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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (74 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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LA DOTE
*

Nadie se asombró de la boda del licenciado Simon Lebrument con la señorita Jeanne Cordier. El licenciado Lebrument acababa de comprar el despacho notarial del licenciado Papillon; hacía falta, por supuesto, dinero para pagarlo; y la señorita Jeanne Cordier contaba con trescientosmil francos líquidos, en billetes de banco y en títulos al portador.

El licenciado Lebrument era un buen mozo, que tenía estilo, un estilo notarial, un estilo de provincias, pero estilo al fin y al cabo, lo que era raro en Boutigny-le-Rebours.

La señorita Cordier tenía gracia y lozanía, una gracia un tanto torpe y una lozanía un tanto desaliñada; pero era, en definitiva, una buena moza apetecible y digna de ser galanteada.

La boda puso patas arriba a Boutigny.

Los recién casados, personas muy admiradas, fueron a ocultar su felicidad en el domicilio conyugal, después de haber decidido hacer simplemente un corto viaje a París al cabo de unos pocos días de intimidad.

Fue una intimidad deliciosa. El licenciado Lebrument había sabido comportarse, en los primeros momentos de la relación con su mujer, con una habilidad, una delicadeza, un tacto notables. Había adoptado por divisa: «Las cosas de palacio van despacio». Supo ser al mismo tiempo paciente y enérgico. El éxito fue rápido y rotundo.

Al cabo de cuatro días, la señora Lebrument adoraba a su marido. No podía ya pasar sin él, tenía que tenerlo todo el santo día a su lado para acariciarlo y besarlo, para sobarle las manos, la barba, la nariz, etcétera. Se sentaba sobre sus rodillas, y, tomándole por las orejas, decía: «Abre la boca y cierra los ojos». Él abría la boca confiado, cerraba los ojos a medias y recibía un gran beso largo y cariñoso que le provocaba un escalofrío en el espinazo. Y por su parte él no tenía caricias suficientes, ni labios ni manos bastantes, ni bastante con toda su persona para festejar a su mujer de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

Pasada la primera semana, le dijo a su joven compañera:

—Si quieres, nos iremos a París el martes próximo. Haremos como los enamorados que no están casados, iremos a restaurantes, al teatro, a los cafés cantantes, a todas partes, a todas.

Ella daba saltos de alegría.

—¡Oh, sí, sí! Vayamos cuanto antes.

Él continuó:

—Y luego, como no hay que olvidar nada, avisa a tu padre para que tenga preparada la dote; me la llevaré y le pagaré de paso al licenciado Papillon.

Ella dijo:

—Ya se lo digo yo mañana por la mañana.

Y él la cogió entre sus brazos para volver a empezar sus juegos amorosos que tanto le gustaban a ella desde hacía ocho días.

El martes siguiente, los suegros acompañaron a la estación a su hija y a su yerno que partían para la capital.

El suegro decía:

—Os juro que es una imprudencia llevar tanto dinero encima.

Y el joven notario sonreía.

—No se preocupe, suegro, pues estoy acostumbrado a estas cosas. Como comprenderá, en mi profesión, tengo a veces que llevar encima cerca de un millón. Así nos evitamos un montón de formalidades y de demoras. No se preocupe por nada.

El empleado exclamaba:

—¡Viajeros a París, a sus coches!

Se precipitaron dentro del vagón donde se encontraban dos ancianas señoras.

Lebrument murmuró al oído de su mujer:

—Vaya incordio, no voy a poder fumar.

Ella respondió bajito:

—También a mí me fastidia, pero no debido a tu puro.

El tren pitó y partió. El trayecto duró una hora, durante la cual no dijeron gran cosa, pues las dos ancianas no dormían.

Apenas estuvieron en el vestíbulo de la Gare Saint-Lazare, Lebrument le dijo a su mujer:

—Si estás de acuerdo, antes iremos a comer a un bulevar y luego volveremos aquí con toda calma y cogeremos el equipaje para llevarlo al hotel.

Ella se mostró enseguida de acuerdo.

