Nos disponíamos a salir del manicomio cuando en un ángulo del patio vi a un hombre alto y flaco que hacía el simulacro de llamar obstinadamente a un perro imaginario. Gritaba, con voz dulce y cariñosa: «Cocotte, mi pequeña Cocotte, ven aquí, Cocotte, ven aquí, preciosa», dándose palmadas en un muslo con la mano, como se hace para atraer a los animales. Le pregunté al médico:
—¿Quién es ése?
Me respondió:
—¡Ah!, nada interesante. Es un cochero, que se llama François, el cual se volvió loco después de haber ahogado a su perro.
Insistí:
—Cuénteme su historia. Las cosas más simples e insignificantes son a veces las que más nos llegan al corazón.
Y ésta es la historia de ese hombre, historia que se supo por entero gracias a un mozo de caballerizas, compañero suyo.
En la periferia de París vivía una familia de ricos burgueses. Habitaba una elegante quinta en medio de un parque, a orillas del Sena. El cochero era el tal François, un chico de campo, algo tosco pero buena persona, simplón y fácil de embaucar.
Un atardecer, cuando volvía a casa de sus amos, un perro empezó a seguirle. Al principio no se preocupó; pero pronto la obstinación del animal, que se había pegado a sus talones, le obligó a volver la cabeza. Lo miró, para ver si lo conocía. Pero no, no lo había visto nunca.
Era una perra de una flacura espantosa, con unas grandes mamas colgantes. Correteaba detrás de él con un aspecto lamentable y famélico, el rabo entre las piernas, las orejas pegadas a la cabeza, parándose cuando él se paraba, echando a andar de nuevo cuando él lo hacía.
Trató de ahuyentar a aquel esqueleto de bestia y gritó: «¡Largo! ¡Largo!».
Ella se alejó unos pasos, y se quedó sentada, a la espera; luego, en cuanto el cochero reanudó su marcha, ella se puso a andar de nuevo detrás de él.
Él hizo ademán de coger unas piedras; el animal huyó un poco más lejos, en medio de un gran bamboleo de sus fláccidas tetas; pero volvió en cuanto el hombre se hubo dado la vuelta.
Entonces el cochero François, compadecido, la llamó. La perra se acercó tímidamente, con el lomo arqueado y las costillas que se le marcaban bajo la piel. El hombre acarició aquellos huesos salientes y, conmovido por ese miserable animal, dijo: «¡Vamos, ven conmigo!». Inmediatamente ella agitó el rabo, al verse bien acogida, adoptada y, en lugar de quedarse pegada a las pantorrillas de su nuevo amo, se puso a correr delante de él.
La instaló en el pajar del establo; luego se fue a toda prisa a la cocina en busca de un poco de pan. Una vez que hubo comido hasta la saciedad, se durmió con la cabeza entre las patas.
Informados al día siguiente los amos por el cochero, le dieron permiso para quedársela. Era un buen animal, cariñoso y fiel, inteligente y dócil.
Pero no tardaron en advertir su terrible defecto. Estaba en celo desde principios hasta final de año. En poco tiempo conoció a todos los perros de la zona, que empezaron a rondarla día y noche. Repartía sus favores entre ellos con la indiferencia de una prostituta, hacía buenas migas con todos, llevaba tras de sí a una verdadera jauría formada por los más variados ejemplares de la raza ladradora, algunos del grosor de un puño, otros grandes como asnos. Se los llevaba por los caminos en carreras interminables y, cuando se paraba en la hierba para descansar, formaban corro en torno a ella y la contemplaban con la lengua fuera.
Los lugareños la consideraban un fenómeno, nunca habían visto una cosa igual. El veterinario no entendía nada.
Por la noche, cuando volvía a las caballerizas, la multitud de perros asediaba la casa. Se introducían por todas las aberturas del seto vivo que cercaba el parque, devastando los arriates, arrancando las flores, abriendo hoyos en los parterres, sacando de quicio al jardinero. Y ladraban noches enteras en torno al edificio donde se albergaba su amiga, sin que nada les hiciera decidirse a marcharse.
De día, penetraban hasta dentro de la casa. Era una invasión, una plaga, un desastre. Los amos se encontraban a cada momento en la escalera, y hasta en las habitaciones, gozquecillos amarillos de cola empenachada, perros de caza, bulldogs, perros lobo sin dueño todos sucios, vagabundos sin casa ni techo, enormes terranovas que asustaban a los niños.
