Ahora bien, un buen día, en que estaba haciendo su paseo habitual entre la Madeleine y la rue Drouot, vio de repente a una mujer cuyo porte le llamó la atención. Un señor alto y un niño la acompañaban. Iban los tres delante de él. Se preguntaba: «¿Dónde he visto a estas personas?», y, de repente, reconoció el gesto de una mano: era su mujer, su mujer con Limousin y con su hijo, su pequeño Georges.
Aunque su corazón palpitaba hasta ahogarle, no se detuvo; quería verles; y les siguió. Se hubiera dicho un matrimonio, un matrimonio feliz de buenos burgueses. Henriette se apoyaba en el brazo de Paul, le hablaba dulcemente mientras le miraba a veces de refilón. Parent la veía entonces de perfil, reconocía la fisonomía graciosa de su rostro, los movimientos de su boca, su sonrisa y su mirada acariciante. Se sentía interesado sobre todo por el niño. ¡Qué alto y fuerte estaba! Parent no podía ver su cara, sino sólo el largo y rubio pelo rizado que le llegaba hasta el cuello. Era Georges ese muchacho alto de piernas desnudas, que iba, como un caballerete, al lado de su madre.
Al pararse delante de una tienda de modas, les vio de repente a los tres. Limousin había encanecido, estaba envejecido, había adelgazado; su mujer, por el contrario, más lozana que nunca, había engordado más bien; Georges estaba irreconocible, ¡tan distinto de otros tiempos!
Reanudaron su camino. Parent les siguió de nuevo, luego les adelantó a grandes pasos para volver atrás y mirarles a la cara de cerca. Cuando pasó junto al niño, le dieron ganas, unas ganas locas de cogerle en sus brazos y llevárselo. Le tocó, como por casualidad. El pequeño volvió la cabeza y miró a aquel torpe con cara de desagrado. Entonces Parent se fue a escape, conmocionado, perseguido, herido por esa mirada. Salió huyendo como un ladrón, dominado por el miedo horrible a haber sido visto y reconocido por su mujer y su amante. Se fue a todo correr hacia la cervecería, y se dejó caer, jadeante, en su asiento.
Esa tarde se tomó tres ajenjos.
Durante cuatro meses, guardó en su corazón la herida de ese encuentro. Todas las noches volvía a verles a los tres, felices y tranquilos, padre, madre e hijo, paseándose por el bulevar antes de volver a casa para cenar. Esa nueva visión borraba la antigua. Era otra cosa, otra alucinación ahora, y también otro dolor. ¡El pequeño Georges, su pequeño Georges, aquel al que tanto había querido y besado en otro tiempo, desaparecía en un pasado remoto y concluido, y él veía uno nuevo, como un hermano del primero, ¡un muchachito de pantorrillas desnudas, que no le conocía! Sufría espantosamente ante esta idea. El amor del pequeño estaba muerto; no existía ya ningún lazo entre ellos; el niño nunca ya le tendería los brazos al verle. Incluso le había lanzado una mirada malvada.
Luego, poco a poco, su espíritu se serenó de nuevo; sus tormentos mentales se apaciguaron; la imagen que aparecía ante sus ojos y obsesionaba sus noches se tornó imprecisa, más rara. Se puso a vivir de nuevo más o menos como todo el mundo, como todos los ociosos que se toman cañas en mesas de mármol y gastan el fondo de sus pantalones contra el terciopelo raído de los asientos.
Envejeció en medio del humo de las pipas, perdió el pelo bajo la llama de las luces de gas, consideró como auténticos acontecimientos el baño semanal, el corte del pelo quincenal, la compra de una prenda nueva o de un sombrero. Cuando llegaba a la cervecería tocado con un nuevo cubrecabeza, se contemplaba largo rato en el espejo antes de sentarse, se lo ponía y se lo quitaba varias veces seguidas, se lo colocaba de diferentes maneras y le preguntaba finalmente a su amiga, la señora del mostrador, que le miraba con interés: «¿Le parece que me sienta bien?».
