Cuentos completos (341 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Me siento como un vivisector —dijo.

El doctor Godfrey Mayer, que dirigía el grupo de psicólogos, mostró una expresión apenada.

—Hay que arriesgar tanto hombres como naves. Hemos hecho todo lo que hemos podido para prepararlos y protegerlos, hasta los límites de lo humanamente realizable. Después de todo, esos hombres son voluntarios.

—Lo sé —dijo Nilsson apagadamente.

El hecho no le consoló en lo más mínimo.

Observando los controles, Oldbury se preguntó cuándo —si alguna vez llegaba a ocurrir—, alguno de los diales iba a exhibir el color rojo indicativo de peligro, en qué momento empezaría a sonar una sirena de alarma.

Les habían asegurado que, con toda probabilidad, nada de aquello iba a ocurrir, pero los dos habían sido entrenados de manera precisa en la forma exacta de ajustar, manualmente, cada uno de los controles.

Y con razón. La automatización había avanzado hasta tal punto que la nave era un organismo que se regulaba a sí mismo, casi como algo vivo. Sin embargo, en tres ocasiones había sido enviada una nave no tripulada, casi tan complicada como aquella en cuyo interior se hallaban sepultados ahora, a recorrer una trayectoria de bumerán en torno a la Luna, y ninguna de las tres naves había regresado.

Además, en cada ocasión, los aparatos de información que transmitían los datos de vuelta a la Tierra habían fallado antes incluso de alcanzar la órbita de la Luna en el camino de ida.

La opinión pública estaba impaciente, y los hombres que trabajaban en el Proyecto Espacio Profundo habían decidido no aguardar al éxito de un vehículo no tripulado antes de arriesgar vidas humanas. Se decidió que era necesario un vehículo tripulado a fin que pudieran introducirse correcciones manuales para compensar los pequeños fallos acumulativos de la imperfecta automatización.

Una tripulación de dos hombres… Temían por la cordura de un hombre solo.

—¡Davis! —llamó Oldbury—. ¡Eh, Davis!

Davis salió de un introvertido silencio.

—¿Qué?

—Echemos un vistazo al aspecto que tiene la Tierra.

—¿Por qué? —quiso saber Davis.

—¿Por qué no? Estamos aquí afuera. Al menos, gocemos de la vista.

Se reclinó hacia atrás. El videoscopio era un ejemplo de automatización. El impacto de las radiaciones de onda corta le daban opacidad. El Sol no podía verse a su través bajo ninguna circunstancia. En vez de ello, el videoscopio se orientaba de modo automático hacia la fuente de iluminación más brillante del espacio, compensando, mientras lo haría, todos los movimientos propios de la nave, como habían explicado repetidamente los ingenieros. Pequeñas células fotoeléctricas localizadas en los cuatro lados de la nave giraban incansablemente, rastreando el cielo. Y si el foco de iluminación más brillante no era el deseado, siempre podía recurrirse al control manual.

Davis accionó el contacto, y el videoscopio se iluminó. Apagó las luces artificiales del cubículo, y la vista ofrecida por el videoscopio ganó en brillo contra el contraste de la oscuridad.

No era un globo, por supuesto, con continentes en él. Lo que vieron fue una brumosa mezcla de blanco y verde azulado que llenaba la pantalla.

El dial que medía la distancia a la Tierra, determinando el valor de la constante gravitatoria, les situó a algo menos de cincuenta mil kilómetros.

—Buscaré el borde —dijo Davis.

Adelantó una mano para ajustar los mandos, y la imagen osciló.

Una curva de negrura cruzó la pantalla. No había estrellas en ella.

—Es la sombra nocturna —dijo Oldbury.

La imagen retrocedió bruscamente. La oscuridad avanzó por el otro lado y se curvó más cerradamente y en sentido opuesto. Esta vez, la oscuridad mostraba los brillantes puntos de las estrellas.

Oldbury tragó saliva.

—Desearía estar de vuelta allí —dijo solemnemente.

—Al menos podemos ver que la Tierra es redonda —comentó Davis.

—¿Constituye eso un descubrimiento?

Davis pareció inmediatamente molesto por la forma en que Oldbury había tomado su observación.

—Sí —afirmó—, constituye un descubrimiento, si lo ves de este modo: sólo una pequeña parte de la población de la Tierra ha estado siempre convencida de la redondez de la Tierra.

Conectó las luces interiores de la nave, frunciendo el ceño, y desconectó el videoscopio.

—No desde el mil quinientos —objetó Oldbury.

—Si tienes en cuenta las tribus de Nueva Guinea, seguíamos creyendo que la Tierra era plana pasado el año mil novecientos cincuenta. Y había sectas religiosas en Estados Unidos en los años treinta que creían que la Tierra era plana. Incluso ofrecían recompensas a quien pudiera probar que era redonda. ¡A las ideas les cuesta morir!

—Chiflados —gruñó Oldbury.

Davis se suavizó un tanto.

—¿Puedes tú acaso probar que es redonda? —preguntó—. Quiero decir, independientemente del hecho que acabes de comprobarlo por ti mismo.

—No seas ridículo.

