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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (69 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Maze iba menos a menudo y parecía incómodo en la familia; le recibían siempre bien, aunque con una cierta frialdad, porque la felicidad es egoísta y no quiere extraños.

Cachelin mismo parecía alimentar una cierta hostilidad secreta contra el apuesto empleado al que, meses antes, había acogido en casa con tantas atenciones. Fue él quien le anunció a su amigo el embarazo de Coralie; se lo dijo de sopetón:

—¿Sabe que mi hija está embarazada?

Maze, fingiendo sorpresa, respondió:

—Ah, debe de estar usted muy feliz.

Cachelin repuso:

—¡Cómo no!

Y observó que su colega, por el contrario, no parecía encantado de ello. A los hombres no les gusta ver en ese estado, ya sea por culpa suya o no, a las mujeres que frecuentan con asiduidad.

De todas formas, Maze seguía yendo a cenar a su casa todos los domingos. Pero las veladas se hacían difíciles de pasar juntos, por más que no hubiera surgido ningún desacuerdo grave entre ellos; y esa extraña incomodidad aumentaba de semana en semana. Una noche incluso, cuando acababa de salir, Cachelin declaró con aire furioso:

—¡Este tipo comienza a aburrirme!

Y Lesable respondió:

—Ciertamente no gana mucho cuando se le conoce muy de cerca.

Cora había bajado la vista. No daba su opinión. Parecía siempre incómoda en presencia del alto Maze, que, por su parte, parecía casi avergonzado a su lado, no la miraba ya sonriendo como antes, ni les invitaba a veladas en el teatro, y parecía sobrellevar, como una carga necesaria, esa intimidad en otro tiempo tan cordial.

Pero un jueves, a la hora de la cena, cuando su marido volvió de la oficina, Cora le besó en las patillas más mimosamente que de costumbre, y le murmuró al oído:

—Tal vez me riñas.

—¿Por qué lo dices?

—Es que… hace un rato ha venido a verme el señor Maze. Y yo, que no quiero que corran hablillas sobre mí, le he rogado que no venga más cuando tú no estés. ¡Y él pareció haberse picado un poco!

Lesable preguntó, sorprendido:

—¿Y él qué ha dicho?

—Oh, no gran cosa, sólo que no le ha gustado y yo entonces le he rogado que interrumpa totalmente sus visitas. Ya sabes que fuisteis papá y tú quienes le trajisteis aquí, yo no tuve nada que ver. Y por eso temía disgustarte cerrándole la puerta.

Una alegría agradecida embargaba el corazón de Lesable:

—Has hecho bien, muy bien. Es más, te lo agradezco.

Ella prosiguió, para salvar la relación entre ambos hombres, que había decidido de antemano:

—Tú en la oficina finge no saber nada, trátale como siempre. Pero aquí no pondrá más los pies.

Y Lesable, tomando con ternura a su mujer en sus brazos, cubrió de besitos sus ojos y sus mejillas, repitiendo:

—¡Eres un ángel…, eres un ángel!

Y sentía contra su vientre la hinchazón del niño ya crecido.

VIII

Nada nuevo ocurrió hasta el final del embarazo.

Cora dio a luz una niña en los últimos días de septiembre. Le pusieron por nombre Désirée; pero, como querían celebrar un bautismo solemne, decidieron que no tendría lugar hasta el verano siguiente, en la propiedad que iban a comprar.

La eligieron en Asnières, en la colina que domina el Sena.

Durante el invierno habían tenido lugar grandes acontecimientos. Apenas recibida la herencia, Cachelin había pedido la jubilación, que le había sido concedida, y había dejado la oficina. Ocupaba su tiempo libre en cortar, con una sierra de dientes finos, tapas de cajas de puros. Fabricaba con ellas relojes, arquillas, jardineras, toda clase de pequeños muebles extraños. Se había apasionado por esos trabajillos, cuyo gusto le había entrado al ver a un vendedor ambulante trabajar así esas chapas de madera en la avenida de la Ópera. Y todo el mundo tenía que admirar cada día sus nuevos diseños, de una complicación rebuscada y pueril.

