—¡Cuánta gente! —observó el viejo Johan cuando se marchaban—. ¿Os importa que vaya yo también?
Los muchachos parecieron confusos, pero Yradne lanzó una risa alegre y contagiosa. Él se quedó durante un rato en la puerta exterior, sonriendo mientras los jóvenes se alejaban entre los árboles y descendían la larga cuesta tapizada de hierba en dirección al río. Pero pronto dejó de seguirlos con la mirada y se perdió en los sueños más vanos que puede acariciar un hombre; los sueños de su propia juventud perdida. Pronto volvió la espalda a la luz del sol, dejó de sonreír y desapareció en el tumulto del taller.
Ahora que el sol que subía hacia el norte estaba pasando por el ecuador, los días serían más largos que las noches y el invierno habría terminado. Los innumerables pueblos de todo el hemisferio se estaban preparando para saludar a la primavera. Con la agonía de las grandes ciudades y la vuelta del hombre a los campos y a los bosques, la gente había vuelto también a muchas de las antiguas costumbres que habían estado dormitando durante mil años de civilización urbana. Algunas de estas costumbres habían sido resucitadas por los antropólogos y los ingenieros sociales del tercer milenio, cuyo genio había conservado muchos esquemas de cultura humana a través de los siglos. Así, el equinoccio de primavera era celebrado todavía con ritos que, a pesar de ser sofisticados, habrían parecido menos extraños al hombre primitivo que a la gente de las ciudades industriales cuyo humo había contaminado antaño los cielos de la Tierra.
Las disposiciones para el Festival de Primavera eran siempre objeto de muchas intrigas y disputas entre los pueblos vecinos. Aunque representaban la interrupción de todas las demás actividades durante un mes como mínimo, todos los pueblos consideraban un gran honor su elección como sede de las celebraciones. Desde luego, no podía esperarse que una comunidad recién establecida, que se recobraba del trasplante, asumiese semejante responsabilidad. Sin embargo, los paisanos de Brant habían encontrado una manera ingeniosa de recobrar el favor y de lavar la mancha de su reciente desgracia. Había otros cinco pueblos en un radio de ciento sesenta kilómetros, y todos ellos habían sido invitados a Chaldis para el festival.
La invitación se había redactado con mucho cuidado. Insinuaba delicadamente que, por razones obvias, no se podía esperar que Chaldis ofreciera unas ceremonias tan perfectas como habría deseado, e insinuaba por tanto que si los invitados querían pasarlo realmente bien, harían mejor yendo a otra parte. Chaldis esperaba como máximo una aceptación, pero la curiosidad de sus vecinos había pesado más que su sentido de superioridad moral. Todos habían respondido que estarían encantados de asistir, y Chaldis no había tenido manera de eludir sus responsabilidades. No hubo noche en el valle y se durmió poco en él. Muy por encima de los árboles, una hilera de soles artificiales ardían continuamente con un resplandor blancoazulado, desterrando las estrellas y la oscuridad, y convirtiendo en caos la rutina natural de todas las criaturas silvestres en muchas millas a la redonda. Aprovechando los días más largos y las noches más cortas, hombres y máquinas se afanaban en preparar el gran anfiteatro necesario para albergar a unas cuatro mil personas. En un aspecto al menos tuvieron suerte: no se necesitaba techo ni calefacción artificial en este clima. En la tierra que habían abandonado a su pesar, la capa de nieve debía de ser todavía muy gruesa a finales de marzo.
Brant se despertó temprano aquel gran día, con el ruido de las aeronaves que descendían del cielo encima de él. Se desperezó lentamente, preguntándose cuándo volvería a acostarse, pero se vistió enseguida. Una patada a un interruptor oculto, y el rectángulo de goma espuma, a un par de centímetros del nivel del suelo, quedó enteramente cubierto por una hoja rígida de plástico que se había desenrollado desde el interior de la pared. No hacía falta ropa en la cama porque la habitación se mantenía automáticamente a la temperatura del cuerpo. En muchos aspectos, la vida de Brant era más sencilla que la de sus remotos antepasados, gracias a los incesantes y casi olvidados esfuerzos de cinco mil años de ciencia.
La habitación estaba suavemente iluminada por la luz que se filtraba a través de una pared translúcida, y reinaba en ella un desorden increíble. La única parte despejada del suelo era la protegida por la cama, y probablemente
habría
, que limpiarla al anochecer. Brant era muy acaparador y no quería tirar nada. Era una característica nada frecuente en un mundo donde pocas cosas eran de valor porque podían hacerse muy fácilmente; pero los objetos que coleccionaba Brant no eran los que solían crear los integradores. En un rincón había un pequeño baúl arrimado a la pared y tallado en parte en forma vagamente antropomórfica.
Había
grandes trozos de piedra arenisca y de mármol desparramados por el suelo, en espera de que Brant decidiese trabajar en ellos. Las paredes estaban enteramente cubiertas de pinturas, abstractas en su mayoría. No hacía falta ser muy inteligente para deducir que Brant era un artista; lo que no resultaba tan fácil era saber si era bueno.
