Cuentos completos (389 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Debieron retenerme cuando me tenían en sus manos —protestó John, tajante—. Me devolvieron a mi trabajo, permitiéndome vivir y trabajar sin vigilancia para poder probarme en condiciones normales y obtener una idea más fidedigna de cómo se desenvolverían las cosas. Para mí era un riesgo mayor, pero esto les tenía sin cuidado, ¿verdad?

—Mr. Heath, no lo pensamos así. Nosotros…

—No me cuente más. Recuerdo hasta la última palabra que usted y Kupfer me dijeron el domingo pasado y está clarísimo que eso era lo que pensaban. Así que si acepté el riesgo, acepto los beneficios. No tengo la menor intención de presentarme como si fuera un monstruo bioquímico que ha logrado su habilidad gracias a la aguja hipodérmica. Ni quiero a otro, como yo, deambulando por ahí. Desde ahora tengo un monopolio y pienso servirme de él. Cuando esté dispuesto, y no antes, querré cooperar con ustedes y beneficiar a la Humanidad. Pero recuerde que soy yo el que sabrá el momento en que esté dispuesto, no usted. Así que no me visite; iré yo a visitarle. Anderson consiguió sonreír.

—La verdad, Mr. Heath, ¿cómo puede impedir que no comuniquemos? Los que le han tratado esta semana no tendrán dificultad en reconocer el cambio operado en usted y atestiguar al efecto.

—¿Realmente? Óigame, Anderson, escúcheme atentamente y hágalo sin esa mueca diabólica en su rostro, me irrita. Le he dicho que recuerdo cada palabra que usted y Kupfer pronunciaron. Recuerdo cada matiz de expresión, cada mirada de soslayo. Todo ello decía montones de cosas. Aprendí lo bastante para cotejar las bajas de enfermedad con la idea que yo tenía de lo que estaba buscando. Parece que yo no fui el único empleado de «Quantum» con el que probaron el desinhibidor.

—Tonterías —dijo Anderson, esta vez sin sonreír.

—Sabe que no lo son y sabe que puedo demostrarlo. Conozco los nombres de los hombres involucrados, uno de ellos era una mujer, y los hospitales en que los trataron y la falsa historia que les montaron. Puesto que no me advirtió de todo esto cuando me utilizó como su cuarto animal experimental de dos patas, no le debo más que una temporada en la cárcel.

—No quiero discutir este asunto. Déjeme que le diga una cosa. El tratamiento perderá su efecto, Heath. No conservará siempre su memoria. Tendrá que volver para proseguir el tratamiento, y tenga la seguridad de que será bajo mis condiciones.

—¡Bobadas! —exclamó John—. No supondrá que no haya investigado sus informes…, por lo menos los que no ha mantenido secretos. Y ya tengo cierta noción de lo que ha mantenido secreto. En ciertos casos el tratamiento dura más que en otros. Invariablemente dura más cuanto más efectivo resulta. En mi caso, el tratamiento ha sido extraordinariamente efectivo y durará un tiempo considerable. Para cuando tenga que volver a verle, si llego a tener que hacerlo, será en una situación en que cualquier fallo en cooperar, por su parte, será fatal para ustedes. Ni siquiera lo imagine.

—Especie de desagradecido…

—Déjeme en paz —advirtió John, fastidiado—. No tengo tiempo para oír sus patrañas. Váyase. Tengo mucho que hacer.

10

Eran las dos y media de la tarde cuando John entró en el despacho de Prescott, indiferente por primera vez al olor de su puro. Sabía que no pasaría mucho antes de que Prescott eligiera entre sus puros y su puesto. Con Prescott estaban Arnold Gluck y Lewis Randall, así que a John le cupo el sombrío placer de saber que se enfrentaba con los tres hombres más importantes de la sección. Prescott apoyó su puro en un cenicero y dijo:

—Ross me ha pedido que le conceda media hora, y esto es todo lo que le daré. Usted es el de los trucos de memoria, ¿no?