Él mismo, maravillado ante su obra, repetía sin cesar:

—¡Es asombroso lo que llega uno a hacer!

Tras haber muerto finalmente el subjefe, el señor Rabot, Lesable desempeñaba las funciones de su cargo, aun sin ser titular, dado que no tenía la necesaria antigüedad desde su última promoción.

Cora se había convertido de inmediato en otra mujer, más reservada y elegante, tras haber comprendido, intuido y olido todos los cambios que exige la riqueza.

Con ocasión del Año Nuevo, hizo una visita a la mujer del jefe, una gorda mujer que seguía siendo una provinciana después de treinta y cinco años de vivir en París, y supo rogarle con tanta gracia y seducción que fuese la madrina de su hija, que la señora Torchebeuf aceptó. El padrino fue su abuelo Cachelin.

La ceremonia se celebró un domingo resplandeciente de junio. Invitaron a todos los de la oficina, excepto al apuesto Maze, con quien ya no se veían.

A las nueve Lesable esperaba delante de la estación el tren de París, mientras un
groom
en librea de grandes botones dorados sujetaba de la brida un poney bien cebado delante de un pequeño carruaje totalmente nuevo.

La locomotora pitó a lo lejos, luego apareció, arrastrando su rosario de coches de los que salió a escape una marea de viajeros.

El señor Torchebeuf salió de un vagón de primera clase, con su mujer ataviada ostentosamente, mientras que, de un vagón de segunda, se apeaban Pitolet y Boissel. No se habían atrevido a invitar a papá Savon, pero se había decidido que propiciarían un encuentro fortuito por la tarde y le harían quedarse a cenar, con el consentimiento del jefe.

Lesable fue al encuentro de su superior, que avanzaba minúsculo con su levita adornada con su gran condecoración que parecía una rosa roja abierta. Su cráneo enorme, coronado de un sombrero de alas anchas, aplastaba su cuerpo enclenque, le daba el aspecto de un fenómeno; y su mujer, alzándose un poquito de puntillas, podía mirar sin esfuerzo por encima de su cabeza.

Radiante, Léopold hacía inclinaciones, daba las gracias. Les hizo montar en el calesín, luego, corriendo hacia sus dos colegas que venían modestamente detrás, les dio un apretón de manos disculpándose de paso por no poder llevarles también a ellos por ser su coche demasiado pequeño:

—Sigan el muelle, llegarán ante la puerta de mi casa: Villa Désirée, la cuarta después del recodo. Dense prisa.

Y, tras montar en su calesín, cogió las riendas y partió, mientras el
groom
saltaba ágilmente sobre el pequeño asiento trasero.

La ceremonia fue muy lucida. Luego volvieron a casa para comer. Cada uno encontró, debajo de la servilleta, un regalo proporcionado a su importancia. La madrina recibió un brazalete de oro macizo, su marido un alfiler de corbata con rubíes, Boissel una cartera de cuero de Rusia y Pitolet una magnífica pipa de espuma. Era Désirée, decían, quien hacía esos regalos a sus nuevos amigos.

La señora Torchebeuf, roja de emoción y de placer, se puso en su grueso brazo la brillante pulsera, y, como la delgada corbata negra del jefe no podía llevar alfiler, se prendió el dije en la solapa de su levita, por debajo de la Legión de Honor, como otra cruz de orden inferior.

Se divisaba por la ventana la gran cinta del río, que bajaba hasta Suresnes, entre las riberas plantadas de árboles. La luz del sol caía a raudales sobre el agua, transformándola en un río de fuego. Al comienzo reinaba la seriedad, por la presencia del señor y de la señora Torchebeuf. Pero luego la cosa se alegró. Cachelin soltaba sus bromas de mal gusto, que él consideraba que, siendo rico, le estaban permitidas; y todos se reían.

De haber provenido de Pitolet o de Boissel, habrían sido consideradas sin duda inconvenientes.

A los postres, trajeron a la niña, a la que besaron todos los invitados. Inundada bajo la blancura de los encajes, miraba a toda aquella gente con sus ojos azules, de mirada desconcertada y en blanco, y volvía ligeramente su gruesa cabeza hacia allí donde parecía despertarse un asomo de atención.

