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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (54 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—¿Cómo lo sabes y de qué modo? —preguntó Tiburcio.

—Te lo explicaré —replicó Valeriano—.

La verdad me la enseñó el ángel de Dios que tú también podrás ver si renuncias a los ídolos y quedas limpio; pero no podrás si sigues así. San Ambrosio decidió hablar sobre el milagro de las dos guirnaldas en uno de sus prefacios. El excelente y amador Doctor, solemnemente, dice así: «Para recibir la palma del martirio, Santa Cecilia, llena de la Gracia de Dios, abandonó el mundo e incluso su lecho de matrimonio; fue testigo de la conversación de Tiburcio y Valeriano, a quien Dios en su bondad le proporcionó dos guirnaldas de flores suavemente perfumadas y se las envió por medio de su ángel. La doncella llevó a los dos hombres a la gloria eterna. El mundo ha aprendido verdaderamente la recompensa de la casta devoción al amor espiritual.

Entonces Cecilia demostró claramente a Tiburcio que todos los ídolos eran manifiestamente inútiles, pues no solamente son mudos, sino sordos; y le conminó a repudiarlos.

—El que no cree esto, verdaderamente no es más que una bestia del campo —dijo Tiburcio.

Al oír esto, ella le besó el pecho, contenta hasta más no poder de que pudiese ver la verdad.

—Desde hoy te tengo por camarada mío —le dijo esta bendita doncella, hermosa y amada—. Pues —prosiguió— del mismo modo que el amor de Cristo me hizo esposa de tu hermano, por este mismo motivo, ya que estás dispuesto a renunciar a tus ídolos, te tomo por camarada mío aquí y ahora. Ve ahora con tu hermano y que te bauticen; purificate, además, para poder contemplar el rostro del ángel del que ha hablado tu hermano.

—Querido hermano —contestó Tiburcio—, primero dime adónde debo ir y a quién debo presentarme.

—¿A quién? —exclamó Valeriano——. Esto sería algo milagroso, me parece. ¿Quieres decir a ese Urbano que ha sido condenado a muerte tantas veces y vive en agujeros y rincones, hoy está aquí, mañana, allí, y no se atreve ni una sola vez a sacar fuera la cabeza? Si se le encontrase o se le denunciase, le quemarían en una hoguera y a nosotros también para hacerle compañía. Y mientras buscamos a esta Deidad que se oculta allí en el cielo, en este mundo vamos a acabar ardiendo en la hoguera.

Cecilia le contestó con decisión:

—Mi querido hermano, los hombres podrían muy bien temer, y con razón, el perder sus vidas si no existiese otra vida que ésta. Pero no temas: hay otra vida que nunca podrá perderse. A través de su gracia, el Hijo de Dios nos lo ha dado a conocer. El Hijo de aquel Padre que hizo todas las cosas; y, ciertamente, el espíritu que procede del Padre ha dotado de alma a todas las criaturas con inteligencia y capacidad de raciocinio. En sus parábolas y milagros, mientras estaba en este mundo, el Hijo de Dios nos ha mostrado que hay otra vida donde los hombres pueden residir.

—Querida hermana —replicó a esto Tiburcio—, ¿no me acabas de decir ahora mismo algo parecido a esto: que no hay más que un Dios, un único verdadero Señor? ¿Cómo es que ahora me hablas de tres?

Te lo explicaré antes de que haya acabado —dijo ella—. De la misma forma que un hombre posee tres facultades, memoria, imaginación y raciocinio, igualmente puede haber tres Personas en un único Ser Divino.