—Sí, vamos al restaurante. ¿Es lejos?

Él prosiguió:

—Sí, un poco, pero tomaremos el ómnibus.

Ella se asombró:

—¿Y por qué no cogemos un coche?

Él se puso a regañarla sonriendo:

—¿Es así como tú ahorras? Un coche por cinco minutos de carrera, a seis sueldos el minuto, no quieres privarte de nada.

—Es cierto —dijo ella un tanto avergonzada.

Pasaba un ómnibus, al trote de tres caballos. Lebrument exclamó:

—¡Conductor! ¡Eh, conductor!

El pesado vehículo se detuvo. Y el joven notario, empujando a su mujer, le dijo muy rápido:

—Sube dentro, que yo me voy arriba a fumarme al menos un puro antes de comer.

A ella no le dio tiempo ni de responder. El conductor, que la había cogido del brazo para ayudarla a subir al estribo, la precipitó hacia el interior del coche, y ella cayó, espantada, sobre una banqueta, viendo con asombro, por el cristal trasero, los pies de su marido que trepaba a la imperial.

Y ella permaneció inmóvil entre un señor gordo que olía a tabaco de pipa y una anciana que olía a perro.

Todos los demás viajeros, alineados y mudos —el dependiente de una tienda de comestibles, una obrera, un sargento de infantería, un señor con lentes de oro tocado con un sombrero de seda de alas enormes y levantadas como canalones, dos señoras de aspecto importante y cascarrabias, que parecían decir con su actitud: «Aunque estamos aquí, valemos más que todo esto», dos monjas, una muchacha sin sombrero y un enterrador—, tenían el aspecto de una colección de caricaturas, de un museo de figuras grotescas, de una serie de ridiculizaciones de rostros humanos semejantes a esas filas de cómicos fantoches que, en las ferias, se abaten con bala.

El traqueteo del coche hacía bambolearse un poco sus cabezas, las sacudía, hacía temblequear la piel fláccida de las mejillas; y, atontados por la trepidación de las ruedas, parecían idiotas y adormilados.

La joven permanecía inerte.

«¿Por qué no ha venido conmigo?», se decía. Una vaga tristeza la oprimía. Habría podido privarse perfectamente de ese puro.

Las monjas hicieron seña de bajarse, luego salieron una delante de la otra, difundiendo un desagradable olor a faldas viejas.

Volvieron a partir, luego se pararon de nuevo. Y subió una cocinera, colorada, jadeante. Se sentó y posó sobre sus rodillas su cesto de provisiones. Un fuerte olor a agua de fregar se expandió por el ómnibus.

«Está más lejos de lo que yo hubiera creído», pensó Jeanne.

El enterrador se bajó y fue reemplazado por un cochero que apestaba a establo. La muchacha sin sombrero tuvo por sucesor a un comisario cuyos pies exhalaban el aroma de sus comisiones.

La mujer del notario se sentía incómoda, hastiada, presta a llorar sin saber el porqué.

Se apearon otras personas, subieron nuevas. El ómnibus seguía avanzando por unas calles interminables, se detenía en las paradas, se ponía de nuevo en camino.

«¡Qué lejos está! —se decía Jeanne—. ¡A no ser que haya tenido una distracción, que se haya adormilado! Está muy cansado desde hace unos días.»

Poco a poco todos los viajeros se bajaban. Ella se quedó sola, completamente sola. El conductor exclamó:

—¡Vaugirard!

Como ella no se movía, repitió:

—¡Vaugirard!

Ella le miró comprendiendo que esa palabra iba dirigida a ella, puesto que no había nadie más. El hombre dijo por tercera vez:

—¡Vaugirard!

Entonces ella preguntó:

—¿Dónde estamos?

Él respondió con tono desabrido:

—Estamos en Vaugirard, ¡caramba!, ya lo he dicho veinte veces.

—¿Está lejos del bulevar? —preguntó ella.

—¿Qué bulevar?

—Pues del bulevard des Italiens.

—¡Hace rato que lo hemos pasado!

—¡Ah! ¿Quiere avisar a mi marido?