Pitolet, en medio del ruido de voces, dejó caer en el oído de su vecino Boissel:

—Parece una pequeña Maze.

La frase corrió a la mañana siguiente por el Ministerio.

Mientras tanto acababan de sonar las dos; habían tomado los licores, y Cachelin propuso visitar la propiedad e ir luego a dar una vuelta por las orillas del Sena.

Los invitados, en procesión, circularon de habitación en habitación, desde la bodega hasta el desván, luego recorrieron el jardín, de árbol en árbol, para dividirse seguidamente en dos grupos para el paseo.

Cachelin, que se sentía un poco incómodo al lado de las mujeres, se llevó a Boissel y a Pitolet a los cafés de la ribera, mientras que las señoras Torchebeuf y Lesable, con sus maridos, remontaron la orilla en dirección opuesta, dado que las señoras honestas no podían mezclarse con los domingueros descamisados.

Iban con lentitud, por el camino de sirga, seguidas por los dos hombres que charlaban con aire serio de la oficina.

Pasaban por el río unas yolas, empujadas por los grandes golpes de remo de los mocetones de brazos desnudos cuyos músculos se marcaban bajo la piel tostada. Tumbados sobre pieles de animales negras o blancas, los remeros maniobraban el timón, adormecidos por el sol, mientras tenían abiertos sobre su cabeza, cual flores enormes flotando en el agua, unos parasoles de seda roja, amarilla o azul. Se cruzaban gritos de una barca a otra, llamadas y broncas; y un ruido lejano de voces humanas, confuso y continuo, indicaba, allá a lo lejos, la multitud hormigueante de los días de fiesta.

Filas de pescadores con caña permanecían inmóviles a lo largo de la ribera, mientras unos nadadores casi desnudos, de pie en unas pesadas embarcaciones de pescador, se zambullían de cabeza, volviendo a subir a sus barcas y a saltar de nuevo dentro de la corriente.

La señora Torchebeuf, sorprendida, miraba. Cora le decía:

—Todos los domingos es lo mismo. Para mí estropean este lugar que es encantador.

Una canoa se acercaba despacio. Dos mujeres, remando, llevaban a dos mocetones tumbados en la popa. Una de ellas gritó hacia la orilla:

—¡Eh, señoras decentes! Tengo un hombre para vender, no es caro, ¿lo quieren?

Cora, volviéndose con desprecio, cogió del brazo a su invitada:

—No podemos quedarnos aquí, vamos. ¡Qué criaturas más infames!

Y volvieron atrás. El señor Torchebeuf estaba diciéndole a Lesable:

—Estará arreglado para el uno de enero. El director me lo ha prometido formalmente.

Y Lesable respondía:

—No sé cómo agradecérselo, estimado señor.

Por el camino se encontraron a Cachelin, Pitolet y Boissel, que lloraban de la risa mientras llevaban casi en volandas a papá Savon, al que habían encontrado en la orilla con una mujer galante, afirmaban en plan de broma.

El viejo, azorado, repetía:

—Eso no es cierto; no, eso no es cierto. ¡No está bien decir semejantes cosas, señor Cachelin, no está bien!

Y Cachelin, sofocándose, gritaba:

—¡Ah, viejo zorro! ¡La llamaba «mi plumita de oca adorada»! ¡Te hemos pillado, picarón!

También las señoras rompieron a reír, tan desconcertado se sentía el buen hombre.

Cachelin añadió:

—Con permiso del señor Torchebeuf, de castigo le retendremos prisionero y le haremos cenar con nosotros.

El jefe aceptó con benevolencia. Y siguieron adelante riéndose de la dama abandonada por el viejo que seguía protestando, desolado por aquella broma pesada.

Y hasta por la noche ello fue tema de inagotables ocurrencias, que se volvían cada vez más licenciosas.

Cora y la señora Torchebeuf, sentadas bajo el toldo de la escalinata, contemplaban los reflejos del ocaso. El sol lanzaba sobre las hojas un polvo de púrpura. Ningún airecillo agitaba las ramas; una paz serena, infinita, descendía del cielo flamígero y sereno.

