Cuando murió era presidente de un alto tribunal, magistrado íntegro cuya vida irreprochable era citada en todos los juzgados de Francia. Los abogados, los jóvenes consejeros, los jueces saludaban con una inclinación hasta el suelo, en muestra de profundo respeto, su gran rostro blanco y delgado que iluminaban dos ojos brillantes de mirada penetrante.
Se había pasado la vida persiguiendo el crimen y protegiendo a los débiles. Timadores y asesinos no tenían enemigo más temible, pues parecía leer, en el fondo de sus almas, sus secretos pensamientos, y descubrir, de una simple mirada, todos los misterios de sus intenciones.
Había muerto a la edad de ochenta y dos años, cubierto de homenajes y seguido por el pesar de todo un pueblo. Unos soldados en pantalón rojo le habían escoltado hasta la tumba, y unos hombres con corbata blanca habían pronunciado ante su féretro palabras llenas de sentimiento y derramado lágrimas que parecían sinceras.
Ahora bien, he aquí el extraño escrito que el notario, espantado, descubrió en el secreter donde solía guardar bajo llave los expedientes de los grandes criminales.
Se titulaba:
¿POR QUÉ?
20 de junio de 1851
. Salgo de la sesión. ¡He condenado a Blondel a muerte! ¿Por qué mató ese hombre a sus cinco hijos? ¿Por qué? A menudo se encuentran personas para las que acabar con una vida es un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos, pues ¿no es matar lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! ¡Estas dos palabras encierran la historia del universo, toda la historia de los mundos, todo cuanto existe, todo! ¿Por qué es embriagador matar?
25 de junio
. Y pensar que un ser vive, camina, corre… ¿Un ser? ¿Qué es un ser? ¡Esa cosa animada, que lleva en sí el principio del movimiento y una voluntad reguladora de ese movimiento! Y esta cosa no está apegada a nada. Sus pies no están arraigados en el suelo. Es una pequeña partícula de vida que se mueve sobre la tierra; y esta partícula, llegada de no se sabe dónde, puede eliminarse como se quiera. Entonces, nada, ya nada. Se pudre, se acabó.
26 de junio
. ¿Por qué, pues, es un crimen matar? Sí, ¿por qué? Por el contrario, es la ley de la naturaleza. Todo ser tiene por misión matar: mata para vivir y mata por matar. Matar es algo inherente a nuestro temperamento; ¡hay que matar! La bestia mata sin cesar, todo el día, en todo momento de su existencia. El hombre mata sin cesar para alimentarse, pero, como tiene necesidad también de matar por placer, ¡ha inventado la caza! El niño mata a los insectos que encuentra, a los pajarillos, a todos los animalitos que caen en sus manos. Pero ello no bastaba para satisfacer la irresistible necesidad de cometer estragos que sentimos. No basta con matar al animal, necesitamos matar también al hombre. En otros tiempos, esta necesidad se veía satisfecha con los sacrificios humanos. Hoy, la necesidad de vivir en sociedad ha hecho del asesinato un delito: ¡el asesino es condenado y castigado! Pero, como no conseguimos vivir sin satisfacer este imperioso y natural instinto de muerte, nos desahogamos, de vez en cuando, con las guerras en las que un pueblo entero degüella a otro. Es entonces una orgía de sangre, una orgía que hace enloquecer a los ejércitos, y que exalta también a los burgueses, a las mujeres y a los niños que leen por la noche, junto a la lámpara, el relato exaltado de las masacres.
¡Y podría pensarse que se desprecia a quienes están destinados a ejecutar tales carnicerías de hombres! Pues no. ¡Se les abruma de honores! Se les reviste con entorchados y ropas relucientes; llevan plumas en la cabeza, adornos en el pecho; y se les conceden cruces, recompensas, títulos de todo género. ¡Ellos están orgullosos, son respetados, queridos por las mujeres, aclamados por la multitud, ¡únicamente porque tienen por misión derramar sangre humana! Arrastran por las calles sus instrumentos de muerte que el paseante vestido de negro mira con ojos de envidia. ¡Pues matar es la gran ley establecida por la naturaleza en el corazón del ser! ¡No hay nada más hermoso ni más honorable que matar!
30 de junio
. Matar es la ley; porque la naturaleza ama la eterna juventud. Parece gritar en todos sus actos inconscientes: «¡Rápido, rápido, rápido!». Cuanto más destruye, más se renueva.
