Cuentos de Canterbury (51 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Tan noble era el corazón de César y tanto amaba el honor y la decencia que, a pesar del dolor que le causaban las heridas mortales, se echó el manto sobre los muslos para que nadie pudiera ver sus partes. Mientras moría, medio inconsciente y sabiendo que la muerte se le acercaba sin remedio, se acordó de la decencia.

Si queréis leer la historia completa, consultad a Lucano, a Suetonio y a Valerio
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, que han escrito la historia desde el principio hasta el fin, y veréis cómo la Fortuna fue primero amiga y luego enemiga de estos grandes conquistadores. Que ningún hombre confie en su favor, antes bien, que permanezca siempre alerta. Si no, ved el ejemplo de estos dos conquistadores.

CRESO

El opulento Creso fue un tiempo rey de Lidia, al que el propio Ciro reverenciaba con admiración, pero en medio de todo su orgullo fue hecho prisionero y conducido al fuego para morir abrasado. Sin embargo, cayó del cielo tal diluvio que apagó las llamas, lo que le permitió escapar. Pero no tuvo en cuenta el aviso, y la diosa Fortuna acabó colgándole de una horca, pues, tras escapar, no pudo aguantarse y entabló nueva guerra. Como sea que la diosa Fortuna mandó la lluvia para permitirle huir, él estaba convencido de que sus enemigos no podrían matarle. Además, una noche tuvo un sueño que le agradó tanto y le llenó de tanto orgullo, que su corazón se inclinó a la venganza.

Soñó que estaba encaramado en un árbol. Allí Júpiter lavaba su espalda y sus costados, mientras Febo le traía una toalla con la que secarse. Quedó tan hinchado de orgullo, que pidió a su hija, que estaba junto a él, que le explicara el significado, pues sabía que ella poseía una gran sabiduría. La hija interpretó el sueño de este modo:

—El árbol representa una horca. Júpiter te manda lluvia y nieve. Febo con su toalla limpia representa a los rayos solares. Padre, es seguro que serás colgado, te lavará la lluvia y te secará el sol.

De este modo su hija, cuyo nombre era Fania, le dio un claro aviso. A pesar de todo, Creso, el orgulloso rey, murió colgado; su trono regio no le sirvió de nada.

La moraleja de todas las tragedias es la misma: que la Fortuna siempre ataca a los reinos prepotentes cuando menos lo esperan. Pues, cuando los hombres confian en ella, se desvanece y oculta tras una nube su cara resplandeciente.

Prólogo del capellán de monjas

Basta, señor —exclamó el caballero—. Con lo que nos has relatado ya tenemos de sobra. Para mucha gente, un poco de desgracia ya es suficiente.

A mí, sin duda alguna, me desagradan los relatos acerca de la caída de los poderosos y lo contrario me alegra: ver cómo un hombre de condición humilde asciende y prospera afincándose en la prosperidad. Estas cosas causan gozo y son las que deberían contarse.

—Sí —comentó el anfitrión—. Por las campanas de San Pablo
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, dices verdad. Este monje fanfarronea demasiado. Mencionó a la Fortuna vestida con manto de nube o cosa parecida. También nombró a la tragedia, como habéis escuchado. ¡Rediez! El llorar y lamentarse sobre lo acontecido no tiene remedio. También es penoso escuchar cosas tristes, tal como habéis dicho. Señor monje: basta. ¡Vaya usted con Dios! Vuestro relato molesta al grupo. No vale un comino: falta alegría y jolgorio. Por consiguiente, señor monje, don Pedro —que así se llamaba—, le ruego que nos cuente algo diferente. Si no hubiera sido por el tintineo de las campanillas que cuelgan de su brida hubiéramos todos caído al suelo dormidos, a pesar de que el barro es aquí muy profundo. Habría contado en vano su historia, pues, como dicen los sabios, el carecer de auditorio no ayuda a narrar un cuento. Si alguien relata algo interesante, siempre capto el mensaje. Señor, díganos algo sobre caza, por favor.

—No —replicó el monje—. No tengo ganas de jugar. Demos oportunidad a otro.

Entonces el anfitrión, con lenguaje rudo y directo, se dirigió enseguida al capellán de monjas:

—¡Acérquese, señor cura, venga, acérquese, mosén Juan! Cuéntenos algo que alegre nuestro corazón. Anímese, aunque cabalgue sobre un jamelgo. ¿Qué importa que su montura sea pobre y escuálida? Si le va, no se preocupe. ¡Mantenga el corazón alegre! Allí está el meollo de la cuestión.

—Sí, sí, señor. Intentaré ser lo más alegre posible, pues, de otra forma, merecería vuestros reproches.

Al instante inició su relato.

Así habló a todos y cada uno de nosotros este dulce cura, este hombre de Dios, mosén Juan.