Seguían pasando algunas embarcaciones, más lentas, volviendo a la dársena.

Cora preguntó:

—¡Parece que ese pobre del señor Savon se casó con una pelandusca!

La señora Torchebeuf, al corriente de todas las cosas de la oficina, respondió:

—Sí, una huérfana quizá demasiado joven, que le engañó con un mal sujeto y que acabó largándose con él. —Luego la gorda mujer añadió—: Digo mal sujeto, pero yo nada sé al respecto. Se comenta que se querían mucho. De todas formas, papá Savon no es seductor.

La señora Lesable prosiguió con aire serio:

—Eso no es excusa. El pobre hombre es muy de compadecer. Nuestro vecino de al lado, el señor Barbou, está en las mismas. Su mujer se prendó de un pintamonas que pasaba los veranos aquí y se largó con él al extranjero. No me cabe en la cabeza que una mujer sucumba hasta ese punto. Yo creo que debería haber un castigo especial para semejantes miserables que hacen caer la vergüenza sobre una familia.

Por un extremo de la alameda apareció la nodriza trayendo a Désirée envuelta en sus encajes. La niña venía hacia las dos señoras, toda rosa en medio de la nube de oro rojizo del atardecer. Miraba el cielo de fuego con esa mirada pálida, asombrada y vaga que paseaba por los rostros.

Todos los hombres, que charlaban más lejos, se acercaron; y Cachelin, cogiendo a su nietecita, la levantó en el extremo de sus brazos como si hubiera querido alzarla hasta el firmamento. Ella se perfilaba sobre el fondo brillante del horizonte con su largo vestidito blanco que llegaba hasta el suelo.

Y el abuelo exclamó:

—Esto es lo mejor que hay en el mundo, ¿no, papá Savon?

Y el viejo no respondió, no teniendo nada que decir, o, acaso, pensando en demasiadas cosas.

Un criado abrió la puerta que daba a la escalinata, anunciando:

—¡Señora, la cena está servida!

LA PATRONA
*

Al doctor Baraduc

Vivía yo por aquel entonces, dijo Georges Kervelen, en una habitación amueblada de la rue des Saints-Pères.

Cuando mis padres decidieron que iría a estudiar leyes a París, hubo largas discusiones para regularlo todo. La cifra de mi mantenimiento fue fijada primeramente en dos mil quinientos francos, pero a mi pobre madre le entró un temor que le expuso a mi padre: «Si malgastase todo ese dinero sin alimentarse bien, su salud se resentiría mucho. Estos jóvenes son capaces de todo».

Se decidió entonces que me buscarían una pensión, una pensión modesta y confortable, y que mi familia pagaría directamente el coste de la misma cada mes.

Yo no había salido nunca de Quimper. Deseaba todo cuanto puede desearse a esa edad y estaba dispuesto a vivir alegremente de todas las maneras posibles.

Unos vecinos, a quienes se pidió consejo, nos dieron el nombre de una paisana suya, la señora Kergaran, que admitía huéspedes. Mi padre trató, pues, por carta con ese personaje respetable, a cuya casa llegué yo, una tarde, acompañado de mi baúl.

La señora Kergaran tenía unos cuarenta años. Era gruesa, muy gruesa, hablaba con una voz de capitán instructor y decidía todas las cuestiones con frases tajantes y rotundas. Su casa, muy estrecha, con una sola ventana a la calle por piso, se hubiera dicho una escalera con ventanas, o mejor dicho, una rebanada de casa emparedada entre otras dos.

La patrona ocupaba el primero con su criada; en el segundo se cocinaba y se comía, y cuatro huéspedes bretones se hospedaban en el tercero y el cuarto. Y yo me instalé en las dos habitaciones del quinto.

Una escalerilla oscura, retorcida como un tirabuzón, conducía a esas dos buhardillas. Durante todo el día la señora Kergaran subía y bajaba, sin parar, esa espiral, atareada en esa cajonera como un capitán en su barco. Entraba diez veces seguidas en cada habitación, lo supervisaba todo con un asombroso cacareo, miraba si estaban bien hechas las camas, bien cepillados los trajes y si el servicio no dejaba nada que desear. En fin, cuidaba a sus huéspedes como una madre, mejor que una madre.

