Cuentos completos (393 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
7.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nadine, empujada a una fe ilógica por el contundente pesimismo de Basil, dijo, radiante:

—Pues aquí está, mal que te pese. Varón. De 15 años. Nombre: Roland Washman. Hijo único. Plainview, lowa. Una región norteamericana.

Basil estudió el modelo genético de Roland, tal como lo había emitido Multivac, y lo comparó con el modelo elaborado por la computadora a partir de consideraciones teóricas. Volvió a murmurar:

—No puedo creerlo.

—Lo tienes ante ti.

—¿Sabes cuan improbable es esto?

—Lo tienes ante tus ojos. El Universo tiene miles de millones de años, tiempo suficiente como para que se dieran una serie enorme de coincidencias increíbles.

—No tan increíbles —contestó Basil, recuperando la ecuanimidad—, lowa era una de las regiones que incluimos en el sondeo para encontrar presencias telepáticas, y nunca apareció nada. Claro que el modelo sólo indica el potencial para la telepatía…

Fue Basil quien sugirió que enfocaran el asunto de forma indirecta. Por más que el Consejo Genético Planetario estableciera la posibilidad de telepatía, como uno de los temas a investigar, junto con el talento musical, la resistencia a los cambios gravitacionales, la resistencia al cáncer, la intuición matemática y varios cientos de temas más, estaba claro que la telepatía tenía una impopularidad profundamente arraigada.

Por más emocionante que resultara en abstracto la idea de «leer las mentes», existía siempre una resistencia incómoda a la idea de que la mente leída fuera la de uno. El pensamiento era el bastión inexpugnable de la privacidad, y no se rendiría sin luchar. Toda declaración discutible de que se había descubierto la telepatía sería, por lo tanto, sometida a discusión.

Por ello, Basil hizo caso omiso del deseo de Nadine de ir al grano y entrevistar al jovencito directamente, haciéndole ver precisamente ese detalle.

—Ya —gruñó—, y dejaremos que la ansiedad nos empuje a anunciar que hemos encontrado a un ser telepático para que el CGP envíe en su busca a media docena de funcionarios, y de paso, pongan en tela de juicio nuestro descubrimiento y arruinen nuestras carreras científicas. Averigüemos todo lo que podamos primero.

La desilusionada Nadine se consoló con el hecho obvio de que en una sociedad computerizada, todo ser humano dejaba rastros de todo tipo desde el momento de la concepción, y que todo se podría recuperar sin plantear demasiados problemas, incluso rápidamente.

—Mmm —masculló Basil—, no es muy brillante en el colegio.

—Podría ser un buen síntoma —repuso Nadine—. La capacidad telepática ocuparía, sin duda, una parte importante del funcionamiento superior del cerebro, dejando muy poco para el pensamiento abstracto. Eso explicaría por qué la telepatía no ha evolucionado de un modo más notorio en la especie humana. La desventaja de una inteligencia escasa iría en contra de la supervivencia.

—No es exactamente un idiot savante. Digamos que un obtuso normal.

—Justo lo que hace falta.

—Más bien retraído. No hace amistades fácilmente. Más bien solitario.

—Justo lo que hace falta —dijo Nadine entusiasmada—. Todo signo temprano de capacidad telepática asustaría, molestaría y enemistaría a la gente. Un joven falto de juicio expondría inocentemente los motivos ajenos dentro de su grupo y le zurrarían por sus esfuerzos. Naturalmente, eso lo haría retraído.

A partir de ese momento, los datos se fueron recopilando durante un largo rato, y finalmente Basil dijo:

—¡Nada! Nada conocido sobre él; ni un informe que indique algo que pueda interpretarse, aunque dando mil vueltas, como síntoma de telepatía. Ni siquiera un comentario que diga que es un tipo «peculiar». Casi no se le presta atención.

