Read Cuentos de mi tía Panchita Online
Authors: Carmen Lyra
Ella fue quien me narró casi todos los cuentos que poblaron de maravillas mi cabeza.
Las otras personas de mi familia, gentes muy prudentes y de buen sentido, reprochaban a la vieja señora su manía de contar a sus sobrinos aquellos cuentos de hadas, brujas, espantos, etcétera, lo cual, según ellas, les echaba a perder su pensamiento. Yo no comprendía estas sensatas reflexiones.
Lo que sé es que ninguno de los que así hablaban, logró mi confianza y que jamás sus conversaciones sesudas y sus cuentecitos científicos, que casi siempre arrastraban torpemente una moraleja, despertaron mi interés. Mi tío Pablo, profesor de Lógica y Ética en uno de los colegios de la ciudad, llamaba despectivamente cuenteretes y bozorola los relatos de la vieja tía. Quizá las personas que piensen como el tío Pablo les den los mismos calificativos y tendrán razón, porque ello es el resultado de sus ordenadas ideas. En cuanto a mí, que jamás he logrado explicarme ninguno de los fenómenos que a cada instante ocurren en torno mío, que me quedo con la boca abierta siempre que miro abrirse una flor, guardo las mentiras de mi tía Panchita al lado de las explicaciones que sobre la formación de animales, vegetales y minerales me han dado profesores muy graves que se creen muy sabios.
¡Qué sugestiones tan intensas e inefables despertaban en nuestras imaginaciones infantiles, las palabras de sus cuentos, muchas de las cuales fueron fabricadas de un modo incomprensible para la Gramática, y que nada decían a las mentes de personas entradas en años y en estudios!
Recuerdo el cuento de "La Cucarachita Mandinga" ("La Hormiguita", de Fernán Caballero, vaciado en molde quizá americano, quizá tico solamente), que no nos cansábamos de escuchar.
¡La Cucarachita Mandinga!
Jamás podré expresar el picaresco encanto que este adjetivo de "mandinga" puesto con tanta gracia a la par de "La Cucarachita", por los labios de quién sabe qué abuela o vieja china, vaciaba en nuestro interior.
¿Mandinga? Ninguna de las definiciones que sobre esta palabra da el diccionario responde a la que los niños nos dábamos, sin emplear palabras, de aquel calificativo que se agitaba como una traviesa llamita nacarada sobre la cabeza de la coqueta criaturilla.
Los cuentos de la tía Panchita eran humildes llaves de hierro que abrían arcas cuyo contenido era un tesoro de ensueños.
En el patio de su casa había un pozo, bajo una chayotera que formaba sobre el brocal un dosel de frescura.
A menudo, sobre todo en los calores de marzo, mi boca recuerda el agua de aquel pozo, la más fría y limpia que hasta hoy probara, que ya no existe, que agotó el calor; y sin quererlo mi voluntad, mi corazón evoca al mismo tiempo la memoria de mi alegría de entonces, cristalina y fresca, que ya no existe, que agotó la experiencia.
La viejecilla me contaba sobre este pozo, mentiras que hacían mis delicias; en el fondo había un palacio de cristal, donde las lámparas eran estrellas. Allí vivían un rey y una reina que tenían dos hijas muy lindas: una morena de cabellera negra que le llegaba a la rodilla, con un lunar en forma de flor junto a la boca; la otra blanca, con el cabello de oro que le arrastraba y con un lunar azul en forma de estrella. La rubia era mi predilecta, y el lunar azul en forma de estrella, de su mejilla, era una fuente de encanto para mí.
Yo gozaba cuando la tía Panchita cogía su tinaja y se encaminaba al pozo. La precedía brincando cual si fuese a una fiesta.
¡Qué sonidos más extraños y atrayentes subían de aquel profundo agujero umbrío, en cuyo fondo dijérase que se encendían y apagaban luces! (Más tarde me di cuenta de que eran los temblorosos jirones de claridad que había entre el follaje que lo cubriera, pero entonces imaginaba que eran las lámparas de que me hablara la anciana). El brocal y las paredes estaban tapizados por un musgo verde y dorado. Las gotas que rezumaban caían y producían una música tan delicada:
¡...Tin... tan...! La anciana decía que eran los cascabeles de plata que llevaban al cuello los perritos de las princesas, suspendidos en una cinta de oro.
Si la tía Panchita, en ciertas ocasiones, hubiese logrado fisgonear dentro de mi pensamiento, se habría horrorizado de sus encantadores embustes, y habría temblado por mi vida que deseaba ardientemente ir a jugar con princesas y perrillos en el palacio de cristal. ¡Y la sonrisa de compasivo triunfo que habría plegado los labios del tío Pablo, el profesor de Lógica y Ética, si hubiese asomado sus anteojos por los campos de mi fantasía cultivada por su hermana, a quien, según él, le faltaban dos tornillos! ¿Serían el del buen sentido y el de la lógica?
