Cuentos de Canterbury (25 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Pero el escudero del señor, que estaba cortando la carne de pie junto a la mesa, oyó cada palabra que se dijo sobre los asuntos que he contado.

—Perdonadme, señor —dijo él—, pero por un corte de tela con el que poderme hacer un traje os podría decir si quisiera, maestro fraile, con tal que vos no os enojéis, cómo un pedo así podría ser distribuido equitativamente en vuestro convento.

—Decidlo y tendréis vuestro corte de traje en menos que canta un gallo.

¡Por Dios y por San Juan! —replicó el señor de la mansión.

—Señor —empezó el escudero—, tan pronto como haga buen tiempo, cuando no haya buen viento ni se mueva el aire, haced traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios (es el número usual que tiene una rueda de carro). Entonces traedme doce frailes. ¿Y por qué? Creo que trece frailes hacen un convento; por ello, vuestro confesor aquí presente vale para completar el número. Entonces, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colocando fijamente su nariz al extremo de cada radio, así. Vuestro noble confesor —¡que Dios le salve!— debe meter su nariz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer a este individuo aquí con su panza tiesa y tirante como un tambor, situadle exactamente encima del eje de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Luego, apuesto en ello mi vida, veréis la prueba demostrable de que el sonido y el mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios, excepto este digno confesor vuestro, que recibirá las primacías como corresponde a un hombre de tan particular eminencia. Los frailes todavía mantienen la excelente costumbre de servir a la gente importante en primer lugar, y en el caso de vuestro confesor la distinción es ciertamente merecida. Hoy nos ha sermoneado tan bien desde el púlpito, que, en lo qué a mí concierne, le concedo que tenga la primacía de oler tres pedos, e igual opinarán los demás de su convento, estoy convencido, pues se comporta de un modo tan magníficamente santo.

El señor de la mansión y su esposa y todos, con la sola excepción del fraile, estuvieron de acuerdo en que Jankin había tratado el asunto con la destreza de un Euclides o de un Ptolomeo. En cuanto al anciano enfermo, todos estuvieron de acuerdo en que únicamente una gran astucia e inteligencia pudieron hacerle hablar como lo hizo; evidentemente, no se trataba de un tonto o de un loco. De esta forma Jankin consiguió su nuevo traje. Así termina el cuento. Casi hemos llegado a la ciudad.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ALGUACIL.

SECCIÓN CUARTA
Prólogo del erudito

Selvor erudito de Oxford —dijo nuestro anfitrión—. Vais haciendo camino en vuestra cabalgadura, mustio y callado como una chica recién casada cuando por primera vez se sienta a la mesa a comer. No os he oído una sola palabra de vuestra boca en todo el día. Supongo que estáis meditando sobre algún problema filosófico; pero, como bien dice Salomón
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, hay un tiempo para cada cosa. Vamos, por favor, animaos. Éste no es tiempo para andar meditando. Mantened vuestra promesa y contadnos algún cuento agradable, pues todos los que hemos entrado en el juego tenemos que obedecer las reglas. Solamente que no queremos sermones ni que tratéis de hacernos llorar por nuestros pecados como acostumbra un fraile por cuaresma; y procurad también que vuestro relato no nos haga caer dormidos. Contadnos un estupendo cuento de aventuras y guardaos vuestras flores de retórica y vuestras figuras de dicción hasta que necesitéis el lenguaje de altos vuelos que la gente utiliza para escribir a los reyes y a otros de elevada alcumia. Para esta ocasión os rogamos que habléis sencillamente para que podamos entender lo que decís.

—Anfitrión —repuso el buen erudito, de buen talante—, me hallo bajo vuestra vara de mando; de momento sois el que gobierna, por lo que me declaro perfectamente dispuesto a doblegarme a lo que ordenéis (dentro de lo razonable, claro está).

Os contaré un cuento que oí en Padua de un excelente erudito que era merecidamente respetado por todo lo que hacía y decía. Ahora está ya muerto y enterrado. Pido a Dios descanso para su alma.

Este erudito se llamaba Francisco Petrarca, el laureado poeta
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, cuya dulce elocuencia iluminó a toda Italia de poesía; de idéntica forma que Lignano
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lo hizo con la filosofia, el derecho y otras ramas especiales del saber. Pero la muerte, que no nos permitirá que vivamos en este mundo ni durante un abrir y cerrar de ojos, se los llevó a ambos; todos nosotros debemos morir.

Pero sigamos con lo que estaba diciendo de este hombre distinguido que me contó esta historia. Dejadme explicar que antes de escribir la parte principal del cuento, compuso un prólogo de estilo retórico, en el que daba una descripción del Piamonte y de la región alrededor de Saluzzo. También habló de los Apeninos, aquellas altas colinas que forman el límite de la Lombardía occidental y, en particular, del monte Viso
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, en el que el río Po tiene su origen, empezando por un pequeño pozo y luego creciendo mientras fluye hacia el Este, en dirección a Emilia, Ferrara y Venecia. Todo esto será muy largo de dar en detalle, y realmente, en mi opinión, parece irrelevante excepto para introducir su relato. Pero aquí está su cuento, que podéis escuchar, si queréis.