2 de julio
. El ser, ¿qué es el ser? Todo y nada. Gracias al pensamiento es el reflejo de todo. Gracias a la memoria y la ciencia es un compendio del mundo, cuya historia encierra. ¡Espejo de las cosas y espejo de los hechos, cada ser humano se convierte en un pequeño universo dentro del universo!
¡Viajad, observad el hervidero de razas, y veréis que el hombre ya no es nada!, ¡nada de nada! Subid en una barca y alejaos de la orilla llena de gente, y no tardaréis en divisar nada más que la costa. El ser imperceptible desaparece, de tan pequeño e insignificante como es. Atravesad Europa en un tren rápido, y mirad por la ventanilla. Hombres, hombres, siempre hombres, innumerables, desconocidos, que hormiguean en los campos, que hormiguean en las calles; estúpidos campesinos que apenas si saben arar la tierra; mujeres horrendas que apenas si saben preparar las sopas al varón y engendrar hijos. Id a la India, id a la China y veréis también pulular miles de millones de seres que nacen, viven y mueren sin dejar más huella que una hormiga aplastada en el camino. Id a los países de los negros, que viven en chozas de barro, a los países de los árabes blancos, cobijados en tiendas de color pardo que oscilan al viento, y comprenderéis que el ser aislado, individual, no es nada, absolutamente nada. ¿Acaso la raza lo es todo? ¿Qué es el ser, un ser cualquiera de una tribu errante por el desierto? Y esas personas, que son cuerdas, no se preocupan de la muerte. El hombre no cuenta para ellos. Se mata al enemigo: es la guerra. Así también se hacía en otros tiempos, de un castillo a otro, de una provincia a otra.
Sí, recorred el mundo y observad el hervidero de seres humanos innumerables y desconocidos. ¿Desconocidos? ¡Ah! ¡He aquí el quid de la cuestión! ¡Matar es un crimen porque hemos cuantificado a los seres! Cuando nacen, se les inscribe, se les da un nombre, se les bautiza. ¡La ley les hace suyos! ¡Eso es! El ser que no está registrado no cuenta: ¡matadle en un páramo o en un desierto, matadle en una montaña o en el llano, qué más da! ¡La naturaleza ama la muerte; ella no castiga!
¡Lo sagrado, por ejemplo, es el Registro Civil! ¡Eso es! Es él el que defiende al hombre. ¡El ser es sagrado porque está inscrito en el Registro Civil! Respeto, pues, al Registro Civil, al Dios legal. ¡Postraos de rodillas!
El Estado puede matar, porque tiene derecho a modificar el Registro Civil. Cuando ha hecho degollar a doscientos mil hombres en una guerra, los tacha de su Registro Civil, los suprime por medio de sus escribanos. Se acabó. Pero nosotros, que no podemos modificar los documentos de los ayuntamientos, debemos respetar la vida. Registro Civil, gloriosa Divinidad que reinas en los templos de las municipalidades, yo te saludo. Puedes más que la naturaleza. ¡Ja, ja!
3 de julio
. ¡Matar debe de ser un placer extraño y sabroso, encontrarse delante a un ser vivo, pensante, y hacerle un orificio, nada más que un orificio, y ver brotar esa cosa roja que es la sangre, que es la vida, y no tener ya delante más que un montón de carne fofa, fría, inerte, vacía de pensamiento!
5 de agosto
. Yo me he pasado la vida juzgando, condenando, matando con unas simples palabras, matando con la guillotina a quienes habían matado con el cuchillo, yo, si hiciera como todos los asesinos a los que he castigado, ¿quién lo sabría?
10 de agosto
. ¿Quién lo sabría jamás? ¿Sospecharían de mí, sobre todo si eligiera a un ser que no tengo ningún interés en eliminar?
15 de agosto
. ¡La tentación! Sí, ha entrado en mí como un gusano que roe. Roe y avanza; se pasea por mi cuerpo entero, por mi espíritu, que no piensa ya sino en esto: matar; en mis ojos, que tienen necesidad de observar la sangre, de ver morir; en mis oídos, por donde pasa sin cesar algo desconocido, horrible, desgarrador y enloquecedor, como el último grito de un ser; en mis piernas, que se estremecen del deseo de ir, de ir al lugar donde ello ocurrirá; en mis manos, que tiemblan de la necesidad de matar. ¡Qué hermoso debe de ser, raro, digno de un hombre libre, por encima de los demás, amo y señor de su corazón y que busca sensaciones refinadas!
