Read Cuentos de mi tía Panchita Online
Authors: Carmen Lyra
Él no hallaba cómo ir llegando con aquello. Pero los ojillos de la mica estaban nadando en malicia. Entonces se decidió, cogió su canasta y echó a andar. En el camino encontró a sus hermanos que venían seguidos de criados cargados de bandejas de oro y plata, con manjares exquisitos preparados por sus esposas.
Cuando lo vieron a él con su ayote entre un canasto, se burlaron y le hicieron chacota.
Se sentaron a la mesa y comenzaron a servir los platos, y el rey y la reina hasta que se chupaban los dedos. Pero cuando fueron entrando con el ayote entre el canasto, el rey se enfureció como un patán y lo cogió y lo reventó contra una pared. Y al reventarse, salió volando de él una bandada de palomitas blancas, unas con canastillas de oro en el pico, llenas de manjares tan deliciosos como los que se deben de comer en el cielo en la mesa de Nuestro Señor; otras con flores que dejaban caer sobre todos los presentes. ¡Ave María! ¡Aquello sí que fue algazara y media!
El rey les dijo: —Bueno, ahora quiero que me traigan una vaquita que ojalá se pueda ordeñar en la mesa, a la hora de las comidas. Les dio ocho días de plazo.
Los príncipes se fueron renegando de su padre tan antojado. Llegaron de chicha a contar cada uno a su esposa el antojo del rey. Solo el menor no dijo nada, porque la cosa le parecía imposible.
A los ocho días fue entrando la mica con un cañuto de caña de bambú y lo entregó a su esposo:
—Tome, hijo, y vaya al palacio. Tenga confianza y verá que le va bien. No lo abra hasta que llegue.
El muchacho cogió el cañuto y partió. En el patio encontró a sus hermanos con unas vaquitas enanas del tamaño de un ternero recién nacido y llenas de cintas. Al verlo entrar sin nada, se pusieron a codearse y a reír.
A la hora del almuerzo fueron entrando con sus vacas y se empeñaron en que se subieran a la mesa, pero allí los animales dejaron una quebrazón de loza y una hasta una gracia hizo en el mantel. El rey y la reina se enojaron mucho y se levantaron de la mesa sin atravesar bocado.
A la comida, el rey preguntó a su hijo menor por su vaquita. Él sacó el cañuto de caña de bambú, lo abrió y va saliendo una vaquita alazana con una campanita de plata en el pescuezo y los cachitos y los casquitos de oro. Las teticas parecían botoncitos de rosa miniatura. Se fue a colocar muy mancita frente al rey sobre su taza, como para que la ordeñara. El rey lo hizo y llenó la taza de una leche amarillita y espesa. Después se colocó ante la reina e hizo lo mismo, y así fue haciendo con cada uno de los que estaban sentados. Todos tenían un bigote de espuma sobre la boca.
Por supuesto que ustedes imaginarán cómo estaban los reyes con su hijo menor. ¡Ni para qué decir nada de esto!
Los otros, que se veían perdidos, salieron con el rabo entre las piernas.
—Ahora –dijo el rey–, quiero que me traigan a sus esposas el domingo entrante.
— ¡Aquí sí me llevó la trampa! –pensó el hijo menor. Por un si acaso, se fue a las tiendas y compró un corte de seda, un sombrero, guantes, zapatillas, ropa interior, polvos, perfume y qué sé yo.
Y llegó con sus regalos adonde su esposa y le contó lo que deseaba su padre. La mica se hizo la sorda y en toda la semana trabajó nada más que en sus labores de costumbre: barrer, limpiar, hacer la comida y lavar.
Cada rato el marido le decía:
—Hija, ¿por qué no saca el corte que le traje y hace un vestido?
Pero ella lo que hacía era encaramarse en su trapecio que estaba suspendido de la solera y hacer maroma colgada del rabo.
Cuando la veía en estas piruetas al príncipe se le fruncía la boca del estómago de la vergüenza... ¡Si su esposa no era sino una pobre mica!
El sábado pidió a su marido que fuera a conseguir una carreta y que la pidiera con manteado para ir así a conocer a sus suegros. Él quiso persuadirla de que era muy feo ir en carreta, menos adonde el rey; que se iban a reír de ellos; que la gente de la ciudad era rematada y que por aquí y por allá. Pero la mica metió cabeza y dijo que si no iba en carreta, no iría.
El príncipe pensaba que eso sería lo mejor, y a ratos intentó no volver a poner los pies en el palacio, pero el caso es que fue a buscar y contratar la carreta.
El domingo quiso que su esposa se arreglara y adornara, que se envolviera siquiera en la seda que él había traído, porque deseaba que no le vieran el rabo. La mica, que era cabezona como ella sola, no quiso hacer caso y le contestó:
—Mire, hijo, para el santo que es con un repique basta –y se pasó la lengüilla rosada por el pelo.
Lo mandó que se fuera adelante y ella se metió entre la carreta.