Cuento del erudito
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En la parte occidental de Italia, al pie del nevado monte Viso, se ubica una llanura rica y feraz, salpicada de ciudades y castillos fundados en tiempos de nuestros antepasados. Otras muchas hermosas vistas pueden contemplarse en esta magnífica región, llamada Saluzzo. Un marqués era dueño de la comarca, como sus antepasados lo fueron antes que él. Cada uno de sus súbditos, fuese rico o pobre, obedecía sus menores deseos. Así, de este modo, por el favor que le dispensaba la Fortuna, vivió largo tiempo en completa felicidad, amado y temido tanto por los nobles como por los plebeyos. En cuanto a su linaje, pertenecía a la más elevada cuna en Lombardía; de aspecto bien parecido, fuerte y lleno de juventud; era además muy honorable y cortés, así como bastante prudente en el gobierno de su país, salvo por un par de cosas en las que no llegaba a perfecto. Este joven príncipe atendía al nombre de Walter.

Pero si algo había que reprocharle era esto: no pensaba jamás en lo que podría suceder en el futuro. Su mente se concentraba totalmente en el placer del momento, como por ejemplo en cazar y en la práctica de la cetrería por aquella comarca. Prácticamente se despreocupaba de todos sus demás deberes. Y lo peor de todo: pasase lo que pasase, no quería tomar esposa.

Sin embargo, su pueblo lo lamentaba tanto, que un día acudieron a él en tropel, y uno de ellos —que era el más sabio y el de mayor experiencia, o sea el hombre al que era más probable prestase oídos el príncipe, quizá porque sabía cómo exponer casos peliagudos como ése— habló así al marqués:

—Oh, noble marqués; vuestra humanidad nos da confianza, así como osadía, para deciros lo que nos preocupa, siempre que sea necesario. Ahora, que Vuestra Gracia se digne permitirnos que expongamos nuestra triste queja. Que vuestros oídos no se nieguen a escuchar nuestra voz.

»Aunque a mí este asunto no me afecta más que a cualquiera de los aquí presentes, sin embargo, como sea que, amado príncipe, siempre me habéis distinguido con vuestro favor, soy el que más se atreve a pediros que prestéis atención a nuestra petición. Después haced, señor, lo que consideréis mejor.

»Realmente, señor, nosotros os apreciamos y estimamos a vos y a vuestras obras, y siempre ha sido de este modo; tanto es así que no podemos imaginar que se pueda vivir mejor y con mayor felicidad, salvo por una cosa, señor. Por favor, si os decidiérais a elegir esposa, entonces los corazones de vuestros súbditos estarían completamente tranquilos. Dignaos doblegar vuestra alta cerviz bajo este feliz yugo que los hombres llaman desposorio o matrimonio: es el yugo de dominio, no de esclavitud. Además, señor, considerad, entre vuestros pensamientos más selectos, cómo nuestros días van discurriendo de uno u otro modo; tanto si dormimos como si estamos en vigilia, si cabalgamos o vagamos por ahí, el tiempo siempre huye y no espera a nadie.

»Y, aunque vos estáis todavía en la primera flor de vuestra juventud, la edad provecta se va acercando, silenciosa como una tumba. Mientras, la muerte nos amenaza a todas edades, derribando a hombres de toda clase y condición: nadie escapa; pues, tan seguro como que cada uno de nosotros sabe que debe morir, asimismo ignora totalmente el día en que le sobrevendrá la muerte.

»Entonces creed en la sinceridad de nuestras intenciones, pues nunca hasta el momento presente hemos rehusado prestaros obediencia. Así, pues, señor, si estáis dispuesto a aceptar, os elegiremos una esposa nacida en la familia más noble y encumbrada de todo el país, para que —hasta donde nosotros seamos capaces de juzgar— la elección parezca honorable a los ojos del Cielo. Por el amor de Dios que está en lo alto, libradnos de esta perpetua preocupación tomando esposa.

»Pues si ocurriera (¡Dios no lo quiera!) que a vuestra muerte terminase vuestro linaje y algún sucesor extranjero se encargase de vuestra herencia, ¡ay de nosotros, pobres de nosotros! Por consiguiente, os emplazamos a que os caséis cuanto antes.

Esta humilde petición y sus miradas suplicantes llegaron al corazón del marqués.

—Mi amado pueblo, vosotros queréis forzarme a hacer algo que nunca pensé en hacer —replicó él—. Yo disfruto con mi libertad, una cosa que raras veces se consigue estando casado; pero aunque hasta ahora estuve libre, debo ahora hacerme esclavo. Veo la sinceridad de vuestras intenciones, y, como siempre he hecho, confiaré en vuestro buen sentido. Por tanto, libre y voluntariamente, consiento en casarme lo antes que pueda. Pero en lo que concierne a vuestra oferta de hoy de elegirme esposa, dejadme que os libre de la carga de tal elección. Os pido que abandonéis vuestra idea.