22 de agosto
. No podía ya resistirme. He matado a un animalito, para probar, para empezar.
Jean, mi criado, tenía un jilguero en una jaula colgada en la ventana de la antecocina. Le he mandado a hacer un encargo, y he cogido al pajarillo en mi mano, en mi mano en la que sentía latir su corazón. Él tenía calor. He subido a mi habitación. Cada vez lo apretaba con más fuerza; su corazón latía más rápido; era algo atroz y delicioso. Casi lo he ahogado. Pero no hubiera visto sangre.
Entonces he cogido unas tijeras, unas tijeras cortas para las uñas, y le he hecho tres cortes, muy suavemente, en la garganta. Él abría el pico, hacía esfuerzos por escapárseme, pero yo lo sujetaba, ¡oh, cómo lo sujetaba!; ¡habría sido capaz de tener cogido a un dogo, y he visto correr la sangre! Tenía ganas de bebérmela. ¡He mojado la punta de mi lengua en ella! Es buena. ¡Pero tenía tan poca ese pobre pajarillo! No me ha dado tiempo de disfrutar de esta visión como me hubiera gustado. Debe de ser algo magnífico ver sangrar a un toro.
Y luego he hecho como los asesinos, como los de verdad. He lavado las tijeras, me he lavado las manos, he tirado el agua y he llevado el cuerpo, el cadáver, al jardín para enterrarlo. Lo he escondido debajo de un fresal. No lo encontrarán nunca. Yo me comeré todos los días una fresa de esa planta. La verdad, ¡cómo puede disfrutarse de la vida cuando se sabe hacerlo!
Mi criado ha llorado; cree que su pájaro se ha escapado. ¿Cómo podría sospechar de mí? ¡Ja, ja!
25 de agosto
. ¡He de matar a un hombre! He de hacerlo.
30 de agosto
. Lo hice. ¡Qué poca cosa es!
Había ido a pasearme por el bosque de Vernes. No pensaba en nada, no, en nada. Veo a un niño en el camino, un chiquillo que se estaba comiendo una rebanada de pan con mantequilla.
Se detiene para verme pasar y dice:
—Buenos días, señor presidente.
Y me ha venido el pensamiento a la cabeza: «¿Y si lo matara?».
Respondo:
—¿Estás solo, chaval?
—Sí, señor.
—¿Totalmente solo en el bosque?
—Sí, señor.
Las ganas de matar me embriagaban como el alcohol. Me acerqué muy despacio, convencido de que iba a escaparse. Y he aquí que le cogí de la garganta… ¡Se la apreté, se la apreté con todas mis fuerzas! ¡Él me miraba con unos ojos aterradores! ¡Qué ojos! ¡Totalmente redondos, profundos, cristalinos, terribles! ¡Nunca había sentido una emoción tan brutal…, pero tan breve! Él asía mis muñecas con sus manitas, y su cuerpo se retorcía como una pluma en el fuego. Luego dejó de agitarse.
El corazón me latía aceleradamente, ¡ah, el corazón del pajarillo! Arrojé el cuerpo a la cuneta, luego lo cubrí de hierba.
Regresé, cené bien. ¡Qué poco cuesta! Por la noche estaba muy alegre, ligero, rejuvenecido, pasé la velada en casa del prefecto. Le parecí de lo más ingenioso.
¡Pero no he visto la sangre! Estoy tranquilo.
30 de agosto
. Se ha descubierto el cadáver. Se busca al asesino. ¡Ja, ja!
1 de septiembre
. Se ha detenido a dos merodeadores. No hay pruebas.
2 de septiembre
. Los padres han venido a verme. ¡Han llorado! ¡Ja, ja!
6 de octubre
. No se ha descubierto nada. Habrá sido obra de algún vagabundo de paso. ¡Si hubiera visto correr la sangre, creo que ahora estaría tranquilo!
10 de octubre
. Siento en los tuétanos las ganas de matar. Es algo comparable a los desvaríos del amor que le torturan a uno a los veinte años.
20 de octubre
. Otro más. Iba por la orilla del río, después de comer. Y vi, bajo un sauce, a un pescador adormilado. Era mediodía. En un patatal próximo, había una azada que parecía dejada allí expresamente para mí.