El príncipe encontró de camino a sus hermanos que iban en sendas carrozas de cuatro caballos, cada uno con su esposa llena de encajes y plumas que pegan al techo del coche. Eran hermosotas, no se podía negar, y el joven volvió la cabeza y pegó un gran suspiro cuando allá vio venir la carreta pesada y despaciosa.
— ¿Y tu mujer? –preguntaron los hermanos.
—Allá viene en aquella carreta.
Las señoras se asomaron y se taparon la boca con el pañuelo para que su cuñado no las viera reír. Los príncipes se pusieron como chiles, al pensar lo que podrían imaginar sus mujeres al ver que su cuñada venía entre una carreta cubierta con un manteado como una campiruza cualquiera.
Llegaron a la puerta del palacio. El rey y la reina salieron a recibir a sus hijos. Las dos nueras al inclinarse les metieron los plumajes por la nariz. En esto la carreta quiso entrar en el patio, pero los guardias lo impidieron.
— ¿Y tu esposa? –preguntó el rey al menor de sus hijos, que andaba para adentro y para afuera haciendo pinino.
—Allí viene entre esta carreta –contestó chillado.
— ¡Entre esa carreta! Pero hijo, ¡vos estás loco!
Y el gentío que estaba a la entrada del palacio se puso a silbar y a burlarse, al ver la carreta con su manteado detrás de aquellas carrozas que brillaban como espejos.
El rey gritó que dejaran pasar la carreta.
Y la carreta fue entrando, cararán cararán... Se detuvo frente a la puerta...
¡Al príncipe un sudor se le iba y otro se le venía! Deseaba que la tierra se lo tragara. Tuvo que sentarse en una grada, porque no se podía sostener. ¡Ya le parecía oír los chiflidos de la gente donde vieran salir de la carreta una mica!
¡Pero fue saliendo una princesa tan bella que se paraba el sol a verla, vestida de oro y brillantes, con una estrella en la frente, riendo y enseñando unos dientes que parecían pedacitos de cuajada!
Lo primero que hizo fue buscar al menor de los príncipes.
Le cogió una mano con mucha gracia y le dijo:
—Esposo mío, presénteme a sus padres.
Cuando se los hubo presentado, los reyes se sintieron encantados porque hacía unas reverencias y decía unas cosas con tal gracia, como jamás se había visto.
El rey en persona la llevó de bracete al comedor y la sentó a su derecha. Durante la comida, sus concuñas, que no le perdían ojo, vieron que la princesa se echaba entre el seno, con mucho disimulo, cucharadas de arroz, picadillo, pedacitos de pescado y empanadas. Por imitarla hicieron lo mismo.
Después hubo un gran baile. Cuando empezaron a bailar, la princesa se sacudió el vestido y salieron rodando perlas, rubíes y flores de oro. Las otras creyeron que a ellas les iba a pasar lo mismo y sacudieron sus vestidos, pero lo que salió fueron los granos de arroz, el picadillo, los pedazos de carne y las empanadas. Los reyes y sus maridos sintieron que se les asaba la cara de vergüenza.
Luego el rey cogió a su hijo menor y su esposa de la mano y los llevó al trono. —Ustedes serán nuestros sucesores –les dijo.
Pero ella con mucha gracia le contestó: —Le damos las gracias, pero yo soy la única hija del rey de Francia, que está muy viejito y quiere que mi esposo se haga cargo de la corona.
Al oír que era la hija del rey de Francia, el rey casi se va para atrás, porque el rey de Francia era el más rico de todos los reyes, el rey de los reyes, como quien dice. La princesa habló algunas palabras al oído de su marido, quien dijo a su padre:
—Padre mío, ¿por qué no reparte su reino entre mis dos hermanos? Así estará mejor atendido.
Al rey le pareció muy bien y allí mismo hizo la repartición.
Los hermanos quedaron muy agradecidos. Luego se despidieron y se fueron para Francia en una carroza de oro con ocho caballos blancos que tenían la cola y las crines como cataratas espumosas. Esta carroza llegó cuando la carreta que trajo a la princesa iba saliendo del patio del palacio, y cuando estuvieron solos, la niña le contó que una bruja enemiga de su padre, porque este no había querido casarse con ella, se vengó convirtiéndole a su hija en una mica, la que volvería a ser como los cristianos cuando un príncipe quisiera casarse con esa mica.
Y después vivieron muy felices.
Y yo fui
y todo lo vi
y todo lo curioseé,
y nada saqué.
VI
El cotonudo
P
ues, señor, había una vez una viejita que tenía un hijo galanote e inteligente y además bueno y sumiso con ella, que parecía una hija mujer. La viejita era muy pobre y siempre tenía que andar corre que te alcanzo con el real; lo único que tenía era una casita en las afueras de la ciudad y sus fuerzas, con las que lavaba y aplanchaba, para ayudar a su hijo a quien se le había metido entre ceja y ceja estudiar para médico. Eso sí, que el pobre tenía que presentarse en la escuela sabe Dios cómo: el vestido hecho un puro remiendo, nada de cuello ni corbata y con la patica en el suelo.
