»Cuando salimos de nuevo al aire libre, era casi de noche. Fue entonces cuando el profesor me hizo su última revelación.
»
—Dentro de unas semanas —dijo—, daré el paso más importante.
»—¿Y cuál va a ser? —le pregunté.
»—¿No lo adivina? Les daré el fuego.
»Sus palabras me causaron un gran impacto. Sentí un escalofrío ajeno a la noche que se acercaba. La espléndida puesta de sol más allá de las palmeras parecía simbólica... y de pronto me percaté de que el simbolismo era más profundo de lo que había creído.
»Era una de las puestas de sol más hermosas que jamás había visto, y en parte era obra del hombre. Allá arriba, en la estratosfera, el polvo de una isla que había muerto ese día envolvía la Tierra. Mi raza había hecho un gran avance; pero ¿tenía eso alguna importancia ahora?
»"Les daré el fuego". Nunca había dudado que el profesor triunfaría, y cuando esto ocurriera, las fuerzas que mi propia raza acababa de desencadenar no la salvarían...
»La nave volante vino a recogernos al día siguiente y no volví a ver a Takato. Todavía está allí, y creo que es el hombre más importante del mundo. Mientras nuestros políticos se pelean, está haciendo que parezcamos obsoletos.
»¿Creéis que alguien debería detenerlo? Tal vez aún se estaría a tiempo. Con frecuencia he pensado en ello, pero nunca he encontrado una razón lo bastante convincente. Un par de veces estuve a punto de decidirme; pero cogí un periódico y leí los titulares.
»Creo que deberíamos darles una oportunidad. No creo que puedan hacer un trabajo peor que el que hemos hecho nosotros.
(
Saturn Rising
, 1961)
Este cuento me trae vividos recuerdos de la primera vez que vi los anillos de Saturno cuando fui evacuado, con mis colegas del Departamento de Finanzas y Cuentas de Su Majestad, a Colwyn Bay, en el norte de Gales, durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial.
Yo había comprado un anticuado telescopio de poco más de dos centímetros de abertura a un cadete naval de un centro local de instrucción, que probablemente andaba escaso de dinero (y no es que yo anduviese sobrado con mi salario del Servicio Civil, de unas cinco libras a la semana). El instrumento, bastante estropeado, consistía en un tubo de laton que se deslizaba dentro de otro. Extraje el tubo interior (que contenía las lentes y el ocular) y lo sustituí por una lente de foco corto, aumentando considerablemente con ello el poder de ampliación. A través de este tosco aparato contemplé por primera vez Saturno y sus anillos, y, como cualquier observador desde Galileo, me quedé extasiado ante uno de los espectáculos más sobrecogedores del cielo. Poco me imaginaba yo, cuando escribí este cuento en 1960, que dentro de dos decenios, las misiones del Voyager, coronadas por éxitos fantásticos, revelarían que los anillos de Saturno eran más complicados y hermosos de lo que nadie había soñado jamás. El cuento ha quedado anticuado debido a los descubrimientos científicos de las tres últimas décadas. Ahora sabemos, por ejemplo, que Titán no tiene una atmósfera compuesta principalmente de metano sino de nitrógeno. (Y a eso se refiere la tesis principal de mi novela Regreso a Titán, que se sitúa también en Titán. Bueno, no se puede acertar siempre: ahora la historia se desarrolla en un universo ligeramente paralelo; véase mi nota a El Muro de Oscuridad.) Hay otro error que hubiese debido corregir entonces. Aunque se pudiese observar Saturno desde la superficie de Titán (cosa que probablemente impediría la neblina de la atmósfera), nunca se lo vería «nacer». Casi con toda seguridad, Titán, como nuestra Luna, tiene su rotación frenada de tal manera que siempre tiene la misma cara vuelta hacia el planeta. Por consiguiente, Saturno permanece fijo en el cielo de Titán, como la Tierra en el de la Luna.
Pero esto no es problema: construiremos nuestro hotel en órbita, que, en todo caso, es una idea mucho mejor. Desde Titán, los anillos aparecerán siempre de lado, de manera que se verán simplemente como una estrecha franja luminosa. Sólo observándolos desde una órbita inclinada se podrían apreciar en todo su esplendor.
Además, sospecho que las condiciones de la superficie de Titán harían que la Antártida pareciese Hawai.
E
sto es absolutamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía unos veintiocho años. Conocí a muchísima gente en aquellos días, desde presidentes hacia abajo. Cuando regresamos de Saturno, todo el mundo quería vernos, y la mitad de la tripulación empezó a viajar para dar conferencias. A mí siempre me ha gustado hablar (no digan que no se han dado cuenta), pero algunos de mis colegas afirmaban que preferían ir a Plutón que enfrentarse otra vez con el público. Y algunos lo hicieron.