La cogí, volví atrás; la levanté como una maza y, de un solo golpe, con el filo, le partí la cabeza al pescador. ¡Oh! ¡Éste sangró! ¡Una sangre roja, mezclada con cerebro! ¡Iba a parar al agua, muy despacio! Me fui con paso serio. ¡Si me hubieran visto! ¡Ja, ja! Habría hecho el papel de un excelente asesino.
25 de octubre
. El caso del pescador arma un gran revuelo. Se acusa del asesinato a su sobrino, que pescaba con él.
26 de octubre
. El juez de instrucción afirma que el sobrino es culpable. Todo el mundo así lo cree en la ciudad. ¡Ja, ja!
27 de octubre
. El sobrino hace de sí una pésima defensa. Afirma que había ido al pueblo a comprar pan y queso. Jura que mataron a su tío en su ausencia. ¿Quién le creerá?
28 de octubre
. El sobrino ha estado a punto de confesar, de tanto como le han hecho perder la cabeza. ¡Ja, ja, la justicia!
15 de noviembre
. Existen pruebas aplastantes contra el sobrino, que tenía que heredar de su tío. Yo presidiré la audiencia.
25 de enero
. ¡A muerte! ¡A muerte! ¡A muerte! ¡Le he hecho condenar a muerte! ¡Ja, ja! ¡El fiscal ha hablado como un ángel! ¡Ja, ja! Otro más. ¡Iré a verle ejecutar!
10 de marzo
. Se acabó. Ha sido guillotinado esta mañana. ¡Está muerto, pero que bien muerto! ¡Eso me ha gustado! ¡Qué hermosa cosa es verle cortar la cabeza a un hombre! ¡La sangre ha brotado como una oleada, como una oleada! ¡Oh! De haber podido, me habría gustado bañarme en ella. ¡Qué ebriedad tumbarse debajo, recibirla en mi pelo y en mi rostro, e incorporarme todo rojo, todo rojo! ¡Ah, si la gente supiera!
Ahora esperaré, puedo esperar. Bastaría tan poco para dejarme sorprender.
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El manuscrito contenía muchas páginas más, pero sin relatar ningún crimen nuevo.
Los médicos alienistas a quienes les fue entregado afirman que en el mundo existen muchos locos desconocidos, tan hábiles y temibles como ese monstruoso demente.
I
El pequeño Georges, a gatas por la alameda, hacía montañitas de arena. Las acumulaba con sus dos manos, las elevaba en forma de pirámide y luego plantaba sobre ellas una hoja de castaño.
Su padre, sentado en una silla de hierro, le contemplaba con reconcentrada y amorosa atención, sólo tenía ojos para él en aquel pequeño parque público lleno de gente.
A todo lo largo del vial que circunda el estanque y pasa por delante de la iglesia de la Trinité para volver bordeando el césped, había otros niños ocupados también en sus jueguecitos infantiles de bestezuelas, mientras las niñeras, indiferentes, miraban al aire con sus ojos inexpresivos, o las madres charlaban entre sí, vigilando a la chiquillería sin quitarles ojo de encima.
Unas nodrizas se paseaban, de dos en dos, con aire grave, dejando flotar tras de sí los largos cintajos llamativos de sus gorritos y llevando en brazos algo blanco envuelto en encajes, mientras unas chiquillas, con faldilla y las piernas desnudas, hablaban entre sí muy serias entre una y otra carrera en pos de los aros, y el vigilante del parque, con guerrera verde, vagaba por entre toda aquella multitud de chavales, desviándose continuamente para no derribar construcciones, aplastar manos y entorpecer el trabajo de hormigas de aquellos graciosos renacuajos humanos.
El sol estaba a punto de desaparecer tras los tejados de la rue Saint-Lazare y lanzaba sus grandes rayos oblicuos sobre aquella muchedumbre infantil y engalanada. Los castaños se iluminaban de resplandores amarillos, y las tres cascadas, delante del alto pórtico de la iglesia, parecían de plata líquida.
El señor Parent miraba a su hijo acuclillado en el polvo: seguía cariñosamente sus menores gestos, parecía mandar besos con la punta de los labios a todos los movimientos de Georges.