Entonces se vio también en el lugar a perros desconocidos en diez leguas a la redonda, llegados de no se sabe dónde, que vivían no se sabía cómo y que no tardaban en desaparecer.
Sin embargo, François adoraba a Cocotte. Le había puesto el nombre de Cocotte, sin malicia, pues se tenía bien merecido su apelativo; y repetía sin cesar: «Este animal es una persona. Sólo le falta poder hablar».
Le había hecho hacer un magnífico collar de cuero rojo, con una plaquita de cobre que llevaba grabadas estas palabras: «Señorita Cocotte, propiedad del cochero François».
Se había puesto tremenda. Tan flaca como era antes lo era ahora gorda, con una panza hinchada bajo la que pendían siempre sus largas tetas bamboleantes. Había engordado de repente y ahora andaba no sin esfuerzo, con las patas abiertas como hace la gente demasiado obesa, la boca abierta para resoplar, extenuada apenas trataba de correr.
Se mostraba, por otra parte, de una fecundidad fenomenal, casi siempre preñada de nuevo tan pronto como había parido, pues daba a luz cuatro veces al año un rosario de animalitos pertenecientes a todas las variedades de la raza canina. François, tras haber elegido el destinado a «acabarse su leche», cogía a los otros en su mandil de caballerizo y, sin apiadarse, se los llevaba para tirarlos al río.
Muy pronto la cocinera se sumó a las protestas del jardinero. Se encontraba perros hasta dentro del horno, en el aparador, en la carbonera, y se zampaban todo cuanto encontraban.
El amo, perdida la paciencia, ordenó a François desembarazarse de Cocotte. El pobre hombre, desolado, trató de colocarla en alguna parte. Nadie la quiso. Entonces se mostró decidido a perderla, y se la confió a un cochero que debía abandonarla en los campos del otro lado de París, pasado Joinville-le-Pont.
Esa misma noche, Cocotte estaba de vuelta.
Había que tomar una decisión radical. Tras previo pago de cinco francos, fue entregada a un jefe de tren que se dirigía a Le Havre, que debía soltarla apenas llegar.
Tres días después volvió a las caballerizas, extenuada, agotada, desollada, sin resuello.
El amo, compadecido, no insistió.
Pero no tardaron en regresar los perros en mayor número que antes y más tenaces que nunca. Y una noche que daban una gran cena, voló un capón cebado por obra y gracia de un dogo, ante las mismas narices de la cocinera que no se atrevió a disputárselo.
Esta vez, el amo se enojó de verdad y, tras haber hecho llamar a François, le dijo airado: «Si por la mañana no has tirado al agua a este animal, te pongo de patitas en la calle, ¿entendido?».
El hombre se sintió aterrado y subió a su habitación para liar su hato, prefiriendo dejar el trabajo. Pero luego pensó que no podría encontrar trabajo en ninguna otra parte en tanto llevara tras él a ese incómodo animal; pensó que estaba en una buena casa, bien pagado, bien alimentado, y se dijo que un perro no valía el sacrificio; procuró animarse pensando en sus propios intereses; y acabó por decidir resueltamente que se desharía de Cocotte en cuanto apuntara el día.
Sin embargo, durmió mal. Al amanecer estaba ya en pie y, tras haber cogido una recia cuerda, fue a despertar a la perra. Ésta se levantó con lentitud, se sacudió, estiró los miembros y fue a hacerle fiestas a su amo.
Entonces a él le faltó el valor, y comenzó a abrazarla cariñosamente, acariciándole las largas orejas, besándola en el hocico, llamándola con todos los nombres cariñosos que conocía.
Pero un reloj cercano dio las seis. No cabían más vacilaciones. Abrió la puerta. «Vamos», dijo. El animal agitó la cola, al comprender que saldrían.
Llegaron a la orilla del río y él eligió un punto donde el agua parecía profunda. Entonces anudó un cabo de la cuerda al bonito collar de cuero y, tras coger una gran piedra, la ató al otro extremo. Luego tomó a Cocotte entre los brazos y la besó con efusión, como a una persona que se está a punto de dejar. La estrechaba contra su pecho, la acunaba, la llamaba «mi bonita Cocotte, mi pequeña Cocotte», y ella le dejaba hacer, gruñendo de placer.
Diez veces intentó tirarla, pero siempre le faltó el coraje.