»El Cielo sabe muy bien que los hijos a menudo no se parecen a los padres, pues toda bondad proviene de Dios y no del tronco del que uno es engendrado y parido. Confio en la bondad de Dios, y, por consiguiente, le confió a Él mi matrimonio, mi rango, posición y tranquilidad de espíritu: que se haga su voluntad. Dejadme, pues, solo en la elección de esposa acepto esta responsabilidad. Pero os pido —por vuestras vidas os conmino— a que me prometáis que honraréis a la esposa que elija como si fuese la mismísima hija del emperador, de palabra y de hechos, tanto aquí como en cualquier otra parte mientras ella viva.

»Además, me debéis jurar que ni os opondréis a mi elección ni murmuraréis en contra de ella. Ya que, a petición vuestra, renuncio a mi libertad, os lo aseguro también: en la que allí ponga mi corazón, con ella me casaré; y, a menos que aceptéis estas condiciones, os tendré que pedir que no me habléis nunca más de este asunto.

A todo ello juraron su conformidad de todo corazón y por unanimidad. Solamente le pidieron, antes de marcharse, que tuviese la bondad de fijar, lo antes posible, una fecha determinada para la boda. Pues incluso entonces el pueblo temía, en cierto modo, que, después de todo, el marqués no se casase.

Él mencionó un día que le venía bien y en el que se casaría sin falta. Añadió que si fijaba la fecha era porque se lo habían pedido. Por su parte, todos ellos se arrodillaron y con gran humildad y sumisión le dieron las gracias. Luego, habiendo conseguido su propósito, regresaron a sus hogares.

El marqués mandó en el acto a sus oficiales que dispusieran los festejos de la boda. Dio todas las órdenes que creyó necesarias a sus caballeros y escuderos personales, quienes las obedecieron haciendo cada uno todo lo posible para honrar la ocasión.

ACABA AQUÍ LA PRIMERA PARTE Y COMIENZA LA SEGUNDA.

No lejos del magnífico palacio en el que el marqués estaba planeando su matrimonio se hallaba una aldea agradablemente situada en la que residían algunos pobres pueblerinos; guardaban su ganado y se ganaban la vida como podían con el sudor de la frente, hasta donde permitía la fertilidad del suelo.

Entre esta gente vivía un hombre que se consideraba más pobre aún que los demás (sin embargo, el Padre Celestial se sabe que mandó su gracia a un humilde pesebre). Los aldeanos le llamaban Janícula
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. Este hombre tenía una hija de muy buen ver que atendía por Griselda.

Pero si tengo que hablar de la belleza de la bondad, entonces ella era la más hermosa que alumbra el sol. Como había sido criada en la pobreza, jamás un deseo sensual había mancillado su corazón; su bebida provenía con mayor frecuencia del pozo que del barril de vino; como amaba la virtud, estaba más compenetrada con el trabajo pesado que con la dulce holganza.

Sin embargo, a pesar de su juventud, su pecho virgen albergaba una gran firmeza y madurez de espíritu. Cuidaba de su pobre padre, ya entrado en años, con la mayor devoción y cariño. Ella solía hilar junto a su rueca mientras vigilaba cómo sus pocas ovejas pacían en el campo, y solamente holgaba cuando dormía.

Al regresar a casa, a menudo traía raíces y otras hierbas que troceaba y hervía para comer; luego hacía su lecho, un duro camastro, en modo alguno blando; y así mantenía vivo a su padre mostrándole toda la devoción y dedicándole todos los cuidados que todo buen hijo da a su progenitor.

El marqués había observado frecuentemente a esta desheredada criatura cuando había salido a cazar montado en su cabalgadura. Sin embargo, cuando por casualidad veía a Griselda, no era con los luminosos ojos de conquistador que la miraba, sino que, frecuentemente, contemplaba su porte con un semblante serio, apreciando en el fondo de su corazón no solamente su feminidad, sino también su gran bondad, la cual tanto de hecho como por la apariencia sobrepasaba en mucho la de cualquier otra persona tan joven. Aunque la gente corriente no percibe muy bien la virtud, por su parte él pudo estimar sus cualidades en su justa medida. Resolvió para sí que si alguna vez se casaba, la desposaría a ella y sólo a ella.

Llegó el día de la boda, y nadie sabía quién sería la esposa. Muchos se extrañaron de esta excentricidad y decían privadamente entre sí: «¿No habrá terminado nuestro príncipe todavía con sus simplezas? ¿Es que, después de todo, no va a casarse? ¡Ay! La lástima de eso es que ¿por qué nos engaña y se engaña a sí mismo?»

Sin embargo, el marqués había encargado para Griselda unos broches y anillos con gemas montadas en oro y lapislázuli. Incluso había ordenado confeccionar un vestido a la medida de ella, cuya talla se había tomado de una muchacha de su misma envergadura; asimismo había encargado todos los demás accesorios que corresponden a una boda de tal importancia.

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