Entonces ella comenzó a predicarle en serio sobre la venida de Cristo al mundo y le relató todo lo referente a sus sufrimientos y particularidades de su Pasión: cómo, para redimir a la Humanidad que estaba sumida en pecado mortal, el Hijo de Dios se vio obligado a vivir en este mundo. Todas estas cuestiones se las explicó a Tiburcio. Después de esto, lleno de santa aspiración, se fue con Valeriano a ver al Papa Urbano, que dio gracias a Dios y le bautizó con el corazón lleno de gozo y contento. Allí y entonces completó su instrucción y le convirtió en caballero de Dios. Después de esta ceremonia, Tiburcio alcanzó tal gracia, que cada día veía al ángel de Dios en este mundo temporal, y todas las gracias que le pedía a Dios se le concedían rápidamente.

Sería muy dificil relacionar los muchos milagros que Jesús realizó por su mediación; pero, finalmente, los oficiales de la ciudad de Roma les buscaron y prendieron, llevándoles ante el prefecto Almaquio, quien les examinó e interrogó hasta averiguar sus objetivos e intenciones. Entonces les envió hacia la estatua de Júpiter diciendo:

—Esta es mi sentencia: el que no ofrende sacrificios a Júpiter será decapitado.

A continuación, un tal Máximo, oficial subordinado del prefecto, arrestó a los mártires a que me refiero, pero sintió compasión de ellos y se puso a llorar mientras se llevaban a los santos. Y cuando Máximo escuchó sus enseñanzas, obtuvo permiso de los verdugos y se los llevó inmediatamente a su casa. Antes de que anocheciera, esas enseñanzas no solamente libraron a Máximo y a toda su familia de sus falsas creencias, sino también a sus ejecutores, e hicieron que todos ellos creyesen en un único Dios.

Al caer la noche, Cecilia vino con sacerdotes y les bautizaron a todos juntos. Más adelante, cuando clareó, les habló con suma gravedad:

Ahora, queridos soldados de Cristo, arrojad de vosotros todas las obras de las tinieblas y armaos todos con la armadura de la luz. Habéis luchado una gran batalla en pos de la verdad; vuestra carrera ha sido corrida y habéis mantenido la fe. Id y recibir la corona inmarcesible de luz que el buen juez, a quien habéis servido, os dará según vuestros merecimientos
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Poco después de haberles dirigido esas palabras fueron conducidos a efectuar el sacrificio. Sin embargo, cuando llegaron al lugar, se negaron en redondo tanto a ofrendar sacrificios como incienso; en su lugar se arrodillaron con el corazón humilde y una firmísima devoción.

Fueron decapitados allí mismo; sus almas subieron directamente al Rey de la gracia. Máximo, que lo había visto todo, fue testigo de todo, y llorando amargamente anunció que había visto a sus almas elevarse hacia el cielo ayudadas por ángeles de claridad y luz.

Sus palabras convirtieron a muchos, y, por dicho motivo, Almaquio hizo que le azotasen con tal severidad con un látigo de plomo, que su vida le abandonó.

Entonces Cecilia recogió su cadáver y, con gran secreto, le enterró, junto a Tiburcio y a Valeriano, bajo una piedra de su propio cementerio. Al enterarse, Almaquio ordenó inmediatamente a sus oficiales que fuesen en busca de Cecilia para que, públicamente, pudiese realizar sacrificios y ofrecer incienso a Júpiter ante su presencia. Pero aquéllos, que habían sido convertidos por sus sabias enseñanzas, lloraron amargamente y, dando completo crédito a lo que ella afirmaba, gritaron una y otra vez:

—Cristo, el Hilo de Dios y su Co-Igual —que es servido por tan buen criado, es el verdadero Dios—, ésta es nuestra creencia y esto lo sostenemos unánimemente, aunque luego perezcamos.

Al enterarse de estos sucesos, Almaquio ordenó que le trajesen a Cecilia para poder verla. Y esto fue lo primero que él le preguntó:

—¿Qué clase de mujer eres?

—Nací noble —dijo ella.

Te estoy preguntando por tu fe y tu religión, aunque esto puede ocasionarte problemas.

—Has empezado tu interrogatorio de un modo estúpido —replicó ella—. Tú esperas dos respuestas a una sola pregunta. Preguntaste como un tonto.