Se abrió paso entre los escombros y fue en busca de comida. No había cocina; algunos historiadores sostenían que ésta había sobrevivido hasta una fecha tan tardía como el año 2500 d. de C., pero que mucho antes la mayoría de las familias confeccionaban sus comidas y sus ropas. Brant entró en la sala de estar y se dirigió a una caja de metal empotrada en la pared a nivel del pecho. En el centro había algo que habría sido completamente familiar para cualquier ser humano de los últimos cincuenta siglos: un disco con diez dígitos. Brant marcó un número de cuatro cifras y esperó. No ocurrió nada. Con aire de contrariedad, oprimió un botón oculto y se abrió la puerta del aparato, revelando un interior que, según todas las normas, hubiese debido contener un apetitoso desayuno. Estaba completamente vacío.
Brant podía llamar a la máquina alimentadora central y pedir una explicación, pero probablemente no obtendría respuesta. Era evidente que el departamento de suministro de comida estaba tan ocupado preparando las celebraciones del día que tendría suerte si al fin conseguía desayunar algo. Anuló el circuito y probó de nuevo con un número poco empleado. Esta vez se oyó un ligero zumbido, se abrió la puerta y apareció una taza con un brebaje oscuro y humeante, unos pocos canapés de aspecto nada atractivo y una gran tajada de melón. Frunció la nariz y se preguntó cuánto tardaría la humanidad en volver a la barbarie. Brant despachó muy pronto su desayuno de repuesto.
Sus padres todavía dormían cuando salió sin hacer ruido de la casa a la ancha plaza cubierta de césped, del centro del pueblo. Aún era muy temprano y hacía fresco, pero el día era bueno y despejado, con esa frescura que raras veces persiste después de evaporarse el último rocío. Había algunas aeronaves posadas sobre el césped, de las que se apeaban pasajeros que se agrupaban o se desperdigaban para examinar Chaldis con ojos críticos. Mientras Brant observaba, una de las máquinas se elevó zumbando y dejó una débil estela de ionización. Un momento después la siguieron las otras; sólo podían transportar unas pocas docenas de pasajeros y tendrían que hacer muchos viajes antes de que terminase el día.
Brant se acercó a los visitantes, tratando de parecer seguro de sí mismo pero no tan reservado que le impidiese establecer contactos. La mayoría de los visitantes eran aproximadamente de su edad; los mayores llegarían a horas más razonables.
Le miraron con franca curiosidad, a la que él correspondió con muestras de interés. Observó que su piel era mucho más oscura que la suya y que sus voces eran más suaves y menos moduladas. Algunos incluso tenían un poco de deje, pues a pesar de un lenguaje universal y de la comunicación instantánea, todavía existían variantes regionales. Al menos, Brant supuso que eran las que tenían acento; pero en un par de ocasiones vio que ellos sonreían un poco al oírle hablar.
Durante toda la mañana, los visitantes se reunieron en la plaza y luego se dirigieron hacia el gran campo que se había talado implacablemente en el bosque. Había en él tiendas de campaña y resplandecientes banderas, y risas y griterío, pues la mañana era para que se divirtiesen los jóvenes. Aunque Atenas había quedado diez mil años atrás en el río del tiempo, como un faro que nunca acababa de extinguirse, los deportes apenas habían cambiado desde las primeras Olimpíadas. Los hombres todavía corrían, saltaban, luchaban y nadaban; pero lo hacían mucho mejor que sus antepasados. Brant era un buen corredor en distancias cortas y consiguió quedar tercero en los cien metros. Su tiempo pasó muy poco de los ocho segundos, pero no fue muy bueno porque el récord estaba a menos de siete. Brant se habría sorprendido muchos si le hubiesen dicho que hubo un tiempo en que nadie del mundo podía acercarse a su marca.
Jon se divertía mucho derribando a jóvenes aún más corpulentos que él sobre el paciente césped, y cuando se sumaron los resultados de la mañana, Chaldis tenía más puntos que cualquiera de los visitantes, aunque había sido primero en pocas ocasiones.
Al acercarse el mediodía, la muchedumbre empezó a bajar como una ameba al Claro de los Cinco Robles, donde los sintetizadores moleculares habían estado trabajando desde muy temprano para llenar cientos de mesas de comida. Se había necesitado mucha habilidad para preparar los prototipos que estaban siendo reproducidos con absoluta fidelidad hasta el último átomo; aunque la mecánica de la producción de alimentos había cambiado completamente, el arte del chef había sobrevivido e incluso alcanzado éxitos en los que la naturaleza no había tenido ninguna participación.
La principal actividad de la tarde consistió en una larga sesión poética, un pastiche montado con considerable habilidad a base de obras de poetas cuyos nombres hacía siglos que se habían olvidado. En conjunto, Brant lo encontró aburrido, aunque algunos hermosos versos quedaron grabados en su memoria:
Pues la lluvia y las ruinas de invierno han terminado, y toda la estación de nieves y pecado...