Yo recorrí el Medio Oeste, y la primera vez que me tropecé con el señor Perlman (nadie le llamaba de otra manera, y desde luego, nunca «Morris») fue en Chicago. La agencia siempre me reservaba habitaciones en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Esto me convenía; me gustaba alojarme en sitios donde pudiese ir y venir a mi antojo, sin estar sometido a un tropel de criados con librea, y donde pudiese vestir de cualquier manera, dentro de lo razonable, sin sentirme como un vagabundo. Veo que se sonríen ustedes; bueno, yo era entonces, un muchacho, y las cosas han cambiado mucho.
Hace muchos años de aquello, pero supongo que estuve pronunciando conferencias en la Universidad. Sea como fuere, recuerdo que me sentí contrariado porque no pudieron mostrarme el lugar donde Fermi había creado el primer reactor nuclear; me dijeron que el edificio había sido demolido hacía cuarenta años, y sólo había una placa conmemorativa en aquel sitio. La estuve contemplando durante un rato, pensando en todo lo que había sucedido desde aquellos lejanos días de 1942. Entre otras cosas, yo había nacido, y la energía atómica me había llevado a Saturno en viaje de ida y vuelta. Esto era probablemente algo en lo que no habían pensado Fermi y compañía cuando construyeron su primitivo enrejado de uranio y grafito.
Estaba desayunando en la cafetería cuando un hombre de edad mediana y complexión ligera se sentó al otro lado de la mesa. Me dio cortésmente los buenos días, y después hizo un ademán de sorpresa al reconocerme. (Era un encuentro premeditado, desde luego, pero yo entonces no lo sabía.)
—¡Es un placer! —exclamó—. Anoche asistí a su conferencia. ¡Qué envidia me dio!
Le dirigí una sonrisa un poco forzada; nunca soy muy sociable a la hora del desayuno, y había aprendido a ponerme en guardia contra los chiflados, los latosos y los entusiastas que parecían considerarme como su legítima presa. Pero el señor Perlman no era un latoso, aunque sí un entusiasta y supongo que lo podría considerar chiflado.
Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios, e imaginé que se alojaba en el mismo hotel. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era de extrañar; había sido muy popular, abierta al público y, naturalmente, muy anunciada en la prensa y en la radio.
—Desde que era pequeño —dijo mi autoinvitado compañero— me ha fascinado Saturno. Sé exactamente cuándo y cómo empezó todo. Debía de tener unos diez años cuando descubrí aquellas maravillosas pinturas de Chesley Bonestell que muestran cómo debería verse el planeta desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no?
—Desde luego —le respondí—. Aunque tienen casi medio siglo, nadie las ha superado todavía. Teníamos un par a bordo del
Endeavour
, clavadas en la mesa de gráficos. Yo las miraba con frecuencia, para compararlas con la realidad.
—Entonces ya sabe lo que sentía yo en los años cincuenta. Solía pasar horas enteras tratando de captar el hecho de que ese cuerpo increíble, con los anillos de plata girando a su alrededor, no era el sueño de un artista sino que existía en realidad, y que era un mundo diez veces mayor que la Tierra.
»En aquella época no me imaginaba que podría ver esta cosa maravillosa con mis ojos; daba por supuesto que sólo los astrónomos, con sus gigantescos telescopios, podían disfrutar de esas vistas. Pero entonces, cuando tenía unos quince años, hice otro descubrimiento tan emocionante que apenas podía creerlo.
—¿Qué descubrimiento fue ése? le pregunté.
Ya me había resignado a compartir con él el desayuno; parecía un personaje inofensivo, y su evidente entusiasmo me resultaba muy atractivo.
—Descubrí que cualquier tonto podía hacer un telescopio de gran alcance en la cocina de su casa, con unos pocos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación; como miles de muchachos, pedí prestado un ejemplar de
Amateur Telescope Making
, de Ingalls, en la biblioteca pública, y puse manos a la obra. Dígame, ¿ha construido usted algún telescopio?
—No; yo soy ingeniero, no astrónomo. No sabría cómo empezar.
—Es increíblemente sencillo, si se siguen las instrucciones. Se empieza con dos discos de cristal, de un grueso aproximado de un par de centímetros. Yo los conseguí por cincuenta centavos en una tienda de artículos navales; eran cristales de portillas que no servían porque estaban descantillados. Entonces se pega el disco a una superficie plana y firme: yo utilicé un viejo tonel puesto boca abajo.
»Después hay que comprar polvos de esmeril de varios gruesos y empezar por el más toco hasta acabar con el más fino. Se pone un pellizco del polvo más grueso entre los dos discos, y se empieza a frotar el superior arriba y abajo con suavidad. Mientras tanto, se pasa lentamente alrededor del disco.
»¿Y qué ocurre? El disco superior se ahueca por la acción cortante del polvo de esmeril y, al pasar uno a su alrededor, adquiere la forma de una superficie cóncava y esférica. De vez en cuando hay que cambiar a un polvo más fino y hacer algunas sencillas pruebas ópticas para comprobar que la curva es la adecuada.