Ante esta insolencia, Almaquio replicó:

—¿De dónde sacas estas respuestas tan despectivas?

—¿De dónde? —respondió Cecilia—. De la conciencia y de una fe franca y buena.

—¿No tienes respeto a mi autoridad? —añadió Almaquio.

—Tu poder no tiene nada para infundir temor; el poder de los hombres mortales no es más que una vejiga llena de aire. La punta de una aguja puede desinflar su hinchado orgullo.

—Tú empezaste mal y persistes en él —dijo—. ¿Ignoras que nuestros nobles y poderosos príncipes han dispuesto y ordenado que todo cristiano sufra castigo a menos que renuncie a su fe y quede libre abjurando de ella?

Tus príncipes están equivocados y también lo están tus nobles —añadió Cecilia—. Nos haces culpables por una ley estúpida, aunque la verdad es que no somos culpables. Eres tú, que te das perfectamente cuenta de nuestra inocencia, que nos imputas el crimen y viertes odio sobre nosotros porque reverenciamos a Cristo y llevamos el nombre de cristianos. Pero nosotros, que conocemos el poder de este nombre, no podemos abjurar de él.

—Tienes dos opciones a elegir —replicó Almaquio—. O bien realizar sacrificios, o renuncias a tu cristianismo. De este modo puedes librarte.

Al oír eso, la bendita y santa virgen se echó a reír. —¡Mira que estar condenada a escuchar semejante sandez! —dijo ella al juez—. ¿Querrías que renunciase a la inocencia y me convirtiese en criminal? Miradle: se está poniendo en ridículo frente a todo el tribunal; su mente delira, y mira fijo como un loco.

—¡Desgraciada! —exclamó Almaquio—. ¿No te das cuenta del alcance de mi poder? ¿No me han concedido nuestros poderosos príncipes poder y autoridad para la vida o la muerte? ¿Cómo te atreves a dirigirme la palabra con tanta arrogancia?

—No hablo con arrogancia, sino con firmeza —profirió ella—. Por mi parte, puedo decir que nosotros, los cristianos, tenemos un odio mortal hacia el pecado de orgullo. Y si no tienes miedo de escuchar la verdad, yo demostraré públicamente y de manera convincente que has proferido una monstruosa mentira. Tú dices que tus príncipes te han otorgado poder de vida y muerte sobre la gente: tú solamente puedes destruir vidas. Tú no tienes otra autoridad o poder. Lo que tú sí puedes decir es que tus príncipes te han hecho servidor de la muerte. Si pretender ser más, mientes, pues tu poder es escaso.

—¡Ya he tolerado bastante insolencia de tu parte! —exclamó Almaquio—. Antes de que te vayas, haz sacrificios a nuestros dioses. No me importan los insultos que lances contra mí, pues los puedo soportar como un filósofo; pero lo que no soportaré serán los improperios que acumulas contra nuestros dioses.

—Tú, estúpida criatura —contestó Cecilia—. Desde el primer momento en que abriste la boca, cada una de tus palabras me han proclamado tu estulticia y me has demostrado por todos los medios que eres un oficial ignorante y un juez impotente. Para lo que te sirven tus ojos corporales, podrías estar completamente ciego, pues una cara que vemos todos es una piedra, lo cual es completamente obvio, una piedra a la que tú llamas un dios. Sigue mi consejo, ya que no puedes hacer caso de esos ojos tuyos. Coloca tu mano sobre ella y pálpala: verás que es una piedra. ¿No te da vergüenza de que la gente se ría de ti y se mofe de tu estupidez? Pues todo el mundo sabe que Dios Todopoderoso está arriba en los cielos, mientras que estos ídolos, como puedes ver fácilmente, no sirven de nada ni a ti ni a sí mismos; de hecho, no valen ni un cuarto.

Estas y otras parecidas palabras profirió Alicia hasta que Almaquio se puso furioso y ordenó que se la llevasen a su casa. —Quemadla en un baño de llamas en su propia casa —añadió él.