De improviso se decidió y, con todas sus fuerzas, la tiró lo más lejos que pudo. Primero ella trató de nadar, como cada vez que la bañaban, pero la cabeza tirada por la piedra se hundía una vez tras otra; y lanzaba a su amo miradas extraviadas, miradas que parecían humanas, debatiéndose como una persona a punto de ahogarse. Luego toda la parte delantera del cuerpo se sumergió, mientras las patas traseras se agitaban locamente fuera del agua; por último, también ellas desaparecieron.
Entonces, durante cinco minutos, estallaron burbujas en la superficie, como si el río se hubiera puesto a hervir; y François, despavorido, enloquecido, con el corazón palpitándole, creía ver a Cocotte retorciéndose en el cieno; se decía, en su simpleza de campesino: «¿Qué pensará de mí, ahora, este pobre animal?».
Por poco no perdió la cabeza; estuvo enfermo durante un mes; y, cada noche, soñaba con su perra; sentía que lamía sus manos; la oía ladrar. Fue preciso llamar al médico. Finalmente mejoró; y sus amos, hacia finales de junio, se lo llevaron a sus tierras de Biessard, cerca de Ruán.
También allí estaba a orillas del Sena. Se puso a tomar baños. Iba cada mañana con el mozo de caballerizas, y ambos cruzaban el río a nado.
Ahora bien, un buen día, mientras se divertían bromeando en el agua, François le gritó de repente a su compañero: «Mira lo que viene. Voy a darte a probar una costilla».
Era una carroña enorme, hinchada, pelada, que venía hacia ellos, con las patas al aire siguiendo la corriente.
François se acercó con unas brazadas; y, continuando con sus bromas, dijo: «¡Cristo bendito! Fresca no está, amigo. ¡Qué peste! Pero flaca tampoco».
Y daba vueltas alrededor, manteniéndose a distancia de la enorme bestia en putrefacción.
Luego, de repente, guardó silencio y la miró con singular atención; se acercó acto seguido de nuevo como para tocarla. Examinaba fijamente el collar; luego adelantó el brazo, cogió el cuello, le dio la vuelta a la carroña, la atrajo muy cerca de él, y leyó en el cobre que había criado cardenillo y que seguía adherido al cuero descolorido: «Señorita Cocotte, propiedad del cochero François».
¡La perra muerta había reencontrado a su amo a sesenta leguas de su casa!
Él lanzó un grito espantoso y se puso a nadar con todas sus fuerzas hacia la orilla, sin dejar de dar alaridos; y, cuando hubo alcanzado tierra, totalmente desnudo como iba, escapó a campo traviesa. ¡Se había vuelto loco!
El señor Lantin, tras conocer a aquella muchacha en una velada, en casa de su subjefe de oficina, quedó tan cautivado de amor como si hubiera sido atrapado en una red.
Era hija de un recaudador de provincias, muerto hacía varios años. A continuación se había establecido en París con su madre, que frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio con la esperanza de encontrarle marido a la joven. Eran pobres y honradas, tranquilas y agradables. La muchacha parecía el modelo perfecto de mujer honesta a la que un joven sensato sueña confiar su vida. Su modesta belleza poseía el encanto de un pudor angélico, y la imperceptible sonrisa que nunca abandonaba sus labios parecía un reflejo de su corazón.
Todos cantaban sus alabanzas; todos los que la conocían repetían sin cesar: «Dichoso el que se la lleve. Imposible encontrar a una mejor».
El señor Lantin, que entonces era oficial de primera en el Ministerio del Interior, con un sueldo anual de tres mil quinientos francos, pidió su mano y se casaron.
Fue increíblemente feliz a su lado. Ella gobernó la casa con tan hábil sentido de la economía que parecía que vivieran con lujo. No había atenciones, delicadezas, carantoñas que no prodigara a su marido; y su seducción personal era tan grande que él, seis años después de su primer encuentro, la amaba aún más que los primeros días.
Únicamente le reprochaba dos costumbres, la del teatro y la de las joyas falsas.
Sus amigas (conocía a algunas mujeres de modestos funcionarios) le proporcionaban de continuo invitaciones a palcos para las comedias de éxito, incluso para los estrenos; y ella arrastraba, de buen o mal grado, a su marido a esas diversiones que le fatigaban espantosamente después de su jornada laboral. Entonces él le suplicó que fuera a los espectáculos con alguna señora conocida, que la acompañase luego de vuelta a casa. Ella se resistió largo tiempo antes de ceder, considerándolo inconveniente. Al final se decidió, para complacerle, y él le estuvo infinitamente agradecido.