»Más tarde se prescinde del esmeril y se pasa al colectar, hasta que se consigue una superficie suave y pulida que a uno le cuesta creer que sea obra suya. Falta sólo otra operación, aunque es un poco delicada. Hay que azogar el espejo y convertirlo en un buen reflector. Para esto hay que comprar algunos productos químicos en la droguería y hacer exactamente lo que indica el libro.
»Todavía recuerdo la impresión que recibí cuando la película de plata empezó a extenderse como por arte de magia sobre la cara de mi pequeño espejo. Este no era perfecto, pero sí bastante bueno, y no lo habría cambiado por nada de lo que hay en Monte Palomar.
»Lo fijé a un extremo de una tabla de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo de telescopio, aunque puse medio metro de cartón alrededor del espejo para cerrar el paso a luces inoportunas. Como ocular empleé una pequeña lupa que había comprado en un baratillo por unos pocos centavos. En total no creo que el telescopio costase más de cinco dólares, aunque esto era mucho dinero para mí cuando era niño.
»Entonces vivíamos en un destartalado hotel que poseía mi familia en la Tercera Avenida. Cuando hube montado el telescopio, subí al terrado y lo probé, entre el bosque de antenas de televisión que cubrían todos los edificios en aquellos tiempos. Tardé un buen rato en ajustar el espejo y el ocular, pero no había cometido ningún error y la cosa funcionó. Como instrumento óptico era probablemente muy malo (a fin de cuentas, se trataba de mi primer intentó), pero con él lograba al menos cincuenta aumentos, y esperaba con impaciencia que se hiciese de noche para probarlo con las estrellas.
»Había consultado el almanaque y sabía que Saturno estaba alto en el este después de ponerse el sol. En cuanto hubo oscurecido, subí de nuevo al terrado y apoyé mi estrafalario artefacto de madera y cristal entre dos chimeneas. Era a finales de otoño, pero no sentí el frío porque el cielo estaba lleno de estrellas... y todas eran mías.
»Tardé algún tiempo en enfocar el aparato lo mejor posible, empleando la primera estrella que entró en el campo visual. Entonces empecé a buscar a Saturno y pronto descubrí lo difícil que era localizar algo en un telescopio reflector que no estaba adecuadamente montado. Pero el planeta entró de pronto en el campo visual y moví el instrumento unos centímetros en distintos sentidos hasta fijarlo bien.
»Era pequeño, pero perfecto. Creo que estuve un minuto sin respirar; no podía dar crédito a mis ojos. Después de tantas imágenes, aquí estaba la realidad. Parecía un juguete suspendido en el espacio, con los anillos ligeramente abiertos e inclinados en mi dirección. Incluso ahora, después de cuarenta años, recuerdo que pensé: "Parece artificial, como un árbol de Navidad." Había una sola estrella brillante a su izquierda, y comprendí que era Titán.
Hizo una pausa, y supongo que por un momento los dos pensamos lo mismo. Porque Titán ya no era para nosotros simplemente el satélite más grande de Saturno, un punto luminoso conocido sólo por los astrónomos. Era el mundo terriblemente hostil en el que había aterrizado el
Endeavour
y donde tres de mis compañeros yacían en tumbas solitarias, más lejos de sus casas que cualquier otro ser humano muerto.
—No sé cuánto tiempo estuve aguzando la mirada y moviendo el telescopio a sacudidas al elevarse Saturno sobre la ciudad. Estaba a mil seiscientos millones de kilómetros de Nueva York; pero ahora Nueva York me alcanzó.
»Ya he hecho referencia a nuestro hotel; pertenecía a mi madre, pero mi padre lo dirigía... no muy bien por cierto. Perdía dinero desde hacía años, y durante toda mi infancia había sufrido continuas crisis financieras. Así que no puedo censurarle a mi padre por haberse dado a la bebida; debía de estar loco de preocupaciones la mayor parte del tiempo. Y yo había olvidado que tenía que ayudar al recepcionista...
»Papá subió a buscarme, pensando en sus cosas
y
sin saber nada de mis sueños. Me encontró en el terrado, mirando las estrellas.
»No era cruel, pero no podía comprender la paciencia y el cuidado que yo había puesto en mi pequeño telescopio ni las maravillas que me había mostrado durante el breve tiempo en que lo había empleado. Ya no lo odio por ello, pero recordaré toda la vida el chasquido de mi primer y último espejo al estrellarse contra los ladrillos.
Yo no sabía qué decirle. Mi resentimiento inicial por su intromisión hacía rato que se había trocado en curiosidad. Tenía la impresión de que en aquel relato hábil mucho más de lo que había oído hasta entonces, y advertí otra cosa: la camarera nos trataba con exagerada deferencia, de la que yo recibía sólo una pequeña parte.