Pero, tras haber alzado la vista hacia el reloj del campanario, cayó en la cuenta de que llevaba un retraso de cinco minutos. Entonces se levantó, cogió al pequeño del brazo, sacudió su ropa llena de tierra, secó sus manos y se lo llevó hacia la rue Blanche. Apretaba el paso para no llegar a casa después de su mujer; y el crío, que no podía seguirle, caminaba muy deprisa a su lado a pasitos cortos.
Entonces el padre le cogió en brazos y, apretando más aún el paso, se puso a resoplar de cansancio mientras subía por la acera en cuesta. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo ya entrecano, un tanto gordo, que llevaba con aire inquieto una buena panza de mozo regalón al que los acontecimientos habían vuelto apocado.
Se había casado, unos años antes, con una joven por la que sentía un gran cariño, la cual le trataba ahora con la aspereza y la prepotencia de un déspota todopoderoso. Le reñía continuamente por todo lo que hacía y por todo lo que no hacía, reprochándole con acritud hasta sus menores acciones, sus hábitos, sus simples gustos, sus aficiones, sus trazas, sus ademanes, su voluminosa panza y la plácida entonación de su voz.
Pese a ello, él la seguía queriendo, pero a quien quería sobre todo era al hijo que había tenido de ella, Georges, de tres años ya de edad, que se había convertido en la mayor alegría y en la mayor preocupación de su corazón. Rentista modesto, vivía sin empleo con sus veinte mil francos de renta; y su mujer, casada sin dote, se indignaba sin cesar por la falta de actividad de su marido.
Por fin llegó a su casa, depositó al niño en el primer peldaño de la escalera, se secó la frente y comenzó a subir.
Al llegar al segundo piso, llamó.
Una vieja criada que lo había criado, una de esas sirvientas mandonas que son los tiranos de las familias, salió a abrir; y él preguntó con angustia:
—¿Ha vuelto la señora?
La criada se encogió de hombros:
—Pero ¿desde cuándo ha visto el señor volver a la señora a las seis y media?
Él respondió con tono molesto:
—Está bien, mejor, pues así me dará tiempo de cambiarme, ya que estoy muy acalorado.
La sirvienta lo miraba con irritada y despectiva compasión. Gruñó:
—Ya veo, está sudando a mares; el señor ha corrido, quizá ha cogido al niño en brazos, y todo ello para esperar a la señora hasta las siete y media. Soy yo la que ya no se preocupa de tenerlo todo listo para la hora. Preparo la cena para las ocho, y si hay que esperar, ¡peor para ustedes, ya que el asado no debe estar quemado!
El señor Parent fingía no oír; murmuró:
—Está bien, está bien. Hay que lavarle las manos a Georges, que ha estado haciendo masilla con la arena. Yo voy a cambiarme. Dígale a la doncella que asee bien al niño.
Y se fue a su aposento. Apenas hubo entrado, echó el pestillo para estar solo, solo del todo, absolutamente solo. Estaba, ahora, tan acostumbrado a verse traído a mal traer y tratado duramente que no se consideraba seguro si no era con la protección de la cerradura. Ya no se atrevía siquiera a pensar, a reflexionar, a razonar consigo mismo, si no se sentía protegido por una vuelta de llave contra las miradas y las suposiciones. Tras dejarse caer en una silla, para descansar un poco antes de cambiarse, pensó que Julie estaba volviéndose otro peligro en casa. Saltaba a la vista que odiaba a su mujer; y sobre todo odiaba a Paul Limousin, quien, tras haber sido el compañero inseparable en su vida de soltero, se había convertido, cosa rara, en el amigo íntimo de la familia. Limousin hacía de amortiguador entre Henriette y él y la defendía, incluso viva y severamente, de los reproches inmerecidos, de las escenas tormentosas, de todas las miserias diarias de su vida.
Pero he aquí que, pronto haría seis meses, Julie se permitía continuas observaciones y críticas malévolas sobre su ama. La juzgaba sin cesar y repetía veinte veces al día: «Yo que usted no me dejaría manejar como un títere. Pero en fin, en fin…, allá cada uno con su carácter».
Un día se había mostrado incluso insolente con Henriette, que se había limitado a decirle, por la noche, a su marido: «¿Sabes? A la próxima insolencia, la echo». Sin embargo, ella, que parecía no arredrarse ante nada, temía a la vieja criada, lo cual Parent atribuía a la consideración que le tenía por haberle criado a él y haber cerrado los ojos a su madre.
