—Hay cincuenta estrellas de tipo solar dentro de un radio de diez años de vuelo desde la Tierra —respondió Durven—, y casi todas ellas tienen planetas. Ahora creemos que la posesión de planetas es casi tan característica de las estrellas de tipo G como su espectro, aunque no sabemos la razón. Por esto, la búsqueda de mundos como la Tierra tenía que triunfar necesariamente con el tiempo. No creo que fuésemos particularmente afortunados al encontrar tan pronto Edén.
—¿Edén? ¿Es así como habéis llamado a vuestro nuevo mundo?
—Sí; parecía un nombre adecuado.
—¡Los científicos sois unos románticos incurables! Tal vez el nombre no ha sido bien elegido. Recuerda que la vida en el primer Edén no fue muy favorable para el hombre.
Durven sonrió débilmente.
—Esto depende del punto de vista de cada uno —dijo. Señaló hacia Shastar, donde habían empezado a encenderse las primeras luces—. Si nuestros antepasados no hubiesen comido del Árbol de la Ciencia, nunca habrías podido decir esto.
—¿Y qué crees que sucederá ahora? —preguntó amargamente Hannar—. Cuando hayáis abierto el camino a las estrellas, toda la fuerza y el vigor de la raza se escaparán de la Tierra, como de una herida abierta.
—No digo que no. Ha ocurrido antes y volverá a ocurrir. Shastar seguirá la suerte de Babilonia, de Cartago, de Nueva York. El futuro se construye sobre las ruinas del pasado; la sabiduría está en enfrentarse con este hecho, no en luchar contra él. Yo he querido a Shastar tanto como tú; tanto que ahora, aunque no volveré a verla, no me atrevo a bajar a sus calles. Me preguntas qué pasará, y te lo voy a decir. Lo que estamos haciendo sólo apresurará el fin. Incluso hace veinte años, cuando estuve aquí por última vez, sentí que mi voluntad era socavada por el ritual sin objeto de vuestras vidas. Pronto pasará lo mismo en todas las ciudades de la Tierra, pues todas imitan a Shastar. Creo que el Viaje no ha sido prematuro; tal vez incluso tú me creerías si hubieses hablado con los hombres que han vuelto de las estrellas, y sentirías circular la sangre con más fuerza por tus venas después de estos siglos de sueño. Porque tu mundo se está muriendo, Hannar; lo que tenéis ahora puede durar todavía muchos siglos, pero en definitiva se os escapará de las manos. El futuro es nuestro; os dejaremos con vuestros sueños. También nosotros hemos soñado y ahora haremos que nuestros sueños se conviertan en realidad.
La última luz se reflejaba en la frente de la Esfinge al hundirse el sol en el mar y hacerse la noche, pero no la oscuridad.
Las anchas calles de Shastar eran ríos luminosos por los que circulaban innumerables puntos móviles; las torres y los pináculos estaban adornados con luces de colores, y llegaba el débil sonido de una música llevada por el viento al hacerse lentamente a la mar una embarcación de placer. Durven observó con una débil sonrisa cómo se apartaba del muelle curvo. Hacía quinientos años o más que había descargado el último barco mercante, pero mientras hubiese mar los hombres navegarían en él.
Había poco más que decir, y Hannar se quedó solo en lo alto del monte, con la cabeza levantada hacia las estrellas. No volvería a ver a su hermano; el sol, que se había apartado de su vista por unas pocas horas, pronto se apagaría definitivamente para Durven al hundirse en el abismo del espacio.
Shastar resplandecía, despreocupada, en la oscuridad, junto a la orilla del mar. Para Hannar, embargado por los presentimientos, su funesto destino se acercaba a marchas forzadas. Era verdad lo que había dicho Durven; el éxodo estaba a punto de empezar.
Hacía diez mil años, otros exploradores habían salido de las primeras ciudades de la humanidad para descubrir nuevas tierras. Las habían encontrado y nunca habían vuelto, y el Tiempo había devorado sus moradas abandonadas. Lo mismo le sucedería a Shastar la Bella.
Hannar se apoyó pesadamente en su bastón y descendió despacio la cuesta, hacia las luces de la ciudad. La Esfinge le observó con indiferencia al desvanecerse su figura en la distancia y en la sombra.
Y todavía estaba observando, quinientos años más tarde.
Brant aún no había cumplido veinte años cuando su pueblo fue expulsado de sus hogares y llevado hacia el oeste a través de dos continentes y un océano, llenando el éter de lastimeros gritos de maltratada inocencia. Recibían pocas muestras de simpatía del resto del mundo, pues toda la culpa había sido de ellos y no podían alegar que el Consejo Supremo hubiese actuado duramente. Les había enviado una docena de avisos y no menos de cuatro ultimátums antes de emprender de mala gana la acción. Entonces, un día, una pequeña nave provista de un fuerte radiador acústico había llegado a trescientos metros de altura sobre el pueblo y había empezado a emitir varios kilovatios de ronco ruido. Al cabo de unas pocas horas, los rebeldes habían capitulado y empezado a hacer sus bártulos. La flota de transporte había llegado una semana más tarde y los había trasladado, todavía protestando a gritos, a sus nuevos hogares en el otro lado del mundo.