—¿Lo soy? ¿O más bien estás tomando la palabra de tu maestra de cuarto grado como el Evangelio? ¿Qué pruebas te han dado? ¿Que la sombra de la Tierra sobre la Luna durante un eclipse lunar es redonda, y que tan sólo una esfera puede arrojar una sombra redonda? ¡Eso es una absoluta tontería! Un disco circular puede arrojar una sombra redonda. E igual puede hacerlo un huevo o cualquier otra forma, por irregular que sea, con una intersección circular. ¿Vas a decir que los hombres han viajado rodeando la Tierra? Podrían simplemente haber estado trazando círculos en torno al punto central de una Tierra plana a una distancia fija. El efecto sería el mismo. ¿La parte superior de un barco es lo primero que aparece en el horizonte? Sabes muy bien que se trata de una ilusión óptica. Hay otras más sorprendentes aún.

—El péndulo de Foucault —dijo Oldbury brevemente.

Se sentía intimidado por la vehemencia del otro.

—Te refieres a un péndulo instalado sobre un plano y girando a medida que la Tierra se mueve bajo él, a una velocidad y con una amplitud que dependen de la latitud del lugar donde se esté realizando el experimento. ¡Seguro! Eso si un péndulo se limita a un plano, y si las teorías implicadas son correctas. ¿Cómo puede eso satisfacer al hombre de la calle, que no es físico, a menos que esté dispuesto a creer ciegamente en la palabra de los físicos? ¡Te diré una cosa! No hubo ninguna prueba satisfactoria afirmando que la Tierra fuera redonda hasta que los cohetes pudieron elevarse lo suficiente para tomar fotos que mostraran su curvatura.

—Tonterías —dijo Oldbury—. La geografía de Argentina estaría completamente distorsionada si la Tierra fuera plana, con el Polo Norte como centro. Cualquier otro centro distorsionaría la geografía de cualquier otra porción de tierra. La corteza terrestre no tendría la forma que tiene si no fuera casi esférica. No puedes refutar eso.

Davis guardó silencio durante unos instantes, luego dijo malhumoradamente:

—¿Por qué demonios estamos discutiendo? Al diablo con todo eso.

Ver la Tierra y hablar de ella, aunque fuera tan sólo de su esfericidad, había arrastrado a Oldbury a una aguda nostalgia. Empezó a hablar de su hogar en voz muy baja. Habló de su juventud en Trenton, Nueva Jersey, y contó anécdotas de su familia tan triviales que no había pensado en ellas desde hacía años, echándose a reír ante cosas que apenas eran divertidas, y sintiendo las punzadas de un dolor infantil que había creído curado hacía años.

En un momento determinado, Oldbury se adormeció; luego se despertó con un sobresalto y se sintió confuso al encontrarse bañado por una fría y azulada luz. Instintivamente, fue a ponerse en pie, y volvió a dejarse caer con un gruñido cuando su codo golpeó contra duro metal.

El videoscopio estaba brillando de nuevo. La luz teñida de azul que lo había sobresaltado en el momento de despertar era el reflejo de la Tierra.

La curva del borde de la Tierra era mucho más pronunciada ahora. Estaban a unos ochenta mil kilómetros.

Davis se había vuelto ante el brusco y fútil movimiento del otro, y dijo beligerante:

—La redondez de la Tierra no es una prueba de nada. Después de todo, el hombre podía arrastrarse sobre su superficie y deducir su forma por su geografía, como tú has dicho. Pero hay otras cosas en las que actuamos como si realmente supiéramos, y con mucha menos justificación.

Oldbury se frotó el dolorido codo y dijo:

—De acuerdo, de acuerdo.

Pero Davis no se sentía aplacado.

—Ahí está la Tierra. Mírala. ¿Qué edad tiene?

—Unos cuantos miles de millones de años, supongo —dijo Oldbury cautelosamente.

—¿Supones? ¿Qué derecho tienes a suponer? ¿Por qué no unos cuantos miles de años? Tu bisabuelo probablemente creía que la Tierra tenía seis mil años de edad, a contar desde el Génesis. Sé que el mío lo creía así. ¿Qué te hace estar tan seguro que ellos estaban equivocados?

—Hay una buena cantidad de pruebas geológicas.

—¿El tiempo que necesita el océano para volverse tan salado como es? ¿El tiempo que necesita para formar un estrato de una roca sedimentaria? ¿El tiempo que necesita para formar una determinada cantidad de plomo un mineral de uranio?

Oldbury se reclinó hacia atrás en su asiento y contempló la Tierra con cierta distancia. Casi no oía a Davis. Un poco más y podrían verla entera en el videoscopio. Con la curva planetaria contra el límite de visión de uno de los lados del videoscopio, la sombra nocturna casi encajaba con el otro.

La sombra nocturna no cambiaba de posición, por supuesto. La Tierra giraba, pero para los hombres a bordo de la nave seguía recibiendo la luz desde la misma dirección.

—¿Y bien? —preguntó Davis.

—¿Qué? —dijo Oldbury, sobresaltado.

—¿Qué hay acerca de tus malditas pruebas geológicas?