El cuento del capellán de monjas

Una pobre viuda
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, algo entrada en años, vivía en una casita situada junto a una arboleda en un valle. Había llevado una vida muy sufrida Y sencilla, desde que dejó de ser esposa, pues tenía pocas propiedades e ingresos. Se mantenía ella y sus dos hijas, pasando con lo que Dios les enviaba: poseía tres grandes marranas, no más, tres vacas y una oveja llamada Molí. La sala y el cenador donde ella despachaba sus frugales comidas estaban cubiertas de hollín. No tenía necesidad de salsas picantes, porque ningún alimento delicado llegaba a sus labios. Su dieta alimenticia corría pareja con su vivienda. Y, así, nunca cayó enferma por comer demasiado; una dieta moderada, ejercicio y un corazón satisfecho eran toda su medicina. Ninguna clase de gota le impedía bailar, ningún tipo de apoplejía le preocupaba; no bebía vino, ni blanco ni tinto. La mayor parte de los platos que se servían en su mesa eran blancos y negros: leche y pan moreno —alimentos que nunca le faltaban—, tocino frito y, algunas veces, uno o dos huevos; pues ella era lechera de poca monta.

Tenía un patio vallado y rodeado de un foso seco por el exterior, en el que guardaba un gallo denominado
Chantecler
. Cantando no tenía rival en todo el país. Su voz era más dulce que la del órgano que sonaba en la iglesia los días de misa.

Su canto era más exacto que un reloj o el del campanario de la abadía. Sabía por instinto cada revolución de la línea equinoccial en aquella población, pues cada quince grados, a la hora precisa, solía cantar matemáticamente. Su cresta era más roja que el mejor coral, y su perfil, almenado como el muro de un castillo. Su pico, negro, brillaba como el azabache; sus patas y dedos, de color azul celeste, y las uñas, más blancas que un lirio; sus plumas tenían el color del oro bruñido.

Este noble gallo tenía a su cargo siete gallinas para su goce; eran sus compañeras y amantes, todas con notable parecido a él en colorido. La que tenía los colores más bonitos en el cuello la llamaban la hermosa
Madame Pertelote
. Era cortés, tenía mucho tacto, elegancia y sabía ser buena compañera. Poseía tanta belleza, que el corazón de
Chantecler
le pertenecía y estaba firmemente encadenado al suyo desde que ella tenía sólo una semana. ¡Qué feliz era él en su amor! Al romper el alba, ¡qué delicia oírles cantar en dulce acorde «mi amor se ha ido»! Pues, en aquellos tiempos, me han contado que los animales y los pájaros sabían hablar y cantar.

Pues bien, sucedió que una mañana temprano, mientras
Chantecler
estaba sentado con sus esposas junto a la bella
Pertelote
sobre la percha de la vivienda, empezó a gemir como un hombre que tiene una maligna pesadilla cuando duerme. Al oír
Pertelote
aquel alboroto se asustó y exclamó:

—Corazón, cariño, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes así? ¡Vaya dormilón estás hecho! Deberías avergonzarte.
Chantecler
replicó:

—Por favor, no te preocupes. Soñaba que estaba ahora mismo en un aprieto tal, que mi corazón todavía está temblando de miedo. ¡Ojalá Dios haga propicio mi sueño y libre mi cuerpo de entrar en una sucia mazmorra! Pues soñé que mientras paseaba de un lado a otro por nuestro patio vi a una criatura, parecida a un perro, con ademán de agarrarme y hacerme pasar a mejor vida. Tenía el color amarillo rojizo, pero la punta de la cola y las de las orejas eran negras, al revés que el resto de su pelo; tenía un hocico estrecho y dos ojos de mirada penetrante. Todavía estoy medio muerto de miedo por su aspecto. No es extraño que gimiera.

—Vamos, vamos —replicó ella—. ¿No te da vergüenza, pusilánime? Por Dios que está en los cielos, acabas de perder mi corazón y mi amor. Juro aquí mismo que no puedo amar a un cobarde. Pues, digan lo que digan las mujeres, lo cierto es que todas deseamos a ser posible maridos que sean valientes, sabios, generosos y merecedores de nuestra confianza; no queremos tacaños, ni estúpidos, ni los que se asustan a la vista de un arma; tampoco los fanfarrones. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo tienes la desfachatez de decir a tu enamorada que hay algo que te da miedo? ¿Es que no posees corazón de hombre con esta barba que tienes? ¡Ay de mí! ¿Es que te asustan los sueños? Dios sabe que los sueños no son más que estupideces. Los sueños son el resultado de excesos en el comer; algunas veces los causan los vapores en el estómago y una mezcla de humores en superabundancia. Perdóname, pero estoy segura de que el sueño que tuviste anoche proviene del exceso de bilis roja en la sangre, que es la que hace que la gente tenga terribles pesadillas referentes a flechas, lenguas roas de fuego, enormes bestias enfurecidas de color rojo, luchas y perros de todas las formas y tamaños. Exactamente lo mismo que el humor negro de la melancolía hace que muchos griten en sus pesadillas mientras duermen, al sentir el temor de osos o toros negros, o de ser arrastrados por diablos negros también. Te podría contar otros humores que causan mucho trastorno a la gente mientras duerme, pero quiero terminar cuanto antes. Por cierto, ¿no fue Catón
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, aquel hombre tan sabio, el que dijo una vez: «No hagas caso de los sueños»?