Ahora cierro los ojos y el recuerdo de la querida viejecilla, que fue mil veces más armada para mí que el tío Pablo, a pesar de que ignoraba que existiera Lógica y Ética en este mundo, se sienta en su silla baja y me narra sus cuentos, mientras sus dedos diligentes arrollan cigarrillos. Yo estoy a sus pies en el taburetito de cuero que me hizo el tío Joaquín. Siento el olor del tabaco curado con hojas de higo, aguardiente y miel. Es en una gran sala de paredes enjalbegadas y de pavimento enladrillado. En alguna parte hay el cuadro de una pastora que pone un collar de flores a su cordero. Sobre la cómoda, el fanal que protege "El Paso" de las inclemencias del tiempo y a los lados, unas gallinas de porcelana echadas en sendos nidos.
¡Qué largos se hacían para mi impaciencia los segundos en que ella dejaba de narrar para "subir su cigarro" o ir a encenderlo en una brasa del hogar!
Son los cuentos siempre queridos de "La Cenicienta", de "Pulgarcito", de "Blancanieves", de "Caperucita", de "El Pájaro Azul", que más tarde encontré en libros. Son otros cuentos que quizá no estén en libros. De estos, algunos me han vuelto a salir al paso, no en libros sino en labios.
¿De dónde los cogió la tía Panchita?
¿Qué muerta imaginación nacida en América los entretejió, cogiendo briznas de aquí y de allá, robando pajillas de añejos cuentos creados en el Viejo Mundo? Ella les ponía la gracia de su palabra y de su gesto que se perdió con su vida.
¡La querida viejita que no sabía de Lógicas y Éticas, pero que tenía el don de hacer reír y soñar a los niños!
María Isabel Carvajal (Carmen Lyra)
I
El tonto de las adivinanzas
H
abía una vez una viejita que tenía dos hijos: uno vivo y otro tonto. Al mayor lo creían vivo porque era trabajador, amigo de guardar su plata y de plantarse bien los domingos.
El otro gastaba en tonteras cuanto cinco le caía en las manos, y no le importaba un pito andar hecho un candil de sucio; y le decían por mal nombre "El Grillo".
Un día llegó un vecino y le dijo que en el pueblo andaba el cuento de que el rey ofrecía casar a su hija con aquel que pusiera a Su Majestad tres adivinanzas que no pudiera adivinar, y que le adivinaran otra tres que Su Majestad propondría.
Otro día se levantó el tonto muy de mañana y dijo a la viejita:
—Mama, sabe que he ideado ir yo onde el rey a ver si me gano l’hija. Quién quita que pueda yo sacarlos a ustedes de jaranas.
—Jesús, apiate y mirá estas cosas –contestó la viejita al oír a su hijo–. Callate, tonto de mis culpas, y no me volvás a salir con tus tonteras –y lo trapió y le dijo unas cosas que no me atrevo a repetir.
Pero el muchacho metió cabeza, y cuando la viejita lo vio fue ensillando a Panda, su yegua. Entonces, como no había más remedio, su puso a prepararle un almuerzo para el camino. Fue al solar a cortar unas hojitas de orégano para echarle a una torta de arroz y huevo que le hacía, pero como estaba medio pipiriciega no se fijó que en vez de orégano, cogía unas hojas de una yerba que era un gran veneno.
Por fin el hijo montó a Panda y dijo adiós a su madre y a su hermano, que habían hecho todo lo posible por convencerlo de que desistiera de su viaje.
La pobre viejita salió a la tranquera a verlo irse y le dijo:
—Que Dios te acompañe, hijó... Aquí nos dejás solo Dios sabe cómo. Vas a ver que con lo que vas a salir es con una pata de banco.
El muchacho no hizo caso y cogió el camino. Al mucho andar sintió hambre, desmontó y sacó de sus alforjas el almuercito que le hiciera su madre. Era en un lugar donde no crecía ni una mata de hierba. Sintió lástima al pensar que la pobre Panda iba a tener que ayunar. Entonces, aunque le tenía mucha gana a la torta, la cogió y se la dio a su yegua y él se comió un gallito de frijoles que bajó con bebida. Apenas la yegua se tragó la torta, cuando cayó pataleando y enseguida murió a consecuencia del veneno de las hojas con que la viejecita quiso dar gusto a la torta, creyendo que eran de orégano.
El muchacho se sentó al lado de su bestia a hacerle el duelo.
En esto llegaron tres perros que se pusieron a lamer el hocico a la difunta. ¡Para qué lo hicieron! Enseguidita cayeron también pataleando, y a poco murieron.
El tonto hizo un hueco para enterrar a Panda y mientras la enterraba, llegaron siete zopilotes que hicieron una fiesta con los tres perros. A poco los siete zopilotes pararon la vista y cayeron tiesos.