Iba al teatro dos o tres veces por año; y, en verano, pasaba algunas de sus veladas en un café concierto de los Campos Elíseos. Se traía de él melodías que resonaban durante varias semanas en su memoria y que incluso tarareaba, llevando el ritmo con el pie, sentado delante de su caña.
Los años pasaban lentos, monótonos y cortos porque estaban vacíos.
No sentía que pasaran para él. Se encaminaba hacia la muerte sin moverse, sin agitarse, sentado enfrente de un velador de cervecería; y sólo el gran espejo en el que apoyaba su cabeza cada día más calva reflejaba los estragos del tiempo que pasa y huye devorando a los hombres, a los pobres hombres.
Ya no pensaba sino raramente en el horrendo drama que había arruinado su vida, pues habían pasado veinte años desde la espantosa velada.
Pero la vida que había llevado desde entonces lo había estropeado, debilitado, agotado; y con frecuencia el dueño de la cervecería, el sexto desde que él era cliente, le decía: «Debería usted moverse un poco, señor Parent, debería tomar el aire, salir al campo. Le aseguro que al cabo de unos meses se sentiría como nuevo».
Y cuando su cliente acababa de salir, el dueño comunicaba sus reflexiones a la cajera:
—El pobre señor Parent no hace bien no saliendo nunca de París. Convénzale de que vaya a las afueras a tomarse un buen plato de pescado frito de vez en cuando, pues con usted tiene confianza. Tenemos encima el verano, eso le restablecerá.
La cajera, llena de compasión y de simpatía por aquel obstinado cliente, no hacía sino repetirle a Parent:
—¡Vamos, señor, decídase a ir a tomar el aire! ¡Es tan bonito el campo cuando hace buen tiempo! ¡Oh, si yo pudiera, me pasaría la vida en él!
Y le contaba sus sueños, los sueños poéticos y sencillos de todas las pobres muchachas encerradas desde principios hasta finales de año detrás de los cristales de una tienda, viendo pasar la vida artificial y ruidosa de la calle, pensando en la vida tranquila y agradable del campo, en la vida bajo los árboles, bajo el sol radiante que inunda con su luz los pastos, los grandes bosques, los ríos de aguas cristalinas, las vacas echadas en la hierba y toda la diversidad de flores, todas las flores libres, azules, rojas, amarillas, violetas, lilas, rosas, blancas, tan hermosas, tan tiernas, tan fragantes, todas las flores de la naturaleza que se cogen mientras se pasea y con las que se hacen grandes ramos.
Disfrutaba hablando sin cesar de su deseo eterno, irrealizado e irrealizable; y él, pobre viejo sin esperanzas, disfrutaba escuchándola. Iba a sentarse ahora al lado del mostrador para charlar con la señorita Zoé y hablar con ella del campo. Así, poco a poco, le entraron unas ciertas ganas de ir a ver, por una vez, si se estaba realmente tan bien como decía ella fuera de la gran ciudad.
Una mañana le preguntó:
—¿Sabe usted dónde se puede comer bien en los alrededores de París?
Ella respondió:
—Vaya a la Terrasse de Saint-Germain. ¡Es tan bonita!...
Él se había paseado por allí en otro tiempo durante su noviazgo. Se decidió a volver.
Eligió un domingo, sin una razón especial, tan sólo porque es costumbre salir ese día, incluso cuando no se hace nada durante la semana.
Partió, pues, un domingo por la mañana para Saint-Germain.