Pero ahora ya no era así, las cosas no podían seguir de aquel modo por más tiempo; y él temblaba sólo de pensar lo que podía suceder. ¿Qué haría? Despedir a Julie se le antojaba una decisión tan temible que ni siquiera se atrevía a tomarla en consideración. Darle la razón en contra de su mujer era algo también impensable; y estaba convencido de que antes de un mes la situación se volvería insostenible entre las dos mujeres.
Permanecía sentado, con los brazos colgándole, pensando vagamente en cómo conciliarlo todo y sin ocurrírsele nada. Entonces murmuró:
—Afortunadamente, tengo a Georges… Sin él, sería muy desgraciado.
Luego se le ocurrió ir a consultar a Limousin; se decidió a hacerlo; pero enseguida el recuerdo de la enemistad surgida entre su criada y su amigo le hizo temer que éste le aconsejara su despido; y nuevamente se perdió en sus angustias e incertidumbres.
El reloj dio las siete. Tuvo un sobresalto. ¡Las siete, y todavía no se había cambiado de ropa! Entonces, espantado, sofocado, se desvistió, se lavó, se puso una camisa blanca y volvió a vestirse precipitadamente, como si le esperasen en el cuarto de al lado para un acontecimiento de suma importancia.
A continuación entró en el salón, feliz de no tener ya nada que temer.
Hojeó un poco el periódico, fue a mirar a la calle, volvió a sentarse en el canapé; pero se abrió una puerta y entró su hijo, aseado, peinado, sonriente. Parent le cogió en brazos y lo besó con pasión. Lo besó primero en el pelo, luego en los ojos, a continuación en las mejillas, en la boca y en las manos. Luego lo hizo saltar por los aires, lo lanzó hasta el techo sujetándole de las muñecas. Acto seguido se sentó, fatigado por el esfuerzo; y, tomando a Georges sobre una rodilla, le hizo hacer «el caballito».
El niño reía encantado, agitaba los brazos, lanzaba grititos de placer y también el padre reía y gritaba de contento, sacudiendo su grueso vientre, divirtiéndose más aún que el propio pequeño.
Le quería con todo su buen corazón de débil, de resignado, de martirizado. Le quería con unos impulsos locos, con unas grandes caricias arrebatadas, con todo el cariño vergonzoso que se guardaba para sí, que nunca había tenido posibilidad de expresión, de expansión, ni siquiera en los primeros tiempos de matrimonio, al haberse mostrado siempre su mujer seca y reservada.
Julie apareció en la puerta, el rostro pálido, la mirada reluciente y anunció con voz trémula de la exasperación:
—Son las siete y media, señor.
Parent lanzó una mirada inquieta y resignada al reloj y murmuró:
—En efecto, son las siete y media.
—Tengo la cena ya lista.
Presintiendo el chaparrón, se esforzó en evitarlo:
—¿No me ha dicho, a mi vuelta, que la tendría preparada para las ocho?
—¡Para las ocho! ¡Ni pensarlo, por supuesto! ¿No querrá hacer comer ahora al niño a las ocho? Y si lo dije, era una manera de hablar. Pero le aseguro que hacer comer al pequeño a las ocho le estropearía el estómago. ¡Claro que si fuera por su madre! ¡Ella no se ocupa en absoluto de su hijo! La verdad sea dicha: ¡ésta sí que es una madre de verdad! ¿No es una pena ver madres así?
Parent, temblando de la inquietud, comprendió que tenía que cortar aquella peligrosa escena.
—Julie —dijo—, no te permito que hables así de tu ama. ¿Te ha quedado claro? ¡Pues no lo olvides para el futuro!
La vieja criada, abochornada del asombro, le dio la espalda y salió dando un portazo con tal fuerza que hizo tintinear los cristales de la araña. Durante unos segundos, hubo como un ligero y vago repique de campanillas invisibles que ondeó por el aire silencioso del salón.
Georges, primero sorprendido, se puso a dar palmas del contento, e, hinchando sus carrillos, lanzó un gran «bum» con toda la fuerza de sus pulmones para imitar el ruido de la puerta.
Entonces su padre le contó unas historias; pero la preocupación le hacía perder en todo momento el hilo de su relato; y el pequeño, sin comprender ya nada, ponía unos ojos como platos del asombro.