—Mi nombre es John Heath, señor, y me propongo presentarle una racionalización de funcionamiento de la compañía; algo que le hará utilizar al máximo la época de la comunicación electrónica y los ordenadores, y pondrá los cimientos de ulteriores modificaciones a medida que la tecnología vaya mejorando. Los tres hombres se miraron. Gluck, cuyo rostro curtido tenía el color del cuero, dijo:

—¿Es usted un experto en dirección de empresas?

—No tengo que serlo, señor. Llevo aquí seis años y recuerdo hasta el último detalle los procedimientos en cada transacción en la que me he visto inmerso. Eso quiere decir que el patrón de dichas transacciones está claro para mí y sus imperfecciones, obvias. Uno puede ver hacia dónde se enfoca y por dónde lo hace malgastando y sin eficiencia. Si me escucha, se lo explicaré. Le resultará fácil de comprender. Randall, cuyo pelo rojo y su cara pecosa le hacían parecer más joven de lo que era, observó con ironía:

—Cuento con que sea muy fácil, porque tenemos problemas con los conceptos difíciles.

—No le costará —le aseguró John.

—Y no conseguirá ni un segundo más de veintiún minutos —dijo Prescott, mirando su reloj.

—No necesito más. Lo tengo en un diagrama y puedo hablar rápidamente. La explicación duró quince minutos y los tres gerentes se mantuvieron sorprendentemente silenciosos durante este tiempo. Finalmente, Gluck, con una mirada hostil en sus ojillos, dijo:

—Parece como si estuviera diciéndonos que podemos arreglarnos con la mitad del personal que empleamos hoy en día.

—Con menos de la mitad —le aseguró fríamente John— y más eficientes. No podemos despedir al personal ordinario por causa de los sindicatos, aunque podemos deshacernos provechosamente de ellos. Los gerentes no están protegidos y, por tanto, pueden ser despedidos. Recibirán pensiones si tienen edad suficiente o encontrarán nuevos empleos si son jóvenes. Nuestros únicos pensamientos deben ser para «Quantum». Prescott, que había mantenido un silencio tenso, chupó furiosamente su apestoso cigarro y repuso:

—Semejantes cambios deben ser cuidadosamente estudiados y puestos en práctica con suma cautela. Lo que parece lógico sobre el papel, puede fallar en la ecuación humana.

—Prescott —insistió John—, si esta reorganización no se ha aceptado en el curso de una semana, y si no se me coloca al frente de dicha reorganización, dimitiré. No me costará encontrar otro empleo en una compañía menos importante donde este plan se ponga en práctica con mayor facilidad. Empezando con poco personal, puedo extenderme tanto en cantidad como en eficiencia sin contratar más gente y, dentro de un año, llevaré a «Quantum» a la bancarrota. Me divertirá hacerlo si se me empuja a ello, así que reflexionen. Mi media hora ha terminado. Adiós, caballeros. Y se marchó.

11

Prescott le siguió con la mirada y, con expresión glacial y calculadora, dijo a los otros dos:

—Creo que se propone hacer lo que dice, y que conoce cada faceta de nuestras operaciones mejor que nosotros. No podemos dejar que se marche.

—¿Quiere decir que debemos aceptar su plan? —preguntó Randall, escandalizado.

—No he dicho tal cosa. Váyanse ustedes y recuerden que todo esto es confidencial.

—Tengo la impresión —repuso Gluck— de que, si no hacemos algo, los tres nos vamos a encontrar de patitas en la calle antes de un mes.

—Posiblemente —asintió Prescott—, así que vamos a hacer algo.

—¿Qué?

—Si no lo sabe, no le hará daño. Déjenmelo a mí. Olvídense, ahora, y pasen un buen fin de semana. Cuando se marcharon, reflexionó un instante, masticando rabiosamente el puro. Luego cogió el teléfono y marcó una extensión:

—Aquí, Prescott. Le quiero en mi despacho el lunes a primera hora. ¿Entendido?