Era a principios de julio, un día espléndido y caluroso. Apoyado en la puerta del compartimiento, miraba desfilar los árboles y las extrañas casitas de los alrededores de París. Se sentía triste, descontento de haber cedido a aquel deseo nuevo, que interrumpía sus costumbres. El paisaje cambiante y siempre igual le cansaba. Tenía sed; con gusto se habría bajado a cada parada para sentarse en el café entrevisto detrás de la estación, tomarse una caña o dos y volver a partir con el primer tren a París. Y el viaje le parecía largo, larguísimo. Podía permanecer sentado durante días enteros, a condición de tener siempre ante los ojos las mismas cosas inmóviles, pero le parecía enervante y fatigoso permanecer sentado mientras cambiaba de lugar, ver todo el territorio en movimiento mientras él permanecía inmóvil.
Sin embargo, el Sena le interesó cada vez que lo atravesaba. Bajo el puente de Chatou vio pasar algunas yolas empujadas por unos remeros de brazos desnudos que bogaban a todo trapo, y pensó: «¡Estos mocetones no deben, sin duda, aburrirse!».
La larga cinta del río que se desenrollaba bajo el puente de Le Pecq despertó en el fondo de su corazón un vago deseo de pasear por las orillas; pero ya el tren se introdujo en el túnel que precede a la Gare de Saint-Germain para detenerse al cabo de poco en la estación de destino.
Parent se apeó, y, pesado por el cansancio, se fue, con las manos tras la espalda, hacia la Terrasse. Luego, tras llegar a la barandilla de hierro, se detuvo para contemplar el horizonte. La llanura inmensa se extendía enfrente de él, vasta como el mar, toda verde y poblada de grandes pueblos, populosos como ciudades. Blancas carreteras atravesaban aquel vasto territorio, salpicado a trechos de bosquecillos, los embalses del Vésinet brillaban como láminas de plata, y los lejanos collados de Sannois y de Argenteuil se dibujaban bajo una bruma ligera y azulina que apenas dejaba adivinarlos. El sol bañaba con sus raudales de cálida luz el gran paisaje ligeramente velado por los vapores matutinos, por la exudación de la tierra recalentada que se alzaba en una fina niebla, y por las húmedas emanaciones del Sena, que se desanudaba como una serpiente sin fin a través de las planicies, contorneaba los pueblos y bordeaba las colinas.
Una brisa húmeda, olorosa a vegetación y a savia, acariciaba la piel, penetraba en el fondo del pecho, parecía rejuvenecer el corazón, aligerar el espíritu, vivificar la sangre.
Sorprendido, Parent la respiraba a pleno pulmón, con los ojos deslumbrados por la vastedad del paisaje; y murmuró:
—Vaya, se está bien aquí.
Luego dio unos pasos más y se detuvo otra vez a mirar. Creía descubrir cosas desconocidas y nuevas, no las cosas que veía su mirada, sino cosas que presentía su alma, acontecimientos ignorados, felicidades entrevistas, alegrías inexploradas, todo un horizonte de vida que nunca había sospechado y que se presentaba de repente ante él, enfrente de ese panorama de campiña ilimitada.
Toda la espantosa tristeza de su existencia se le reveló iluminada por la intensa claridad que inundaba la tierra. Vio sus veinticinco años de café, lúgubres, monótonos, lamentables. Habría podido viajar como otros, ir allá lejos, allá lejos, a pueblos extranjeros, a tierras poco conocidas, allende los mares, interesarse por todo cuanto apasiona a los demás hombres, como las artes, las ciencias, amar la vida bajo sus mil formas, la vida misteriosa, encantadora o hiriente, siempre cambiante, siempre inexplicable y curiosa.
Ahora era demasiado tarde. Iría de caña en caña hasta su muerte, sin familia, sin amigos, sin esperanzas, sin curiosidad por nada. ¡Le invadió un desconsuelo infinito, y unas grandes ganas de largarse, de ocultarse, de regresar a París, a su cervecería y a su aturdimiento! Todos los pensamientos, sueños y deseos dormidos en la indolencia de los corazones estancados se habían despertado, reavivados por aquel rayo de sol sobre los llanos.
Sintió que si permanecía solo por más tiempo en aquel lugar, iba a perder la cabeza, y se dirigió enseguida hacia el Pabellón Henri IV para comer, aturdirse con vino y licores y hablar al menos con alguien.