—Está clarísimo. La reacción del prójimo lo obligó, hace ya tiempo, a ocultar sus capacidades telepáticas, y esas mismas capacidades guiaron su comportamiento para que no llamase la atención de un modo nada favorable. Es increíble cómo encaja. Basil la miró con desagrado.

—Eres capaz de darle la vuelta a todo con tal de mantener tu visión romántica del asunto. Tiene quince años, y ya son muchos años. Supongamos que nació con unas ciertas capacidades telepáticas y que a temprana edad aprendió a no mostrarlas. Seguramente que a estas alturas su talento se ha atrofiado y desaparecido. Tiene que ser así, porque si conservara todas sus capacidades, no habría podido evitar mostrarlas de vez en cuando, y eso habría llamado la atención.

—No, Basil. En el colegio, está solo y trabaja lo menos posible…

—No lo toman como chivo expiatorio, cosa que ocurriría si fuera un listillo con habilidades telepáticas.

—¡Te lo he dicho! Sabe cuándo podría ocurrirle y lo evita. En verano trabaja como asistente de un jardinero y, nuevamente, vuelve a evitar el contacto con el público.

—Pues está en contacto con el jardinero, y aun así mantiene el empleo. Éste es ya su tercer verano; si fuera un telépata, el jardinero se desharía de él. No, estamos cerca, pero no hemos acertado. Es demasiado tarde. Lo que necesitamos es un niño recién nacido con el mismo modelo genético. Entonces, quizá tengamos algo… quizá.

Nadine se desgreñó el cabello rubio descolorido y adoptó un aire de exasperación.

—Deliberadamente intentas evitar el problema negando su existencia. ¿Por qué no entrevistamos al jardinero? Si estás dispuesto a ir a lowa… Te diré lo que voy a hacer, pagaré los billetes de avión, y no tendrás que cargarlos al proyecto, si es lo que tanto te molesta.

Basil levantó una mano para frenarla.

—No, no, el proyecto se hará cargo de todo, pero yo te diré lo que haremos. Si no encontramos señales de capacidades telepáticas, y no las encontraremos, me invitarás a cenar a un buen restaurante de mi elección.

—Trato hecho —repuso Nadine ansiosamente—; hasta puedes traer a tu mujer.

—Perderás.

—Me da igual. Todo sea por que no abandonemos el tema tan de prisa.

El jardinero no se mostró en modo alguno ni entusiasta ni colaborador. Los consideró a los dos como funcionarios del gobierno y, por esa razón, no le cayeron bien. Cuando se identificaron diciendo que eran científicos, las cosas tampoco mejoraron. Y cuando preguntaron por Roland, el hombre llegó a mostrarse francamente hostil.

—¿Para qué quieren saber cosas de Roland? ¿Hizo algo?

—No, no —contestó Nadine, lo más persuasiva que pudo—. Posiblemente pueda optar por una educación especial, es todo.

—¿Qué clase de educación? ¿Le enseñarán jardinería?

—No estamos seguros.

—Sólo sirve para la jardinería, y se le da muy bien. Es el mejor que he tenido. No necesita que le enseñen nada de jardinería.

Nadine miró admirativamente el invernadero y las prolijas filas de plantas que había fuera.

—¿El hace todo eso?

El jardinero dijo:

—Debo reconocerlo. Nunca habría estado así si no fuera por él. Pero es para lo único que sirve.

Basil inquirió:

—¿Por qué dice que es para lo único que sirve?

—No es muy listo. Pero tiene este talento. Consigue que todo crezca.

—¿Es raro en algún aspecto?

—¿Qué quiere decir con eso de raro?

—Extraño, peculiar, fuera de lo común.

—Ser tan buen jardinero es raro, pero no me quejo.

—¿Nada más?

—No. ¿Qué busca usted?

—En realidad, no lo sé —repuso Basil.

Esa tarde, Nadine dijo:

—Tenemos que estudiar al muchacho.

—¿Por qué? ¿Qué has oído para abrigar alguna esperanza?