Para ir a la escuela el joven pasaba todos los días frente al palacio del rey, y dio la casualidad que a esa hora se asomaba la hija del rey al balcón. A la princesa le llamó la atención aquel joven tan galán vestido pobremente, pero tan limpio que parecía un ajito, con los pies descalzos tan lavados y blancos, que daba lástima mirarlos caminar entre los barriales.
¿Adónde iría con sus alforjitas al hombro y sus libros bajo el brazo?
Por fin un día no se aguantó y mandó a una de sus criadas a que lo llamara, y cuando lo oyó hablar con tanta sencillez y facilidad, se enamoró perdidamente del joven. Y desde entonces lo esperaba en el jardín para conversar con él.
El joven también se había enamorado de la princesa quien era un primor de bonita: con una cabeza que era como ver el sol de rubia y en la que cada hebra era crespa como un quelite de chayote. Además era buena y noble, que no tenía compañera, y ella tan lo mismo trataba al pobre que al rico. Pero el joven se había guardado con candado su enamoramiento, porque ¿en qué cabeza podría caber que una princesa se casara con un chonete como él, que no se calzaba porque no tenía con qué comprar zapatos?
Pero así es el mundo, y la princesa al ver que el muchacho no tenía trazas de decirle: "Tenés los ojos así y la boca asá", dejó a un lado la pena y un día, sin más ni más, le declaró que estaba enamorada de él. Al principio el joven creyó que era por burlarse, pero al fin acabó por convencerse de que le estaba hablando de de veras.
Entonces le dijo:
—Mire, es mejor que no pensemos en esto. Yo soy lo que se llama un arrancado. Es de las cosas que no hay que pensar dos veces, y lo mejor que yo puedo hacer es decirle adiós y no volver ni a pasar por esta calle.
Pero la princesa, que también era muy cabezona, se le prendió como una garrapata y acabó por hacerlo aceptar una bolsa llena de oro para que se fuera a tantear fortuna. Ella le juraba esperarlo. Él partió a rodar tierras. Un día se embarcó, naufragó el buque en que iba, y por un milagro de Dios quedó vivo para contar el cuento.
Hecho un ¡ay, de mí!, regresó a su país. Su madre lo recibió con gran alegría.
Allá, entre oscuro y claro, se envolvió en un cotón, se puso un gran sombrero, las dos únicas cosas que trajo de su viaje, y fue a pasearse frente al balcón de la princesa, para ver si podía entregarle una carta en la que le contaba sus desgracias y la conveniencia de que no lo esperara y se casara con un príncipe. Los que lo encontraban se decían:
— ¿Quién será ese cotonudo?
Consiguió lo que deseaba, pero la niña mandó a buscarlo y lo convenció de que debía recibir otra bolsa de dinero y volver a comenzar. Partió de nuevo a rodar tierras, pero en esta ocasión unos ladrones lo dejaron a buenas noches con cuanto llevaba.
Volvió a su país y otra vez a ponerse el cotón y el gran sombrero y otra vez a buscar a la princesa. Los que lo veían se preguntaban:
— ¿Quién será ese cotonudo?
Y la criada de la princesa corrió a avisar a su ama que allí estaba "su cotonudo", y la princesa comprendió.
En esta ocasión fue más difícil el convencerlo de que debía recibir otra bolsa de oro, y la pobre niña tuvo que arrodillarse y llorar para que él la recibiera.
Se fue, se embarcó y por lo que se ve era más torcido que un cacho de venado, porque en una tempestad, el mar se tragó el barco en que iba, y a él lo arrojaron las olas a una isla desierta, sin más vestido que aquel con el Nuestro Señor lo echó a este mundo. Cuando volvió en sí, estaba tan desesperado que pensó que lo mejor que podía hacer era ahorcarse, y se puso a buscar unos bejucos resistentes y un palo donde hacerlo. Halló las dos cosas. El árbol estaba a orillas de un río y antes de subir le dieron ganas de beber agua. Al acercarse, vio en el centro de la corriente un joven muy galán sentado en una piedra. Le preguntó qué hacía allí, y el otro le contestó que era un príncipe a quien hacía muchos años tenían encantado. Él recién llegado quiso saber si no habría medio de desencantarlo y el otro le dijo que sí, pero que era muy difícil hallar quién se comprometiera a ello, porque se necesitaba una persona muy valiente que fuera a sentarse en una piedra que él ocupaba, dispuesta a hacerle frente sin temblar a cuanto viniera. Entonces el cotonudo reflexionó que era mejor morir tratando de sacar de apuros a un prójimo, que ahorcado, y le dijo que él estaba dispuesto a probar si era posible librarlo de semejante situación. Y diciendo y haciendo, se metió en la corriente y obligó al príncipe a dejarle el lugar. Este se sentó en la orilla a aguardar su destino.