No tardé en conocer a mis cuatro paisanos. Dos de ellos estudiaban medicina y los otros dos leyes, pero todos padecían el yugo despótico de la patrona. La temían como un cazador furtivo teme a un guarda rural.

En cuanto a mí, sentí enseguida un deseo de independencia, pues soy rebelde por naturaleza. Declaré de entrada que quería volver a la hora que se me antojara, pues la señora Kergaran había fijado medianoche como hora límite. Ante esta pretensión mía me clavó por un momento sus ojos claros encima y acto seguido dijo:

—Es imposible. No puedo tolerar que se despierte a Annette a cualquier hora de la noche. Y además, a partir de determinada hora, usted no tiene nada que hacer fuera.

Yo respondí con firmeza:

—De acuerdo con la ley, señora, está usted obligada a abrirme a cualquier hora. Si se niega, daré cuenta de ello a los alguaciles e iré a pasar la noche en un hotel a su costa, como es mi derecho. Se verá obligada a abrirme o a despedirme. La puerta o el adiós. Elija.

Yo me le reía en la cara poniéndole estas condiciones. Tras un primer momento de estupor, quiso parlamentar, pero yo me mostré inflexible y ella cedió. Acordamos que yo dispondría de una llave, pero con la condición inexcusable de que nadie se enterara.

Mi energía causó en ella una impresión positiva y en adelante me trató con señalado favor. Tenía atenciones, pequeños detalles, delicadezas conmigo, e incluso un cierto afecto brusco que no me desagradaba. Algunas veces, en mis momentos de alegría, yo le daba un beso sólo por recibir la fuerte bofetada que ella me propinaba acto seguido. Cuando llegaba a besarla muy rápido en la cabeza, su mano me pasaba por encima rápida como una bala, y yo escapaba entre risas como un loco para ponerme a salvo, mientras ella gritaba:

—¡Ah! ¡El muy canalla! ¡Me las pagará!

Nos habíamos hecho buenos amigos.

Pero he aquí que yo conocí, por la calle, a una jovencita empleada en una tienda de modas.

Ya sabéis lo que son esos amoríos de París. Un buen día, yendo a la Universidad, te encuentras a una joven sin sombrero paseando cogida del brazo con una amiga antes de volver al trabajo. Intercambias una mirada, y sientes en tu interior esa pequeña conmoción que produce la mirada de determinadas mujeres. Es una de las cosas encantadoras de la vida, esas rápidas simpatías físicas que nacen de un encuentro, la ligera y delicada seducción que sientes de golpe por el roce de un ser nacido para gustarnos y para ser amado por nosotros. Le amaremos poco o mucho, ¿eso qué importa? Forma parte de su naturaleza responder al secreto deseo de amor de la vuestra. Desde la primera vez que veis ese rostro, esa boca, esos cabellos, esa sonrisa, sentís que su encanto penetra en vosotros con una alegría dulce y deliciosa, os sentís embargados de una especie de feliz bienestar, mientras que el nacimiento imprevisto de un afecto aún confuso os empuja hacia esa mujer desconocida. Se diría que uno responde a una llamada, a la atracción que os reclama; se tiene la impresión de que la conoces desde hace mucho tiempo, de haberla visto ya, de saber lo que piensa.

Al día siguiente, a la misma hora, pasas de nuevo por la misma calle. Vuelves a verla. Luego vuelves al día siguiente, y al otro. Hasta que finalmente os dirigís la palabra. Y el amorío sigue su curso, regular como una enfermedad.

Así pues, al cabo de tres semanas, estaba yo con Emma en el período que precede a la capitulación. Una capitulación que se habría producido antes de haber sabido yo en qué lugar provocarla. Mi amiga vivía con su familia y se negaba con singular energía a franquear el umbral de una habitación amueblada. Yo me devanaba los sesos para encontrar una manera, una estratagema, una oportunidad. Por último tomé una decisión desesperada y decidí hacerla subir a mi casa, una noche a eso de las once, con la excusa de tomar una taza de té. La señora Kergaran se acostaba todas las noches a las diez. Con mi llave podía entrar sin hacer ruido ni ser notado: bajaríamos del mismo modo una hora o dos más tarde.

