos y las piernas abiertos, tal como había sido encontrado el cuerpo. Luego la muerta se levantaba y venía, a pequeños pasos, tal como había hecho la niña al salir del río. Venía, despacito, directamente cruzando el césped y pasando junto a la jardinera de flores marchitas; luego se elevaba en el aire, hacia la ventana de Renardet. Venía hacia él, como había venido el día del crimen, hacia el asesino. Y el hombre retrocedía ante la aparición, reculaba hasta su cama y se dejaba caer en ella, a sabiendas de que la pequeña había entrado y que permanecía ahora detrás de la cortina que no tardaría en moverse. Y hasta que se hacía de día miraba esa cortina, la miraba fijamente, esperando sin cesar ver salir de ella a su víctima. Pero ella no se mostraba ya; permanecía allí, tras la tela agitada a veces por un temblor. Y Renardet, con los dedos crispados sobre las sábanas, los apretaba tal como había apretado la garganta de la pequeña Roque. Escuchaba dar las horas; oía golpear en medio del silencio la péndola de su reloj de pared y los profundos latidos de su corazón. Y sufría, el miserable, más que ningún otro hombre haya sufrido jamás.