Brant conocía bien la nieve y se alegraba de haberla dejado atrás. En cambio, el pecado era una palabra arcaica que había caído en desuso hacía tres o cuatro mil años; pero tenía una resonancia ominosa y excitante.
No había podido reunirse con Yradne hasta casi el anochecer, cuando ya había empezado el baile. En lo alto del valle se habían encendido luces flotantes, que inundaban los bosques con tonos siempre cambiantes de azul, rojo y amarillo. En parejas y tríos, y después a docenas y a cientos, los que bailaban entraron en el gran óvalo del anfiteatro, hasta que éste se convirtió en un mar de formas que giraban y reían. Aquí había al fin algo en lo que Brant podía superar con mucho a Jon, y se dejó llevar por la oleada de pura diversión física.
La música recorría todo el espectro de la cultura humana. En un momento dado, el aire palpitaba con el redoble de tambores que podía haber tenido su origen en una selva primigenia, cuando el mundo era joven, y un momento después, sutiles aparatos electrónicos urdían intrincadas composiciones en cuartos de tono. Las estrellas observaban melancólicamente mientras se deslizaban en el cielo, pero nadie las veía ni pensaba en el paso del tiempo.
Brant había bailado con muchas chicas antes de encontrar a Yradne. Estaba hermosa y resplandeciente. Disfrutaba de la vida y no parecía tener mucha prisa en reunirse con él, pues había muchos jóvenes entre los que elegir. Pero al fin bailaron juntos en aquel torbellino y Brant se sintió muy contento al pensar que Jon probablemente les estaba observando, ceñudo, desde lejos.
Salieron de la pista de baile durante una pausa de la música, porque Yradne dijo que estaba un poco cansada. Esto le convenía mucho a Brant. Se sentaron juntos al pie de uno de los grandes árboles, observando el flujo y el reflujo de vida a su alrededor con esa despreocupación propia de momentos de total relajamiento.
Fue Brant quien rompió el silencio. Tenía que hacerlo, porque podía pasar mucho tiempo antes de que se le presentase otra oportunidad.
—Yradne —dijo—, ¿por qué me has estado evitando?
Ella lo miró con ojos inocentes.
—Oh, Brant —respondió—, ¡qué cosas dices! Sabes que no es verdad. Me gustaría que no fueses tan celoso. No puedo andar siempre detrás de ti.
—De acuerdo —convino Brant con voz apagada, preguntándose si se estaba poniendo en ridículo.
Pero ya que habían empezado, lo mejor era continuar.
—Mira, algún día tendrás que decidir entre él y yo. Si sigues demorándolo, podrías quedarte solterona como tus dos tías.
Yradne soltó una risa cantarina y echó la cabeza atrás, regocijada, al pensar que podía volverse vieja y fea.
—Si eres tan impaciente —replicó—, será mejor que confíe en Jon. ¿Has visto lo que me ha regalado?
—No —dijo Brant, con el corazón encogido.
—¡Pues sí que eres observador...! ¿No te has fijado en este collar?
Yradne lucía sobre el pecho muchas joyas suspendidas del cuello por una fina cadena de oro. El collar era bonito, pero no había nada en él particularmente novedoso, y Brant no perdió tiempo en comentarlo. Yradne le dirigió una sonrisa misteriosa y se llevó los dedos al cuello. El aire se llenó al instante de un sonido musical, que primero se mezcló con la música de fondo del baile y después la dominó completamente.
—¿Lo ves? —indicó con orgullo—. Vaya donde vaya, puedo llevar música conmigo. Jon dice que hay tantos miles de horas guardadas en él que nunca sabré cuándo empezará a repetirse. ¿No te parece maravilloso?
—Tal vez lo sea —refunfuñó Brant—. Pero desde luego no es nuevo. Hubo un tiempo en que todo el mundo solía llevar esta clase de cosas, hasta que desapareció el silencio de la Tierra y tuvieron que prohibirlas. Piensa en el caos que se produciría si todos las llevásemos...
Yradne se apartó de él, malhumorada.
—¡Ya estamos otra vez! Siempre celoso de lo que tú no puedes hacer. ¿Qué me has regalado que sea la mitad de sorprendente y de útil que esto? Me voy... y no trates de seguirme.
Brant se quedó pasmado y boquiabierto por la violencia de la reacción de Yradne. Entonces le gritó, mientras ella se alejaba:
—¡Eh, Yradne, yo no quería...!
Pero ella se había ido.
Salió del anfiteatro muy enfadado. De nada le servía considerar la causa del exabrupto de Yradne. Sus observaciones, aunque bastante malévolas, habían sido verdaderas, y a veces no hay nada más irritante que la verdad. El regalo de Jon era un juguete ingenioso pero trivial, sólo interesante porque ahora era único.