Y así se había cumplido la Ley, la Ley que ordenaba que ninguna comunidad debía permanecer en el mismo lugar durante más de tres generaciones. La obediencia significaba cambio, significaba la destrucción de tradiciones y el desarraigo de antiguos y amados hogares. Este había sido el objetivo de la Ley, dictada cuatro mil años antes, pero el estancamiento que había pretendido evitar no podría impedirse durante mucho más tiempo. Llegaría un día en que no habría ninguna organización central para imponerla, y los pueblos desparramados permanecerían donde estaban hasta que el Tiempo los devorase, como había hecho con las antiguas civilizaciones de las que eran herederos.
La gente de Chaldis había tardado tres meses enteros en construir nuevas casas, talar dos kilómetros cuadrados de bosque, plantar algunos huertos innecesarios de frutales exóticos, encauzar un río y demoler una colina que ofendía su sensibilidad estética. Fue una obra impresionante, y todo fue perdonado cuando el supervisor local hizo una visita de inspección un poco más tarde. Entonces Chaldis observó con gran satisfacción cómo se elevaban en el cielo los transportes, las máquinas excavadoras y todos los avíos de una civilización móvil y mecanizada. Apenas se había desvanecido el ruido de su partida cuando el pueblo, como un solo hombre, se relajó una vez más en la pereza, que sinceramente esperaba que nada turbase al menos durante otro siglo.
A Brant le había gustado mucho aquella aventura. Desde luego, sentía perder el hogar donde había transcurrido su infancia; ya no volvería a subir a la orgullosa y solitaria montaña que se erguía junto a su pueblo natal. No había montañas en esta tierra; sólo colinas bajas y onduladas y valles fértiles, donde habían crecido los bosques durante milenios, desde que la agricultura había tocado a su fin. También hacía más calor que en su antiguo país, pues estaban más cerca del ecuador y habían dejado atrás los crudos inviernos del norte. El cambio había sido para bien; en casi todos los aspectos, pero durante uno o dos años la gente de Chaldis sentiría una consoladora sensación de martirio.
Estas cuestiones políticas no preocupaban lo más mínimo a Brant. En aquel momento, todo un curso de la historia humana, desde las épocas oscuras hasta el futuro desconocido, era mucho menos importante que la cuestión de Yradne y sus sentimientos para con él. Se preguntaba qué estaría haciendo Yradne ahora y trataba de inventar una excusa para ir a verla. Pero esto significaría encontrarse con sus padres, que pensarían que su visita era de simple cortesía.
En vez de esto, decidió ir al taller, aunque sólo fuese para observar los movimientos de Jon. Lo de Jon era una lástima; habían sido muy buenos amigos hasta hacía poco tiempo. Pero el amor era el peor enemigo de la amistad y, hasta que Yradne eligiese entre ellos dos, permanecerían en un estado de neutralidad armada.
El pueblo se extendía aproximadamente un kilómetro y medio a lo largo del valle, con sus nuevas y limpias casas dispuestas en calculado desorden. Unas cuantas personas iban de un lado a otro sin prisas, o chismorreaban en pequeños grupos al pie de los árboles. Brant tuvo la impresión de que todos le seguían con la mirada al pasar y que hablaban de él, presunción que era perfectamente correcta. En una comunidad cerrada de poco más de mil personas sumamente inteligentes, nadie podía confiar en tener una vida privada.
El taller estaba en un claro, al final del pueblo, donde su suciedad general causaba la menor molestia posible. Se hallaba rodeado de máquinas medio desmontadas que el viejo Johan no había empezado a reparar. Una de las tres aeronaves de la comunidad yacía, con las cuadernas desnudas expuestas al sol, en el mismo sitio donde había sido dejada semanas atrás con una solicitud de reparación inmediata. El viejo Johan la repararía un día, pero a su debido tiempo.
La ancha puerta del taller estaba abierta y desde el interior, brillantemente iluminado, llegaba el sonido chirriante de metal al tallar las máquinas automáticas alguna nueva forma a voluntad de su dueño. Brant pasó cuidadosamente entre las atareadas esclavas hasta la relativa tranquilidad del fondo del taller.
El viejo Johan estaba tumbado en un sillón demasiado cómodo, fumando una pipa. Parecía como si no hubiese trabajado jamás en toda su vida. Era un hombrecillo pulcro, con una barba cuidadosamente cortada en punta, y sólo sus brillantes y móviles ojos daban señales de animación. Se le habría podido tomar por un poeta de segundo orden —y él se imaginaba serlo—, pero nunca por un herrero de pueblo.
—¿Buscas a Jon? —dijo entre bocanadas de humo—. Está por ahí, haciendo algo para esa chica. No sé lo que veis en ella.
Brant se ruborizó un poco. Estaba a punto de responder algo cuando una de las máquinas empezó a reclamar con fuerza la atención del dueño. El viejo Johan salió de la habitación en un santiamén y, durante unos instantes, se oyeron a través de la puerta crujidos, golpes y muchas palabrotas. Pero el hombre volvió poco después a su sillón, confiando visiblemente en que no le molestasen durante un rato.