12

Anderson aparecía desgreñado. Había tenido un mal fin de semana. Prescott, que lo había tenido peor, le dijo con malevolencia:

—Usted y Kupfer otra vez a las andadas, ¿verdad?

—Es mejor no discutir esto, Mr. Prescott —dijo Anderson con dulzura—. Recuerde que llegamos a un acuerdo sobre que, en determinados aspectos de la investigación, había que establecer cierta distancia. Íbamos a aceptar el riesgo o la gloria, y «Quantum» participaría de lo último y no de lo primero.

—Y su sueldo se doblaría con la garantía de que todos los desembolsos legales serian responsabilidad de «Quantum», no lo olvide. Ese hombre, John Heath, fue tratado por usted y por Kupfer, ¿no es cierto? Venga, hombre; es inconfundible. Es inútil disimularlo.

—Pues, sí.

—Y fueron tan listos, que nos soltaron… esa tarántula.

—No podíamos imaginar que ocurriera así. Al no caer en shock instantáneamente, pensamos que era nuestra primera oportunidad de probar el proceso en la casa. Pensamos que se derrumbaría o que pasaría el efecto después de dos o tres días.

—Si no estuviera tan bien protegido —barbotó Prescott—, no me hubiera olvidado de todo y habría adivinado lo ocurrido cuando ese sinvergüenza me soltó el truco del ordenador y dio los detalles de la correspondencia, que no tenía por qué recordar. Está bien, ya sabemos por lo menos dónde estamos ahora. Tiene a la compañía comprometida con un nuevo plan de operaciones que no debemos permitirle poner en práctica. Tampoco podemos permitirle que se despida.

—Considerando la capacidad de Heath para recordar y sintetizar, es posible que su plan de operaciones pueda ser muy bueno.

—No me importa que lo sea. El sinvergüenza anda tras mi puesto y quién sabe qué más, y tenemos que deshacernos de él.

—¿Qué quiere decir con deshacernos? Puede ser de vital importancia para el proyecto cerebroquímico.

—Olvídelo. Es un desastre. Están creando a un súper Hitler. Realmente angustiado, Anderson insinuó a media voz:

—El efecto pasará.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—En este momento no puedo estar seguro.

—Entonces no puedo correr riesgos. Tenemos que prepararnos y hacerlo mañana, como muy tarde. No podemos esperar más.

13

John estaba de inmejorable buen humor. La forma en que Ross le evitaba siempre que podía y le hablaba con deferencia cuando tenía que hacerlo, afectaba a todos los empleados. Había un cambio extraño y radical en el orden de precedencia. John no podía negar que le gustaba. Se regocijaba en ello. La marea iba moviéndose con fuerza y a una velocidad increíble. Hacía solamente nueve días de la inyección del desinhibidor y cada paso había sido hacia delante. Bueno, no del todo, estaba la rabieta de Susan contra él, pero podría arreglarlo más tarde. Cuando le demostrara a la altura a que llegaría en otros nueve días, o en noventa… Levantó la vista. Ross estaba ante él esperando llamarle la atención pero sin hacer nada que pudiera atraerla, excepto un ligero carraspeo. John giró su sillón y alargó los pies ante él en actitud relajada y preguntó:

—¿Qué hay, Ross?

—Me gustaría que pasara a mi despacho, Heath —le dijo con cuidado—. Ha surgido algo importante y, francamente, usted es el único que puede arreglarlo. John, despacio, se puso en pie.

—Bien. ¿Qué es ello? Ross miró en silencio a la gran oficina, en la que por lo menos cinco hombres podían oírles. Después, miró a la puerta de su despacho y alargó el brazo, en actitud de invitarle a pasar. John titubeó, pero durante años la autoridad de Ross sobre él había sido indiscutible, y en este momento reaccionó a la costumbre. Ross, cortésmente, mantuvo la puerta abierta para John, luego entró él y cerró con llave disimuladamente, apoyándose en ella. Anderson apareció del otro lado de la librería. John preguntó vivamente:

—¿Qué es todo esto?