—Supongamos que tengas razón. Supongamos que está atrofiado. Aun así podríamos encontrar rastros de esas capacidades.

—¿Qué haríamos con esos rastros? Los efectos mínimos no serían convincentes. Contamos con todo un siglo de experiencias similares, desde Rhine en adelante.

—Aunque no consigamos nada que pruebe algo al mundo, ¿qué? ¿Qué me dices de nosotros! Lo importante es la satisfacción que sentiríamos al probar que, cuando Multivac dice que un determinado modelo genético tiene potencial para la telepatía, tiene razón. Y si tiene razón, significaría que nuestro análisis teórico, y mis programas, eran correctos. ¿No quieres poner a prueba tus teorías y encontrar elementos que las confirmen? ¿O acaso temes no poder hacerlo?

—No es eso lo que temo. Temo perder el tiempo.

—Sólo pido una prueba. Mira, de todos modos tendríamos que ver a sus padres. Cualquiera sabe lo que podrían contarnos. Al fin y al cabo, lo conocen desde que nació, cuando tenía los poderes telepáticos que fueran… Luego, les pediremos permiso para que el chico adivine números al azar. Si falla en eso, no seguimos adelante. No perdemos más tiempo.

Los padres de Roland se mostraron impenetrables y nada informativos. Parecían lerdos, como se informaba que era el hijo, e igual de medidos.

De pequeño, el niño no había dado ninguna señal extraña, dijeron. Lo repitieron sin un énfasis culpable. Fuerte y saludable, dijeron, y además, era un chico trabajador que se ganaba su dinerito durante el verano, y que el resto del año iba a la escuela secundaria. Jamás había tenido problemas con la ley, ni con nada.

—¿Podemos someterlo a una prueba? —preguntó Nadine—. Se trata de una prueba sencilla.

—¿Con qué finalidad? —inquirió Washman—. No quiero que lo molesten.

—Se trata de un estudio del gobierno. Estarnos escogiendo chicos de quince años de distintos sitios para poder estudiar la forma de mejorar los métodos educativos.

—No quiero que se moleste a mi hijo —repuso Washman sacudiendo la cabeza.

—En fin —dijo Nadine—, comprenda usted que hay doscientos cincuenta dólares para la familia de cada chico que estudiemos. —Con mucho cuidado, evitó mirar a Basil; estaba segura de que habría apretado los labios, lleno de rabia.

—¿Doscientos cincuenta dólares?

—Sí —repuso Nadine procurando ser convincente—. Al fin y al cabo, la prueba lleva tiempo, y es justo que el gobierno pague por el tiempo invertido y las molestias.

Washman miró a su mujer y ésta asintió.

—Si el muchacho quiere, supongo que no habrá problema —dijo Washman.

Roland Washman era alto para su edad y bien plantado, pero sus músculos no representaban peligro alguno. Tenía un no sé qué de dócil y ojos negros, tranquilos, que miraban desde un rostro bien bronceado.

—¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó el muchacho.

—Es muy simple —repuso Basil—. Aquí tienes un dispositivo con los números del 0 al 9. Cada vez que esa luz roja se encienda, has de pulsar un número.

—¿Qué número, señor?

—El que quieras. Pulsas un número y la luz se apagará. Cuando vuelva a encenderse, pulsas otro número, y así sucesivamente, hasta que la luz se apague. Esta señora hará lo mismo. Tú y yo nos sentaremos a la mesa, uno frente al otro, y ella se sentará ante esta otra mesita, y nos dará la espalda. No quiero que pienses en el número que vas a pulsar.

—¿Cómo voy a hacerlo sin pensar? Tengo que pensar.

—Bueno, podrías tener un presentimiento. La luz se enciende y podrías tener el presentimiento de que has de pulsar un 8, o un 6, o el número que quieras. Hazlo así, ¿de acuerdo? Una vez pulsas el 2, la siguiente el 3, después el 9 o quizá otro 2. Lo que tú quieras.