»Ahora, señor —prosiguió ella—, cuando bajes de los barrotes, tómate algún laxante, por favor. Por mi vida y mi alma, el mejor consejo que puedo darte es que te purgues de estos dos humores. Esta es la verdad. Para ahorrar tiempo, como no hay farmacéutico en la ciudad, te indicaré yo misma los tipos de hierba que te ayudarán a recuperar la salud. En nuestro propio patio encontraré las hierbas cuyas propiedades naturales te purgarán de la cabeza a los pies. Pero, ¡por el amor de Dios, no te olvides! Tú tienes un temperamento muy colérico, por lo que procura que el sol del mediodía no te encuentre lleno de humores calientes, ya que si éste es tu estado, apuesto seis peniques a que agarras las fiebres tercianas o una calentura que te causará la muerte. Durante un par de días debes seguir una dieta ligera de gusanos antes de tomar laxantes: adelfilla, centaura, palomina, eléboro (todas crecen aquí), euforbio, tamujos, o la hierba hiedra de nuestro hermoso jardín. Pícalas aquí mismo donde crecen y cómetelas. ¡Ánimo, marido, por el amor de Dios! ¡No tengas miedo a esa pesadilla! Eso es todo.

—Señora —repuso el gallo—, mil gracias por tu información. Sin embargo, por lo que se refiere a Catón, que tanto renombre tuvo por su sabiduría, a pesar de que escribió que no debemos preocupamos de los sueños, por Dios que encontrarás muchas opiniones contrarias en libros antiguos escritos por hombres de mayor autoridad que Catón; puedes muy bien creerme. Han demostrado perfectamente, por experiencia, que los sueños son augurios de las alegrías y penas que sufriremos en nuestra vida actual. No es preciso discutirlo: la experiencia aporta la prueba.

»Una de nuestras mayores autoridades nos cuenta esta historia: Un día, dos amigos emprendieron un piadoso peregrinaje y sucedió que llegaron a una ciudad en la que había tal acumulación de gente y tanta escasez de alojamiento, que no pudieron encontrar ni una casita en la que alojarse juntos. Por lo que, necesariamente, tuvieron que separarse por aquella noche, yendo cada uno a su posada y aceptando el albergue que se les ofrecía. Uno de ellos fue hospedado en un establo de bueyes de labranza que estaba lejos, al fondo de un patio; el otro, porque lo quiso la suerte que nos gobierna a todos, encontró un alojamiento bastante bueno. Ahora bien, mucho antes del amanecer, sucedió que este último soñó que mientras él estaba en cama, su amigo le llamaba gritando:

»—¡Ay de mí! Seré asesinado esta noche en este establo de bueyes donde me alojo. Ven en mi ayuda, hermano, o moriré. ¡Ven deprisa!

»El hombre se despertó sobresaltado, lleno de pánico, pero cuando estuvo totalmente desvelado, cambió de posición en la cama y no hizo más caso, pensando que su sueño había sido absurdo. Pero lo volvió a soñar dos veces más, y la tercera vez le pareció que su amigo se le acercaba y le decía:

—Ahora ya estoy muerto. ¡Mira estas heridas manchadas de sangre! Levántate temprano por la mañana y en la puerta occidental de la ciudad verás un carro lleno de estiércol en que, secretamente, han ocultado mi cadáver. No lo dudes: detén aquel carro. Si quieres saber la verdad, fui asesinado por mi oro. Y con el rostro lívido y miradas lastimeras me dio todos los detalles de su asesinato.

»Te lo aseguro: el hombre pudo comprobar que su sueño era absolutamente cierto, pues a la mañana siguiente, tan pronto se hizo de día, se encaminó a la posada de su amigo. Cuando llegó al establo de los bueyes, empezó a llamarle a gritos, pero el posadero le dijo:

—Su amigo se ha ido, señor. Salió de la ciudad al romper el día.

»Recordando sus sueños, el hombre entró en sospechas y se dirigió sin dilación a la puerta occidental de la ciudad, en donde halló un carro de estiércol que se encaminaba a abonar un campo, tal como el hombre muerto le había descrito. Entonces a voz en grito pidió venganza y justicia por el delito cometido:

»—Mi amigo ha sido asesinado esta misma noche. Está dentro de este carro, tieso y rígido, con su boca totalmente abierta. Id a buscar a los magistrados, cuya misión es la de mantener el orden en la ciudad. ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Mi amigo yace muerto ahí dentro!

»¿Qué más tengo que añadir a la historia? La gente llegó corriendo y arrojó el contenido del carro al suelo. Allí, en medio del estiércol, encontraron al hombre recién asesinado.

»Ved cómo Nuestro Señor siempre revela los crímenes, pues es justo y verdadero. "Ningún crimen queda oculto." Esto lo vemos diariamente. El asesinato es tan odioso y abominable ante la justicia de Dios, que no puede sufrir que quede oculto, aunque permanezca en secreto dos o tres años. "Ningún crimen queda oculto." Esta es mi opinión.

»Entonces, los regidores de la ciudad detuvieron al carretero y al posadero y torturaron a cada uno y pusieron al otro en el potro hasta que confesaron su crimen y fueron ahorcados.

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