Tras haberse hecho un poco de rogar, Emma aceptó la invitación.

Pasé un mal día. No estaba nada tranquilo. Temía complicaciones, una catástrofe, algún terrible escándalo. Llegó la noche. Salí y entré en una cervecería donde me tomé dos tazas de café y cuatro o cinco copas para cobrar ánimos. Luego me fui a dar una vuelta por el boulevard Saint-Michel. Oí dar las diez, las diez y media. Me dirigí a paso lento hacia el lugar de nuestra cita. Ella me estaba esperando ya. Me cogió del bracete con un gesto cariñoso y nos encaminamos lentamente hacia mi casa. A medida que me acercaba al portal mis temores iban en aumento. Pensaba: «Con tal de que la señora Kergaran esté acostada…».

Le dije a Emma dos o tres veces:

—Sobre todo, no hagas ruido en la escalera.

Ella se echó a reír:

—¿Acaso teme que le oigan?

—No, pero no quisiera despertar a mi vecino, que está gravemente enfermo.

Estábamos ya en la rue des Saint-Pères. Yo me acerco a mi casa con esa aprensión con la que uno va al dentista. Todas las ventanas están oscuras. Seguramente duermen. Recobro el aliento. Abro la puerta con precauciones de ladrón. Hago entrar a mi compañera, luego cierro y subo la escalera de puntillas conteniendo la respiración y enciendo unas pajuelas azufradas
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para que la muchacha no dé un traspié.

Al pasar por delante de la habitación de la patrona oigo que mi corazón palpita aceleradamente. Por fin, henos en el segundo piso, a continuación en el tercero y luego en el quinto. Entro en mi habitación. ¡Victoria!

No me atrevía, sin embargo, a hablar sino en voz baja y me quité mis botines para no hacer ningún ruido. El té, preparado en un hornillo de alcohol, nos lo tomamos en una esquina de mi cómoda. Luego me puse insistente…, insistente… y poquito a poco, como en un juego, le quité una a una las prendas a mi amiga, que cedía resistiéndose, colorada, avergonzada, retardando en todo momento el instante fatal y delicioso.

No le quedaba, palabra de honor, más que una corta enagua blanca cuando se abrió de golpe la puerta de mi cuarto, y apareció, candela en mano, exactamente en la misma indumentaria que Emma, la señora Kergaran.

Yo había pegado un salto lejos de ella y permanecía de pie espantado, observando a las dos mujeres que se miraban de hito en hito. ¿Qué iba a pasar?

La patrona dijo en un tono altivo que no le conocía:

—No quiero mujerzuelas en mi casa, señor Kervelen.

Balbuceé:

—Pero, señora Kergaran, si la señorita no es más que una amiga mía. Venía a tomar una taza de té.

La gruesa mujer prosiguió:

—Uno no se pone en camisa para tomar una taza de té. Le ruego que haga salir inmediatamente a esta persona.

Emma, consternada, comenzaba a llorar tapándose la cara con su falda. Yo perdía la cabeza, sin saber qué hacer ni qué decir. Añadió la patrona con inapelable autoridad:

—Ayude a la señorita a vestirse de nuevo y acompáñela inmediatamente.

No había más remedio que obedecer, por lo que recogí el vestido caído sobre el parqué como un globo hinchado, se lo puse por la cabeza a la muchacha y me esforcé en abrocharle los corchetes, en ajustarlos, con un esfuerzo infinito. Ella me ayudaba, sin dejar de llorar, enloquecida, dándose prisa, cometiendo todo tipo de equivocaciones, incapaz de encontrar ya un lazo ni un ojal, mientras la señora Kergaran, impasible, permanecía erguida candela en mano, alumbrándonos en una postura rígida de justiciera.

Ahora Emma se daba más prisa, se cubría como una loca, anudaba, prendía, ataba con lazos, volvía a atar con furia, agobiada por una imperiosa necesidad de huir de allí; y, sin abotonarse siquiera los botines, pasó corriendo por delante de la patrona y se largó escalera abajo. Yo la seguía en zapatillas, a medio vestir también yo, repitiendo:

—Señorita, escuche, señorita.