—Nada, en absoluto, Heath. —Y la sonrisa de Ross se transformó en una mueca astuta—. Solamente vamos a ayudarle a salir de su anormal estado y volverle a la normalidad. No se mueva, Heath. Anderson tenía la aguja hipodérmica en la mano:

—Por favor, Heath, no se debata. No queremos hacerle daño.

—Y sí grito… —empezó John.

—Si hace cualquier ruido —anunció Ross—, le cogeré por el cuello hasta que se le salten los ojos. Y me encantará hacérselo. Así que, por favor, grite.

—Tengo los datos sobre ustedes en una caja fuerte. Cualquier cosa que me ocurra…

—Mr. Heath —le aseguró Anderson—, no va a ocurrirle nada. Algo va a desocurrirle. Volveremos a ponerle donde estaba antes. Iba a ocurrirle de todos modos, pero se lo adelantaremos un poco.

—Ahora, voy a sujetarle, Heath —advirtió Ross—, y no se mueva, porque si lo hace turbará a nuestro amigo de la jeringa, podría resbalar, ponerle más de la dosis calculada, y acabaría sin poder recordar nada nunca más. Heath retrocedía, jadeante.

—Esto es lo que se proponen. Creen que así estarán a salvo. Si me olvido de ustedes, de toda la información, de todo lo almacenado. Pero…

—No vamos a hacerle daño, Heath —le prometió Anderson. John tenía la frente brillante de sudor. Se sintió como paralizado. Con voz sorda y con un terror que solamente podía sentir ante la posibilidad que sólo él recordaba perfectamente:

—¡Un amnésico! —exclamó.

—Así no recordará ni siquiera esto —dijo Ross—. Adelante, Anderson.

—Bien —murmuró Anderson, resignado—. Estoy destruyendo un perfecto sujeto de prueba. —Levantó el brazo fláccido de John y preparó la inyección hipodérmica. Se oyeron unos golpes en la puerta. Una voz clara llamó:

—¡John! Anderson se quedó automáticamente helado, levantó la vista, inquisitivo, y Ross se volvió a mirar hacia la puerta. Ahora ordenó en un murmullo autoritario:

—Pínchele de una vez, doctor. La voz volvió a repetir:

—Johnny, sé que estas ahí. He llamado a la Policía. Están en camino. Ross volvió a insistir:

—Adelante. Está mintiendo. Y, por si llegan, ya habrá terminado. ¿Quién puede probar algo? Pero Anderson movió la cabeza vigorosamente.

—Es su novia. Sabe que le inyectamos. Estaba con nosotros.

—¡Imbécil! Se oyó el ruido de un puntapié contra la puerta y luego la voz se oyó apagada, sorda:

—Soltadme. ¡Tienen a…, soltadme!

—Si ella le pinchara, sería el único medio de que él accediera —observó Anderson—. Además, creo que ya no tenemos que hacer nada. Mírelo. John se había desplomado en una esquina, con los ojos vidriosos y en un claro estado de inconsciencia. Anderson añadió:

—Estaba aterrorizado y eso podía provocar un shock que desbarataría la memoria en circunstancias normales. Creo que el desinhibidor ha sido eliminado. Déjela entrar y deje que hable conmigo.

14

Susan, muy pálida, estaba sentada y su brazo, protector, rodeaba los hombros de su ex novio.

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Recuerda la inyección de…?

—Sí, sí, pero, ¿qué ha ocurrido?

—Estaba previsto que anteayer, domingo, viniera a nuestro despacho para volver a examinarle. No se presentó. Estábamos preocupados por los informes de sus superiores, que eran alarmantes. Se estaba volviendo arrogante, megalómano, irascible…, tal vez usted también se dio cuenta. Veo que no lleva la sortija de compromiso.

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