—¿Su marido? ¿Dónde está?

—Pues en la imperial.

—¡En la imperial! Hace rato que no hay nadie allí.

Ella hizo un gesto de terror.

—Pero ¡cómo! No es posible. Ha subido conmigo. ¡Mire bien; tiene que estar!

El conductor se estaba poniendo grosero:

—Vamos, pequeña, no discutamos tanto, por un hombre perdido, diez encontrados. Vamos, desaloje. Encontrará a otro por el camino.

Con lágrimas en los ojos, ella insistió:

—Señor, se confunde usted, se lo aseguro. Llevaba una gran cartera bajo el brazo.

El empleado se echó a reír:

—Una gran cartera. Ah, sí, se bajó en la Madeleine. ¡Da lo mismo, la ha plantado a usted, ja, ja, ja!…

El coche se había parado. Ella salió y miró, a pesar suyo, con un movimiento instintivo de los ojos, en el tejadillo del ómnibus. Estaba totalmente desierto.

Entonces ella se echó a llorar y, en voz alta, sin pensar que la escuchaban y miraban, dijo:

—¿Qué va a ser de mí?

Se acercó el revisor:

—¿Qué sucede?

El conductor respondió con tono burlón:

—Es una señora a la que ha plantado el marido a mitad de trayecto.

El otro dijo:

—Bueno, no es nada, ocúpese de su servicio.

Y se dio media vuelta.

Entonces, ella echó a andar hacia delante, demasiado espantada y asustada para darse cuenta de lo que sucedía. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Qué le había pasado a él? ¿Cómo podía haberse producido un error semejante, un olvido semejante, una confusión de aquel tipo, una distracción tan increíble?

Tenía dos francos en el bolsillo. ¿A quién podía dirigirse? De improviso le vino a la mente su primo Barral, subjefe de negociado en el Ministerio de Marina.

Tenía sólo el dinero suficiente para pagarse un coche. Se hizo llevar a su casa. Lo encontró a punto de salir para el Ministerio. También él, como Lebrument, llevaba una gran cartera bajo el brazo.

Ella se lanzó fuera del coche.

—¡Henry! —exclamó ella.

Él se detuvo estupefacto.

—¿Jeanne!… ¿Tú por aquí?… ¿Sola?… ¿Qué haces, de dónde sales?

Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas.

—Mi marido se ha perdido hace poco.

—Perdido, ¿dónde?

—En un ómnibus.

—¿En un ómnibus?… ¡Oh!…

Y ella le contó llorando su aventura.

Él escuchaba, reflexionando. Preguntó:

—¿Estaba esta mañana en su sano juicio?

—Sí.

—Bien. ¿Llevaba mucho dinero encima?

—Sí, llevaba mi dote.

—¿Tu dote?…, ¿toda?

—Toda…, para pagar su despacho notarial.

—Pues bien, querida prima, tu marido, a estas horas, debe de estar camino de Bélgica.

Ella seguía sin comprender. Balbució:

—¿Dices que… mi marido…?

—Digo que ha arramblado con tu… tu capital…, eso es todo.

Ella permanecía de pie, sofocada, murmurando:

—¡Entonces es…, es…, es un miserable!…

Luego, desfalleciendo de emoción, cayó sobre el chaleco de su primo, entre sollozos.

Como la gente se paraba para mirarles, él la empujó suavemente hacia el portal de su casa y, sosteniéndola por la cintura, la hizo subir la escalera y, cuando su criada desconcertada abría la puerta, ordenó:

—Sophie, corre al restaurante a buscar un almuerzo para dos personas. Hoy no iré al Ministerio.

EL ARMARIO
*

Después de la cena estábamos hablando de mujeres de vida alegre, pues ¿de qué queréis que se hable entre hombres?

Uno de nosotros dijo:

—Sí, a este respecto a mí me ocurrió una buena.

Y la contó.