Era consciente de que debía decirle algo, pero no sabía el qué. La alcancé justo en el portal y traté de cogerla por el brazo, pero ella me rechazó con violencia, murmurando en voz baja y nerviosa:

—Déjeme…, déjeme…, no me toque.

Y salió corriendo a la calle, cerrando la puerta tras su espalda.

Me volví. La señora Kergaran estaba en el rellano del primer piso mientras yo subía lentamente, esperándome cualquier cosa y dispuesto a todo.

La habitación de la señora estaba abierta, y ella me hizo entrar diciéndome con tono severo:

—Tengo que hablar con usted, señor Kervelen.

Pasé delante de ella con la cabeza gacha. Ella dejó la candela sobre la chimenea y luego cruzó los brazos sobre su generoso pecho, cubierto a duras penas por la ligera camisa de dormir blanca.

—¡Así que, señor Kervelen, ha tomado mi casa por una casa de tolerancia!

Yo no estaba orgulloso de mí. Murmuré:

—No, no, señora Kergaran. No debe usted molestarse, pues soy un hombre joven, ya sabe lo que quiero decir…

Ella respondió:

—Sepa que no quiero pelanduscas en mi casa, ¿entendido? Que haré respetar mi techo, y la reputación de mi casa, ¿entendido? Sepa…

Ella habló por lo menos durante veinte minutos, acumulando mil razones para su indignación, agobiándome sobre la honorabilidad de su
casa
, acribillándome con mordaces reproches.

Yo (el hombre es un animal singular), en vez de escucharla, la miraba. No comprendía ni una palabra, ni una, de lo que decía. Tenía la buena moza un pecho estupendo, firme, blanco y lleno, quizá un poco grande, pero apetecible hasta el punto de provocar un escalofrío en el espinazo. Nunca hubiera imaginado que se escondieran semejantes encantos debajo de la bata de lana de mi patrona. Parecía rejuvenecida diez años en deshabillé. Y he aquí que me sentía extraño…, me sentía… ¿cómo diría?…, totalmente agitado. De improviso me encontraba en la misma situación… que había sido interrumpida un cuarto de hora antes en mi cuarto.

Y miré detrás de ella, en la alcoba, su cama. Estaba entreabierta, aplastada, mostrando, por entre las sábanas abiertas, el rehundimiento hecho por el peso del cuerpo que allí había yacido. Y pensé que probablemente se estaría bien y muy calentito ahí dentro, más calentito que en cualquier otra cama. ¿Por qué más calentito? No sabría decirlo, quizá debido a la opulencia de las carnes que habían descansado en ella.

¿Hay algo más excitante y seductor que una cama deshecha? Ésa, de lejos, me embriagaba, me provocaba estremecimientos en la piel.

Ella seguía hablando, pero más bajito ahora, hablaba como una amiga dura y buena que no desea sino perdonar.

Yo balbuceaba:

—Veamos…, veamos…, señora Kergaran…, veamos…

Y, cuando ella se calló en espera de mi respuesta, yo la cogí entre mis brazos y empecé a besarla, como un hambriento, como alguien que espera ese momento quién sabe desde hace cuánto.

Ella se debatía, torciendo la cabeza, sin enojarse demasiado, repitiendo maquinalmente, como hacía siempre:

—… ah, canalla…, ah, canalla…, ah, ca…

No pudo acabar la frase porque la había levantado de un impulso y teniéndola apretada, la llevaba, abrazada contra mí. ¡En ciertos momentos uno tiene la fuerza de un león!

Me encontré al borde de la cama y me dejé caer, con ella abrazada en todo momento…

Se estaba realmente bien y calentito en aquella cama.

Una hora después, al haberse apagado la candela, la patrona se levantó para encender otra. Mientras volvía a mi lado, metiendo entre las sábanas la pierna torneada y robusta, dijo con voz acariciante, satisfecha y quizá agradecida:

—¡Ah, canalla…, ah, canalla!

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