Y tal como lo mandó, se hizo. La introdujeron en una bañera, que cerraron, y encendieron un gran fuego debajo, que mantuvieron encendido noche y día. Ella se pasó así toda la santa noche y el día siguiente, pero a pesar de todo el fuego y el calor del baño ella seguía fresca y sin sentir dolor alguno, ni siquiera sudaba.

Pero en aquella bañera tenía que perder la vida, pues, en la iniquidad de su corazón, Almaquio envió un mensajero con órdenes de asesinarla allí mismo. El verdugo le asestó tres golpes al cuello, pero no pudo cercenárselo del todo. Y como sea que en aquella época había una ley por la cual nadie podría sufrir el castigo de que le asestasen un cuarto golpe, ni ligero ni fuerte, no se atrevió a hacer más, y se marchó dejándola allí medio muerta con el cuello abierto por los cortes. Los cristianos que estaban a su alrededor recogieron cuidadosamente la sangre en sábanas. Tres días vivió ella en medio de este tormento, sin dejar de enseñar y predicar la fe a los que ella había convertido. Les encargó que entregasen sus bienes y objetos al Papa Urbano diciendo:

—Pedí al Rey del Cielo tres días de respiro, no más, para poder encomendar estas almas a vosotros antes de marcharme y encargaros que mi casa sea convertida en iglesia para siempre jamás.

San Urbano y sus diáconos se llevaron en secreto su cuerpo y lo enterraron de noche, honorablemente, junto a los demás santos. Su casa se llama iglesia de Santa Cecilia; San Urbano fue quien la consagró como correspondía, hasta hoy, donde Jesucristo y su Santa han sido siempre venerados.

El prólogo del criado del canónigo

Cuando se terminó el relato de la vida de Santa Cecilia —no habíamos corrido más de cinco millas a caballo—, nos alcanzó un hombre en Boughton-under-Blean
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. Iba vestido con ropas negras y llevaba una sobrepelliz blanca debajo. Parecía como si hubiese espoleado fuerte en las últimas tres millas, ya que su rocín, de color gris moteado, estaba completamente empapado de sudor, mientras que el caballo sobre el que montaba su criado estaba tan recubierto de espuma que apenas si podía continuar. La espuma sobre el arnés del pecho era tan espesa y estaba salpicado de tal forma, que parecía una urraca.

Sobre la grupa tenía una bolsa de cuero que llevaba doblada; parecía que transportaba poca cosa y viajaba con una impedimenta ligera de verano. Estaba preguntándome de quién se trataba, cuando observé la forma en que su caperuza iba cosida a su capa. Por ello, después de reflexionar un poco, pensé se trataba de una especie de canónigo
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.

Su sombrero colgaba de su espalda por un cordel, pues había cabalgado más rápido que al paso o al trote: había estado galopando como un loco. Llevaba una hoja de bardana debajo de la caperuza para que no se le pegase el sudor y mantener la cabeza fresca. Era algo digno de ver de qué forma sudaba: su frente goteaba como un alambique lleno de cañarroya o panetana. A1 acercársenos manifestó:

—Dios bendiga a este grupo tan alegre; he estado galopando de firme por vuestra culpa. Quería alcanzaros e integrarme a esta feliz comitiva.

Su criado, también de modo muy cortés, comentó: —Señores, os vi cuando salisteis esta mañana de la hospedería, montados en vuestros caballos; por lo que se lo comuniqué a mi señor y dueño aquí presente, pues tiene muchas ganas de cabalgar junto a vosotros para su diversión, ya que le encanta charlar.

—Habéis tenido suerte en decírselo, amigo mío —dijo nuestro anfitrión—, pues vuestro dueño ciertamente parece ser una persona de recursos, o así lo creo yo, y lleno de mucho ánimo. Le agradeceré que nos cuente uno o dos cuentos agradables para divertir a la concurrencia.

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