Ahora bien, muy pronto este gusto por el teatro hizo nacer en ella la necesidad de engalanarse. Sus atavíos siguieron siendo muy sencillos, siempre de buen gusto pero modestos; y su dulce, irresistible gracia, humilde y risueña, parecía adquirir un sabor nuevo gracias a la sencillez de sus vestidos; pero adquirió la costumbre de colgar de sus orejas dos gruesas piedras del Rin que semejaban diamantes, y de llevar collares de perlas falsas, pulseras de similor, peinetas adornadas con abalorios varios imitando piedras finas.
Su marido, un tanto molesto por ese gusto por el oropel, repetía a menudo:
—Querida, cuando no se cuenta con medios para comprarse joyas auténticas, una no se muestra sino adornada con su belleza y su gracia, que son siempre las joyas más preciosas.
Pero ella sonreía con dulzura y respondía:
—¿Qué quieres que le haga? Me gusta. Es mi vicio. Sabes que, aunque tienes razón, no puedo cambiar. ¡Me hubiera gustado tanto tener joyas!
Y se pasaba entre los dedos los collares de perlas, hacía espejear las facetas de los cristales tallados, diciendo:
—Mira lo bien hechas que están. Juraría uno que son auténticas.
Él sonreía declarando:
—Tienes gustos de zíngara.
Algunas veces por la noche, cuando estaban sentados los dos al amor del fuego, ella sacaba a la mesa donde tomaban el té la caja de tafilete en la que guardaba bajo llave las «baratijas», en palabras del señor Lantin; y se ponía a examinar esas joyas de imitación con apasionada atención, como si hubiera saboreado algún secreto y profundo placer; y se empeñaba en poner a la fuerza un collar en torno al cuello de su marido, y acto seguido se reía con ganas, exclamando: «¡Qué gracioso estás!». Luego se echaba en sus brazos y le besaba con pasión.
Una noche de invierno volvió de la Ópera aterida de frío. Al día siguiente tosía. Ocho días después moría de una pleuresía.
A punto estuvo Lantin de seguirla a la tumba. Fue tal su desesperación que, en un mes, encaneció. Lloraba de la mañana a la noche, con el alma desgarrada por un sufrimiento insoportable, perseguido por el recuerdo, la sonrisa, la voz, por todos los encantos de la difunta.
El tiempo no aplacó el dolor. A menudo, durante las horas de oficina, mientras sus colegas comentaban las cosas del día, se veía a menudo hincharse sus mejillas, arrugarse su nariz, humedecerse sus ojos; hacía una mueca espantosa y comenzaba a sollozar.
Había dejado intacta la habitación de su compañera y se encerraba allí todos los días para pensar en ella; y todos los muebles, sus mismos vestidos seguían estando en su sitio tal como se encontraban en su último día.
Pero la vida comenzaba a volverse dura para él. Su sueldo, que en manos de su mujer bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente ahora para él solo. Se preguntaba con asombro cómo había conseguido ella ingeniárselas para darle de beber siempre unos vinos exquisitos y de comer unos platos deliciosos, que ahora no lograba procurarse ya con sus modestos ingresos.
Contrajo algunas deudas y se preocupó por el dinero como todas las personas que se ven obligadas a vivir del cuento. Finalmente una mañana, encontrándose con los bolsillos vacíos una semana antes de que terminara el mes, pensó en vender alguna cosa; y enseguida se le ocurrió desembarazarse de las «baratijas» de su mujer, porque en el fondo de su corazón le había quedado una especie de rencor por aquellas «engañifas» que antaño le irritaban. El simple hecho de verlas, cada día, le arruinaba un poco el recuerdo de su amada.
Buscó largo rato entre el montón de oropel que ella había dejado, porque hasta los últimos días de su vida había seguido obstinadamente comprando, trayendo algo nuevo casi cada tarde; y se decidió por el gran collar, que parecía ser el preferido de ella, pensando que podía valer siete u ocho francos, porque, para ser falso, era un trabajo de filigrana.
Se lo metió en el bolsillo y se dirigió hacia el Ministerio pasando por los bulevares y buscando una joyería que le inspirase confianza.
Encontró por fin una y entró, un tanto avergonzado por mostrar su miseria de este modo, yendo a vender un objeto de tan escaso valor.