Entonces, el tonto que no era tan dejado como creían, secó sus lágrimas y se dijo: —No hay mal que por bien no venga...
Ya tengo mi primera adivinanza.
Siguió anda y anda y se encontró con una vaca que se había despeñado y que estaba en las últimas. La acabó de matar y halló entre su panza un ternerito que estaba para nacer. Lo sacó, asó parte de la carne del animalito y se la comió. Siguió su camino y allá en el peso del día, vio unas palmeras de coco cargaditas de frutas. Como tenía mucha sed, subió a una, cogió unos cocos y bebió su agua.
Por fin llegó al palacio del rey, se hizo anunciar como un pretendiente a la mano de su hija. Los criados y los señores se pusieron a hacerle burla:
— ¡Lo que no han podido personas inteligentes lo va a poder este no-nos-dejes! –decían y se morían de risa.
El rey le hizo algunas reflexiones: que si no ganaba, lo ahorcaría y que esto y lo de más allá, pero él no hizo caso.
La princesa se horrorizó al imaginar que tuviera que casarse con aquel tonto, y por un si acaso, le propuso que si se salía con la suya, se comprometiera a calzarse (porque era descalzo) y vestirse como los señores y, que si no, no habría nada de lo dicho. Y el tonto dijo que bueno.
Se reunió un gran gentío en el salón del palacio: el rey con su hija en su trono, los ministros, los duques, los marqueses y cuanta persona que era gran pelota en el país. Y va entrando mi tonto muy en ello y con mucha tranquilidad, como si estuviera en la cocina de su casa, dijo: —Allá te va la primera, señor rey:
Torta mató a Panda,
Panda mató a tres;
tres muertos mataron a siete vivos.
El rey se puso a reflexionar y fue de reflexionar como una hora, y no pudo dar en el chiste. Por fin se dio por vencido. El tonto explicó: —Panda, mi yegua, murió a consecuencia de haberse comido una torta envenenada; llegaron tres perros, le lamieron el hocico y enseguida murieron; bajaron siete zopilotes, se comieron los perros y también murieron.
Luego el tonto dijo: —Allá te va la segunda: "Comí carne de un animal que no corría sobre la tierra, ni volaba por los aires, ni andaba en las aguas".
Vuelta el rey a cavilar y al cabo de una hora se dio por vencido. El muchacho explicó: —Encontré una vaca que se había despeñado y que estaba boqueando, la acabé de matar y le saqué de la panza un ternerito que estaba para nacer. Lo asé y comí de su carne.
Luego el muchacho dijo: —Allá te va la tercera: "Bebí agua dulce que no salía de la tierra, ni caía del cielo".
Tampoco pudo esta vez adivinar el rey, y el tonto explicó:
—Me bebí el agua de unos cocos y ya ves, señor rey, como al mejor mono se le cae el zapote.
Le llegó el turno al rey de proponer sus adivinanzas.
Mandó cortar a una chanchita el rabo y lo puso entre una caja de oro que presentó al tonto y le preguntó: — ¿Adivinás lo que tengo aquí?
Él se rascó la cabeza y al verse en este apuro, se dijo en voz alta: —"Aquí fue donde la puerca torció el rabo...".
El rey casi se va de bruces.
— ¡Muchacho! ¿Cómo has hecho para adivinar?
El tonto comprendió que de pura chiripa había acertado, y como no era tan tonto, dijo haciéndose el misterioso: —Eso no se puede decir... Eso es muy sencillo para mí...
Entonces el rey fue a su cuarto, cogió un grillo que cantaba en un rincón, lo encerró entre su mano y se lo presentó.
— ¿Qué tengo aquí?
El muchacho se puso a ver para arriba, y viendo que nada se le ocurría, se dijo en voz alta: — ¡Ah, caray! ¡Y en qué apuros tienen a este pobre gril o! (como a él lo l amaban "El gril o". .).
El rey se hizo de cruces, la princesa estaba en un hilo y la gente se volvía a ver, admirada.
— ¡Muchacho de Dios! ¿Cómo has hecho para adivinar?
Otra vez los aires misteriosos para contestar:
—Muy fácil, pero no se puede decir...
Mandó a hacer el rey en un salón un altar con cortinas de oro y plata, candelabros de oro, candelas de cera rosada, floreros y muchos adornos, y sin que nadie lo viera, llenó un vaso de estiércol, lo envolvió bien en un paño de oro bordado con rubíes y brillantes y lo colocó en medio del altar. Hizo llamar al tonto y le preguntó:
— ¿A que no me adivinás qué tengo en este altar?
— ¿Qué puede ser? ¿Qué puede ser? –Pensaba el muchacho sudando la gota gorda–. Lo que me voy a sacar es que me ahorquen... –luego, casi desesperado, dijo–: Bien me lo dijo mi mama que buen adivinador de m... sería yo.