Roland se quedó pensándolo un poco y luego asintió:

—De acuerdo, señor, lo intentaré, pero espero que no tardemos mucho, porque no le veo sentido.

Basil ajustó el sensor de la oreja izquierda sin ser visto y luego miró a Roland con todo el aire benigno del que fue capaz.

La vocecita le susurró al oído izquierdo: «Siete», y Basil pensó: «Siete.”

La luz del dispositivo de Roland se encendió, y la del dispositivo de Nadine hizo lo propio, y ambos pulsaron un número.

Uno tras otro fueron marcando: 6, 2, 2, 0, 4, 3, 6, 8…

Finalmente, Basil dijo:

—Ya basta, Roland.

Le dieron al padre de Roland cinco billetes de cincuenta dólares y se marcharon.

En la habitación del motel. Basil se recostó. La decepción luchaba contra la satisfacción del «te lo advertí».

—Absolutamente nada —dijo—. Correlación cero. La computadora generó una serie de números al azar, igual que Roland, y no coincidieron. No captó absolutamente nada de los procesos de mi pensamiento.

—Supón —dijo Nadine, con un último hilo de esperanza—, que pudiera leer tus pensamientos y que lo ocultase de un modo deliberado.

—Sabes que no es así. Si intentaba equivocarse aposta, se equivocó exageradamente. Pues coincidió conmigo menos de lo que dicta el azar. Además, tú también generabas una serie de números, y tampoco pudiste leerme el pensamiento, y el chico no pudo leer los tuyos. En cada ocasión, tuvo dos grupos de números distintos asaltándolo, y la correlación fue de cero, ni positiva ni negativa con ninguno de los dos. Y eso no puede fingirse. Hemos de aceptarlo, no tiene el don, y se nos acabó la suerte. Tenemos que seguir buscando, y las posibilidades de volver a encontrar algo así…

Se mostró desesperanzado.

Roland estaba en el patio del frente, mirando a Basil y a Nadine, mientras se alejaban en coche bajo el sol brillante.

Había tenido miedo. Primero, habían hablado con su jefe, luego, con sus padres; creyó que lo habrían averiguado.

¿Cómo lograrían averiguarlo? Era imposible, ¿pero por qué tanta curiosidad?

Le preocupó sobremanera todo aquel asunto de los números, aunque no lograba ver en qué podían afectarle. Entonces, se le ocurrió que creían que él oía voces humanas. Y que intentaban pensar en los números correctos para que él los captara.

No podía hacerlo. ¿Cómo podría él saber lo que pensaban? Nunca en la vida había sido capaz de adivinar lo que la gente pensaba. Lo sabía con toda certeza. ¡Nunca en la vida!

Rió por lo bajo. La gente siempre creía que lo único que contaba era la gente. Entonces oyó la vocecita, muy fina y aguda.

—¿Cuándo…, cuándo…, cuándo?

Roland giró la cabeza. Sabía que era una abeja que iba hacia él. No estaba escuchando a la abeja, sino la mente de toda la colmena.

Toda la vida había oído pensar a las abejas, y ellas podían oírlo a él. Era maravilloso. Polinizaban sus plantas y evitaban comérselas, de modo que todo lo que él tocara crecía maravillosamente.

El problema era que querían más. Querían un líder; alguien que les indicara cómo impedir el avance de la humanidad. Roland se preguntaba cómo podría lograrse algo así. Las abejas no bastaban, pero si tuviera a todos los animales…, si aprendía cómo controlar las mentes de todos ellos, ¿podría?

Other books

NaughtyNature by Allie Standifer
The Last Jews in Berlin by Gross, Leonard
Homecoming by Scott Tracey
The Wraiths of War by Mark Morris
He's Just Not Up for It Anymore by Bob Berkowitz; Susan Yager-Berkowitz
Dirty Magic by Jaye Wells
Enchanted Secrets by Kristen Middleton
The Secret of Willow Lane by Virginia Rose Richter