*

Una noche del pasado invierno, me dominó repentinamente uno de esos hastíos acongojantes y abrumadores que atenazan el alma y el cuerpo ocasionalmente. Estaba yo en mi casa, completamente solo, y sentí que si me quedaba así iba a tener una espantosa crisis de tristeza, una de esas tristezas que deben de conducir al suicidio cuando se repiten con frecuencia.

Me puse el gabán, y salí sin saber exactamente lo que iba a hacer. Tras ir hasta los bulevares, me puse a pajarear por los cafés casi vacíos, pues llovía, caía una de esas lloviznas que mojan el espíritu tanto como la ropa, no uno de esos chubascos torrenciales que obligan a los viandantes sin aliento a resguardarse en las puertas cocheras, sino una de esas lluvias menudas cuyas gotas apenas si se notan, una de esas lluvias que mojan depositando incesantemente sobre uno imperceptibles gotitas y cubriendo pronto las ropas de una espuma de agua helada que cala.

¿Qué hacer? Iba yo adelante y atrás, buscando dónde pasar dos horas, y descubriendo por primera vez que, en París, no había un lugar en el que distraerse por la noche. Finalmente, decidí entrar en el Folies-Bergère, ese divertido mercado de chicas alegres.

Había poca gente en la gran sala. En el largo pasillo en herradura no se veía más que individuos de baja calaña, cuya raza común se traslucía en el porte, en la vestimenta, en el corte del pelo y de la barba, en el sombrero y en la tez. Apenas si se veía de vez en cuando un hombre que se adivinara aseado, perfectamente aseado, y vestido conjuntadamente. En cuanto a las chicas, siempre las mismas, las espantosas chicas que ya conocéis, feas, fatigadas, fláccidas, iban con su paso de caza, con ese aire que adoptan, no sé por qué, de desprecio imbécil.

Me decía que ninguna de esas pandorgas, sebosas más que gordas, hinchadas de aquí y delgadas de allá, con unos barrigones de canónigo y unas piernas zambas de ave zancuda, valía realmente el luis que conseguía con gran esfuerzo después de haber pedido cinco.

Pero de repente reparé en una pequeña que me pareció mona, no muy joven, pero sí lozana, graciosilla y provocativa aún. La paré y neciamente, sin pensármelo dos veces, le pedí precio para pasar la noche con ella. No quería volver a mi casa, solo, completamente solo; prefería la compañía y el abrazo de esa mujerzuela.

Y la seguí. Vivía en un edificio enorme, en la rue des Martyrs. El mechero de gas estaba ya apagado en la escalera. Subí lentamente, encendiendo de vez en cuando una pajuela azufrada, tropezando con los escalones, dando traspiés y descontento, tras la falda cuyo susurro oía delante de mí.

Ella se detuvo en el cuarto piso y, tras cerrar la puerta de entrada, preguntó:

«Entonces, ¿te quedas aquí hasta mañana?».

«Pues sí. Ya sabes que así lo hemos acordado.»

«Está bien, gatito mío, lo decía sólo para saber. Espérame aquí un minutito, vuelvo enseguida.»

Y me dejó en la oscuridad. Oí que cerraba dos puertas, luego me pareció que hablaba. Me quedé sorprendido, inquieto. Me asaltó la idea de un rufián. Pero tengo unos buenos puños y un par de bigotes. «Veremos», pensé.

Yo escuchaba con el oído y la mente aguzados. Se oía moverse, andar de puntillas, con gran precaución. Abrieron otra puerta, me pareció volver a oír que hablaban, en voz muy baja.

Ella volvió con una vela encendida.

«Puedes entrar», me dijo.

Ese tuteo significaba posesión. Entré y, tras haber atravesado un comedor donde saltaba a la vista que no se comía nunca, entré en la habitación de todas las mujerzuelas, habitación amueblada, con las cortinas de reps, y edredón de seda punzó atigrado de manchas sospechosas.

Ella prosiguió:

«Ponte cómodo, gatito mío».

Yo inspeccionaba el piso con mirada recelosa. Nada, sin embargo, me parecía inquietante.

Ella se desvistió tan rápido que estuvo en la cama antes de que yo me hubiera quitado el gabán. Se echó a reír:

«Bueno, ¿qué te pasa? ¿Te has convertido en una estatua de sal? Vamos, date prisa».