Ocupó una mesita en los sotillos desde donde se domina toda la campiña, escogió su menú y rogó que le sirvieran enseguida.
Otros paseantes llegaban, se sentaban a las mesas vecinas. Se sentía mejor; no estaba ya solo.
En un cenador, estaban comiendo tres personas. Las había mirado varias veces sin fijarse en ellas, como se mira a los indiferentes.
De repente, una voz de mujer le produjo uno de esos estremecimientos que sacuden hasta los tuétanos.
Había dicho esa voz: «Georges, tú trincha el pollo».
Y otra voz había respondido: «Sí, mamá». Parent alzó la vista; ¡e inmediatamente comprendió, adivinó quién era esa gente! Ciertamente, no les habría reconocido. Su mujer había encanecido por completo, se había vuelto muy corpulenta, una vieja señora seria y respetable; y comía adelantando la cabeza por temor a mancharse, pese a que se había cubierto el pecho con una servilleta. Georges estaba hecho un hombre. Gastaba barba, una de esas barbas desiguales y casi descoloridas que se ensortijan ligeramente en las mejillas de los adolescentes. Llevaba sombrero de copa alta, chaleco de dril blanco y monóculo, para parecer sin duda elegante. ¡Parent le miraba estupefacto! ¿Era ese Georges su hijo? No, no conocía a ese joven; no podía haber nada en común entre ellos.
Limousin estaba vuelto de espaldas y comía, los hombros algo encorvados.
Aquellas tres personas parecían felices y contentas: salían a comer al campo, a un restaurante conocido. Llevaban una vida cómoda y tranquila, una vida familiar en una bonita casa caldeada y llena de todas esas pequeñas cosas que hacen grata la vida, de toda la dulzura del amor, de todas las palabras cariñosas que se dicen de continuo cuando la gente se quiere. ¡Habían vivido así gracias a él, gracias a su dinero, tras haberle engañado, robado, arruinado! ¡Le habían condenado a él, el inocente, el ingenuo, el inofensivo, a todas las tristezas de la soledad, a la vida horrible que había llevado entre una acera y un mostrador de bar, a todos los tormentos morales y a todas las miserias físicas! Habían hecho de él un ser inútil, perdido, extraviado en el mundo, un pobre anciano sin alegría posible, sin expectativas, que no esperaba ya nada de nada ni de nadie. Para él la tierra estaba vacía, porque no amaba nada sobre la faz de la tierra. Ya podía recorrer pueblos o calles, entrar en todas las casas de París, abrir todas las habitaciones, que no encontraría, detrás de ninguna puerta, el rostro buscado, querido, un rostro de mujer o de niño, que sonriera al verle. Y sobre todo era esta idea la que le atenazaba, la idea de la puerta que se abre para encontrar y abrazar a alguien que hay detrás.
¡Y todo ello por culpa de esos tres miserables! Por culpa de esa mujer indigna, de ese amigo infame y de ese mocetón rubio que se daba tono.
¡Ahora estaba tan resentido con el niño como con los otros dos! ¿No era hijo de Limousin? ¿Acaso Limousin le habría mantenido, querido, en caso contrario? ¿Acaso Limousin no habría abandonado al poco a la madre y al niño de no saber que el hijo era suyo, totalmente suyo? ¿Acaso cría uno a los hijos de los demás?
Así pues, estaban allí, muy cerca, esos tres maleantes que tanto le habían hecho sufrir.
Parent les miraba, irritándose, exaltándose al solo recuerdo de todos sus dolores, de todas sus angustias, de todas sus desesperaciones. Lo que más le exasperaba era su aspecto apacible y satisfecho. Tenía ganas de matarles, de tirarles el sifón de agua de Seltz, de partirle la cabeza a Limousin, al que veía, a cada instante, volcarse sobre su plato para acto seguido alzarse de nuevo.