—Bueno, está la degradación del uranio…

—Ya lo he mencionado. Eres un estúpido, ¿lo sabías?

Oldbury contó hasta diez para sí mismo antes de responder.

—Yo no lo creo así.

—Entonces escucha. Supón que la Tierra nació a la existencia hace unos seis mil años, tal como la Biblia lo describe. ¿Por qué no fue creada entonces con una cierta cantidad de plomo existente ya en el uranio? Si el uranio pudo ser creado, ¿por qué no el plomo con él? ¿Por qué no crear el océano tan salado como es ahora, y las rocas sedimentarias tan comprimidas en estratos como las hallamos? ¿Por qué no crear los fósiles exactamente tal como existen ahora?

—En otras palabras, ¿por qué no crear la Tierra completa, con pruebas internas que ella tiene varios miles de millones de años de edad?

—Exacto —dijo Davis—. ¿Por qué no?

—Déjame hacer la pregunta opuesta. ¿Por qué sí?

—No me importan los porqués. Sólo intento demostrarte que todas las pretendidas pruebas de la edad de la Tierra no invalidan necesariamente la creación de la Tierra hace seis mil años.

—Supongo que tú consideras todo esto como una especie de juego…, un rompecabezas científico para comprobar la ingeniosidad de la Humanidad, o ejercitar tu mente…; una gimnasia mental para el intelecto.

—Te crees muy gracioso, Oldbury, pero en realidad, ¿qué hay de imposible en todo eso? Podría ser así. No puedes probar que no lo sea.

—No intento probar nada.

—No, te sientes satisfecho tomando las cosas tal como se te ofrecen. Por eso he dicho que eres un estúpido. Si pudiéramos retroceder en el tiempo y comprobarlo por nosotros mismos, entonces sería otro asunto. Si pudiéramos retroceder en el tiempo hasta antes del cuatro mil cuatro antes de Cristo y ver el Egipto predinástico, o antes aún, y cazar un tigre de dientes de sable…

—O un tiranosaurio.

—O un tiranosaurio, sí. Hasta que podamos hacer eso, lo único que podemos hacer es especular, y no hay forma de decir cuándo la especulación es correcta y cuándo no. Toda la ciencia está basada en la fe en las premisas originales, y en la fe en la validez de los métodos deductivo e inductivo.

—No hay ningún crimen en eso.

—¡En sí mismo ya es un crimen! —exclamó Davis con vehemencia—. Empiezas a creer, y una vez empiezas a creer cierras las puertas de tu mente. Tienes ya tu idea, y no la reemplazas por otra. Galileo comprobó en sus propias carnes cuánto les cuesta morir a las ideas.

—Colón también —señaló, soñoliento, Oldbury.

Mirar hacia la Tierra, teñida de azul, con los lentos y girantes cambios de las formaciones nubosas, tenía un efecto casi hipnótico.

Davis recibió el comentario con obvia alegría.

—¡Colón! Supongo que crees que afirmó que la Tierra era redonda cuando todos los demás pensaban que era plana.

—Más o menos.

—Ese es el resultado de escuchar a tu maestra de cuarto grado, la cual a su vez escuchó a su maestra de cuarto grado, y así sucesivamente. Cualquier hombre inteligente y culto de la época de Colón hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas que la Tierra era redonda. El punto a discutir era el tamaño de la Tierra.

—¿Es eso un hecho?

—Absolutamente. Colón seguía los mapas de un geógrafo italiano que había dado a la Tierra unos veinticinco mil kilómetros de circunferencia, con el borde oriental de Asia a tan sólo unos cinco o seis mil kilómetros de Europa. Los geógrafos de la corte del rey Juan de Portugal insistían en que eso era erróneo, que la Tierra tenía unos cuarenta mil kilómetros de circunferencia, que el borde oriental de Asia estaba al menos a veinte mil kilómetros del borde occidental de Europa, y que el rey Juan haría mejor en seguir intentándolo por la ruta que rodeaba África. Los geógrafos portugueses, por supuesto, estaban en lo cierto en un ciento por ciento, y Colón estaba equivocado en un ciento por ciento. Los portugueses alcanzaron la India, y Colón nunca lo logró.

—Pero descubrió América. No puedes negar ese hecho.

—Eso no tuvo nada que ver con sus ideas. Fue estrictamente accidental. Fue un fraude intelectual tan grande que, cuando su viaje demostró que su mapa estaba equivocado, falsificó su diario de a bordo antes que cambiar sus ideas. A sus ideas les costó morir. De hecho, no lo hicieron hasta que él no murió también. Y lo mismo ocurre con las tuyas. Puedo estar hablándote horas y horas, y tú seguirás convencido que Colón fue un gran hombre porque pensaba que la Tierra era redonda cuando todos los demás decían que era plana.

—Lo que tú quieras —murmuró Oldbury.

Se sentía atrapado por el cansancio, y por el recuerdo del caldo de pollo que su madre le hacía cuando era niño. Utilizaba cebada. Recordó el olor de la cocina el sábado por la mañana, con sus rebanadas de pan fritas y endulzadas, y el aspecto de las calles después de una tarde de lluvia, y…

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