—Caballero —le dijo al vendedor—, quisiera saber en cuánto valora usted esto.
El hombre lo cogió, lo examinó, le dio la vuelta, lo sopesó, cogió una lente, llamó al encargado, le hizo algunos comentarios en voz baja, dejó el collar sobre el mostrador y lo miró a distancia para juzgar mejor el efecto.
El señor Lantin, incómodo por todas aquellas ceremonias, abrió la boca para decir: «Oh, sé muy bien que no vale nada…» cuando el joyero dijo:
—Este collar, caballero, vale de doce a quince mil francos, pero no puedo comprarlo si no me indica su proveniencia exacta.
El viudo puso unos ojos como platos y se quedó con la boca abierta, sin comprender. Finalmente, balbució:
—Pero, de verdad, ¿está usted seguro?
El otro interpretó mal su asombro y dijo con toco seco:
—Puede usted ir a otra parte para ver si le ofrecen más por él. Para mí, vale a lo sumo quince mil francos. Siempre puede volver si no encuentra una oferta mejor.
El señor Lantin, completamente anonadado, cogió el collar y se fue, obedeciendo a una confusa necesidad de estar solo y de reflexionar.
Pero, apenas en la calle, le entraron ganas de reír y se dijo: «¡Qué imbécil, oh, pero qué imbécil he sido! ¡Hubiera tenido que tomarle la palabra! Un joyero que no es capaz siquiera de distinguir lo verdadero de lo falso».
Entró en otra joyería, al principio de la rue de la Paix. Apenas hubo visto la pieza, el joyero exclamó:
—¡Ah!, caramba, conozco muy bien este collar; salió de aquí.
El señor Lantin, muy turbado, preguntó:
—¿Cuánto vale?
—Señor, yo lo vendí por veinticinco mil. Estoy dispuesto a recomprarlo por dieciocho mil, cuando usted me haya indicado, en cumplimiento de las prescripciones legales, cómo llegó a sus manos.
Esta vez el señor Lantin tuvo que sentarse, anonadado por el asombro.
—Pero…, pero examínelo muy atentamente, señor, hasta hoy lo había creído… falso.
El joyero prosiguió:
—¿Le importaría decirme cómo se llama, señor?
—En absoluto. Me llamo Lantin, y soy empleado del Ministerio del Interior, vivo en el número dieciséis de la rue des Martyrs.
El vendedor abrió sus registros, buscó y dijo:
—En efecto, este collar fue mandado a la dirección de la señora Lantin, rue des Martyrs número dieciséis, el veinte de julio de mil ochocientos setenta y seis.
Y los dos hombres se miraron a los ojos, el funcionario trastornado por la sorpresa, el joyero oliéndose un ladrón.
Este último añadió:
—¿Puede dejármelo sólo por veinticuatro horas? Le hago un resguardo.
El señor Lantin balbució:
—Sí, sí…, por supuesto.
Y salió con la hojita, que dobló y se guardó en el bolsillo.
Luego atravesó la calle, subió por ella, advirtió que se había equivocado de camino, volvió a bajar hasta las Tullerías, cruzó el Sena, se dio cuenta de que se había equivocado de nuevo, volvió a los Campos Elíseos sin tener en la cabeza una idea clara. Trataba de razonar, de comprender. Su mujer no había podido comprar un objeto de tanto valor. Sin duda no. ¡Entonces era un regalo! ¿Un regalo? Pero ¿un regalo de quién? ¿Y por qué?
Se había parado, inmóvil en medio de la avenida. La duda terrible afloró. ¿Ella? Entonces, ¿también todas las demás joyas eran regalos? Le pareció que la tierra temblaba bajo sus pies; que un árbol, delante de él, caía; extendió los brazos y se desplomó, sin sentido.
Recuperó el conocimiento en una botica adonde le habían llevado unos paseantes. Pidió que le llevaran a su casa, y se encerró.
Lloró hasta la noche con desespero, mordiendo un pañuelo para no dar alaridos. Luego se acostó, roto de cansancio y de dolor, y durmió con un sueño pesado.
Le despertó un rayo de sol y se levantó lentamente para ir al Ministerio. Tras semejante impacto era difícil ponerse de nuevo a trabajar. Pensó que podría excusarse con su jefe de oficina, y le escribió. Luego pensó que debía volver a la joyería; y se ruborizó de vergüenza. Se quedó largo rato reflexionando. De todas formas, no podía dejar el collar en la tienda de aquel hombre. Se vistió y salió.