—Deja que te explique una cosa, Brant —prosiguió, como si no les hubiesen interrumpido—. Dentro de veinte años será exactamente igual que su madre. ¿Has pensado alguna vez en esto?
Brant no lo había pensado y se estremeció ligeramente. Pero veinte años son una eternidad para los jóvenes; si ahora podía conquistar a Yradne, el futuro cuidaría de sí mismo. Esto es más o menos lo que le dijo a Johan.
—Haz lo que te parezca —respondió el herrero, sin brusquedad—. Supongo que si todos hubiésemos sido tan previsores, la humanidad se habría extinguido hace un millón de años. ¿Por qué no jugáis una partida de ajedrez como personas sensatas, para decidir quién la tendrá primero?
—Brant haría trampa —respondió Jon, apareciendo de pronto en la entrada y llenándola casi por completo.
Era un joven corpulento y de buena planta, en total contraste con su padre, y traía una hoja de papel cubierta de diseños de mecánica. Brant se preguntó qué clase de regalo estaba preparando para Yradne.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, con interesada curiosidad.
—¿Por qué habría de decírtelo? —preguntó amablemente Jon—. Dame una buena razón.
Brant se encogió de hombros.
—Estoy seguro de que no es importante; sólo pretendía ser cortés.
—Pues no te pases —replicó el herrero—. La última vez que fuiste cortés con Jon, llevaste un ojo a la funerala durante una semana. ¿Te acuerdas? —Se volvió a su hijo y añadió bruscamente—: Veamos estos dibujos, para que pueda decirte por qué no puede hacerse esto.
Examinó con mirada crítica los diseños, mientras Jon daba crecientes señales de inquietud. Johan lanzó por fin un gruñido de desaprobación y dijo:
—¿Dónde vas a conseguir las piezas? No hay ninguna que sea corriente y la mayoría son submicro. Jon miró esperanzado alrededor del taller.
—No hay muchas —dijo—. Es un trabajo sencillo, y me preguntaba si...
—...Si te dejaría enredar con los integradores para tratar de confeccionar las piezas. Bueno, ya hablaremos de esto. Brant, mi hijo trata de demostrar que además de músculos posee talento. Y para ello no se le ha ocurrido otra cosa que fabricar un juguete que quedó anticuado hace unos cincuenta siglos. Espero que podáis hacer algo mejor que esto. Mirad, cuando yo tenía vuestra edad...
Su voz y sus recuerdos se extinguieron en el silencio. Yradne había llegado del estruendoso taller y los estaba observando desde el umbral con una débil sonrisa en los labios.
Es probable que si se hubiese pedido a Brant y a Jon que describiesen a Yradne, habría parecido que hablaban de dos personas diferentes, aunque habría habido alguna coincidencia superficial, desde luego. Los dos habrían convenido en que su pelo era castaño; sus ojos, grandes y azules, y su piel del más raro de los colores: casi de un blanco perlino. Pero a Jon le parecía una criatura frágil, una criatura para ser mimada y protegida; en cambio para Brant, su confianza en sí misma y su total aplomo eran tan evidentes que desesperaba de poder servirle de algo. Esta diferencia de opinión se debía en parte a que Jon tenía quince centímetros más de estatura que Brant y nueve más de cintura, pero sobre todo a razones psicológicas más profundas. La persona a quien uno ama nunca existe realmente; es sólo una proyección a través de la lente de la mente sobre la pantalla que más se le adapta sin desfigurarla. Brant y Jon tenían ideales diferentes y cada uno creía que Yradne encarnaba el suyo. Esto no la habría sorprendido en absoluto, pues pocas cosas la sorprendían.
—Voy a bajar al río —dijo—. He llamado a tu casa al pasar, Brant, pero habías salido.
Estas palabras fueron como una bofetada para Jon, pero ella se corrigió al instante.
—Pensé que tú habrías salido con Lorayne o con alguna otra chica, pero sabía que encontraría a Jon en casa.
Jon pareció muy halagado por esta impensada e inexacta observación. Enrolló sus dibujos y se metió corriendo en la casa, gritando satisfecho:
—¡Espérame! ¡Vuelvo enseguida!
Brant no apartó la mirada de Yradne, mientras se apoyaba incómodo en uno y otro pie. En realidad, ella no había invitado a ninguno de los dos a acompañarla y, mientras no le despidiese definitivamente, se mantendría en su sitio. Pero recordó un antiguo adagio que decía que si dos eran buena compañía, en cambio tres eran todo lo contrario.
Jon regresó, envuelto en una sorprendente capa verde, con franjas rojas en diagonal en los lados. Sólo un hombre muy joven podía quedar bien con aquella prenda e incluso Jon a duras penas lo conseguía. Brant se preguntó si era el momento de ir corriendo a casa y ponerse algo todavía más deslumbrador, pero el riesgo era demasiado grande. Sería como huir frente al enemigo; tal vez la batalla habría terminado cuando volviese con refuerzos.