La imité y me reuní con ella.

Cinco minutos después tenía unas ganas locas de volver a vestirme y de largarme. Pero ese hastío abrumador que se había apoderado de mí en mi casa me retenía, me quitaba toda fuerza de moverme y me quedé a pesar del asco que sentía en esa cama pública. El encanto sensual que había creído ver en esa criatura, allí, bajo las arañas del teatro, había desaparecido entre mis brazos, y ya no tenía contra mí, carne con carne, más que a la mujerzuela vulgar, semejante a todas, cuyos besos indiferentes y complacientes tenían un regusto a ajo.

Me puse a hablar con ella.

«¿Hace mucho que vives aquí?», le pregunté.

«El quince de enero hizo seis meses.»

«Y antes, ¿dónde estabas?»

«Estaba en la rue Clauzel. Pero la portera me creaba problemas y me largué.»

Y se puso a contarme una historia interminable sobre esa portera y sobre sus chismorreos respecto a ella.

Pero de repente oí moverse algo muy cerca de nosotros. Había sido primero un suspiro, luego un ruido ligero, pero claro, como si alguien se hubiera dado la vuelta en una silla.

Yo me senté bruscamente en la cama y pregunté:

«¿Qué es ese ruido?».

Ella respondió con aplomo y tranquilidad:

«No te preocupes, gatito mío, es la vecina. El tabique es tan delgado que se oye como si estuviera aquí. Estas casas dan asco, son de cartón».

Tanta era mi indolencia que me hundí de nuevo bajo las sábanas. Y seguimos charlando. Acicateado por la necia curiosidad que incita a todos los hombres a interrogar a esas criaturas sobre su primera aventura, queriendo descorrer el velo de su primer error, como para encontrar en ellas una huella lejana de inocencia, para amarlas acaso en el recuerdo rápido, evocado por una frase sincera, de su pasado candor y pudor, le hice muchas preguntas sobre sus primeros amantes.

Sabía que me mentiría; pero ¿qué me importaba? Entre tantas mentiras quizá descubriría algo de sincero, de conmovedor.

«Vamos, dime quién fue.»

«Fue un remero, gatito mío.»

«¡Ah! Cuéntame. ¿Dónde estabais?»

«Yo estaba en Argenteuil.»

«¿Qué hacías allí?»

«Era moza en un restaurante.»

«¿Qué restaurante?»

«En el Marin d’eau douce. ¿Lo conoces?»

«Cómo no, en casa de Bonanfan.»

«Sí, eso es.»

«¿Y cómo te hizo la corte ese remero?»

«Mientras yo estaba haciendo su cama. Me forzó.»

Pero bruscamente me acordé de la teoría del médico de unos amigos míos, un médico observador y filósofo a quien el servicio permanente en un gran hospital pone en contacto diario con madres solteras y mujeres públicas, con todas las vergüenzas y las miserias de las mujeres, de las pobres mujeres convertidas en presa desgraciada del macho que vaga con dinero en el bolsillo.

«Una muchacha es siempre desflorada —me decía— por un hombre de su clase y condición. He reunido volúmenes de observaciones al respecto. Se acusa a los ricos de coger la flor de la inocencia de las hijas del pueblo. Lo cual no es cierto. ¡Los ricos pagan flores ya cogidas! Cogen también, pero en la segunda floración; no son nunca los primeros en cortarlas.»

Entonces, volviéndome hacia mi compañera, me eché a reír.

«Me conozco bien tu historia. ¡No fue el remero el primero!»

«Oh, sí, gatito mío, te lo juro.»

«Mientes, gatita mía.»

«¡No, no, te lo prometo!»

«Mientes. Vamos, cuéntamelo todo.»

Ella parecía vacilar, asombrada.

Continué:

«Soy hechicero, guapina, soy hipnotizador. Si no me dices la verdad, te dormiré y la sabré igual».

Ella tuvo miedo, estúpida como todas las de su especie. Balbució:

«¿Cómo lo has adivinado?».