Parent no apartaba la mirada del reloj. Le parecía ver avanzar la manecilla. Hubiera querido detener la hora, detener el tiempo hasta la vuelta de su mujer. No estaba enfadado con Henriette porque volviera con retraso, pero tenía miedo, miedo de ella y de Julie, miedo de todo cuanto podía suceder. Diez minutos de más bastarían para provocar una irreparable catástrofe, explicaciones y agresiones que no se atrevía siquiera a imaginar. Sólo de pensar en la discusión, en los gritos, en los insultos cruzando el aire como balas, en las dos mujeres cara a cara mirándose de hito en hito y lanzándose hirientes improperios, le hacía palpitar el corazón, le secaba la boca como una caminata a pleno sol, le dejaba para el arrastre, a tal punto que era incapaz siquiera de levantar al niño y de hacerle saltar sobre su rodilla.
Dieron las ocho; se volvió a abrir la puerta y reapareció Julie. No tenía ya su aire irritado, sino un aire de resolución malvada y fría, más temible aún.
—¡Señor —dijo—, serví a su madre hasta el último día, le he cuidado también a usted desde su cuna hasta el día de hoy! Creo que se puede decir que me he consagrado a la familia…
Ella esperó una respuesta.
Parent balbució:
—Es cierto, mi querida Julie.
Ella prosiguió:
—Sabe perfectamente que no he hecho nunca nada por interés material, sino siempre en interés de usted; que nunca le he engañado ni mentido; que nunca ha tenido nada que reprocharme…
—Es cierto, mi querida Julie.
—Pues bien, señor, las cosas no pueden seguir así. Es por afecto hacia usted por lo que le he tenido a oscuras. Pero las cosas se pasan ya de castaño oscuro, y todos se burlan de usted en el barrio. Haga lo que le parezca, pero todos lo saben y es preciso que yo se lo diga, aunque ello no vaya a beneficiarme en nada. Si la señora hace estos horarios de puro capricho es porque hace cosas horribles.
Él permanecía espantado, sin comprender. No pudo más que balbucear:
—Cállate… Sabes que te he prohibido…
Ella le cortó la palabra con una decisión irrevocable.
—No, señor, he de contárselo todo ahora. Hace tiempo que la señora le traiciona con el señor Limousin. Yo les he visto más de veinte veces besarse detrás de las puertas. ¡Oh, si el señor Limousin hubiera sido rico, la señora no se habría casado sin duda con usted! Si recuerda cómo se concertó la boda, lo comprenderá todo de pe a pa…
Parent se había levantado, lívido, balbuceando:
—Cállate…, cállate… o…
Ella continuó:
—No, se lo contaré todo. La señora se casó con el señor por interés; y le engañó desde el primer día. Existía un acuerdo entre ellos, ¡ya lo creo que existía! Basta con pensar un poco para darse cuenta. Así pues, no contenta la señora con haberse casado con usted sin quererle, le ha puesto las cosas difíciles, tan difíciles que me ha destrozado el corazón a mí que lo veía…
Él dio dos pasos, con los puños apretados, repitiendo: «¡Cállate…, cállate!» porque no sabía qué replicar.
La vieja criada no se echó atrás; parecía decidida a todo.
Pero Georges, primero estupefacto, luego espantado por aquellas voces amenazadoras, se puso a chillar. De pie detrás de su padre, con el rostro contraído y la boca abierta, berreaba.
El clamor de su hijo exasperó a Parent, le llenó de valor y de furor. Se abalanzó sobre Julie, con los dos brazos levantados, dispuesto a golpearle con las manos, y gritando:
—¡Ah, miserable! ¡Espantas al pequeño!
Estaba a punto de pegarle cuando ella le soltó a la cara:
—Puede pegarme el señor si le place. A mí que le he criado… ¡Lo que no quita que su mujer le traicione y que ese niño no sea de usted!…
Él se detuvo de golpe, dejando caer los brazos; y permanecía delante de ella tan desconcertado que no comprendía ya nada.
Ella añadió:
—¡Basta con ver al pequeño para reconocer al padre, naturalmente! Es el vivo retrato del señor Limousin. Sólo hay que ver sus ojos y su frente. Se daría cuenta hasta un ciego…
Pero él la había cogido por los hombros zarandeándola con todas sus fuerzas y balbuceando:
—¡Víbora…, más que víbora! ¡Fuera de aquí, víbora!… ¡Vete o te mato!… ¡Vete! ¡Vete!…