Hacía un bonito día, el cielo azul se extendía sobre la ciudad que parecía sonreír. Algunos paseantes iban delante de él con las manos en los bolsillos.
Lantin se dijo, mirándoles pasar: «¡Dichoso del que tiene fortuna! Con dinero se pueden olvidar hasta las penas, ir a donde se quiera, viajar, distraerse. ¡Oh! ¡Si fuera rico!».
Se dio cuenta de que tenía hambre, porque estaba en ayunas desde hacía dos días. Pero tenía los bolsillos vacíos, y se acordó del collar. ¡Dieciocho mil francos! ¡Dieciocho mil francos! ¡Aquello sí que era una buena suma!
Llegó a la rue de la Paix y comenzó a pasear arriba y abajo por la acera, por delante de la tienda. ¡Dieciocho mil francos! Veinte veces estuvo a punto de entrar, refrenado siempre por la vergüenza.
Pero tenía hambre, mucha hambre, y ni un céntimo siquiera en el bolsillo. De pronto se decidió, atravesó a la carrera la calle para no darse tiempo a reflexionar y se precipitó dentro de la joyería.
Apenas le hubo visto, el vendedor acudió solícito, le ofreció una silla con sonriente cortesía. También vinieron los dependientes, y miraban de soslayo a Lantin, con un asomo de regocijo en los labios y en los ojos.
El joyero declaró:
—Me he informado, señor, y si no ha cambiado usted de idea, estoy dispuesto a pagarle la suma que le propuse.
—Por supuesto —balbució el empleado.
El joyero sacó de un cajón dieciocho grandes billetes, los contó, se los alargó a Lantin, que firmó un pequeño acuse de recibo y se metió con mano temblorosa el dinero en el bolsillo.
Luego, cuando se disponía a salir, se volvió hacia el vendedor que seguía sonriendo, y, bajando los ojos, dijo:
—Tengo…, tengo otras joyas…, que recibí de la misma herencia. ¿Estaría también dispuesto a adquirirlas?
El vendedor hizo una inclinación:
—Por supuesto, señor.
Uno de los encargados salió, para reírse más a sus anchas; otro se sonaba ruidosamente.
Lantin, impasible, rojo y serio, dijo:
—Ahora mismo se las traigo.
Y cogió un coche para ir a recoger las joyas.
Cuando, una hora después, volvió a la tienda, no había comido aún. Comenzaron a examinar las joyas una por una, valorándolas. Provenían casi todas de aquella joyería.
Ahora Lantin discutía las tasaciones, se encolerizaba, pretendía ver los registros de venta y, a medida que la suma aumentaba, hablaba con voz cada vez más alta.
Los grandes pendientes de brillantes valían veinte mil francos, las pulseras treinta y cinco mil, los broches, las sortijas y los medallones dieciséis mil, un aderezo de esmeraldas y de zafiros catorce mil; el total ascendía a la suma de ciento noventa y seis mil francos.
El vendedor dijo, con burlona bonachonería:
—No está nada mal para una persona que se gastaba en joyas todos sus ahorros.
Lantin dijo con seriedad:
—Es una manera como otra cualquiera de invertir el dinero.
Y se fue, tras haber acordado con el comprador un peritaje de comprobación para el día siguiente.
Apenas estuvo en la calle miró la column Vendôme con ganas de escalarla, como si fuera el palo de la cucaña. Y se sentía tan ligero que habría saltado a pie juntillas la estatua del emperador encaramada allá arriba en el cielo.
Se fue a comer a Voisin y bebió vino de veinte francos la botella.
Luego tomó un coche y se dio una vuelta por el Bois de Boulogne. Miraba los otros coches con un cierto desprecio, deseoso de gritar a los que pasaban: «También yo soy rico. ¡Tengo doscientos mil francos!».
Le vino a la mente el Ministerio. Se hizo llevar a él, entró resueltamente en el despacho de su jefe y anunció:
—Señor, vengo a presentar mi baja. He heredado trescientos mil francos.
Fue a despedirse de sus ex colegas, haciéndoles partícipes de sus planes de llevar una nueva vida; luego se fue a comer al Café Anglais.
Encontrándose al lado de un señor que le pareció refinado, no pudo reprimirse el confiarle, con una cierta coquetería, que acababa de heredar cuatrocientos mil francos.