Proseguí:

«Vamos, cuenta».

«¡Oh!, la primera vez no fue casi nada. Fue durante las fiestas del pueblo. Habían traído a un cocinero forastero, el señor Alexandre. En cuanto él llegó, hizo todo cuanto quiso en la casa. Mandaba a todo el mundo, al amo y al ama, como si él fuera el rey… Era un hombre alto y bien plantado que no paraba nunca quieto delante de los fogones y que no cesaba de gritar: “Marchando una de mantequilla, huevos, un madeira”, y había que traérselo enseguida a todo correr, o bien se enfadaba y te decía cosas de hacerte sonrojar hasta debajo de las faldas.

»Terminada la jornada, se puso a fumar en pipa delante de la puerta. Y cuando yo pasaba por delante de él con una pila de platos me dijo: “Eh, moza, ¿quieres venir conmigo hasta el río para enseñarme el paisaje?” . Y yo, como una estúpida, fui; y, apenas hubimos llegado a la orilla, él me forzó tan deprisa que ni siquiera me di cuenta de lo que hacía. Se fue en el tren de las nueve y no le volví a ver más.

Le pregunté:

«¿Nada más?».

Ella susurró:

«Creo que Florentin es suyo…».

«¿Quién es Florentin?»

«Mi hijo.»

«¡Ah!, muy bien. Y tú le hiciste creer al remero que el padre era él, ¿no?»

«¡Ya lo creo!»

«¿Tenía dinero el remero?»

«Sí, me dejó una renta de trescientos francos a nombre de Florentin.»

Empezaba a divertirme. Proseguí:

«Muy bien, muchacha, muy bien. Sois todas menos tontas de lo que uno se cree. ¿Y qué edad tiene ahora Florentin?».

Ella continuó:

«Ya tiene doce años. Hará su primera comunión en primavera».

«Perfecto. Así tú te dedicarás a tu oficio con la conciencia tranquila, ¿no?»

Ella suspiró, resignada:

«Se hace lo que se puede…».

Pero un gran ruido procedente de la misma habitación me hizo saltar fuera de la cama de un brinco, el ruido de un cuerpo que cae y vuelve a levantarse tanteando las paredes.

Yo había cogido la vela y miraba a mi alrededor, espantado y furioso. Ella también se había levantado, tratando de retenerme, de pararme murmurando:

«Eso no es nada, gatito mío, te aseguro que no es nada».

Pero había descubierto de qué lado había salido el extraño ruido. Me fui directo hacia una puerta secreta que había a la cabecera de nuestra cama y la abrí bruscamente… y vi, temblando, a un pobre chiquillo pálido y delgado sentado al lado de una gran silla de paja, de la que acababa de caerse.

En cuanto me vio, se echó a llorar y, abriendo los brazos hacia su madre, dijo:

«No es culpa mía, mamá, no es culpa mía. Me había dormido y me he caído. No me riñas, no es culpa mía».

Yo me volví hacia la mujer. Y dije:

«¿Qué quiere decir esto?».

Ella parecía avergonzada y desconsolada. Articuló con voz entrecortada:

«¿Qué quieres? ¡No gano lo bastante como para meterle en un colegio! He de tenerle conmigo y no me llega con lo que gano para pagar otra habitación. Cuando no hay nadie duerme conmigo; y cuando vienen para una hora o dos le hago meterse en el armario. Dentro de él está tranquilo, pues está acostumbrado. Pero cuando se quedan toda la noche, como tú, se cansa, el pobre, de dormir en la silla. No es culpa suya; ya me gustaría verte a ti en su lugar…, dormir toda la noche en una silla. Me gustaría saber qué dirías…».

Se estaba enfadando, encendida, gritaba.

El niño seguía llorando. Un pobre muchacho, enclenque y tímido, era precisamente el chiquillo del armario, del armario oscuro y frío, el niño que de vez en cuando volvía a calentarse a la cama de su madre, a la cama momentáneamente vacía.

También yo tenía ganas de llorar.

Y me fui a dormir a mi casa.

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